miércoles, 26 de mayo de 2010

Los conflictos que se avizoran

Hace algún tiempo, el profesor Vedel, uno de los grandes juristas franceses del siglo pasado, dijo en una entrevista que consideraba de la más alta conveniencia para la salud del régimen político que primero se decidieran las competencias presidenciales y después las parlamentarias.

Según su punto de vista, el secreto de la estabilidad de los regímenes occidentales reside en el entendimiento entre los titulares del poder gubernamental y los integrantes de congresos o parlamentos.

Ese entendimiento es la clave de los regímenes de tipo parlamentario, que prevén disposiciones tendientes a resolver los conflictos que pueden presentarse entre la representación popular que tiene asiento en el Parlamento y los detentadores del Gobierno. Básicamente, esas disposiciones prevén que los órganos gubernamentales se integren de acuerdo con las mayorías que imperen en los cuerpos colegiados, así como distintas interacciones entre unos y otras, tales como el voto de censura y la disolución del Parlamento, que pueden dar lugar a situaciones que en últimas deben ser resueltas por el electorado.

Según el profesor Vedel, para el caso francés y otros en que el poder presidencial sea autónomo respecto de las mayorías parlamentarias, lo preferible sería que primero se eligiera el titular de la Presidencia y después de ello se celebrasen las elecciones parlamentarias, pues de ese modo se lograría que esos dos grandes poderes obedeciesen a las mismas líneas de conducción política.

Los regímenes de tipo presidencialista como el nuestro carecen de soluciones adecuadas para resolver las diferencias políticas entre el Congreso y  el Gobierno. Aunque entre nosotros se consagra el principio de colaboración armónica entre los titulares del poder público, su fuerza jurídica es más bien endeble, por no decir irrisoria, pues no hay instancia superior capaz de hacerlo efectivo. Esa colaboración se logra mediante negociaciones. Al fin y al cabo, el arte de la política involucra ineludiblemente el de la transacción y ésta, a su vez, conlleva el sacrificio de unas aspiraciones en pro de la efectividad de otras.

En la historia colombiana, los conflictos entre el Presidente y el Congreso se han resuelto a menudo con la caída del primero o el cierre del segundo. Para no llegar a esos extremos, los gobiernos han tenido que ceder ante las presiones, no pocas veces extorsivas, de los titulares de la representación popular.

Como el país adolece de mala memoria, poco se recuerda ya el último de esos conflictos, que ocurrió bajo el mandato de Andrés Pastrana.

En 1998 el Partido Liberal eligió 56 senadores, pero perdió la Presidencia. Para manejar el Congreso, Pastrana se valió de Fabio Valencia Cossio, quien sonsacó prácticamente la mitad de la representación liberal con el cuento de la colaboración patriótica, logrando así una precaria mayoría en el Congreso.

Pero el costo fue altísimo. Los liberales colaboracionistas cobraron cuotas cada vez más descaradas, hasta el punto de que Pastrana, desesperado por sus extorsiones, se atrevió a proponer el llamado al pueblo para que votase la revocatoria del Congreso. Serpa, que entonces ejercía el liderazgo entre los liberales, respondió promoviendo la revocatoria del Presidente.

El conflicto se fue extendiendo y, en un momento dado, el alto mando militar le hizo saber a Pastrana que se estaba creando un clima de agitación que las Fuerzas Armadas no estaban en capacidad de controlar. Entiendo que, por otra parte, las entidades financieras internacionales advirtieron que esa confrontación afectaría el crédito colombiano en el exterior.

En suma, Pastrana hubo de recular y  quizás de ahí surgió la iniciativa de vincular a Juan Manuel Santos al Ministerio de Hacienda. Terminó su mandato con las manos atadas.

No menos graves fueron las extorsiones que por su propia culpa padeció Ernesto Samper, que para cumplir su desastrosa consigna de “Aquí estoy y aquí me quedo” tuvo que entregarse de pies y manos al Congreso, que tenía el poder de someterlo a juicio o exonerarlo por la financiación que su campaña recibió del narcotráfico.

Quien salga elegido para la Presidencia en las elecciones venideras tendrá qué habérselas con unos congresistas que no le deberán su elección y estarán dispuestos a exigir contraprestación por el apoyo que le brinden.

Santos no las tiene todas consigo, pues la mayoría uribista del Congreso recién elegido no es santista.  A los  esquivos votos de la U tendrá que sumarles los de los conservadores, los de Cambio Radical y hasta los del PIN, con quienes ha dicho que no negociará, así como los del MIRA y otros votos sueltos.

Pero la situación más grave será la de Mockus, con una exigua representación en el Congreso y unas mayorías que tendrán sus fauces abiertas para hacerle ver que la antipolítica no es viable.

Toda esta confusión se habría podido evitar si las elecciones presidenciales se hubieran efectuado antes de las de congresistas.

Pero como las reglas políticas las fijan los políticos y éstos las elaboran con base en lo que les conviene, lo que se ha dispuesto entre nosotros es que los aspirantes al Congreso resuelvan primero el problema de su elección, desligándola de del asunto de las aspiraciones presidenciales.

Ello tiene su lógica desde el punto de vista de los intereses de los políticos, pero contraría la del buen gobierno. Los congresistas se hacen elegir y dejan a los candidatos presidenciales abandonados a su suerte, como se ha visto con los conservadores y los liberales en la campaña actual, esperando negociar después con el ganador.

Uribe, mal que bien, ha contado con mayoría en el Congreso, pero a fuerza de transacciones como la de la yidispolítica o  la de poner el servicio exterior a la disposición de los apetitos de sus adherentes. Lo ha protegido su enorme prestigio popular. Pero el próximo Presidente, a juzgar por lo que dicen las encuestas, ganará por un margen muy estrecho de votos, lo que no le permitirá invocar un sólido respaldo del electorado en pro de sus políticas.

Por eso, Santos se ha anticipado a anunciar que aspira a hacer un gobierno de unidad nacional, lo que Mockus, con su antipolítica, no podría ofrecer sin riesgo de malquistarse con los fanáticos que lo siguen.

jueves, 20 de mayo de 2010

Una democracia paradójica

La realidad colombiana es muy difícil de entender para los que no están familiarizados con ella.

Hace dos meses elegimos un nuevo Congreso que se instalará el próximo 20 de julio. De acuerdo con la composición del Senado, que no guarda una simetría exacta con la de la Cámara de Representantes, pero indica en términos relativos cuáles son las tendencias políticas dominantes en el escenario nacional, o cuáles  eran al momento de la elección, las distintas vertientes uribistas gozarán ahí de cómodas mayorías. Los de la U, los conservadores, los de Cambio Radical y los del PIN, si se mantiene la coalición, llevarán la voz cantante en esa corporación.

Las elecciones mostraron además la fuerza de  cada partido. El primero es el de la U, con más del 25% de la votación, seguido por el Conservador, con algo más del 20% y el Liberal con cerca de un 17%. Los demás quedaron por debajo del 10% cada uno. El Verde obtuvo cosa de un 5%. La gran sorpresa negativa la dio Fajardo, pues sus candidatos obtuvieron, a pesar del apoyo que personalmente le daban las encuestas, una votación irrisoria.

Al comienzo de la campaña presidencial todo parecía indicar que la contienda se daría entre dos candidatos uribistas, Santos y Noemí. A Fajardo ya no se le veían posibilidades, habida consideración de su fracaso en la elección de congresistas. Pero rápidamente, con la sorpresa positiva que favoreció a los verdes y la unión de Fajardo con Mockus, empezó a subir como espuma lo que los periodistas han denominado la Marea o la Ola Verde, a punto tal que en las últimas encuestas la fórmula Mockus-Fajardo iguala de hecho en los pronósticos para la primera vuelta al tándem Santos-Garzón, y lo supera en varios puntos en la intención de voto para la segunda.

No obstante ello, los niveles de aprobación del gobierno de Uribe se mantienen por los lados del 70%. Y todo indica que, de no haber mediado el fallo de la Corte Constitucional que  impidió una tercera elección suya, la ciudadanía habría votado copiosamente por él.

A estas alturas del debate, los dos escenarios posibles parecen ser, por una parte, el de la elección de Mockus, así sea con una apretada mayoría, o la de Santos, por la otra, también muy seguramente con pocos votos sobre su contendor, a menos que en las semanas venideras se produzca algún acontecimiento extraordinario que altere las tendencias.

Mockus, con cierta habilidad, no se presenta como el anti-Uribe, sino como el post-Uribe. Pero no hay qué llamarse a engaño acerca de su identidad política, pues ambos son como el agua y el aceite. En realidad, las consignas de Mockus entrañan críticas de fondo y poco veladas a las ejecutorias de Uribe. No parece fácil, por consiguiente, que uno sea a la vez uribista y mockusista.

Por otra parte, el triunfo de Mockus en la contienda presidencial abrirá un escenario de confrontación institucional con el Congreso que no ofrece buenos augurios. Él lo disimula con lo de que las diferencias podrán zanjarse con el mecanismo de argumento va y argumento viene, como si se tratase de dirimir diferencias en un entorno académico. Pero, como decía Lenin, “los hechos son tozudos”, y los apetitos de los políticos pocas veces se sacian con prospectos de buenas intenciones.

La alternativa de Santos parece más cómoda desde el punto de vista de la gobernabilidad. Pero no las tiene todas consigo.

En primer lugar, aunque se presenta como el heredero legítimo de Uribe, hay qué insistir en que Santos no es Uribe. De ser elegido, su talante será muy otro, así cubra su cabeza con el blanco aguadeño y se tercie al hombro la mulera. Tarde o temprano terminará marcando distancias con su predecesor.

En segundo término, Santos no es un candidato atractivo para el elector común y corriente. Le falta el famoso carisma, el ángel que dicen los españoles. Y así lo indican a las claras las encuestas.

No es improbable que gane en la segunda vuelta, pero quizás el suyo sea un triunfo estrecho con ocasión del cual no faltarán las acusaciones de fraude o, por lo menos, de presión de la maquinaria oficial sobre el electorado.

A las dudas sobre la legitimidad de su elección se sumarán sus dificultades para mantener unida a la coalición en el interior del Congreso, pues para conseguir el apoyo de los conservadores, a quienes ha humillado, y de Cambio Radical, al que ha menospreciado, tendrá que pagar un precio elevadísimo. Ya lo veremos, además, negociando con el PIN.

Cualquiera que gane la Presidencia la ejercerá en condiciones de debilidad, fuera de que tendrá que enfrentar una situación social preñada de dificultades.

Los datos recientes sobre el 45.5% de colombianos que hacen el milagro cotidiano de sobrevivir con ingresos mensuales inferiores a $ 281.384, y el 16.4% cuyos ingresos no superan cada mes los $ 120.558, son muy inquietantes. Estamos hablando de 19.900.000 y de 7.200.000 de pobres e indigentes, respectivamente, lo que es indicio de una situación social que en cualquier momento puede volverse explosiva.

Llama la atención que la Izquierda no se haya beneficiado electoralmente con estos pésimos indicadores. Es posible que el descrédito en que la han sumido las barbaridades de la guerrilla y las vulgares baladronadas de Chávez incidan en que el electorado colombiano se incline por ahora hacia tendencias más afines al Centro o a la Derecha. Pero si los gobiernos venideros no logran reducir esos índices, la tozudez del hambre terminará inclinando la balanza hacia los Petros.

En realidad, como lo ha dicho a menudo Carlos Gaviria, que no es santo de mi devoción, no  resulta apropiado afirmar que estamos en una democracia, cuando algo más del 60% de la población padece los rigores de la pobreza y la miseria.

Es una paradoja que el pueblo siga votando a pesar de que su voto poco se traduce en mejoras en su calidad de vida.

sábado, 15 de mayo de 2010

Seguridad y Legalidad (IV)

Las políticas de seguridad pública se desarrollan a través de diferentes acciones de inteligencia, investigación, policía, instrucción criminal, juzgamiento, etc.

Unas de ellas dependen de decisiones políticas y administrativas de los gobiernos. Otras son del resorte de autoridades de la Rama Judicial, respecto de las que los gobiernos apenas pueden ofrecer la colaboración armónica que la Constitución prevé para el cumplimiento de los fines del Estado.

Por eso, cuando Mockus habla de que su proyecto de seguridad con legalidad incluye que en cada municipio haya jueces y fiscales, está prometiendo algo que no dependería de él como gobernante, dado que la creación de juzgados, que de hecho no faltan en ningún municipio, compete al Consejo Superior de la Judicatura, y la de fiscalías corresponde al Fiscal General de la Nación.

Sería preferible que hablara de la gran reforma que se hace indispensable emprender para que en efecto la ciudadanía tenga acceso a pronta y cumplida justicia, lo que incluye modificaciones a la Constitución Política cuya viabilidad dependería de la obtención de consensos con las altas Cortes y la Fiscalía misma, así como con la Procuraduría y los sectores políticos, profesionales y académicos pertinentes.

He señalado en artículos anteriores que el trasfondo del planteamiento de Mockus involucra críticas a la gestión de Uribe dentro del contexto de los Derechos Humanos. En efecto, si echa de menos la legalidad en la política de seguridad, es porque considera que ésta no se ha aplicado del todo con arreglo a la ley, especialmente en tan delicada materia.

Uno puede preguntarse si las condiciones de debilidad institucional del Estado colombiano y las modalidades tan acusadas que asume la delincuencia de todos los pelambres entre nosotros, permiten ajustarse adecuadamente a los muy rigurosos criterios que el pensamiento jurídico contempla en la actualidad respecto de la acción de las autoridades y la garantía de los derechos individuales.

Cuando se observan las dificultades de toda índole dentro de las que les toca actuar a los agentes del orden en contra de la delincuencia, lo que salta a la vista es que no hay acción más difícil ni más ingrata que esa, pues su marco jurídico es demasiado complejo y las circunstancias reales no lo son menos.

Sea la oportunidad para ilustrar el tema con unas anécdotas personales.

En mi primera reunión como embajador con la Cancillería de Chile, se me dijo claramente que el gobierno de ese querido país apoyaba la política de seguridad democrática, pero siempre y cuando nosotros obrásemos de modo intachable en lo concerniente a los Derechos Humanos.

Por tal motivo, me pidieron que me pusiera en contacto con los Departamentos de Derechos Humanos de la Universidad de Chile y la Diego Portales, que tenían a su cargo la misión de asesorarlos en la materia. Fueron explícitos en manifestarme que Chile aspiraba a ejercer una monitoría sobre el comportamiento colombiano en tan delicado asunto.

En la Universidad de Chile estaban a cargo del tema el profesor José Zalaquet, considerado como la máxima autoridad en materia de Derechos Humanos en Chile, y la doctora Cecilia Medina, integrante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El encuentro que tuve con ellos fue muy cordial, pero no dejaron de manifestar sus preocupaciones sobre la situación colombiana, la cual, dicho sea de paso, no les resulta fácil de entender a quienes no nos conocen de cerca.

La Dra. Medina me obsequió varios libros suyos. Uno de ellos versa sobre la jurisprudencia de la Corte en mención acerca de los derechos consagrados en el Pacto de San José. Lo leí con especial interés y quedé con una enorme preocupación por el rigor con que se examinan ahí los casos. En un encuentro posterior, le comenté a la Dra. Medina que, a juzgar por los criterios de la Corte, ningún país escaparía a que se lo condenara por violación de lo estipulado en el Pacto. Me contestó con una sonrisa condescendiente: “A eso se comprometieron los Estados cuando lo firmaron”.

Con la Universidad Diego Portales la experiencia fue desastrosa, porque el punto de partida de sus investigadores y profesores era la complicidad de nuestras fuerzas armadas con el paramilitarismo. Así nos lo dijeron con toda franqueza, por lo que hube de enviarles un oficio vehemente con el que procuraba disipar lo que yo consideraba un prejuicio infundado. Desafortunadamente, lo que pasó con Noguera en el DAS y luego con los procesos de la parapolítica, no ayudaba mucho para la defensa del honor de nuestras autoridades. Cómo discutir con ellos, además, si acababa de suceder el molestísimo caso de Salvador Arana, que nos llenó de desprestigio.

A propósito, no sé cómo ha podido ocurrírsele al hablantinoso que está encargado de nuestra representación diplomática en Chile hacer en reuniones con empresarios la apología del paramilitarismo, diciendo que fue la salvación para Colombia. Lo que tampoco sé es cómo pudo ocurrírsele al Presidente enviarlo para que dijera esa y otras enormidades, como la de que es socio suyo en negocios de ganadería, como también dizque lo ha sido del funesto Salvador Arana.

Pero doblemos esta doliente hoja. Lo que quiero destacar es la enorme dificultad en que nos hallamos para garantizar el orden público y los derechos fundamentales de la gente del común en medio de unos estatutos muy restrictivos y de una vigilancia demasiado severa que se ejerce sobre nosotros desde el exterior.

No mencionaré mi experiencia tangencial con HRW, que no me dejó buen sabor, porque toca con algo que se habló en reserva y de lo que su representante impidió que quedara memoria escrita.

Diré, eso sí, un poco sobre  lo que me tocó vivir y padecer con Amnistía Internacional, cuya oficina en Santiago se ocupa de los asuntos de Colombia, para referir que en la primera comunicación que recibí de ellos se acusaba a nuestro gobierno de ser promotor de secuestros, masacres, desapariciones forzadas y desplazamientos masivos.

Poco a poco tuve que ir induciéndolos a que bajaran el tono, explicándoles las dificultades que tenemos para proteger a las comunidades establecidas prácticamente en medio de la selva y acordando con ellos unos procedimientos para que sus quejas no se quedaran perdidas en la Cancillería, sino que pudieran llegar a la Fiscalía, la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo, el Ministerio del Interior y demás autoridades competentes para diligenciarlas, mediando de mi parte el compromiso de informarles acerca de los resultados que se obtuvieran.

Algo se logró, gracias al interés de la sección de Derechos Humanos de nuestra Cancillería, a la que no le falta profesionalismo, pero carece de recursos humanos y materiales suficientes para atender lo que de ella se espera.

Mi experiencia personal me dejó el convencimiento de que nuestros problemas son tan difíciles, que no podemos resolverlos sin la ayuda de la comunidad internacional. Por eso me dí a la tarea de mostrar a Colombia en todas partes, bajo la consigna de que “Si nos conocen, nos entienden, y si nos entienden,nos ayudan”.

En fin, diciéndolo en lenguaje mockusiano, cabe afirmar que la idea de garantizar al mismo tiempo la seguridad y la legalidad en las condiciones actualmente imperantes, equivale a lograr la cuadratura del círculo. Ignoro cómo harán los Verdes para cumplir sus promesas.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Seguridad y Legalidad (III)

Señalé en un escrito anterior que probablemente cuando Mockus hace hincapié en garantizar la legalidad en la política de seguridad, involucra dentro de aquélla lo que en los tiempos que corren se considera como el más alto de los valores morales y jurídicos, la dignidad de la persona humana.

El asunto no sólo reviste interés académico, sino enorme importancia práctica. Se trata de establecer en qué medida pueden ser compatibles muchas políticas de seguridad con tan preclaro principio.

Cuando se aborda la cuestión, se tropieza de entrada con la grave dificultad de establecer en qué consiste en últimas la dignidad de la persona humana.

Al rastrear el origen del concepto, resulta inevitable la mención de algunas tesis de Kant, como la que sostiene que, mientras en el reino de las cosas éstas se valoran por su precio, en tratándose del hombre esa categoría  no es de recibo, pues lo que él ostenta es una dignidad. Y cuando se pregunta acerca del porqué de esa distinción, la respuesta alude, por una parte, a su racionalidad y, por otra, a su posibilidad de constituirse en sujeto moral.

La primera le permite identificar sus propios fines, asignarles contenido y decidir libremente acerca de los mismos. La segunda hace que pueda obrar al tenor de los famosos imperativos categóricos, que traducen la  ley moral libremente aceptada  que reina en el interior de su conciencia, en cuya virtud es capaz de obrar de modo ejemplar y respetando a sus semejantes como fines en sí mismos que son.

La dignidad humana se asocia, dentro de este contexto, con la autonomía moral y, en últimas, con la libertad.

De ahí se desprende el principio liberal, que ya se encontraba en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino e incluso en el de San Agustín, en virtud del cual nadie puede ser forzado a obrar contra su conciencia.

Y la distinción entre dignidad del hombre y precio de las cosas se retoma más adelante por Marx, cuando en El Capital observa que el régimen capitalista se caracteriza por imponerle al trabajador el mismo estatuto que a la mercancía, cosificándolo y alienándolo.

Pero la idea de que el hombre es un ser valioso de suyo y, en consecuencia, merecedor de respeto por su carácter sagrado, se impuso en nuestra civilización por obra del Cristianismo, que a su vez se nutrió de la tradición judía y del pensamiento de los estoicos.

Con el correr de los tiempos, la idea de dignidad ha venido evolucionando en distintos sentidos. Lo que en un principio se vinculaba con la especial relación del hombre con su Creador y, después, con su condición de sujeto moral capaz de obrar conforme a principios racionales, por distintas circunstancias ha terminado asociándose, por una parte, con lo que podríamos llamar el derecho al placer tal como cada uno lo conciba y, por otra, con un supuesto derecho bastante más difuso, el de no sufrir o, por lo menos, el de no experimentar dolores injustificados.

Placer y dolor ubican entonces en el núcleo de la teoría actual de los derechos. Tenemos derecho a lo que nos resulte placentero; tenemos, igualmente, derecho a esquivar lo que nos resulte desagradable, incómodo, mortificante y, en suma, doloroso.

Todo esto viene a cuento porque las políticas de seguridad, mediante las que se busca proteger los derechos fundamentales, tienen la contrapartida de ser molestas, irritantes e incluso gravosas para la vida, la integridad personal, la libertad y el patrimonio, tanto material como moral. Con ellas se plantea lo que suele considerarse que es el tema central de la política, a saber:¿cuáles son los sacrificios que cada uno de nosotros está dispuesto a consentir por el hecho de vivir en una sociedad ordenada?

La respuesta en las sociedades contemporáneas, demasiado penetradas por un individualismo que a veces llega a ser libertario y casi anárquico, es simple: los menores posibles.

Tal vez fue Eduardo Mackenzie el que recordó hace poco en un artículo que Mockus, cuando a comienzos del gobierno de Uribe éste  decidió decretar el Estado de Conmoción Interior, se opuso a ello invocando que el mismo limitaría las libertades.

Hay que preguntarle, ahora que aspira con buenas posibilidades a ser elegido paar la Presidencia, por las libertades y demás derechos que estaría dispuesto a limitar en aras de la seguridad de la sociedad colombiana en general y de sus conciudadanos en particular.

Insisto, pues, en que la fórmula de ajustar la seguridad democrática a la legalidad deja muchos vacíos y suscita, por ende, distintas inquietudes, dado que la categoría de legalidad no es precisa y abre campo a muchísimas discusiones, fuera de que engloba un tema bastante espinoso, cual es el de los poderes discrecionales de que disponen los gobernantes para tomar variadas decisiones.

Como Mockus no es jurista y su experiencia con el Estado adolece de no pocas limitaciones, cuando le preguntan por decisiones discrecionales que en ciertas hipótesis le correspondería adoptar, como ordenar extradiciones, trastabilla y no sabe qué responder o tiene que salir luego a corregir lo que dijo en primera instancia.

El tema no es entonces obrar conforme a la legalidad, sino qué hacer con ella, cómo ejercer los poderes de que dispone el gobierno para mantener el orden público y restablecerlo cuando fuere turbado, qué contenidos darles.

Uribe ha tenido ideas claras al respecto, así se las discuta. ¿Las tiene Mockus?

lunes, 10 de mayo de 2010

Seguridad y Legalidad (II)

Para las sociedades tradicionales, el tema de la seguridad es ante todo de interés colectivo y pone en juego la dialéctica comunidad-individuo, inclinando la balanza en favor de la primera hasta el punto de que los intereses del segundo tienen que ceder ante las exigencias de la primera, incluso en asuntos graves que ponen en juego la vida, la libertad y la propiedad.

Pero con el advenimiento del Liberalismo las cosas cambian. Para los filósofos y los juristas liberales la seguridad es un derecho individual. Su contenido es precisamente la  protección de esos intereses básicos atrás señalados. De ahí que en la Constitución de los Estados Unidos se disponga que nadie puede ser privado de la vida, la libertad o la propiedad sin que medie un debido proceso legal. Y la célebre  Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano menciona entre ellos, de manera muy destacada, la seguridad, que dentro de este contexto se mira como una garantía no sólo contra ataques provenientes de terceros, sino del Estado mismo y sus autoridades.

A lo largo del siglo XIX la crítica conservadora contra la concepción liberal de los derechos señalaba precisamente que con ella se debilitaba la protección de la sociedad frente a  los delincuentes y no se garantizaba adecuadamente el orden público.

En el caso colombiano, los gobernantes liberales del siglo XX fueron en general bastante conservadores en lo concerniente al manejo de dicho orden. En efecto, no tuvieron mayores escrúpulos ideológicos para hacer uso de los recursos con que los dotaba la Constitución de 1886 para preservar el orden público y restablecerlo donde fuere turbado, si bien es cierto que fue por iniciativa de su partido que en 1968 se introdujeron correcciones muy significativas a la figura del Estado de Sitio, como la revisión automática de la constitucionalidad por la Corte Suprema de Justicia de los decretos dictados bajo ese régimen y la creación del Estado de Emergencia Económica, destinado a hacer frente a las situaciones sobrevinientes que afectaban el orden público económico.

Principalmente por la influencia del M-19, en la Constitución de 1991 se introdujeron modificaciones sustanciales al régimen de la seguridad pública. Como yo he sido crítico severo y pertinaz de ese estatuto, al que denomino el Código Funesto, no me resulta difícil adjudicarle una fuerte dosis de responsabilidad por el grave deterioro de la seguridad que hemos experimentado en las dos últimas décadas.

Bajo su imperio, los gobiernos han quedado con las manos atadas para actuar contra los agentes del desorden, pues carecen de los instrumentos jurídicos adecuados para enervar sus acciones ilegales y no cuentan con la colaboración armónica que deberían prestarles las autoridades judiciales para que haya en el país pronta y cumplida justicia.

Lo que ha podido hacer el presidente Uribe Vélez para arrinconar a las Farc y el ELN, así como para desintegrar los grupos paramilitares, es resultado de su entereza, de su dedicación personal, de la mística que ha despertado en las Fuerzas Armadas, del apoyo de las comunidades y, qué duda cabe, de la colaboración norteamericana.

No creo que de su parte haya habido el propósito de desconocer  la legalidad a través de esguinces o extralimitaciones. Lo que sucede es que los responsables del orden se mueven en medio de campos minados, que no otra cosa son las inextricables redes de textos legales, las sinuosidades jurisprudenciales, la saña de los aliados de la subversión y la natural predisposición de los jueces contra el estamento armado. Él mismo podría ser víctima más adelante de las retaliaciones jurídicas de los compañeros de ruta de la subversión.

Ignoro si cuando Mockus habla de aportarle legalidad y actividad judicial a la seguridad democrática es consciente de lo oscura que es aquélla y lo poco confiable que resulta hoy en día el aparato jurisdiccional, bien sea por falta de recursos y de preparación adecuada, ya por los sesgos que obran en su interior.

Los textos constitucionales y, sobre todo, la interpretación jurisprudencial de los mismos, poca ayuda brindan para que un gobernante pueda esmerarse en combatir fenómenos delincuenciales que desbordan no sólo sus poderes, sino incluso los del Estado mismo.

Tarde o temprano, de resultar elegido, tendrá que darse cuenta de que la legalidad que ahora tanto invoca como un ariete contra Uribe, no le permitirá cumplir con el propósito de garantizarles sus derechos a los colombianos. También tendrá que darse cuenta de que carece del aparato institucional y los recursos humanos necesarios para lograrlo.

El lapsus en que incurrió al hablar de que Colombia no necesita ejército, lo que corrigió luego diciendo que estaba pensando en el futuro, es sintomático de su falta de realismo e incluso de su ignorancia en materia grave, máxime si se considera el ominoso peligro que corremos con Venezuela.

Lo que hizo con tan imprudente declaración fue minar la moral de la institución armada, que es requisito indispensable para que sus miembros se esmeren en la muy ingrata labor de exponer vida, honra y bienes al servicio de la seguridad de los colombianos.

Volviendo a lo mencionado atrás, el régimen jurídico de la seguridad es bipolar, en el sentido de que oscila entre la protección de la sociedad frente a la agresiones tanto internas como externas, y la de los individuos, principalmente respecto del Estado. Pero en los tiempos que corren ese difícil equilibrio se ha alterado en beneficio de los individuos, por cuanto se considera que su dignidad está por encima de todos los demás valores sociales, y de ese modo no resulta difícil que termine favoreciendo a individuos y grupos sumamente peligrosos.

Por eso he señalado que posiblemente en el lenguaje de Mockus aportar legalidad a la seguridad democrática consiste en ajustarla a los difusos contornos de la idea de dignidad de la persona humana, que es tema manoseado como el que más por la demagogia judicial y del que habré de ocuparme en otro escrito.

domingo, 9 de mayo de 2010

Seguridad y Legalidad (I)

Cuando Mockus habla de que es necesario avanzar en el proceso de seguridad democrática hacia el estadio de la legalidad, a no dudarlo le está haciendo una severa crítica al presidente Uribe por la parapolítica, los falsos positivos, las “chuzadas” del DAS y, en general, los excesos o descuidos que se han dado en el ejercicio de la autoridad a lo largo de los últimos ocho años.

Dice no negar los avances logrados en el empeño de proteger a los colombianos contra las depredaciones de los violentos, y aspirar además a la mejoría de lo construido, todo lo cual parece muy puesto en orden. Pero ello no obsta para preguntarse acerca de los alcances de las críticas que viene formulando así sea en tono menor, así como para reflexionar en torno de la concepción de la legalidad con que aspira a darle nuevo aire a lo que ha sido el eje del gobierno de Uribe.

Para abordar el análisis del asunto, hay qué considerar, de entrada, que a lo largo de la historia la primera tarea que se asigna a la autoridad política en todas las latitudes es la garantía de la seguridad exterior e interior de las comunidades. Es lo que éstas siempre han demandado, a punto tal que bien puede afirmarse que todo lo demás en lo concerniente al cuerpo político, como que en el mismo el poder se someta a reglas, que esas reglas garanticen unos derechos fundamentales, que se lo constituya democráticamente y que vele por el bienestar de la gente, se supedita al imperativo de la seguridad, pues sin ésta nada de lo otro es posible.

Esa es la razón por la que, bajo diferentes denominaciones y con diverso contenido, se ha dotado a los gobernantes de atributos que en el lenguaje del derecho público se consideran soberanos.

Es interesante recordar cómo en el derecho romano llegó a considerarse que el emperador estaba por encima de la ley, que a los reos de lesa majestad se los ponía por fuera del amparo de aquélla y que, dentro del propósito de mantener el orden, prácticamente todo les estaba permitido a los responsables del mismo. En estos antecedentes se inspiraron durante muchos siglos tanto los  filósofos como los juristas y, desde luego, los gobernantes, en las sociedades que siguieron el modelo romano. Ni qué decir de las otras, en que la juridicidad nunca tuvo la importancia ni el refinamiento de la que nos legó Roma.

Puede afirmarse que la Razón de Estado parte de la base de que la existencia y la seguridad del mismo prevalecen sobre cualquiera otra necesidad, por cuanto si no hay Estado o éste se debilita hasta el punto de convertirse en un rey de burlas, todo lo demás zozobrará y se hundirá en el cenagal de la anarquía. Pero, como es bien sabido, esa Razón de Estado no es susceptible de encuadrarse dentro de lo que se considera propio de toda racionalidad, especialmente la matemática cuyos enunciados se caracterizan por la universalidad y la necesidad lógica.

En efecto, la Razón de Estado es casuista, flexible y del todo refractaria a dejarse encasillar dentro del rigor de principios y normatividades. Tal como se la ha concebido, ahí se pone de manifiesto un voluntarismo mondo y lirondo, vecino de la arbitrariedad, que es la negación del derecho.

La Revolución Liberal que se inició en el siglo XVII en Inglaterra y continuó luego en el siglo XVIII con la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, se produjo en buena medida como reacción contra la arbitrariedad de la monarquía absoluta, que en el lenguaje de la época se identificaba con el despotismo. Sus promotores aspiraban, no sin cierta ingenuidad, a instaurar en las sociedades el primado de la Razón, sin adjetivos ni especificaciones.

Al tenor de sus planteamientos, el Estado de Derecho debía ser ante todo racional, tanto en sus presupuestos  conceptuales como en su estructura y su funcionamiento. Y sus poderes tendrían qué considerar no sólo la seguridad, sino los derechos individuales a la vida, la libertad, la igualdad y la propiedad, a los que aquélla debería supeditarse. De ese modo, la seguridad dejaba de ser presupuesto de la legalidad, ya que ésta se alzaba por encima de todo lo demás. Es la idea de la Regla de Derecho o Rule of  Law en que suele considerarse que en últimas reside la soberanía, de modo que en la práctica del Estado se imponga la voluntad abstracta de la Ley y no la concreta y subjetiva del gobernante.

Es lástima que el limitado espacio del blog, que no es otro que el que otorga la paciencia de los lectores, me impida por lo pronto ocuparme de las implicaciones tanto teóricas como prácticas de este cambio de paradigma, así como de las vicisitudes de su implantación en las sociedades occidentales y las que han seguido su modelo.

Diré solamente que las novedades revolucionarias siempre conviven durante no pocos años con los hábitos mentales, las conductas, las costumbres y la institucionalidad de  lo que se pretende cambiar con ellas. Por consiguiente, en el Estado liberal y el derecho que se propuso imponer quedaron no pocas supervivencias del Antiguo Régimen, ya ocultas o larvadas, bien ostensibles aunque con otras denominaciones. La historia de lo que hoy llamamos los Estados de Excepción ilustra a las claras sobre esas supervivencias.

El Liberalismo, cuya paternidad suele atribuirse con buenas razones a Locke, si bien Pierre Manent se la asigna a Hobbes, ha dado muchas vueltas en estos últimos cuatro siglos. A la hora de la verdad, no es una doctrina nítida, susceptible de condensarse al modo geométrico a partir de axiomas dotados de evidencia racional hasta llegar a conclusiones o corolarios rigurosamente fundados en los primeros. Es, más bien, cierto modo de ver las cosas que López Michelsen, entre nosotros, solía identificar con el pragmatismo que anida tras el método del ensayo y el error, si bien siempre dentro del criterio de una concepción racional de la vida política.

Pero, en los últimos tiempos, los filósofos y juristas liberales se han aplicado a alejarse de ese pragmatismo, al que consideran inconveniente,  para volver al doctrinarismo racionalista del siglo XVIII, más centrado en la contemplación de los principios que en la apreciación de los hechos.

Su tema de fondo hoy es la dignidad de la persona humana, concepto en torno del cuál se aspira a ordenar no sólo el sistema político, sino todo el sistema social. Y la seguridad, que antaño primaba sobre los derechos, como condictio sine que non de la eficacia de los mismos, pasa entonces a subordinarse a lo que se considera que es inherente a la dignidad. Así las  cosas, ese augusto principio regula la acción bélica, el ejercicio de los poderes de policía, la prevención de las alteraciones del orden, la investigación de los delitos, los procedimientos penales, las restricciones de las libertades y, en general, todo lo que entraña la coercibilidad del derecho.

Esto es importante recordarlo, por cuanto  resulta probable que en el lenguaje de Mockus el concepto de legalidad equivale al de dignidad, que está en la cúspide de aquélla. Por consiguiente, lo que propone es una política de seguridad, pero con respeto a la dignidad de las personas, sin alianzas con grupos criminales ni prácticas irregulares como los falsos positivos y las famosas “chuzadas”.

Matemáticos por su formación, tanto Mockus como Fajardo quizás tiendan a considerar los temas políticos al modo geométrico, sin cuidarse demasiado de examinar el contenido de los axiomas fundantes de la acción, que piensan que son autoevidentes, ni la dialéctica de las ideas, las valoraciones, las necesidades, los intereses y los comportamientos de los seres humanos en su vida social, que suscita conflictos que a menudo sólo se resuelven de modo pragmático.

La idea de la dignidad inherente a la persona humana es, desde luego, muy halagüeña. Todos nos sentimos protegidos y estimulados por ella. Alienta lo que los pensadores existencialistas llamaban la “buena conciencia”. Pero no sobra preguntarse por su fundamento, su contenido, sus implicaciones y sus dificultades en la vida real.

Tal vez, como sucede con las ideas de libertad e igualdad que nos son tan caras, no sea algo que encontremos en la naturaleza, como si se tratase de puntos de partida o presupuestos de la sociabilidad humana,  sino que representan  puntos de llegada, aspiraciones ideales, frutos maduros de la civilización que sólo se alcanzan, con avances y retrocesos, a través de esfuerzos persistentes y arduos que chocan con tendencias muy arraigadas en nuestras entrañas.

No deja de presentarse una situación paradójica cuando las fuerzas del Estado, que por definición están sujetas a la juridicidad, tienen que habérselas con quiénes desconocen toda juridicidad o albergan acerca de la misma ideas del todo contrarias a las que ha forjado la civilización. Dicho de otro modo, es un escenario absurdo en el que unos juegan, para decirlo en términos gratos a Mockus, con unas reglas, mientras que otros se guían por reglas del todo diferentes. Ahí fracasa la teoría de los juegos que ahora está tan de moda y que Mockus aplicaba como alcalde con el símbolo de la perinola.

Esa situación obliga a pensar que debe haber una normatividad para los que se someten a las reglas de juego establecidas de modo legítimo, y otra diferente para los que las desconocen y combaten. Pero hoy no tenemos claridad acerca de cómo podrían ser estas últimas, pues media un abismo muy profundo entre las exigencias éticas que se imponen a través de la normatividad internacional y los problemas prácticos de una sociedad en avanzado estado de descomposición como la nuestra.

Es tema sobre el que habré de volver más adelante.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Maniqueísmo y Mesianismo

Aunque Mockus elude la polémica y afirma que mira con amor a quienes lo combaten, sus seguidores no suelen obrar del mismo modo.

Es inquietante el maniqueísmo y el mesianismo que no pocos exhiben para promover su candidatura y defenderla de los que no comparten sus aspiraciones.

Por lo que se escucha en la calle y lo que aparece en el correo electrónico, Mockus ha tocado unas peligrosas fibras emocionales, que del mismo modo que estimulan su proyecto político, podrían tener derivaciones poco halagüeñas, por decirlo con toda suavidad.

La imagen que se ha creado en muchos de ellos pinta a Uribe con los más negros colores de corrupción, abusos y depredaciones sin cuento. AIS, las “chuzadas”, los falsos positivos y la parapolítica han distorsionado el juicio sobre una administración que, con todos sus errores y defectos, deja un saldo favorable para el país en muchos ámbitos. Pero el odio represado y el ánimo de vindicta contra Uribe están haciendo su ominosa labor en distintos sectores de la sociedad colombiana.

Esos sentimientos negativos alientan una visión maniqueísta al efectuarse el contraste entre Uribe/Santos y Mockus. Aquéllos personifican el mal. Con Mockus, igual que con el Chapulín Colorado que él tomó como modelo cuando gobernaba a Bogotá, están, en cambio, los buenos. Seguirlo, apoyarlo, promover su candidatura, son actitudes que alimentan la buena conciencia e invitan a sentirse buenos.Suscitan satisfacción moral. Malos son, en cambio, los que descreemos de sus maravillas y si, de contera se defiende a Uribe o se está con Santos, peor todavía.

Ese maniqueísmo que se ciega ante los matices alienta una confianza inmotivada y desmedida en ese agente bienhechor, el Mesías del que se espera la salvación moral del país.

No es el caso de satanizar a Mockus ni de negarle méritos, pues si no los tuviera no estaría en el lugar que ahora ocupa en las preferencias electorales de los colombianos. Hay que reconocerle, por lo pronto, el mérito de ofrecer, como lo he dicho en otra ocasión, una lectura alternativa de nuestra realidad o, como ahora se dice, otro discurso.

Pero no podemos cerrar los ojos ante sus peculiaridades, por no decir extravagancias, así como sus limitaciones y los inciertos escenarios en que podría desenvolverse un gobierno a su cargo.

Alberto Velásquez Martínez recordaba hoy otras empresas moralizadoras en nuestro pasado político, como la de Galán.

También Gaitán y su rival, Gabriel Turbay, hicieron de la moral el centro de sus campañas en 1946. Y en su discurso de posesión presidencial en 1950, Laureano Gómez, un tormentoso moralizador, expuso una doctrina que pronto dio lugar a que el Liberalismo respondiera afirmando que con ella se daría al traste con el Estado de Derecho.

Por supuesto que la moral pública debe defenderse, sobre todo en momentos de relajación en el seno de las colectividades, pero estas campañas suscitan, de entrada, el riesgo del fanatismo, que conlleva el de la violencia. Uno y otra van da la mano.

La animosidad y la intemperancia verbal que  exhiben algunos mockusistas le dejan a uno mala espina, máxime cuando se anuncia que Santos, cuyos errores suscitan dudas hasta acerca de su pericia como jugador de póker, ha resuelto destacar en su campaña a un conocido experto en propaganda negra.

Pero el riesgo mayor de las empresas moralizadoras es el desengaño colectivo. Por ejemplo, a Uribe le han cobrado hasta la saciedad su compromiso fallido de erradicar la corrupción y la polítiquería, no obstante sus esfuerzos al respecto. Y a Mockus le puede pasar lo mismo.

De creerle a Ricardo Puentes Melo, hay en torno suyo algunos elementos indeseables que participaron en el pasado en el festín de Gaviria, a quien el país no le ha hecho el juicio que merece, pues hubo en su gobierno personajes oscuros que podrían ensombrecer desde sus albores mismos las ejecutorias de Mockus, en caso de que gane las elecciones y los tenga a su lado.

No hay que olvidar que en los equipos políticos, por más exigentes que sean para el ejercicio del derecho de admisión, siempre ha habido y habrá colados. Y tampoco conviene ignorar que detrás de todo gobierno hay eminencias  grises, mecenas, consejeros, paniaguados, favoritos, peones de estribo, mozos de espadas, mandaderos y, como lo ha puesto de moda Uribe, hasta los famosos “lobbystas”.

Sería preferible juzgar la empresa  política de Mockus, no por el paraíso moral que ofrece, sino por iniciativas más prosaicas y al mismo tiempo más viables, como las que propone acerca de la educación y la cultura ciudadana.

Dejo para más adelante algunas apreciaciones sobre su apego a la legalidad, sobre lo que podría haber más de una discusión

domingo, 2 de mayo de 2010

El Derecho al Escepticismo

Admito que el raponazo que le propinó Santos a Noemí me repugnó hasta el punto de manifestar que, de no hacer ella tránsito  a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, a título de protesta estaría dispuesto a contemplar la decisión de votar por Mockus.

Algunos amigos me han sugerido que lo piense dos veces antes de hacerlo. Y varias consideraciones han hecho que modifique ese planteamiento.

Hace unos días leí un artículo de Darío Ruiz en que recordaba algunas de las extravagancias del candidato cuando era Rector de la Universidad Nacional, como asistir en calzoncillos a consejos de profesores. Si esto se relaciona con la bajada de los pantalones, la orinada a los estudiantes en Manizales, el muy poco decoroso disfraz de Chapulín, el vestido de Supermán, el vaso de agua que derramó sobre Serpa y  otras excentricidades más, no hay más remedio que pensar que la suya es una personalidad no sólo extraña a más no poder, sino bastante inmadura y obviamente dada a las transgresiones.

Ricardo Puentes Melo, que dice haberlo conocido en la Universidad Nacional, proclama a voz en cuello en http://www.periodismosinfronteras.com/ su animadversión respecto de Mockus.

En lo que escribe puede haber apreciaciones exageradas de quien hila muy delgado para buscarle la caída, como lo de posibles nexos con los Rothschild derivados del origen hebreo de su padre. Pero menciona cosas puntuales acerca de su comportamiento cuando ejercía como profesor y rector del Alma Mater que ameritan alguna explicación pública.

Algo de lo que afirma Puentes penetra en los predios de la injuria. Es tan bochornoso que sólo quedan dos opciones, a saber:  Puentes miente y debe ser procesado por ello; Puentes dice la verdad y entonces Mockus es indigno de aspirar a la  Presidencia de Colombia.

Curiosamente, algunas de esas acusaciones son similares a las que se formularon contra Carlos Gaviria hace cuatro años a través de un mensaje por correo electrónico que circuló profusamente y  aparecía enviado por alguien cuya identidad no pudo establecerse. Pero en el caso de Mockus el acusador se identifica a sí mismo y, además, es conocido por la publicación digital que dirige.

Otros dirigentes han sufrido acusaciones por su afición a la marihuana. Por ejemplo, Antonio Caballero le pidió alguna vez a César Gaviria que reconociera públicamente que la había fumado. Y Alberto Giraldo comentó en su libro testimonial que Samper se deleitaba con ella en las que él mismo llamaba “Tardes de la Ternura” que pasaba en un apartamento que ponía a su disposición el hoy finado César Villegas, el famoso “Bandi” que ahora está dando de qué hablar por una investigación que adelanta la Fiscalía.

Pero ni Gaviria ni Samper han posado de santos laicos, ni le propusieron al país programa alguno de recuperación moral, tal vez por aquello que nos enseñaban en el Colegio acerca de que “Nadie da lo que no tiene”.

Se dirá que estos temas  atañen a comportamientos privados, que es asunto que la dupla moralizadora ha dejado por fuera de su consideración por cuanto lo que les interesa es lo público.

Pero Puentes arremete contra Mockus y su esposa precisamente en un asunto de contratación con Unicef que, de ser cierto, los deja muy mal parados en dicho escenario.

En aras de la brevedad, remito al lector al citado http://www.periodismosinfronteras.com/.

También acá se debe establecer si Puentes incurre en los supuestos de la injuria o, si por el contrario, Mockus y su esposa han incurrido en algo repugnante.

No les he puesto atención a los mensajes que recibo sobre el ateísmo de Mockus, por cuanto pienso que, en principio, las creencias religiosas no son determinantes de la corrección de la conducta, tanto en lo público como en lo privado. Mi amigo Juan Manuel Charry, por ejemplo, ha declarado públicamente que es ateo. Sin embargo, pocos creyentes exhiben virtudes tan preclaras como las suyas.

Por lo demás, lo importante es que un ateo que llegue a la Presidencia respete la libertad religiosa y no se aplique a perseguirnos a los que somos creyentes. Considero igualmente que un gobernante que tenga creencias religiosas debe garantizar los derechos de quienes no las compartan.

No diré lo mismo sobre la posición abortista de Mockus, que comparte con Fajardo y su mujer. Ya habrá oportunidad de escribir sobre esa tendencia a todas luces atroz que muchos dirigentes apoyan  dizque por su liberalismo y su progresismo.

Pues bien, un corresponsal me hizo llegar un escrito de Mockus en que defiende la despenalización del aborto, algo que de ninguna manera puedo apoyar. Una destacada protagonista de la vida pública a quien se lo envié me escribió diciéndome:”¡Qué tristeza!”.

Si Diego Palacio, a pesar de los rezos y las peregrinaciones de Uribe, ha puesto en marcha un sinuoso proyecto abortista, ¿qué podremos esperar de la dupla que asegura que “La vida es sagrada”, pero no en el vientre materno?

Descreo profundamente de los llamados a la moral que con ímpetu maniqueísta están contaminando peligrosamente la campaña presidencial. Tengo ya claro que no votaré por Mockus, como tampoco lo haré por Santos.