viernes, 18 de junio de 2010

Reflexiones sobre la institucionalidad colombiana (III)

Queda claro que la fortaleza de las instituciones reside en la legitimidad, o sea, en la confianza de las comunidades, que depende, por una parte, de sistemas de creencias vigentes en ellas y, de otra, de su eficacia.

Dicho de otro modo, las creencias en los títulos de los gobernantes funcionan si ellos responden a las necesidades que les plantean las comunidades. Los malos gobiernos terminan erosionando la legitimidad; en cambio, los gobiernos eficaces la vigorizan.

El principio popular y el electivo, que suministran la clave de las democracias modernas, cobran vida en medio de condicionamientos culturales que los colorean de distintas maneras. Para expresarlo con un dicho bastante gráfico, se los entiende y practica de cierto modo en Dinamarca, y de otro muy distinto en Cundinamarca. Por consiguiente, lo que da resultado en unas latitudes, podría ser contraproducente en otras.

El caso colombiano es elocuente. En 1991 se hizo el esfuerzo de expedir una Constitución Política cuyos promotores se ufanaban de haber recogido lo mejor del constitucionalismo contemporáneo para que sirviera, según dijo en su momento el gárrulo presidente Gaviria, como “Carta de navegación hacia el futuro”. Se van a cumplir 19 años de lo que se anunció como un magno acontecimiento y a la hora de la verdad lo que resultó fue algo similar al parto de los montes.

Por supuesto que en el fracaso de la Constitución de 1991 influyó la forma  tan improvisada como apresurada con que actuaron sus autores, que los llevó a copiar figuras de estatutos extranjeros sin examinar su viabilidad para la sociedad colombiana y a modelarlas con evidente desmaño, de suerte que lo que estatuyeron se aparta en muy buena medida de lo que efectivamente se aplica. Expresado en buen romance, la teoría constitucional de 1991 está muy alejada de la práctica social que vivimos y hasta padecemos. Un estatuto que se expidió invocando los anhelos de paz y de transparencia de los colombianos ha regido en medio de las peores épocas de violencia y corrupción que registra nuestra historia.

Las distorsiones que se observan en la práctica social son tan ostensibles como graves. Los constituyentes de 1991 se aplicaron a construir una república aérea, como las que denostaba Bolívar en un célebre escrito. En lugar de detenerse en la consideración de los datos de nuestra realidad cultural, económica y geográfica, así como en los de la coyuntura que a la sazón se vivía, se dieron a la tarea de dar rienda a los sueños y diríase que a los delirios de los ideólogos.

Produjeron un verdadero esperpento que dificulta en grado sumo la gobernabilidad del país. Piénsese tan sólo en que, de hecho, la subversión guerrillera genera las condiciones necesarias para que vastas extensiones del territorio nacional deban someterse al régimen de excepción de un estado de conmoción interior. Pero este instrumento es contraproducente, pues cuando se lo ejercita, ipso facto entra la Corte Constitucional a cogobernar, despojando así al Gobierno de su atribución de conservar el orden público y restaurarlo donde fuere turbado.

Lo de los poderes controlados por la Regla de Derecho y dispuestos de modo que colaboren armónicamente en la realización de los fines del Estado, no es otra cosa que una ilusión ideológica. La realidad es otra, pues cada poder tiende a extralimitarse y entrar en conflicto con los demás, dado que no hay instancias supremas de arbitraje entre ellos y, sobre todo, obra una cultura que poco los estimula a la autocontención.

A mis discípulos, cuando con ellos contaba, solía recordarles un texto del profesor Verdross que resume admirablemente los estados anímicos que suscitan la necesidad imperiosa de  un adecuado sistema legal. Los antiguos griegos hablaban al respecto de tres deidades negativas: Eris, o el espíritu de pendencia que subvierte el orden: Bía, que es la fuerza que se enfrenta al derecho; e Hybris, o la incontinencia que excede los límites del derecho, transformando lo justo en injusto (Verdross, Alfred, “La Filosofía del Derecho del Mundo Occidental”, UNAM, México, 1962, p. 12).

Si observamos nuestra realidad institucional y, por supuesto, la que se da de hecho en vastos territorios de Colombia, no será difícil encontrarnos con esa fatídica trinidad que integran Eris, Bía e Hybris. Por doquier impera el espíritu de pendencia, comenzando con las autoridades de mayor rango. No obstante los avances de la seguridad democrática, en no pocos lugares se da la fuerza que desafía al derecho y no la que se pone a su servicio o a él se sujeta. Por su parte, Hybris es reina y señora, a ciencia y paciencia de la multitud.

Mockus tiene toda la razón cuando afirma que todos estos desvaríos surgen de una cultura ciudadana muy deficiente, por lo que es necesario, por una parte, educar a la comunidad en los hábitos democráticos y de respeto a la legalidad, comenzando por el más sagrado de los derechos que es el de la vida, y por otra, hacer que los gobernantes realicen gestos simbólicos que den ejemplo y susciten en la gente la voluntad de sujetarse a a la normatividad.

Desafortunadamente, fuera de que la coyuntura política no favorece su proyecto, él mismo se ha encargado de hacerlo poco atractivo con sus contradicciones, sus vaguedades y ciertos gestos pueriles, como el de los mantras que sus seguidores recitaron en la noche del 30 de mayo.

La nuestra es, como lo dijo hace años Lleras Restrepo, una institucionalidad descuadernada que recuerda la vieja prédica de Antonio García acerca del hiato que separa el país formal del país real. En esa disociación juega su papel, desde luego, nuestra incultura política. Pero ésta deriva de un problema de más hondo calado, que no es tanto la desigualdad, cuanto la pobreza.(Continuará).

sábado, 12 de junio de 2010

Reflexiones sobre la institucionalidad colombiana (II)

Vengo diciendo que la fortaleza de las instituciones reside en su legitimidad. Las instituciones legítimas funcionan ordenadamente y tienden a perdurar. En cambio, las que no lo son o se apoyan en una legitimidad débil suelen ser transitorias y se ven expuestas a la desobediencia e incluso la rebeldía de sectores significativos de las comunidades. Su funcionamiento exhibe notables distorsiones entre lo que dispone la normatividad y lo que de hecho se practica. Se mueven en medio de conflictos que a menudo terminan sobrepasándolas y destruyéndolas.

Recomiendo, para que se entienda el tema de la legitimidad, lo que al respecto escribieron Max Weber, en “Economía y Sociedad”, y Guglielmo Ferrero, en “El Poder: Los genios invisibles que gobiernan la ciudad”.

El primero desarrolló la célebre distinción entre la legitimidad carismática, la tradicional y la racional. El segundo hizo hincapié en que la legitimidad se apoya en sistemas de creencias, vale decir, en actos de fe acerca de los títulos en que se apoya la autoridad de los gobernantes. Esos títulos son los principios de legitimidad monárquica, aristocrática y popular, que se combinan con dos grandes sistemas de selección: el hereditario y el electivo.

Es interesante, además,  recordar una vieja distinción que se plantea en la sociología francesa acerca del poder anónimo, el personalizado y el institucionalizado. El primero se encuentra disperso en la sociedad; el segundo se localiza en ciertas personas, que lo ejercen como si les perteneciera e hiciese parte de su patrimonio; el tercero reside en las instituciones.

Esta distinción se acerca a la de Weber, pues lo que éste considera como legitimidad tradicional se apoya en la costumbre, cuya fuerza reposa en la interacción social y, en últimas, en una instancia anónima y difusa, pero no por ello menos efectiva, el se heideggeriano o el on de la lengua francesa. La legitimidad carismática se funda, en cambio, en carismas individuales, expresión que Weber toma de un texto muy conocido de San Pablo. Se trata de la autoridad que espontáneamente reconocen las comunidades en ciertos individuos por el atractivo que éstos ejercen sobre ellas, el “ángel” que dicen los españoles, sus condiciones personales de liderazgo. Es interesante observar que los tipos de liderazgo varían de acuerdo con la cultura imperante en cada comunidad. En fin, el poder institucionalizado reposa en lo que Weber llama la legitimidad racional, que no deriva de la fuerza de la tradición, ni de las condiciones personales de quienes lo ejercen, sino de la razón.

Aunque el poder anónimo, el personalizado y el institucionalizado parecen corresponder en su orden a las sociedades primitivas, las patriarcales y las civilizadas, es lo cierto que aún en estas últimas esas tres modalidades actúan de modo variable en la configuración del orden social. Por consiguiente, así suela considerarse que la Modernidad exige que el poder se funde en instituciones diseñadas en su estructura, su funcionamiento y sus cometidos con arreglo a la razón, aún en los regímenes que se estiman más civilizados, la obediencia y la cooperación de las comunidades se logran, además, con el concurso de las tradiciones y el influjo de personalidades carismáticas.

La idea, pues, de que basta, para que la institucionalidad funcione adecuadamente, con el recurso a la Regla de Derecho general, abstracta, impersonal y hasta intemporal, no corresponde a la realidad. Ésta es bastante más compleja, pues al fin y al cabo esa Regla de Derecho es elaborada, decidida, interpretada y aplicada por seres humanos  en torno de otros seres humanos que no sólo obran con arreglo a criterios estrictamente racionales, sino también influenciados por las tradiciones y por el atractivo que sobre ellos ejercen individualidades sobresalientes.

En todo caso, en los tiempos que corren el principio de legitimidad predominante es el democrático, combinado con el electivo. Así lo consagra el artículo 3 de nuestra flamante Constitución Política:”La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece”.

El texto sintetiza toda una elaboración ideológica en torno de los principios democrático y representativo o, más específicamente, el electivo.

El principio del gobierno popular excluye en teoría al monárquico y el aristocrático. Pero conviene preguntar si así sucede efectivamente, pues estos dos últimos perviven así sea de manera solapada en la teoría y la práctica democráticas.

En mis “Lecciones de Teoría Constitucional” he llamado la atención acerca de cómo la institucionalidad republicana se ha forjado con arreglo a figuras de las viejas monarquías, que se ponen de manifiesto en los poderes discrecionales de los órganos unipersonales. El caso más significativo es el de la Presidencia de la República, cuyo diseño calca el modelo de la Realeza. Y a su vez, las instituciones aristocráticas se proyectan, mal que bien, en el Senado, las altas Cortes y las jerarquías de diverso orden, como las académicas y las militares.

Cuando se afirma que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, hay que preguntar qué significa pueblo y qué quiere decir que el mismo es soberano.

La opinión corriente cree que pueblo es todo el mundo y que la soberanía es un poder supremo y absoluto. Pero estas nociones ingenuas tienen que matizarse. A la hora de la verdad, el pueblo es el conjunto de quienes están inscritos en el censo electoral, y éste se determina de acuerdo con ciertas reglas. Por consiguiente, los que expiden y aplican esas reglas deciden acerca de quienes hacen parte del pueblo y los que están excluidos del mismo. Pero, por otra parte, ese cuerpo electoral no es soberano, dado que su modus operandi y el alcance de sus poderes también están sometidos a reglas que otros formulan, deciden, interpretan y aplican, así sea invocando la voluntad popular, pero siempre expresando la propia.

La jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre los referendos y las restricciones que ella misma ha inventado acerca de la posibilidad de reformar la Constitución es elocuente al respecto. El poder, en el fondo, reside en los que hacen las reglas, las interpretan y las aplican, siempre y cuando lo logren efectivamente, es decir, cuenten con la obediencia de sus destinatarios.

De ello se vanagloria la Corte cuando afirma que, por ser órgano de cierre, ella dice la ultima palabra acerca de los contenidos de la juridicidad, bajo el dictum “Corte locuta, causa finita”. Pero ello es así porque muchos lo creen y, por consiguiente, lo obedecen.

De ahí que Bertrand de Jouvenel  diga que el fenómeno interesante para examinaren el mundo político no es tanto el del mando cuanto el de la obediencia. Ahí está el gran misterio: por qué las  muchedumbres obedecen a unos pocos. No conozco traducción castellana de su estudio clásico que lleva por título “El Poder: Historia natural de su crecimiento”, pero quien tenga acceso a su texto original en francés encontrará ahí consideraciones asaz instructivas.

Pues bien, en los llamados regímenes democráticos los pueblos obedecen porque creen que ellos gobiernan a través de gobernantes que los representan en virtud de la elección. Pero bien se ve que aquí estamos ante actos de fe, de creencias no debidamente soportadas en hechos ni en razonamientos sobre los mismos.

Se trata, más bien, de creencias más o menos míticas en las que se advierte la influencia que ejerce la imaginación sobre el entendimiento y la voluntad. Son las viejas “ideas-fuerzas” de que en el siglo XIX hablaba  Fouillée, las vigencias sociales de Ortega, el imaginario de los filósofos contemporáneos.

De ese modo, el mito, que ingenuamente se dice que ha sido arrojado por la racionalidad científica al mundo oscuro de la religiosidad, sigue presente en el pensamiento político y en el jurídico, cuando no en el de la ciencia que pretende haberlo erradicado. Pero esto es harina de otro costal.

Lo que me interesa destacar aquí es la presencia de la mitología en las raíces de nuestra institucionalidad. Dicho de otro modo, los conceptos de pueblo, soberanía y representación que erigimos como fundamento de nuestras instituciones no son racionales, sino míticos.

Si se observa la realidad, ésta funciona de otra manera. No hay tal soberanía, sino poderes más o menos acentuados, siempre interdependientes y condicionados. No hay tal voluntad popular ni expresión de la misma en actos rituales, sino múltiples voluntades individuales y grupales que interactúan de diversas maneras, a veces con arreglo a normas explícitas y otras de modo informal. Tampoco es real, sino imaginaria, la representación popular.

Por consiguiente, es necesario repensar estos conceptos y, en general, los fundamentos del poder político y de la institucionalidad toda, aunque es dudoso que podamos hacerlo en términos estrictamente racionales.

Ahora se habla de la crisis de la racionalidad, tema sobre el que hay abundante bibliografía. El asunto puede ser discutible en el marco de las ciencias experimentales, pero es insoslayable en el de la cultura. En efecto, es difícil afirmar que esta misma es racional o la medida en que lo es.

El asunto lo  vio con  toda claridad Max Weber, cuando planteó que hay dos racionalidades que difieren notablemente entre ellas: la instrumental, que versa sobre relaciones de medio a fin que se explican con base en hechos, y la de los fines, en que pesan consideraciones de valor que no pueden fundarse en argumentos estrictamente racionales y sólo pueden aprehenderse a través de los métodos de la comprensión.

Pues bien, lo que separa a la cultura de la naturaleza es precisamente la presencia del valor, de lo axiológico, como parte constitutiva de aquélla. La naturaleza obedece a una racionalidad causal, más o menos determinista y observable a través de la experimentación. Los fenómenos culturales, en cambio, sólo pueden ser objeto de comprensión a partir del examen del contenido de las valoraciones o sistemas de preferencias que los condicionan.

Por consiguiente, la reflexión sobre la institucionalidad, que hace parte de la cultura, versa sobre los valores que ésta aspira a realizar, los contenidos que se asignan a dichos valores, la escala jerárquica en que se los ordena, la adecuación de su diseño a la realización de ellos y, sobre todo, cuáles son los que efectivamente se realizan en la práctica.

A la luz de este método elemental, no cabe duda de que saldrá muy mal librada. Lo aplicaré someramente al examen del funcionamiento de nuestro sistema democrático y nuestro régimen electoral.(Continuará).

martes, 8 de junio de 2010

Reflexiones sobre la institucionalidad colombiana

Por amable invitación del profesor Juan David Escobar Valencia, tuve oportunidad de compartir en Eafit con un grupo de estudiantes de Geopolítica algunas reflexiones sobre nuestra institucionalidad.

El punto de partida del análisis es la importancia del hecho institucional en las sociedades. Todas ellas tienden a organizarse en instituciones, que son estructuras relativamente estables, cuya permanencia en el tiempo les confiere cierta objetividad y termina rodeándolas de carácter sagrado. A partir de ahí, se señala que las instituciones permanecen, mientras que los seres humanos que les dan vida son pasajeros e incluso intercambiables o contingentes, y se las considera, además, como dotadas de realidad propia a la que suele asignarse mayor valor que a los individuos, lo que justifica los sacrificios que a éstos se imponen en pro de la supervivencia de aquéllas.

Como decían los sociólogos clásicos, estos son datos positivos, hechos universalmente observables tanto en las sociedades primitivas como en las más evolucionadas y con altos niveles de complejidad.

Las formas de organización de la sociabilidad humana en que consisten las instituciones comprenden varios ingredientes, tales como las ideas en que se basan, los diseños de su estructura y su funcionamiento, las reglas en que se traducen esos diseños, la incorporación de individuos y grupos de individuos a los cargos u oficios institucionales, las relaciones efectivas que se establecen entre ellos y, lo que no es menos importante, la vida institucional, es decir, las interacciones que se producen en la sociedad para llevar a cabo los cometidos que constituyen en últimas la razón de ser de las mismas.

Hay escuelas sociológicas, politológicas, jurídicas y económicas que destacan el papel que desempeñan las instituciones en la vida social. De cierta manera, todas ellas observan que los distintos aspectos del acontecer colectivo pueden comprenderse a partir del examen de los procesos de institucionalización y los juegos que se dan a raíz de las interacciones institucionales.

Concretamente, se dice que el grado de civilización de una sociedad se mide por la calidad y la fortaleza de sus instituciones, y que el crecimiento económico, el desarrollo social y, en suma, el acceso al estadio de la Modernidad, categoría sobre la cual habré de ocuparme en otro momento, dependen en muy buena parte de dichas calidad y fortaleza.

En efecto, un adecuado régimen institucional permite prevenir, manejar y superar con el mínimo ejercicio de violencia los múltiples conflictos que se presentan en las sociedades. El orden pacífico que se sigue de ahí brinda canales confiables de información, comunicación, organización e interacción que permiten encauzar las iniciativas, las necesidades y  las aspiraciones de los diferentes actores sociales del modo más armónico posible. Su mayor éxito reside en la solución de las tensiones que necesariamente se presentan entre las fuerzas de conservación y las de cambio.

Por supuesto que, al lado del orden institucional, hay que considerar también los aspectos informales, inorgánicos, desordenados e impredecibles que, según lo tienen ya bien establecido las teorías del caos, se ponen de manifiesto en todas las sociedades y pueden valorarse ya negativamente, ora positivamente.

El exceso de institucionalización no es otra cosa que el totalitarismo. Pero el extremo del desorden es la anarquía. El pensamiento político se esmera en buscar el justo medio entre lo uno y lo otro, tema que, como bien lo enseñó Aristóteles, es más de prudencia que de ciencia.

Una observación a vuelo de pájaro enseña que las sociedades han ensayado y siguen ensayando muy diferentes fórmulas institucionales, lo que indica que no se ha descubierto la que demuestre ser idónea para todo tiempo y todo lugar. Este es un asunto que conviene retener en la mente, porque da pie para arduas discusiones académicas que versan sobre las características mínimas que debe exhibir un orden que aspire a que se lo reconozca en lo que he llamado en mis clases de Política Internacional de Colombia el Club de la Civilización.

Pero lo que interesa por lo pronto es el tema de la fortaleza de las instituciones, dado que hay unas que sobreviven a lo largo de siglos y hasta de milenios, cuando otras están condenadas a la transitoriedad.

Las sociedades con instituciones que languidecen y apenas mal viven entran en la categoría de los Estados fallidos, sobre la cual abundan hoy en día los estudios politológicos y de otras clases.

Colombia, hasta hace ocho años, se consideraba como un Estado que sufría severas amenazas de disgregación. Algunos estudios de prospectiva planteaban escenarios catastróficos a corto término, según los cuales era de esperarse que se dividiera en tres: una Farclandia (palabra que utilizó alguna vez el Departamento de Estado norteamericano), dominante en el sur oriente; digamos que un Reino Para o algo así, en el norte y parte del oriente; y los restos del viejo Virreinato de la Nueva Granada , en la región andina.

Esta tendencia se ha revertido, gracias a Uribe y su seguridad democrática. Por eso no vacilo en reconocerlo, pese a sus múltiples errores y defectos, como uno de nuestros próceres y libertadores. Él ha contribuido decisivamente a la recuperación de nuestra institucionalidad, aunque ha sembrado también no pocas semillas de desorganización, tal como se puede advertir con la crisis de los partidos tradicionales, a los que tiene al borde de la disolución, o con el gravísimo conflicto que ha suscitado con la Corte Suprema de Justicia.

Por eso he dicho también que tiene la rara habilidad de borrar con el codo lo que escribe con mano maestra.

Volviendo al tema de la fortaleza de las instituciones, lo que les da vida y las hace proyectarse en el tiempo, el secreto de la misma reside en la legitimidad. Las instituciones legítimas duran siglos. Las que adolecen de distintas modalidades de déficit en su legitimidad son inestables y no cumplen adecuadamente los propósitos que de ellas se esperan. En lugar de resolver los conflictos, contribuyen a empeorarlos.

Pues bien, ¿cuán legítima es la institucionalidad colombiana?(Continuará).

domingo, 6 de junio de 2010

El Partido Liberal, muerto por consunción

Ahora tiempos se hablaba de gente que moría por consunción, palabra que en mi diccionario de cabecera, el Nuevo Espasa Ilustrado, significa, en su segunda acepción, “extenuación, enflaquecimiento”.

Hace años, cuando denunciaba sus vicios clientelistas, Carlos Lleras Restrepo dijo de la colectividad roja que parecía un buey cansado. Quizás hoy habría que decir que semeja una mula muerta, aunque no deja de haber cierta malignidad en ese calificativo.

Nuestros dos partidos históricos, que se cuentan entre los más antiguos del mundo, cobraron forma casi al mismo tiempo, en vísperas de la elección presidencial de José Hilario López en 1849. Por rara coincidencia, tal vez lo sucedido con las elecciones  del pasado 30 de mayo permita extenderles a ambos, de modo simultáneo, sus respectivas partidas de defunción.

Ya he dicho que la causa del deceso conservador puede imputarse a suicidio. En efecto, murió o está muriendo de su mano. Su colega liberal está extenuado, enflaquecido. Como Lechuza, un singularísimo personaje de tango, se lo ve “Pálido, triste y maltrecho…”

Es lástima que a una persona como Rafael Pardo Rueda, a quien no le faltan méritos para ejercer un papel de primer orden en la conducción del país, le hubiera tocado en suerte dar cuenta de la ruina de su partido. No era un mal candidato y estaba bien acompañado por Aníbal Gaviria, una promesa para la patria. Pero comandaba una colectividad sin mística, sin voluntad de triunfo, sin un proyecto nítido para ofrecerle al pueblo colombiano, con el que hace rato dejó de sintonizarse.

No es el caso de adjudicarles a ellos la derrota. Otros son los que deben responder. Sus dirigentes de los últimos tiempos, sobre todo Gaviria y Samper, olvidaron que en definitiva la fuerza de las organizaciones  políticas se basa en sus ideales y en la autoridad moral que proyecten en las comunidades. Si se pierde de vista la idea de un bien común que debe promoverse, lo que el profesor Burdeau llamaba “cierta idea de justicia”, y se concibe la política como un ejercicio de mera conquista del poder para repartirse sus gajes, los electores se van desanimando y terminan en otras toldas.

Aunque el candidato Pardo adoptó como divisa de su campaña el propósito de hacer de Colombia una sociedad justa, a todas luces se vio que se trataba de mera retórica electoral, porque su partido ya no sabe qué es lo que quiere. Y como nadie da lo que no tiene, mal podía ofrecerle al colombiano común y corriente algo que éste encontrara atractivo.

En otro escrito mencioné que esta campaña se ha caracterizado por la polarización entre los que quieren que se mantenga la seguridad, que no es un anhelo desdeñable, y los que aspiran a que, sin desmedro suyo, reinen la transparencia, la legalidad y la moralidad en el manejo de la cosa pública.

Como sucede con toda polarización, en la que ahora contemplamos no deja de haber simplificaciones excesivas. Pero éstas, desafortunadamente, hacen parte de la lógica, si así puede llamársela, de los procesos electorales, en los que no se convoca a ciudadanos ilustrados, sino a gente del común cuyo juicio no propiamente es el de los filósofos y, además, obedece a no pocos condicionamientos emocionales.

Pues bien, el Partido Liberal nada tiene qué decir en materia de seguridad que no ofrezca Santos, como tampoco nada en lo atinente a la ética pública que no plantee Mockus. En realidad, carece de autoridad moral en lo uno y en lo otro.

No volveré sobre lo que escribí hace varios años en torno de la crisis de lo que fue mi partido hasta hace dos décadas y que se ha venido cumpliendo rigurosamente al pie de la letra. Me limitaré a reiterar que Gaviria y Samper me sacaron de él, así como a insistir en que no haberse entendido con Uribe lo ha llevado al desastre.

Dijo Bolívar en sus postrimerías que “No habernos entendido con Santander ha sido la ruina de todos nosotros”, o algo así, pues lo cito de memoria. Igual cosa les ocurrió con Uribe a los liberales.

Yo no soy amigo ni enemigo de Uribe, lo cual me permite, según creo, apreciar con imparcialidad, “sin aplaudir ni deplorar”, tal como lo recomendaba Spinoza, su enorme peso político. Como le escribí a un querido amigo conservador que mostró cierto desacuerdo con lo que manifesté acerca de la autoinmolación de su partido, Uribe devoró tanto a liberales como a conservadores. A unos y otros les acaba de suceder lo mismo que a Arturo Cova, el protagonista de La Vorágine: se los tragó la selva.

Gracias a Chávez y sus aliados guerrilleros, las Farc y el Eln, los colombianos hemos llegado a creer que fuera de Uribe y su séquito no hay salvación. A los que estén en contra suya se los arroja a la Gehena. Y a los que no andamos  en su procesión se nos reserva un poco apetecible lugar en el Limbo. Uribe copa el espacio político y así será mientras lo que él llama el gavilán del vecindario siga haciendo ruido y amedrentando sus pollitos.

Mientras tanto, el macilento Partido Liberal será pasto de los gallinazos, cuando no del nuche y las garrapatas, aunque creo que ya son sólo ñervos lo que puede ofrecerles.

viernes, 4 de junio de 2010

El suicidio conservador

A lo largo del gobierno de Uribe, los conservadores han sido socios tan mimados como fieles de su coalición.

Hace algo más de cuatro años hicieron una consulta interna que arrojó algo así como un millón y medio de votos para apoyar su reelección, que se activó gracias a una propuesta que planteó Noemí Sanín. Fueron ellos, pues, los que pusieron a andar la prolongación de su estadía en la Casa de Nariño.

Pero en los últimos tiempos se dejaron oír voces que reclamaban la presencia conservadora en el debate presidencial, con el argumento de que un partido sin vocación por la presidencia está condenado a desaparecer, por lo menos como actor de primera fila en el escenario político.

Cuando se habló de la posibilidad de una segunda reelección de Uribe, los conservadores decidieron esperar  que el asunto se decidiera, pues siendo fieles seguidores suyos no tenía mucho sentido lanzar una candidatura que compitiera con la del primer mandatario. Pero, como éste andaba con el cuento de la encrucijada de su alma, fue alentando a varias personas con la idea de que, en caso de que él no pudiese o no quisiese aspirar a la reelección, se encargaran de proteger su legado, lo que hoy él llama “los tres huevitos”. Y una de las personas que recibieron señales de un posible guiño presidencial fue Noemí Sanín.

Qué sucedió entre ella y Uribe para que a la postre la simpatía se trocara en animadversión, es tema cuyos detalles ignoro. Lo cierto es que Noemí dejó de gozar del favor del César y ello trajo consigo la frustración de su proyecto político.

En todo caso, abortada la posibilidad de la reelección, por obra y gracia de la Corte Constitucional, los conservadores se aprestaron a seleccionar su propio candidato a través de una consulta abierta en la que el número de votantes superó con creces el guarismo que obtuvieron para el Senado. Y Noemí Sanín triunfó, con un estrecho margen, sobre la aspiración de Andrés Felipe Arias, a todas luces patrocinada desde la Casa de Nariño.

Ganó, como he dicho en otra ocasión, en dura y franca lid. La convención de su partido la aclamó con el aval de los ex presidentes Betancur y Pastrana. Y las encuestas la señalaban como rival de muchísimo cuidado para Juan Manuel Santos. Su contendor, Arias, la reconoció como triunfadora y todo daba a entender que la competencia presidencial sería entre dos uribistas. Para mí, en particular, representaba una alternativa de continuidad de la gestión de Uribe más atractiva que la que ofrecía Santos.

Pero las circunstancias no la dejaron gozar de su triunfo. Al tiempo que los conservadores la proclamaban como su candidata oficial, un grupo de dirigentes y ex dirigentes, sin fórmula de juicio y a espaldas de su partido, resolvió adherir a Santos, socavándole así sus estructuras políticas. Y Arias, que venía de aceptar su derrota, decidió querellarla judicialmente por lo que dijo en el debate en que lo fustigó por lo de AIS.

Sus enemigos le dividieron el partido y la exhibieron como extraña al corazón del César. Dijeron que el verdadero garante de la continuidad de las políticas de Uribe era Santos y a ella la presentaron como poco comprometida con aquél. De ese modo, desconcertaron a las bases conservadoras, que ya no siguen al partido, sino a Uribe. Y para colmo, la opinión independiente que acompañaba a Noemí se desplazó hacia la fórmula Mockus-Fajardo.

Para justificar lo que en buen romance se llama deslealtad, salieron a demeritar sus presentaciones y un programa que ni siquiera se tomaron el trabajo de leer. Y cuando ella se quejó del raponazo de Santos, decidieron presentarla como persona conflictiva e inmadura. Sus copartidarios, más interesados en sumarse a la cauda de quien parecía que iba a ser el triunfador dentro del uribismo, la dejaron sola. Con entera razón, ella se queja ahora del fariseísmo que la rodeó.

Se dirá que la política es así y que Noemí no merecía respeto ni consideraciones, pues el que se mete en ese mundo está expuesto a que lo trituren si ello se hace menester para que otros triunfen. Pero lo sucedido lo pone a uno a pensar sobre la índole de Uribe, la de Arias, la de Santos y, lo que es más deprimente, la de los jefes conservadores.

Nada de formas elegantes que salvasen las apariencias, nada de compromisos programáticos, nada de mostrarse decentes y exhibir seriedad en las actuaciones. El que ganó, ganó, y punto.

Es posible que a Noemí la hayan liquidado, que es la suerte que se reserva a quienes discrepen así sea de las maneras de Uribe y se interpongan en el camino de Santos. Pero la liquidación también acecha al Partido Conservador, porque ha demostrado que no es serio, que carece de dignidad y que sólo le interesa medrar.

Es muy dudoso que en  el futuro alguien que tenga un poco de buen sentido piense en presentarse a una consulta para definir candidaturas presidenciales de esa colectividad, porque nadie podrá asegurarle que una vez proclamado sus jefes, activistas y bases no le darán la espalda para irse tras el mejor postor.

Viene a mi memoria una anécdota de Guillermo León Valencia. Como se recordará, en su primer gabinete se rodeó de jóvenes, a los que hubo de sustituir por los inconvenientes que le ocasionaron. Cuando los periodistas le preguntaron por ese cambio, contestó: “Le ofrecí a la juventud que se asomara a la ventana del poder y se arrojó por ella”.

Lo mismo acaba de ocurrirles a los conservadores: cuando más asomados estaban a la ventana de la jefatura del Estado, se arrojaron por ella.

miércoles, 2 de junio de 2010

Dios de vivos, no de muertos

A propósito del Evangelio de la misa de hoy, en el que San Marcos relata el episodio de la trampa que pretendieron tenderle al Señor los saduceos con el tema de la resurrección de la viuda de siete hermanos, me tomo el atrevimiento de traducir y copiar un texto de “L’enseignement de Ieschoua de Nazareth”, obra maestra de Claude Tresmontant (Éditions du Seuil, Paris, 1970, p. 142 y ss.).

Dice así:

“El mandamiento supremo.

Cuando los teólogos judíos le preguntan al rabí Ieschoua cuál es el más importante de los mandamientos en la Torah, el rabí responde citando dos textos: Deuteronomio 6,5 y Levítico 19,18.

Los dos mandamientos, según Ieschoua, están en relación interna el uno con el otro:

Mat. 22,34: “Los fariseos, al ver que había hecho callar a los saduceos, se agruparon en torno suyo. y uno de ellos, doctor de la Torah, lo interrogó, poniéndolo a prueba: Rabí ¿cuál es el mandamiento más grande en la Torah? Él le dijo:”Amarás a Ywvh (Adonai) tu Dios con todo tu corazón (con toda tu inteligencia y toda tu libertad) y con toda tu alma y todo tu pensamiento”(Deut. 6,5). He ahí el grande y primer mandamiento.

“El segundo es similar:”Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.(Levítico 19,18).

“Toda la Torah se basa en estos dos mandamientos, y también los profetas”.

“Si fuera cierto que el cristianismo se redujese al precepto: ”Amarás a tu prójimo como a ti mismo” , entonces no habría nada de original en él, pues este precepto está inscrito en Levítico 19,18. Es ya un precepto del judaísmo.

“¿Qué significa amar?¿Qué es amar a un ser, un hombre, una mujer?¿Qué significa amar a Dios, un ser al que nadie en nuestro planeta ha visto?  Hay qué pedirles a los psicólogos, a los filósofos, a los teólogos, a los teólogos místicos que nos lo digan. Nada parece más difícil que definirlo.

“Lo que parece cierto es que el agapê, tal como lo entiende la teología hebraica y cristiana, no es un asunto de sentimiento ni de afectividad. Es algo que toca más bien con el orden de la ontología, más precisamente con el ontología de una creación inacabada y en génesis, es decir, de la ontogénesis. Amar, para el hombre, es tomar parte en la acción creadora de Dios.

“Habría que elaborar una ontología del agapê, dado que, según la teología hebraica, el agapê creador del Único es la causa eficiente, eficaz, de la existencia de los innumerables entes que pueblan el universo. La existencia de la multiplicidad de entes, según la teología hebraica, no es consecuencia de una catástrofe ni de una caída, como en las teologías órficas y más tarde gnósticas. Esa existencia no es una apariencia, una ilusión, como lo enseñan los Upanishad. La existencia de la multiplicidad de entes no es consecuencia de una procesión eterna y necesaria, inherente a la  naturaleza y la esencia de lo Uno, una apostasis que entraña al mismo tiempo alejamiento y degradación: tal es la doctrina de Plotino retomada por Avicena, después por Averroes. La existencia de múltiples seres no es efecto de la modificación de la Sustancia única, ni de una alienación de la Sustancia divina. Según la teología y la ontología hebraicas, la existencia de la multiplicidad de entes es efecto de un acto creador libre, consciente, querido, y amante…El fundamento del ser visible, la razón misma del ser visible, su causa, la explicación última, es el agapê creador libre de aquél de quién un discípulo de Ieschoua , Iohannan bar Zabdaï (Juan hijo de Zebedeo…) ha dicho que es agapê , en esencia.

“Llegamos así a la clave de la ontología común al judaísmo y el cristianismo, ontología original, muy original, que las filosofías ulteriores rara vez han comprendido y explotado, y de la que Laberthonnière ha tenido razón al destacar que ella constituye el fundamento original de una metafísica que es la “metafísica del cristianismo”.

“En esta ontología, si el principio del ser, la causa de la existencia de los entes múltiples y visibles que constituyen nuestra creación, es el agapê creador del Único invisible, entonces se puede entrever, si no en medio de las tinieblas por lo menos en un claroscuro difícil de penetrar, que el fin de esta creación sea suscitar seres capaces de entrar libremente en la economía de esta creación cuya razón de ser es el agapê creador. Si el agapê creador es principio del ser de los entes, se comprende mejor, se comprende un poco, por qué matar, destruir, un ser creado, es un acto que va a la inversa y en contra de ese agapê creador. En suma, todo aquello que destruye la creación, todo lo que le impide proseguir, cumplirse, llegar a su término, es crimen contra el agapê creador, inversión ontológica respecto del sentido del acto creador. Si el agapê creador asigna valor a los seres que ha creado, es comprensible que deteste el acto que los destruye: “No matarás”.

“Amar a los seres que constituyen la creación existente es rendir homenaje al agapê creador. Por el contrario, destruirlos, estropearlos, envilecerlos, es despreciar la obra de Dios. En este sentido, se advierte, siempre en el claroscuro, como el amor a Dios y el amor a los entes son actos que Ieschoua puede considerar similares, análogos.”

martes, 1 de junio de 2010

Pasó el tornado

Suele decirse que después de la tempestad viene la calma. Y es lo que ahora estamos experimentando una vez transcurridas las elecciones del pasado domingo.

A pesar de las sensaciones dolorosas que están padeciendo los derrotados, el ambiente  que  parece reinar hoy en el país es de alivio, de suerte que la segunda vuelta parece anunciarse, como dice un tangazo de Celedonio Esteban Flores, “sin emoción ni final”. Todo está consumado.

Quedan muchas reflexiones por hacer a partir de los resultados de este proceso.

Me detendré en dos tópicos: el contraste entre los discursos de Santos y de Mockus, y la abstención de algo más del 50 % del electorado.

Aunque el primero no es santo de mi devoción, creo que  el discurso que improvisó al dar cuenta de los resultados favorables que obtuvo mejoró sus posibilidades, ya de por sí halagüeñas, para la jornada del próximo 20 de junio. No es aventurado esperar que a lo largo de esta semana se le vayan sumando el Partido Conservador, Cambio Radical e influyentes sectores del Partido Liberal. El suyo fue un discurso generoso, nada triunfalista y muy conciliador. Su propuesta de un gobierno de unidad nacional no sólo resulta oportuna, sino plausible.

Las reacciones de Mockus, en cambio, dejan muchísimo qué desear. Creo que tiene toda la razón Rafael Nieto Loaiza cuando alerta sobre los aspectos megalomaníacos que exhibe el candidato verde. A muchos los asustó, además, el tipo de adoctrinamiento a que está sometiendo a sus huestes a través de  eslóganes que no dejan de ser agresivos. Ahí se ponen de manifiesto el maniqueísmo y el mesianismo que denuncié hace días desde este blog. Pero, además, la acusada tendencia a descalificar a su contradictor como el candidato inmoral o del “Todo vale” y la grosera  insinuación de que a quienes lo acompañan les pagaron por seguirlo, resultan, por decir lo menos, salidas de tono.

Pienso que no hay que esperar maravillas de Santos. Su fisonomía política me recuerda algo a Turbay. No lo digo en sentido peyorativo, pues éste gozaba de cualidades apreciables que desafortunadamente demeritaba con sus ostensibles falencias. Pero su espíritu realista y conciliador era digno de encomio.

No dejo de tenerle desconfianza, pero por lo menos ofrece gobernabilidad, cuando lo que se seguiría de un triunfo de Mockus sería indudablemente un agudo conflicto institucional.

Acerca de la abstención, conviene señalar, ante todo, que el método para medirla no parece ser el más indicado. Se la establece a partir del censo electoral, que es la sumatoria de las cédulas expedidas y no descargadas por muerte u otras circunstancias. Pero muchos de los titulares de cédulas vigentes se han desplazado hacia lugares distintos de los de expedición de las mismas y no han procedido a inscribirlas en otros lugares, o no han podido hacerlo por la brevedad del término que se otorgó para el efecto.

Pero, dejando de lado los aspectos diríase que técnicos del asunto, conviene señalar que puede haber muchas correlaciones entre la abstención electoral y la marginalidad social determinada por la pobreza. El voto refleja la cultura política, que parte del sentido de pertenencia a la comunidad y los deberes que se tienen para con ella. Pero de la población marginada que se siente excluida de los beneficios de la organización social y piensa que el voto  poco influye para mejorar sus condiciones de vida, no cabe esperar que participe activamente en los procesos políticos convencionales.

El tema prioritario no es tanto la igualdad, como suele creerse, sino precisamente el mejoramiento de la calidad de vida de la población.  Es ahí donde debe centrarse el debate sobre las políticas.