martes, 31 de mayo de 2011

Debate sobre la administración de justicia II

Los tratadistas franceses de Derecho Constitucional suelen distinguir en el estudio de la soberanía dos temas diferentes: la soberanía del Estado y la soberanía dentro del Estado.

El segundo tiene que ver con quién tiene el poder supremo dentro de la organización estatal, esto es, la autoridad que goza de la atribución de decir la última palabra acerca de las decisiones políticas que afectan a la comunidad.

Formalmente, ese poder le corresponde al pueblo. Pero éste es una entelequia y, en rigor, una construcción mítica. La verdad sea dicha, la voluntad popular de que tanto se habla es, ni más ni menos, la voluntad de ciertos seres humanos que se impone sobre la de otros seres humanos. Y son unos de éstos los que deciden qué se entiende por pueblo, quiénes lo componen y cómo, cuándo, dónde  y con qué fuerza jurídica se manifiesta .

De hecho, el famoso poder constituyente reside en últimas en quienes tienen el poder de decidir cuáles son los actos que se consideran como manifestación legítima de la voluntad popular, sea la directa o la indirecta que se expresa a través de sus representantes.

En su lucha contra la monarquía absoluta - que no lo era tanto-, los pensadores liberales de los siglos XVII y XVIII consideraron que el poder supremo que invocaban para sí los monarcas debía distribuirse entre varios organismos, de suerte que  ninguno de ellos tuviese oportunidad de incurrir en el odiado despotismo que se atribuía a aquéllos.

Un  texto célebre de Montesquieu marcó la tónica de la elaboración jurídico-política de la separación de poderes:"Todo el que ejerce el poder tiende abusar de su ejercicio; para impedirlo, es necesario que el poder contenga al poder mediante un sistema de frenos y contrapesas…”

De ahí, la idea según la cual todo poder dentro del Estado debe ajustarse a normas que a su vez dependen de la Constitución como normatividad suprema. Ese ajustarse a la normatividad significa que cada órgano estatal resulte de normas que prevean su configuración, sus atribuciones, su modo de integrarse, sus procedimientos operativos, sus relaciones con otros órganos, sus limitaciones, sus responsabilidades, los controles sobre sus actos, etc.

A la luz de lo anterior, muchos juristas han llegado a pensar que la soberanía reside más bien en el Derecho, como supremo regulador del Estado. Así, en un sentido estricto, Estado de Derecho es, en efecto, el que se constituye, se estructura y funciona de acuerdo a la normatividad jurídica.

Pero ahí tropezamos con otra construcción mítica, pues el Derecho positivo es obra humana. Lo formulan, lo interpretan, lo aplican y lo cumplen o soportan unos seres humanos. Por consiguiente, el espíritu de la Ley, la voluntad o el imperio de la Ley, etc. no son otra cosa que lo que piensan, quieren, ordenan y hacen exigibles unos seres humanos sobre otros seres humanos.

De acuerdo con ello, toda la normatividad jurídica reposaría sobre actos de voluntad. Pero, como esta conclusión la privaría de toda respetabilidad y exigibilidad en conciencia, a través de los siglos se ha aspirado a fundar el Derecho en algo más consistente, más sólido, menos discutible.

Ese papel fundante lo cumplió por mucho tiempo la Religión. Tiempo después, el pensamiento clásico griego buscó fundarlo en la Razón. Y un esfuerzo de siglos, que viene de la Patrística para desembocar en la Escolástica, el Siglo de Oro español y luego en la Filosofía Cristiana, aspiró a sustentar el Derecho y el Estado, así como toda la ordenación de la sociedad, en una combinación del legado espiritual vétero y neo testamentario con el gran pensamiento grecolatino.

A partir del siglo XVII, y no del XVIII como suele creerse, se fue produciendo una cuestionable escisión entre las categorías religiosas del Cristianismo y las puramente racionales, cuando Grocio  planteó explícitamente la tesis de que el Derecho puede gozar de fundamentos evidentes de suyo, como los de la Geometría, sin necesidad de ir más allá para explorarlos en la Razón y en la Voluntad de Dios.

La crisis de la Razón, de que da cuenta el pensamiento de los dos últimos siglos, ha hecho que lo que antaño eran construcciones teológico-filosóficas bastante elaboradas se vea sustituido por elaboraciones ideológicas más o menos arbitrarias que se construyen al tenor de modas pasajeras. Se trata de los famosos ismos que se suceden unos a otros según el soplo de vientos de diversa procedencia: nacionalismo, fascismo, nacismo, marxismo, estructuralismo, etc., etc.

De ese modo, de unos sistemas de ideas que concebían que por encima de la voluntad de los gobernantes estaba presente un cuerpo normativo basado en Dios, en la Naturaleza, en la Historia o, simple y llanamente, en la Razón, y en general bien estructurado, hoy se ha  pasado a ideologías bastante arbitrarias e incoherentes que, igual que las yerbas malas de un tango de Gardel, son duras de arrancar.

Esas construcciones ideológicas se imponen porque sí y contra ellas no hay discusión posible.

Una de ellas es la del Juez  Hércules, de que habla Dworkin en una de sus obras. Es el paradigma del juez omnisciente y todopoderoso, algo así como la imagen que Hegel tenía del Estado prusiano –“la mano de Dios sobre la tierra”-, sobre el que no obra límite alguno distinto de su conciencia-si la tiene-, pues, como alega la ideología dominante, es   “órgano de cierre” y lo que decide carece de todo recurso eficaz en su contra.

Ese juez decide por sí y ante sí lo que considera que es lo jurídico y cuáles son sus contenidos. Prescinde, además, de la norma escrita, así sea la de la Constitución misma, si considera que ésta no se amolda a sus concepciones ideológicas. Éstas, en consecuencia, terminan prevaleciendo sobre la normatividad constitucional. Configuran, por así decirlo, una especie de Supra-Constitución.

Esas concepciones ideológicas resultan hoy de una mezcla más o menos incoherente de teorías a la moda, inspiradas de lejos en Marx,Nietzsche y Freud-los tres grandes maestros de la sospecha- y más de cerca en Levy-Strauss, Foucault, Derrida, etc, pasando por Trostsky, Gramsci, Sartre, Beauvoir y otros más.

Todos los ismos que integran ese brebaje derivan en un liberalismo radical que hoy se califica como libertario, una desconfianza cuasi anarquista en las autoridades, una concepción emancipatoria enemiga de toda jerarquía social y una curiosa derivación del socialismo que mantiene la economía de mercado, pero la sobrecarga con el peso de una seguridad social vecina de la utopía.

Tiempo habrá para entrar en el detalle de esas amalgamas ideológicas de que se nutre el llamado Nuevo Derecho.

Lo que me interesa destacar, por lo pronto, es que el Juez Hércules ha desarticulado totalmente la estructura de la separación de poderes.

Una idea muy simple de ésta, que todavía se enseña en los manuales de Cívica, postula que el Congreso crea la norma, el Ejecutivo la aplica y la Judicatura decide sobre los conflictos a que pueda dar lugar aquélla. Pero la ideología dominante ha resuelto que sea la Judicatura la encargada de crear la norma por distintos caminos que ella misma ha trazado, bien porque revisa las leyes y decretos, ya porque sustituye sus contenidos por los que considera más apropiados, ora porque les da órdenes  al Congreso y al Ejecutivo acerca de cómo deben actuar respecto de ciertas materias, etc.

Pues bien, lo que los estudiosos han considerado como constitutivo de un régimen despótico en que hay autoridades que están desligadas de la normatividad, es lo que se da actualmente en la práctica judicial colombiana, sobre todo en lo que a las altas Cortes concierne y más específicamente en lo que atañe a la Corte Constitucional.

Por eso podemos afirmar sin temor a incurrir en exageración que la práctica del Código Funesto ha desembocado en la instauración de la Dictadura de los Jueces. De ahí a la politización de la justicia sólo media un paso, el cual ya se ha dado.

viernes, 27 de mayo de 2011

Debate sobre la administración de justicia I

Uno de los aspectos más inquietantes de la actualidad colombiana es el modo como se está cuestionando nuestro sistema judicial.

No repetiré los agravios que circulan acerca de recientes decisiones de la Corte Suprema de Justicia, que han llevado a sus miembros a expedir comunicados en los que  se exige respeto por ellas.

Me limitaré a señalar que en vastos sectores de la opinión cunde la idea de que no contamos con una administración de justicia confiable, bien sea porque se considera que está politizada, ya porque se pone en duda su honorabilidad.

Como suele suceder, en estos temas hay que introducir matices, pues en la judicatura hay servidores que obran con mística ejemplar, creyendo que hay algo sagrado en su misión y obrando como si fuesen sacerdotes de un culto, el de la Justicia.

Llamo la atención sobre esto, por cuanto la presencia de lo sagrado en la sociedad y en la vida individual, así como la idea de que en la vida se debe servir a una vocación sin importar los sacrificios que la misma imponga, son asuntos que ameritan consideración especial. Así muchos los tomen como cosa del pasado, siempre serán actuales, pues sin esos ingredientes la existencia humana tenderá a sumirse en la inmundicia.

Pues bien,¿cuántos justos hay en nuestro sistema judicial?¿Podríamos afirmar que el nivel medio de moralidad, imparcialidad, preparación, aplicación y disciplina de sus servidores deja tranquila a la sociedad?

Los abogados en ejercicio son testigos de vicios ancestrales y muy difíciles de erradicar en el funcionamiento de la administración de justicia. Abundan al respecto las quejas acerca de la morosidad, la falta de idoneidad, los sesgos y hasta las corruptelas de sus integrantes.

De todo esto da buena cuenta la literatura, como puede verse en el Quijote o en las novelas de Balzac. Pero rara vez se escribe acerca del juez probo, como si éste no existiera o si su drama existencial no fuese digno de dedicarle una buena novela o una impactante pieza de teatro.

Pienso, por ejemplo, en los jueces de pueblo que tienen enfrentar a los gamonales de siempre y sobre todo a los nuevos ricos de las bandas criminales que se sienten señores de vidas y haciendas, como si nada ni nadie estuviese por encima de ellos.

Me inclino con reverencia ante esos jueces que procuran formarse una conciencia justa y actuar según sus dictados, a riesgo incluso de sus propias vidas. No quisiera, por lo tanto, que  se sintiesen aludidos por un escrito mío con críticas al sistema judicial.

En defensa de ellos hay que agregar que los recursos para que su labor sea eficaz siempre han sido insuficientes y de seguro tardará mucho el tiempo en que dejen de serlo. Y ni se hable de la desprotección en medio de la cual les toca ejercer sus atribuciones.

Dicho lo anterior, me ocuparé del sistema judicial en general.

Las encuestas de favorabilidad de las instituciones suelen registrar un par de datos cuyo contraste es paradójico. En efecto, ellas indican que la estimación de los colombianos sobre el sistema judicial como un todo es bastante desfavorable. En cambio, los índices de favorabilidad de las altas Cortes suelen superar el 50%. O sea que la gente  considera que los jueces comunes y corrientes dejan mucho que desear, pero en cambio los de alto coturno sí administran recta, pronta y cumplida justicia.

Lo que estas encuestas ponen de manifiesto es la falta de información e incluso la inmadurez de la opinión pública.

De hecho, la imagen favorable de las altas Cortes parece vincularse específicamente a la acción de la Corte Constitucional, que ha ganado prestigio, tal vez inmerecido, por la dinámica que le ha dado a la acción de tutela y por la audacia de sus fallos, la cual alaban los devotos del Nuevo Derecho. 

No hay que desconocer, sin embargo, el protagonismo que ha desplegado en los últimos años la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia por los procesos de llamada parapolítica y, ahora, por los que se adelantan contra servidores del gobierno de Álvaro Uribe Vélez.

Pero lo que les confiere notoriedad a las altas autoridades del sistema judicial es precisamente lo que también suscita motivos de duda acerca de dos temas que trataré en posteriores escritos, a saber: la dictadura judicial y la politización de la justicia.

 

lunes, 23 de mayo de 2011

Conversación con Alberto Velásquez

El viernes pasado transmitió Teleantioquia, en el programa Al Grano, una conversación que sostuve con su director, Alberto Velásquez Martínez, acerca de temas de la actualidad política y jurídica del país.

La primera parte del diálogo versó sobre el conflicto armado interno, expresión que, según Rafael Nieto Navia, no está consagrada en el Derecho Internacional, que utiliza más bien la de Conflictos Armados Internacionales y No Internacionales.

Volví sobre la tesis que expuse en mi último artículo en el sentido de que la aplicación de la normatividad internacional para los segundos es nítida en los casos de guerra civil y se presta a discusión en los demás. Recordé, además, que el Protocolo Adicional II a los Convenios de Ginebra de 1949 excluye de su aplicación los motines, desórdenes y situaciones similares.

Según mi leal saber y entender, la situación colombiana ubica en la zona de claroscuro entre el extremo de la guerra civil y el de los motines o desórdenes, pero mal puede asimilársela a la primera, por cuanto en ella no media el enfrentamiento de unos sectores de la población contra otros, o el de unas regiones contra otras, sino que el fenómeno es de bandas criminales, unas con discurso político y otras con propósitos simplemente delictivos, que atentan contra la institucionalidad legítima del país.

Observé que Santos y Vargas Lleras han presentado malos argumentos  en este debate.

El primero, por cuanto al afirmar que, si no se declara legalmente el conflicto armado interno, las operaciones militares que se han adelantado y continúan adelantándose contra la subversión perderían su sustento legal y darían lugar a que tanto los altos mandos militares como los propios presidentes que las han ordenado pudiesen ser enjuiciados como criminales.

Eso no es cierto, pues la Constitución es clara en su artículo 217 cuando les asigna a las fuerzas militares el cometido,entre otros, de defender el orden constitucional. La declaración legal de que estamos en un conflicto interno nada agrega a las atribuciones de las autoridades civiles y militares para combatir a grupos armados al margen de la ley y de índole terrorista que pretenden socavar el orden constitucional.

Por su parte, el ministro Vargas Lleras ha pretendido refutar a los que afirmamos que esa declaración legal es la antesala del reconocimiento de beligerancia en favor de los grupos guerrilleros, con dos argumentos que también resultan débiles en extremo.

El primero afirma que la declaración de beligerancia la hace la ONU, cuando la costumbre internacional es muy otra. Son los terceros gobiernos los que de modo discrecional y con sentido  político hacen ese reconocimiento, siempre y cuando los alzados en armas tengan dirección unificada, controlen territorios de manera estable y se avengan a reconocer las reglas del DIH.

El segundo argumento ministerial afirma que no hay que temerle a la figura de la beligerancia, pues se encuentra en desuso, ignorando que el gobierno de Estados Unidos acaba de reconocer como autoridad legítima al Consejo Nacional Libio que se opone a Gadafi. Ello implica, a todas luces, el reconocimiento del status de beligerantes a los rebeldes libios. O sea que la figura está vivita y coleando.

Me dijo Velásquez que estos alegatos producen la impresión de que Santos lo que quiere es crear ambiente para negociar con los guerrilleros.

Estuve de acuerdo con esa apreciación, la cual se corrobora con las declaraciones que acaba de hacer  Santos hoy en la mañana.

El tema, entonces, no es si estamos o no en medio de un conflicto interno, sino si hay las condiciones para sustituir la política de seguridad democrática por una de negociación con los grupos armados por fuera de la ley que invocan motivaciones políticas, asunto respecto del cual soy pesimista, por cuanto no hay un clima de opinión favorable a ello y, sobre todo, median severas dificultades jurídico-políticas para  abordarlo.

En efecto,¿qué se podría negociar hoy con esos grupos narcoterroristas?

El tratado sobre la Corte Penal Internacional ya no permite amnistías ni indultos respecto de los crímenes de lesa humanidad y otros de su jurisdicción que han cometido los subversivos a lo largo de años, incluso con posterioridad al levantamiento de la reserva que había hecho el Estado colombiano  para facilitar las negociaciones con esos grupos.

Difícilmente se podría adelantar, además, alguna negociación que tuviera como referente el contenido de la Ley de Justicia y Paz, a la que sólo se acogieron los paramilitares, dado el descrédito que la Gran Prensa y los enemigos de Uribe generaron en torno suyo.

No creo, tampoco, que pueda entregárseles la Constitución, como lo hizo Gaviria con el M-19, pues una  nueva Constituyente generaría enorme desconfianza en la opinión colombiana. La de 1991 dejó, en efecto, muy mal sabor, así haya una legión de turiferarios que la exaltan como si hubiese actuado como un Sínodo de Sabios.

Pasamos luego a considerar la decisión de la Corte Suprema de Justicia acerca de los computadores de Raúl Reyes, asunto sobre el cual preferí no pronunciarme de fondo, pues hay en él mucha tela para cortar y es necesario digerir primero el texto de la providencia.

No dejé de advertir, sin embargo, que nuestra legislación es muy idealista y poco pragmática, lo que la hace inapropiada para enfrentar  las peculiaridades  de nuestras difíciles circunstancias sociales y políticas.

Señalé, además, mi preocupación por el conflicto que se ha manifestado entre los jueces y la fuerza pública, pues acarrea serios  riesgos institucionales.

Recordé a propósito lo que con sobra de razones recalcaba como presidente Alfonso López Michelsen acerca de que la garantía del Estado de Derecho reposa en el binomio Corte Suprema de Justicia-Fuerzas Armadas.

Hoy no contamos con ese binomio, sino que presenciamos una peligrosa antinomia entre ellas a raíz de las decisiones judiciales contra militares y policías involucrados en situaciones difíciles de orden público.

Llamé la atención, además, sobre el hecho de que la administración de justicia está hoy en el centro del debate político, asunto que también se presta a severas reflexiones.

Se ha creado, en efecto, un clima de desconfianza por lo que se considera como una politización de la justicia, a lo que le presta fuerza la muy discutible iniciativa de traer al juez Garzón para que intervenga en nuestra problemática de derechos humanos, cuando se trata de un funcionario que está sub júdice en su país y , además, es conocido como actor conspicuo de la justicia espectáculo.

Rematamos el diálogo con un tema de discusión que, Deo volente, habremos de abordar más adelante. Se trata de lo que llamo, recordando a Laureano Gómez, el contubernio de la justicia y los medios.

De ello me ocuparé en otra oportunidad.

 

viernes, 20 de mayo de 2011

Las dos fuentes de la Constitución de 1991

Es bien sabido que el proceso constituyente que impulsó César Gaviria a poco de asumir la Presidencia el 7 de agosto de 1990 surgió de un pacto oculto con el M-19 y otras organizaciones subversivas.

Por supuesto que dicho pacto no se menciona  en los considerandos de los decretos que sirvieron de antecedentes de la convocatoria que se hizo a la ciudadanía para que aprobara la posibilidad de reformar la Constitución por medio de una Asamblea Constituyente y se procediera a elegir a sus integrantes.

Pero el mismo sirvió para presionar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que se mostraban reacios a avalar la exequibilidad de un decreto que, en virtud de la vigencia del estado de sitio, disponía dicha convocatoria.

César Gaviria dictó ese decreto pocos días después de haber jurado solemnemente que cumpliría con fidelidad y lealtad la Constitución y las leyes de la República. El decreto no sólo contrariaba el artículo 218 de la Constitución, sino que presuponía algo extravagante, como que la causa de la perturbación del orden público que se pretendía restaurar radicaba en la Constitución misma.

Me contó el finado jurista Jaime Sanín Greiffenstein, que me reemplazó en la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, que a los magistrados los estuvieron presionando desde el Gobierno con la tesis de que de ellos dependía la paz de Colombia y que si no le daban vía libre al extravagante decreto que acababa de dictar César Gaviria, la responsabilidad por la frustración de los acuerdos con el M-19 sería de ellos.

Tal fue el motivo por el cual el también hoy finado Hernando Gómez Otálora dio el brazo a torcer y cambió de opinión al dar  su voto favorable a ese decreto, proclamando que por encima del texto constitucional imperaba el valor supremo de la paz. Con ese voto, que tenía en vilo al país, se dio vía libre a la convocatoria ciudadana en pro del cambio constitucional.

Este proceso venía de atrás. En realidad, se lo urdió en las postrimerías del gobierno de Virgilio Barco y cobró fuerza con el aborto de la reforma constitucional de 1989, que se produjo por obra del tema de la extradición de nacionales. Un antecedente que conviene mencionar es la famosa séptima papeleta que, por iniciativa estudiantil, autorizó Barco que se sufragara en las elecciones para Congreso que se celebraron a principios de 1990, aunque oficialmente no se computó su resultado.

El libro que publicó hace poco María Isabel Rueda, “Casi toda la verdad”, señala que ese proceso fue uno de los coletazos del secuestro de Álvaro Gómez Hurtado por los guerrilleros del M-19. No pocos amigos del asesinado líder conservador comentan, en efecto, que Gómez experimentó un cambio profundo a raíz de ello. “Era otro”, dicen.

Los guerrilleros del M-19 eran hábiles para manipular a la opinión pública. A pesar del desastre del incendio del Palacio de Justicia y la muerte violenta de más de cien personas, entre ellas la mayoría de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, a fines de 1990 hubo encuestas que señalaban que podrían aspirar a obtener creo que el 56% de los puestos en la Asamblea Constituyente que se iba elegir en diciembre de 1991. De hecho, quedaron con más con un tercio y el voto de sus delegados era indispensable para que pudiera aprobarse lo que Gaviria había dicho que sería una reforma constitucional y la Asamblea terminó ordenando que fuese una nueva Carta Política.

Para entender la colcha de retazos y no pocos de los errores e incluso exabruptos de la Constitución de 1991, que no me canso de llamar el “Código Funesto”, hay que recordar que fue una pieza compuesta a múltiples manos y que quedó hasta con “Fe de Erratas”.

Me contaba a propósito de ello el pastor Jaime Ortiz, que fue un discípulo muy distinguido en mi curso de Teoría Constitucional y se graduó “Summa Cum Laude” como abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana, que como nadie tenía mayoría en la Asamblea de que él hizo parte en nombre del electorado cristiano, había que negociar todas las iniciativas y, por supuesto, cada sector otorgaba su voto si recibía alguna contraprestación respecto de sus proyectos.

La influencia del M-19, conjugada con la de sectores izquierdistas del Partido Liberal, se puso de manifiesto en el cúmulo de cortapisas que se contemplaron en el texto constitucional respecto de los poderes gubernamentales para el manejo del orden público. Ello explica por qué ahora que el Gobierno y el Congreso pretenden que se declare que Colombia vive un conflicto armado interno, no es posible enfrentarlo mediante el Estado de Conmoción Interior, pues los lineamientos de éste fueron trazados con los representantes de la guerrilla, que lo privaron de eficacia, fuera de que el desarrollo jurisprudencial de sus textos ha quedado en manos de una Corte Constitucional que hasta no hace mucho estaba liderada por magistrados de extracción izquierdista y bastante politizados por cierto.

Mantengo el diagnóstico que ofrecí en una publicación que se efectuó hace dos décadas, “Doce ensayos sobre la Constitución de 1991”, según el cual esta normatividad contiene elementos susceptibles de hacer ingobernable a Colombia.

El M-19 y sus amigos liberales influyeron, además, en la tendencia populista de la Constitución, también agudizada por una Corte Constitucional en la que han prevalecido magistrados con fuerte influencia de la ideología izquierdista.

Ya me ocuparé en otra oportunidad de lo que pesa la ideología en el universo jurídico. Por lo pronto, señalaré que nuestra Corte Constitucional ha consolidado, por así decirlo, el imperio de la ideología sobre la juridicidad y que ningún otro tribunal en toda la historia del país ha estado más ideologizado que ella.

En todo caso, la Constitución de 1991 tuvo su origen, en primer término, en un tratado de paz con el M-19 y otros grupos guerrilleros, tratado en verdad imperfecto e incompleto. Esto último, por cuanto al mismo se negaron a adherir las Farc y el Eln.

No sobra recordar que por esas calendas varios congresistas, entre ellos Horacio Serpa y Piedad Córdoba, se entrevistaron con el tristemente célebre “Tirofijo”, quien les hizo ver que no estaba de acuerdo con las concesiones que se le hicieron al M-19. Según él, lo que procedía era un acuerdo similar al que hicieron los dos partidos tradicionales cuando conformaron el Frente Nacional. Les propuso, entonces, la convocatoria de una Asamblea Constituyente en la que la mitad de los miembros sería de las Farc y la otra mitad se la repartiría el llamado “establecimiento” como a bien tuviera.

Pues bien, sin la presencia de las Farc y el Eln se frustró el cometido de buscar la paz a través de una nueva Constitución, bajo cuya vigencia Colombia ha conocido una de las etapas más violentas de su trajinada historia de conflictos, lo que ha llevado a Hernando Valencia Villa a afirmar que nuestra evolución constitucional se ha desarrollado a través de “Cartas de batalla” en las que siempre ha habido ganadores y perdedores.

La segunda fuente de la Constitución de 1991 es turbia a más no poder. Se trata del pacto oculto e inconfesable que parece haber mediado entre el gobierno de Gaviria y Pablo Escobar para que a través de la Asamblea Constituyente se prohibiera la extradición de nacionales.

Desde luego que dicho pacto no pudo haber constado por escrito y, si se lo convino, debió haber sido a través de terceros y diríase que por señas. Pero hay fuertes indicios de  que lo hubo.

Basta con recordar que la entrega de Pablo Escobar a las autoridades se efectuó inmediatamente después de que la Asamblea Constituyente aprobó el texto que prohibía la extradición.

Recuérdese también que esa aprobación se hizo por fuera del articulado de la Constitución, antes de que ésta se redactara. Fue la segunda decisión que adoptó la Asamblea, después de declarar que no había límite alguno de carácter material que entrabase su soberanía constituyente.

Pero hay algo más. Un alto funcionario del gobierno de Gaviria les dijo a los abogados de un sujeto que por ese entonces estaba preso con fines de extradición, que estuvieran tranquilos porque la Asamblea se aprestaba a prohibirla y entonces su cliente quedaría libre. Y fue con los abogados de los Ochoa que se concertaron los decretos que a principios de su mandato expidió Gaviria para que no hubiera extradición si se llenaban ciertos requisitos.

Hace unos meses el tal “Popeye”, muy cercano a Pablo Escobar, dijo por RCN que el capo controlaba a 27 constituyentes y que del resto de los que se necesitaban para hacer mayoría en contra de la extradición de nacionales se encargaron el gobierno de Gaviria y Hernando Santos, director de El Tiempo.

Acá ha hecho carrera la tesis de que a los delincuentes sólo se les puede creer si declaran contra el ex presidente Uribe o sus amigos y colaboradores. Pero, en cambio, hay que ignorar lo que dicen si afecta a otros personajes.

Sobre este debate lo que hay que señalar es que las declaraciones de esos sujetos deben examinarse a la luz de la sana critica. Unas veces pueden resultar inexactas y hasta malintencionadas. Pero también pueden corresponder a la realidad.

Lo cierto es que la versión de que había un pacto oculto entre  el gobierno de Gaviria y los capos del narcotráfico para aprovechar la Asamblea Constituyente en lo de la prohibición de la extradición, circulaba entre los altos mandos militares, según me lo ha dicho un testigo de entero crédito, como que fue magistrado de la Corte Suprema de Justicia.

Resulta, pues, que el gobierno de Barco, muy valerosamente por cierto, prefirió retirar el proyecto de reforma constitucional que en 1989 estaba en su última etapa, para impedir que se convocara un plebiscito sobre la prohibición de la extradición, pero esta medida terminó imponiéndose por una Asamblea Constituyente en la que hubo fuerte influencia, bien fuese por temor o por venalidad, de los capos del narcotráfico.

Escribo lo anterior para observar que, a propósito de los 20 años de vigencia de la Constitución de 1991, no es mucho lo que amerita celebrarse, y que las trabas jurídicas que impiden que las autoridades puedan cumplir a cabalidad el cometido de garantizar la vida, honra y bienes de los habitantes del territorio colombiano, provienen de la influencia que en aquélla tuvieron los ex guerrilleros en los que poco interés había en que las autoridades contasen con atribuciones idóneas para la conservación y el restablecimiento del orden público.

sábado, 14 de mayo de 2011

Sobre el conflicto armado interno

A no dudarlo, el tema de actualidad en Colombia es hoy si conviene o no reconocer legalmente que estamos en medio de un conflicto armado interno, lo que conlleva la discusión sobre las implicaciones jurídico-políticas de ello.

Nadie niega, por supuesto, que vivimos en medio de situaciones de violencia que hacen que la seguridad pública sea la preocupación fundamental de todos los gobiernos desde hace años.

Pero, ¿amerita calificarlas como constitutivas de un conflicto armado interno, a la  luz de la normatividad internacional vigente?¿Qué se seguiría de ese reconocimiento, tanto en el hecho como en el derecho?

Para el análisis del asunto hay que mirar ante todo si el Derecho Internacional Público define con claridad el conflicto armado interno. Pues bien, la respuesta es negativa. Ni el artículo tercero común  de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, ni el Protocolo Adicional II de 1977 dicen qué ha de entenderse por tal. El último de los instrumentos en cita, sin embargo, ofrece una definición negativa al excluír la aplicación de sus disposiciones “las situaciones de tensiones internas y de disturbios interiores, tales como los motines,los actos esporádicos y aislados de violencia y otros actos análogos, que no son conflictos armados”(art. 1-2).

Observa el profesor Edmundo Vargas Carreño  que “el problema aparentemente resulta fácil de solucionar en las situaciones extremas. Es evidente que las normas son aplicables cuando se trata de una guerra civil declarada, así como también pueden excluirse de su aplicación cuando se trata de meros disturbios y tensiones internas, como motines o actos aislados y esporádicos de violencia. Es en situaciones intermedias cuando se presentan dificultades. Si bien el artículo 3 sabiamente deja a salvo  que la aplicación de sus disposiciones “no tendrá efecto sobre el estatuto jurídico sobre las Partes contendientes”, en la práctica algunos Estados han pretendido en caso que el conflicto ha adquirido ciertas proporciones, aplicar únicamente las disposiciones de su derecho interno, lo cual,desde luego, importa desconocer las normas de los Convenios de Ginebra”(Vargas Carreño, Edmundo, “Derecho Internacional Público de acuerdo a las normas y prácticas que rigen en el siglo XXI”, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2007, p. 595).

La anotación que al final del texto citado hace el profesor Vargas Carreño no toca con el caso colombiano, por cuanto, cualquiera sea la calificación que se dé a la situación de violencia que nos aflige, las normatividades del Derecho Internacional Humanitario y el de los Derechos Humanos hacen parte del llamado Bloque de Constitucionalidad, en virtud de lo dispuesto por el artículo  93 de la Constitución Política.

En cambio, es pertinente su observación acerca de que la nuestra cabe dentro de las situaciones intermedias que no configuran guerra civil, pero tampoco pueden motejarse como meros desórdenes o motines.

En esa zona de claroscuro bien puede uno irse por el extremo de ubicar conceptualmente el caso colombiano como conflicto armado interno, pero también es posible ser cautelosos afirmando que no estamos dentro de una situación de esa índole.

El presidente Santos ha decidido no ser cauteloso en esa calificación, como sí lo ha sido el ex presidente Uribe.

Invoca para el efecto la que yo creo una razón equivocada, en virtud de la cual el reconocimiento del conflicto armado interno protegería jurídicamente a las autoridades y sobre todo a las fuerzas militares respecto de los operativos bélicos que se han realizado contra los guerrilleros.

Piensa que con ese paso se legitima la aplicación del Derecho de la Guerra, de modo que los jueces, por consiguiente, al examinar las acciones de los agentes del Estado tendrían que considerarlas como de carácter bélico y apreciarlas con mayor flexibilidad que como han venido haciéndolo en casos que han ocasionado intensos debates en los últimos tiempos.

En esta apreciación presidencial se incurre en el error de no distinguir entre la protección que respecto de  los partícipes de los conflictos, las víctimas y la población civil estatuye la normatividad internacional, que como digo hace parte de nuestra Constitución, y las atribuciones que el Derecho de la Guerra les confiere a las autoridades estatales. Son dos cosas muy diferentes que sólo están ligadas entre sí por los límites que las autoridades deben respetar en materia humanitaria.

Pienso que la Constitución Política sólo amplía la órbita de poderes de las autoridades en el sentido que pretende Santos cuando se esté en presencia del Estado de Guerra Exterior, según lo prevé el artículo 212.

En el Estado de Conmoción Interior hay también, ciertamente, una ampliación de las atribuciones gubernamentales, pero sólo dentro de lo que señalan el artículo 212 y la Ley Estatutaria de los Estados de Excepción, que en parte alguna dicen, como sí lo decía el artículo 121 de la Constitución anterior, que el Gobierno queda  investido de las facultades que de acuerdo con el Derecho de Gentes rigen para la guerra entre naciones.

Muchísimo menos puede Santos afirmar que, en la situación de aparente normalidad que rige por fuera de los estados de excepción, el accionar militar y policivo contra los grupos armados por fuera de la ley podría contar con las atribuciones que el Derecho Internacional prevé para los casos de conflicto armado internacional.

El temor que acaba de expresar imprudentemente de que por falta de consagración legal del conflicto armado interno él y su antecesor, así como los jefes militares, estarían expuestos a ir a la cárcel no se conjura por ese medio. Con o sin ese texto legal el riesgo subsistiría, por cuanto sólo en caso de guerra exterior sería posible invocar esas atribuciones.

En síntesis, a Santos, a los jefes militares y a quienes defienden con estos argumentos el texto legal en discusión les han vendido un cuento chino.

Ahora bien, como lo ha observado el ex presidente Uribe, ese texto consagra, ni más ni menos, el primer paso para que las Farc y el Eln , así como los gobiernos de los países vecinos que los protegen y estimulan, presionen por el reconocimiento del status de beligerancia, tema sobre el cuál el ministro del Interior acaba de incurrir en una penosa equivocación, pues dicho status no lo otorga la ONU, sino que surge de que se reúnan otras dos condiciones y, con base en ellas, lo acepten discrecionalmente gobiernos extranjeros. Esas dos condiciones tienen que ver con el control territorial y el mando unificado, así como con la aceptación de las reglas del DIH por parte de los insurgentes.

Hacia allá van. La liberación de secuestrados que están promoviendo Samper y Piedad Córdoba seguramente irá seguida de una declaración de los guerrilleros sobre su aceptación de las reglas que han violado a troche y moche a lo largo de varias décadas. Sólo quedaría faltando que Chávez, Correa y Ortega, cuando no otros más, declaren que con ese paso los pueden reconocer como beligerantes.

¿Qué significaría que las Farc y el Eln fueran reconocidos como beligerantes?

Ante todo, quedarían investidos de cierta personalidad internacional. Además, el derecho interno colombiano, especialmente el penal, no les sería aplicable, razón por la cual quedarían por fuera de nuestra jurisdicción los múltiples y atroces delitos que han cometido, pues se los tomaría como actos de guerra. Y hasta podrían invocar derechos de partes en un conflicto bélico, como el de presa y otros más.

Ojalá esté equivocado en mis apreciaciones, pero pienso que los pasos que se están dando son sumamente peligrosos y que Santos y las autoridades militares corren el riesgo de quedarse con el pecado y sin el género.

jueves, 12 de mayo de 2011

¿Cuál respeto a la voluntad popular?

La mitología constitucional proclama que la soberanía reside en el pueblo y que los gobernantes derivan el poder que ejercen de la voluntad que aquél expresa a través del voto.

Hace dos décadas se promovió la expedición de la Constitución que hoy malamente nos rige, dizque para profundizar la democracia mediante la introducción de nuevos mecanismos que garantizasen el imperio de la voluntad popular y, al mismo tiempo, erradicasen vicios seculares  hondamente arraigados que distorsionaban sus manifestaciones.

Uno de los grandes pretextos para demoler la Constitución de 1886 fue que se hacía necesario ajustar nuestro sistema a las exigencias de los tiempos acerca del  tránsito de una democracia meramente representativa a una participativa, la limitación de los poderes de los gobernantes y la instauración de medios de control más eficaces para asegurar su sometimiento a la juridicidad y, por supuesto, a la soberanía popular.

En algún momento habrá que hacer el escrutinio sobre la distancia que media entre los enunciados constitucionales y la práctica efectiva que se pone de manifiesto en los eventos electorales, las costumbres políticas y las actuaciones de las autoridades.

Mencionaré, por lo pronto, tan solo algo que llama la atención de no pocos comentaristas, sobre todo los que frecuentan el Twitter, quienes con sus trinos turban el silencio que al respecto guardan los que dicen orientar al país desde la tribuna de la Gran Prensa.

Se trata del notorio desfase que hay entre los compromisos que el candidato Santos asumió en la campaña presidencial, en virtud de los cuales obtuvo una abultada votación, y los giros que ha dado su política en materias tan delicadas como las relaciones con los países vecinos, la administración de justicia, la orientación de la coalición gubernamental o la seguridad pública.

Es bien cierto que en el último debate lectoral el país no reeligió a Uribe, sino que votó por Santos, y que éste no es idéntico a aquél. Pero también lo es que Santos hizo su campaña diciéndole a la gente que él sería el mejor continuador de las políticas de Uribe. Por consiguiente, según lo dice más de uno, Santos llegó al poder con los votos de Uribe.

Era previsible que, al posesionarse del cargo, el nuevo Presidente marcara distancias con su predecesor, con miras a definir su propio perfil, seleccionar sus propios colaboradores y desarrollar sus propias ideas. Al fin y al cabo, a un gobernante no lo atan las lealtades personales, pues se lo elige para que gobierne según su criterio y no el de otro.

Pero ello no significa que esté  libre de compromisos con sus electores, que no entienden cómo, de la noche a la mañana y sin explicaciones plausibles, el personaje por quien votaron confiados en sus discursos de campaña entre a desarrollar las tesis de los que perdieron las elecciones.

El caso con Venezuela es sintomático.

Rafael Pardo, en alianza con Ernesto Samper, fue un crítico severo de la política de Uribe y planteó que era necesario a todo trance recomponer la relación con Chávez para no seguir perjudicando a las habitantes de la frontera que estaban sufriendo los efectos del bloqueo comercial. El gobierno de Uribe, en cambio, estaba denunciando la presencia de las Farc en territorio venezolano y el apoyo que les daba el gobierno chavista.

Eran dos posiciones antagónicas y en ningún momento el candidato Santos dijo estar de acuerdo con su contendor liberal, que obtuvo una irrisoria votación en la justa electoral. Es decir, el electorado no apoyó a Pardo y si  votó por Santos fue porque éste en ningún momento desautorizó la política de Uribe. Si lo hubiera hecho, el resultado habría sido otro.

Algunas personas que dicen estar bien informadas cuentan que, un vez ganadas las elecciones, Santos inició acercamientos con Chávez y se proponía visitarlo, intento que se frustró con la denuncia que el embajador Luis Alfonso Hoyos presentó en la OEA. Se cree que buscó la ayuda de Samper para hacer los contactos iniciales.

Lo cierto es que nombró para la Cancillería a una ex embajadora  en Venezuela muy cercana a Samper y, luego, para la Embajada en el vecino país, a un ex ministro también de Samper. Es decir, las relaciones internacionales quedaron manos del samperismo, sin que Santos se hubiera tomado el trabajo de explicarle al país que votó por él las razones que tuvo para dar ese giro.

La campaña electoral se desenvolvió en medio de una agria confrontación entre el entonces presidente Uribe y la Corte Suprema de Justicia. Santos no les dijo a sus electores que se proponía claudicar ante la Corte en el asunto de la Fiscalía, ni muchísimo menos que proyectaba proponer a una conspicua defensora de Samper para que ocupara ese importantísimo cargo.

Lo cierto es que el que Napoléon consideraba como el cargo más poderoso dentro del Estado quedó también en manos del samperismo, sin que Santos se tomase el trabajo de explicar las razones de política criminal que lo llevaron a incluir en la terna a Vivian Morales y quizás a lograr que la Corte la eligiera.

No sobra señalar que las intimidades de ese vertiginoso proceso no son de dominio público y quedan muchas incógnitas por esclarecer. Dicho en buen romance, en lugar de la transparencia que se proclama que es el leitmotiv de la Constitución, lo que ha mediado en este asunto es la opacidad.

Santos se apropió los méritos de Uribe y las fuerzas armadas insistiendo en que como ministro de Defensa de aquél era el más capacitado para continuar la política de seguridad democrática.

No obstante, la opinión ha venido señalando retrocesos y ambigüedades en desarrollo de la misma. Y en un tema crucial, como el de si procede o no reconocer explícitamente por parte de las autoridades la existencia de un conflicto armado interno, Santos ha entrado en franca contradicción con Uribe, que se ha opuesto a que se haga esa declaración o al menos ha pedido que se la matice agregando que nuestra institucionalidad es víctima de la agresión de grupos armados que obran por fuera de la ley.

Acá aparece de nuevo Samper.

Ayer hubo en la W un debate entre Uribe y Samper acerca del tal reconocimiento del conflicto armado interno. Me llamó la atención que el segundo, al término del debate, anunciara que Piedad Córdoba está en México y otros países promoviendo un gran intercambio supuestamente humanitario de secuestrados por la guerrilla y subversivos presos en las cárceles colombianas.

Ahí se me encendieron las alarmas. La seguridad con que Samper habla del asunto suscita la inquietud de si anda en tratos con Santos para dicho propósito. Pero Samper es consocio de Piedad Córdoba, y ésta, a su vez, sigue las consignas de Chávez. Luego, parece haber en marcha un proyecto de Santos, Samper y Piedad Córdoba, junto con los nuevos mejores amigos del primero, es decir, Chávez y Correa, para entrar en negociaciones con las Farc y el Eln.

La flema con que Santos y su Canciller han decidido doblar la hoja en torno del escanaloso asunto de los computadores de Raúl Reyes y el informe del IIEE acerca de las relaciones de Chávez y Correa con las Farc, indica que algo se está cocinando en ese sentido.

A Santos no le habría costado el menor esfuerzo llegar a un acuerdo con Uribe en torno de las observaciones de éste sobre el texto del proyecto de Ley de Víctimas y Tierras, pues el propio Uribe abrió las puertas para una solución que conciliara el reconocimiento legal de la existencia del conflicto armado interno con el señalamiento de la naturaleza terrorista y antidemocrática de los grupos ilegales que atentan contra la institucionalidad.

¿Por qué se abstuvo de acercarse a su predecesor, si hace poco dijo que lo peor que podría sucedernos sería un enfrentamiento entre los dos? ¿Quería decirle de una vez por todas que es él quien manda ahora? ¿Aprovechó la oportunidad para que quedara claro que el partido de la U ya es de la S?

Pienso que hay algo más.

Aunque Santos y su gente lo nieguen, el reconocimiento legal del conflicto armado interno es la antesala del reconocimiento de beligerancia que exigen las Farc, aupadas por Chávez y Correa.

Es verdad que lo primero no implica necesariamente lo segundo, pero sí lo es que, dada esa declaración, seguidamente vendrá la presión para que se diga que la subversión es parte en condiciones de igualdad con las autoridades colombianas de un conflicto que debería resolverse con participación de terceros, llámeselos facilitadores, conciliadores o como se quiera.

Si Uribe se ha consagrado como el Hombre de la Guerra, Santos tal vez aspira a pasar a la historia como el Príncipe de la Paz.

Ahora bien, el electorado votó hace un año por una política que, mañosamente, se está desviando hacia otra sobre la que no se la ha dado suficiente información ni explicación.

Formulo unas inquietudes no exentas de ingenuidad: ¿En qué queda el acatamiento a la voluntad popular que se manifestó el año pasado en las urnas? ¿Cómo hacer que el Presidente respete a su electorado? ¿No amerita el deber de transparencia que se le diga a la opinión por dónde va el agua al molino?

lunes, 9 de mayo de 2011

Carta a Rafael Nieto L. sobre el conflicto armado

Mayo 8 de 2011
Apreciado Rafael:
Muy bueno tu artículo de hoy en El Colombiano.
Aporta claridad y rigor conceptuales sobre el tema de discusión que se agitó en la última semana.
Con todo, creo que el debate que ha planteado el ex presidente Uribe va más allá del sentido estricto de las palabras y advierte tanto sobre ciertas implicaciones que podrían extraerse de ellas, como respecto de las intenciones que podría haber en el trasfondo del cambio de lenguaje que las mismas reflejan.
Como bien sabes, el lenguaje político no es neutro.
De hecho, el propio lenguaje es de suyo un arma política, sea en cabeza de quien lo pronuncia, ya para sus destinatarios y terceros.
De ese modo, el reconocimiento oficial de que estamos en medio de un conflicto armado puede dar pie para ulteriores desarrollos que con toda razón inquietan a Uribe. Para la guerrilla y sus amigos es, ni más y menos, como clavar una pica en Flandes. Y para vecinos inamistosos y taimados, la oportunidad para intervenir en nuestros asuntos internos, como acaba de hacerlo en sus declaraciones el presidente Correa o como lo hizo Chávez en otras ocasiones, cuando dijo que, si el propio gobierno colombiano les había otorgado a las Farc una zona de despeje y quería entrar en diálogo con ese grupo armado al margen de la ley, ello implicaba el reconocimiento de un status de beligerancia por parte de aquél.
Como ducho internacionalista que eres, no escapará a tu consideración que el alcance de las palabras es asunto que debe de sopesarse muy cuidadosamente en las relaciones entre los gobiernos.
Pero, más allá de la discusión sobre las implicaciones semánticas del reconocimiento oficial de la existencia del conflicto armado, cabe el análisis de los propósitos que esconde ese cambio lingüístico.
Algunos "twitteros" –valga el barbarismo– acaban de recordar que hace pocos años Santos negó tajantemente que entre nosotros hubiese un conflicto de esa índole.
Cabe preguntarse si han cambiado las circunstancias. Algún malintencionado podría observar que, en efecto, a partir del 7 de agosto del año pasado la situación colombiana ha evolucionado de una situación de relativa seguridad democrática a otra de alteración radical del orden público que amerita considerar que estamos en una nueva fase, ciertamente regresiva, de conflicto armado.
Pero lo que ha cambiado, según se puede observar con entera claridad, es el talante gubernamental.
Por una parte, saltan a la vista las diferencias de personalidad que median entre Uribe y Santos. Aquél es serio, quizás en exceso, Santos, en cambio, tiende a la frivolidad y es muy poco cauteloso para hablar. Ya hemos visto que en asuntos muy delicados hoy dice una cosa que mañana tiene que aclarar o enmendar. Aunque su dicción no sea fluida, su locuacidad es torrencial y no mide el alcance de lo que dice.
Por otra parte, como decimos en Antioquia, Santos tiene mucha trastienda y la gente ya ha aprendido a desconfiar de sus propósitos.
¿Qué se propone cuando afirma lo que hasta ayer negaba?¿Esconde un programa de diálogos con la subversión?¿Sus nuevos mejores amigos están comprometidos en secreto con ese programa?¿Le está quitando el liderazgo de la acción gubernamental a la U para asignárselo a los liberales?¿Coincide con éstos y otros integrantes de su coalición en el propósito de liquidar a Uribe y sus seguidores?
Acabo de leer unas declaraciones de Samper, que al parecer ejerce ahora notable influencia sobre la justicia, en las que dice que Santos ha arreglado lo que deterioró Uribe en sus ocho años de gobierno.
¿A qué deterioro alude?¿Qué es lo que ha arreglado Santos con su vara mágica?¿Está mejor hoy el país que el siete de agosto del año pasado?¿Se siente mejor?
Sin embargo, Semana, que se ha convertido en vocero oficial de Santos, algo así como su Lambicolor, lo ensalza proclamándolo como nuevo líder regional.
¿Líder sobre Chávez, sobre Correa, sobre Morales, sobre la Sra. Kirchner, sobre Mújica, sobre la Presidenta del Brasil?
No importa que se digan exabruptos. Lo que le interesa a la Gran Prensa hoy es demeritar a Uribe, mostrar que su gobierno fue un nido de corruptos, convencer al pueblo colombiano de que lo suyo era una obsesión guerrerista, arrojar al ostracismo a los antioqueños…
Hay otras repercusiones posibles de la consagración gubernamental de la existencia de conflicto armado en nuestro país.
Tienen que ver con su impacto en el crédito, en la inversión extranjera, en los contratos de seguro, etc.
Por eso, me parece prudente lo que ha propuesto Uribe, a saber: que se diga que el país está sometido al asedio de grupos armados al margen de la ley que no cuentan con control territorial ni apoyo de la población, pero fundan su influencia en los recursos que obtienen del narcotráfico y su actividad terrorista.
Después de haber logrado con gran dificultad el reconocimiento internacional de la lucha que los colombianos hemos tenido que librar contra unos grupos equiparables a Eta, Al Qaeda, Ira o Hamas, con los que además tienen relaciones que bien permiten que se hable de una Internacional del Terrorismo, damos marcha atrás enviándole a la comunidad de las naciones un mensaje ambiguo que cada cual interpretará a su manera.
Te pido perdón de antemano por distraer tu precioso tiempo con estas consideraciones que ojalá estuvieran fuera de foco.
Cordial saludo,
Jesús Vallejo Mejía

jueves, 5 de mayo de 2011

El coraje de ser católico



Declararse católico en los tiempos que corren parece ser una osadía, sobre todo en ciertos sectores sociales que presumen de cultos y progresistas. Por eso escribí en mi último artículo que, de modo similar a lo que sucedía en sus comienzos, bien puede hablarse ahora del escándalo del cristianismo y más precisamente, del catolicismo.

Los motivos de escándalo son muchos. Unos tocan con la campaña sistemática de desprestigio que no siempre sin razones se ha emprendido a lo largo de años contra la Iglesia, a la que se pretende presentar como una institución plagada de vicios de toda índole, sobre todo en materia sexual. No vale contra sus detractores el  buen ejemplo que dan muchísimos de sus servidores y fieles, ni la abundante obra humanitaria que ella patrocina. El pecado de unos pocos, así sea notorio, pesa más que las virtudes de muchos, que suelen ser, por lo demás, discretas. Otros, que me interesa examinar en esta oportunidad, tienen que ver con la oposición radical que media entre los desarrollos últimos de la Modernidad y, desde luego, de la Postmodernidad, respecto de lo que Heidegger, con cierto desdén, denominó en algún momento como el “Sistema del Catolicismo”.

En otro escrito señalé que el pensamiento contemporáneo quizás podría considerarse escindido en dos grandes vertientes: el cientificismo naturalista y el culturalismo relativista. Entre uno y otro hay enfrentamientos insalvables, pero ambos están de acuerdo en el menosprecio de lo religioso y todo lo que esto conlleva. Digamos que la ideología dominante adhiere a la tesis de la Ilustración  que considera que la religiosidad corresponde a etapas que por analogía podrían compararse con la infancia y la adolescencia en el desarrollo intelectual de la humanidad. Este punto de vista aparece ya en el célebre opúsculo de Kant que declara que con la mentalidad ilustrada la sociedad ha alcanzado la mayoría de edad, es decir, el uso de razón. Se lo reafirma luego con la famosa Ley de los Tres Estadios que propuso Comte, según la cual el pensamiento pasa primero por un estadio mitológico; luego, por uno metafísico; y, por último, por uno positivo o científico.

Todo lo discutibles que puedan ser estas consideraciones, su arraigo en la mentalidad contemporánea es tan fuerte que combatirlo parece que equivalga a dar coces contra el aguijón.

Hay, pues, que armarse de coraje para defender algo que, bien por la mala fama que se ha creado en torno suyo, ora por la ideología dominante, parece estar condenado a extinguirse, como con cierta jactancia se anunció hace poco al tenor de ciertas proyecciones matemáticas.

Dentro de este ambiente, un acto como la beatificación de S.S. Juan Pablo II entraña un abierto desafío al materialismo que, bajo distintas modulaciones, se ha impuesto en los medios dominantes de nuestra civilización.

En efecto, dicho evento parte de reconocer la santidad como valor supremo de la vida humana, que surge de esa aspiración a lo perfecto que reclama el Evangelio como requisito necesario para entrar al Reino de los Cielos. Para el cristianismo, hacia  la realización plena del individuo humano se tiende a través de la adquisición y el ejercicio de las virtudes que predicó y practicó nuestro Señor Jesucristo, a sabiendas de que se trata de ideales que, dada nuestra congénita imperfección, apenas es posible alcanzar medianamente con el auxilio de la gracia.

Pero el pensamiento dominante opina que la santidad niega la naturaleza y aspirar a lograrla es algo que amerita considerarse más bien dentro del orden de las patologías. Lo que para el mundo religioso es el supremo bien será entonces  para aquél una modalidad más o menos perniciosa. No importa que se destaquen virtudes y prodigios asociados a la santidad, pues siempre se verá en ésta la manifestación de alguna perversa inclinación inconsciente o, al menos, de cierta anomalía psicológica.

A decir verdad, los cientificistas y los culturalistas no tienen claridad acerca de qué es para ellos un hombre realizado. Y si propusieren algún modelo plausible, será tan irreal que en la práctica las grandes mayorías estarán muy lejos de seguirlo.

Quizás por ello, el pensamiento actual tiende a considerar que el tema de la realización humana es asunto exclusivo de cada individuo, que por sí y ante sí está legitimado para decidir a su arbitrio sobre los modelos que considere atractivos para él. Lo del libre desarrollo de la personalidad que proclaman los textos constitucionales como derecho fundamental no deja, pues, de ser una fórmula vacía, como lo es también la del sujeto moral que les hace chorrear la baba a los epígonos de Kant.

Frente a este nihilismo que a la postre es frustrante y destructivo, hay que afirmar, como lo hace Claude Tresmontant en “L’enseignement de Ieschua de Nazareth” (Éditions du Seuil, París, 1970), que la enseñanza del último profeta de Israel contiene “una ciencia en extremo rica y profunda” que versa “sobre las condiciones, sobre las leyes de la génesis del ser inacabado que es el hombre. Una ciencia que nos descubre las leyes y las condiciones de la creación de una humanidad todavía inacabada, y en tren de hacerse, las leyes normativas de la antropogénesis. Más todavía: las leyes y las condiciones, para la humanidad, de su realización última, es decir de su divinización”(ps. 7 y 8).

Esa divinización no es otra cosa que la perfección de la santidad.

Pues bien, en un medio tan deletéreo como el que nos rodea parece del todo inapropiado proclamar que alguien ha alcanzado la santidad o es candidato a ella, que su vida puede presentarse como modelo de virtudes y que su persona amerita venerarse.

De ahí la avenida de escritos más o menos injuriosos o, en últimas, peyorativos que se publicaron en la prensa hace poco para poner en duda los méritos del papa Wojtyla e incluso para endilgarle graves pecados de omisión  dizque por no erradicar los vicios de los clérigos pederastas. No importó que ciertos acusadores carecieran de toda autoridad moral para criticarlo, por ser ellos mismos por lo menos favorecedores de la pornografía y las costumbres licenciosas, pues de lo que se trataba era de enlodar la imagen de quien el pueblo, a poco de su muerte, proclamó abrumadoramente como santo.

Pero si la idea misma de santidad resulta repelente para los manipuladores de la opinión pública, peores les parecen los procedimientos para declarar las virtudes sobresalientes del candidato a la canonización y las ceremonias con que se lo declara siervo de Dios, beato y, por último, santo.

Fuera del examen que hace el llamado “Abogado del Diablo” en torno de la vida del candidato, se requiere que por la intercesión de éste se haya producido algún milagro, es decir, un evento que no pueda explicarse científicamente y que se pruebe que está asociado a la oración de los fieles y, por ende, a la intercesión suya ante Dios Todopoderoso. Los escépticos ponen, por así decirlo, el grito en el cielo cuando se les habla de fenómenos que no obedecen a la regularidad natural, de la fuerza de la oración, de la acción de un muerto y del poder de Dios, al que niegan a rajatabla a punto tal que prefieren afirmar sin ruborizarse que el mundo se creó a sí mismo (Hawkins) antes que admitir que hubo y hay un Creador.

Recomiendo a los escépticos que lean “El milagro-¿Un desafío para la ciencia”, de Pierre Delboz, para que tengan algún conocimiento del asunto y no se queden en el estadio de la mera negación y la acusación de fraude.

Pregunto, además, si sería posible hoy hacer un montaje respecto de la curación del mal de Parkinson de una religiosa, que sirvió de base para la beatificación de Juan Pablo II, o la de una parálisis de la pierna izquierda que acaba de reconocerse en Lourdes. Si tienen verdadero espíritu científico, estudien los casos y después hablen, como lo hizo Alexis Carrel hace cosa de un siglo.

El tema de la oración es tan desagradable de tratar como el de los milagros y acarrea toda clase de burlas de parte de los impíos. Pero hay un hecho: la oración obra, tanto en quienes la recitan como en terceros. Hay suficiente literatura sobre el particular, pero bien se dice que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Y más allá de los estudios de campo y los mútiples testimonios  que se conocen, está la experiencia personal de quienes sabemos cómo puede obrar el espíritu en momentos difíciles de nuestras vidas.

El “Credo Occidental” que varias veces he mencionado postula que todo acaba para el individuo humano con la muerte biológica. Hablar, pues, de espíritus que sobreviven a ese acontecimiento decisivo parece un exabrupto. Peor será venerarlos, pedirles, reconocer que pueden interactuar con los vivos y admitir que hay un mundo sobrenatural que influye en el que consideramos natural. Y, desde luego, cuando admitimos que hay un Dios omnipotente y misericordioso que atiende nuestras súplicas, bien sea las que le hacemos directamente, ya las que elevamos a través de intermediarios sagrados, ahí sí que entramos en el escenario del anatema y se pone de presente la animosidad a veces violenta, por lo menos en las palabras y los gestos, de los incrédulos.

Como para éstos la ceremonia de beatificación que presenciamos el domingo pasado fue apenas un espectáculo de masas, hubo quien la comparara desfavorablemente con la boda principesca que tuvo lugar dos días antes en Londres, así como los que se atrevieron a denunciar el populismo del Vaticano o su artero intento de recuperar el ascendiente sobre las masas que ha perdido por obra de la mentalidad moderna o postmoderna y por los escándalos del clero.

Lo reitero: si pongo en duda los artículos del “Credo Occidental” y adhiero a los del de Nicea, me veré expuesto a toda clase de reacciones adversas. Así sea.