jueves, 21 de julio de 2011

Ideologías en acción

Hace algo más de medio siglo se planteó, sobre todo en Francia, la discusión sobre si las ideologías, que habían dominado la escena cultural con posterioridad a la Revolución Francesa, estaban tocando a su fin.

Se pensaba que las realidades de la sociedad industrial, ya adoptase la forma política de la democracia occidental o la de la democracia popular, tendrían que abordarse con criterios técnicos fundados en los avances científicos y no  a través de fórmulas ideológicas. Éstas se consideraban obsoletas y su utilidad, según se pensaba, quedaría reducida a la legitimación o justificación de medidas difíciles de asimilar por las comunidades si no se las edulcoraba de alguna forma mediante el discurso de los principios y los valores.

El tema revivió a raíz de la caída del Comunismo en Europa Oriental, con la tesis de Fukuyama acerca del fin de la historia. Según su punto de vista, los hechos les habían dado definitivamente la razón a los sostenedores de la economía de mercado y la democracia liberal. En consecuencia, los debates ideológicos quedaban cerrados de una vez para siempre.

Fukuyama tuvo que reconocer hace poco que se dejó llevar por el optimismo y no previó los conflictos sobrevinientes, tales como los que plantean el Islam y el Socialismo del Siglo XXI de Chávez.

No obstante ello, lo asiste cierta razón, por cuanto en las últimas décadas hemos visto cómo se ha venido imponiendo de modo hegemónico una ideología que pretende desplazar a todas las demás, la del NWO (en inglés: New World Order).

Es una  ideología que ofrece muchas ramificaciones y, por supuesto, diversos matices.

En lo económico, proclama la superioridad del mercado y la globalización. En lo político, promueve el gobierno mundial, la democracia pluralista y, con ciertas reticencias, el Estado Social de Derecho o de Bienestar. En lo cultural, su orientación, más que liberal, es libertaria y emancipatoria, dado que predica la más extrema libertad de costumbres y lucha contra  todo lo que huela a prejuicios  o formas de sujeción ancestrales. Aunque sus promotores suelen ser materialistas y racionalistas cientificistas, no le faltan la  prédica del universalismo religioso y la de una nueva espiritualidad supuestamente acorde con los tiempos que corren.

Digamos que la manifestación más refinada de la ideología del NWO es la religión de la humanidad que pone al ser humano en la cúspide de la escala de valores, siguiendo el viejo dictum de Protágoras a cuyo tenor “el hombre es la medida de todas las cosas”.

Pero,¿en qué consiste el humanismo de quienes adhieren a esta ideología?

Es interesante evocar a este respecto la distinción que hacía Marx entre los contenidos ideológicos y las funciones reales de nuestros enunciados abstractos o teóricos, que ha sido retomada por un seguidor suyo, Marvin Harris, en sus escritos sobre el Materialismo Cultural. Remito al lector a lo que dice Harris sobre las explicaciones Emic y Etic de los procesos culturales, que contrastan las autojustificaciones que adoptan las comunidades y las explicaciones reales que surgen de la observación de la práctica social en materia de institucionalidad y demás fenómenos colectivos.

Pues bien, la retórica del NWO postula que todo el universo social gira en torno del individuo humano, al que se supone racional, libre e igual. Se afirma que el mismo se autoconstituye soberanamente en condiciones de independencia y autonomía moral. Y, siguiendo la fórmula kantiana, se dice que es un fin en sí mismo, de lo que se sigue que no puede ser manipulado por sus semejantes en procura de fines que no sean los que él mismo adopte y que tampoco está sujeto a  finalidades impuestas por la naturaleza ni, muchísimo menos, por un orden sobrenatural.

Ese individuo soberano es dueño y señor absoluto de sus deseos, sus propósitos, sus acciones. Sólo está limitado moral y jurídicamente por las necesidades de la convivencia pacífica, que le imponen el deber de respetar las opciones morales de sus semejantes, respeto que llega al extremo de no poder ni siquiera cuestionarlas.

De ese modo, se afirma que sólo hay una comunidad que merezca el calificativo de humana, la que sus panegiristas llaman la comunidad liberal en la que supuestamente  se afirma el poder de la razón y se alcanza la autonomía frente a Dios, la naturaleza, la historia y, en fin, todos aquellos conceptos que sólo han servido para encadenar al ser humano.

Desde el punto de vista filosófico, estos enunciados ofrecen vastos y complejos escenarios de discusión, pero intentarlo hoy equivale a dar coces contra el aguijón y a que le cuelguen a uno los más variados e injuriosos sambenitos. A veces, incluso, se corre el peligro de dar con los huesos en la cárcel si la imputación es de negacionismo u homofobia.

Es lo establecido, y punto.

Creo haber perdido mi cátedra de Teoría Constitucional por mis constantes críticas al Nuevo Derecho, así como a la amoralidad, la gratuidad y la incoherencia de su teoría de los derechos fundamentales. Tal vez se consideró que era víctima de ignorancia invencible que no me permitía vislumbrar el esplendente sol de justicia que prometen los nuevos desarrollos de la normatividad jurídica.

En rigor, se trata de enunciados ideológicos que cumplen el rol de autojustificación de las buenas conciencias. ¡Si hasta la propia Iglesia Católica ha experimentado en buena medida la seducción de estos cantos de sirena!

Digamos, en términos de Harris, que todo este  entramado ideológico es superestructural, Emic. Pero lo que le  subyace en la infraestructura, es decir, lo Etic, ya no es resplandeciente, sino oscuro a más no poder.

Invito a mis lectores a que pulsen el siguiente enlace: http://uscl.info/edoc/doc.php?doc_id=89&action=inline

Los espero en la próxima semana.

miércoles, 13 de julio de 2011

La Dictadura Invisible

Comienzo por agradecerles a mis apreciados lectores Leonardo Rodríguez y Oscar Orlando Quintero Lozano sus amables glosas sobre mi último escrito.

En lo que a mí concierne, escribo ante todo para poner en blanco y negro unas ideas y por el gusto de compartir con lectores que muchas veces no conozco personalmente, pero con quienes se va creando cierto lazo espiritual a partir del hábito de la escritura y el de la lectura.

Trataré de entrar un poco más en el detalle de lo que denomino la dictadura invisible que, a través de la revolución silenciosa que estamos presenciando, al parecer amenaza instaurarse por medio del gobierno mundial que se avecina.

A propósito de esto último, leí en estos días un comentario muy elocuente, en el que se llama la atención acerca de que en Francia se calculaba hace una década que sólo el 20% de la legislación surgía de las autoridades nacionales, mientras que el 80% restante procedía de la Comunidad Europea. Y ese 20% de legislación nacional está sometido, además, al control judicial de los órganos comunitarios.

En la prensa de las últimas semanas puede leerse, además, que Hungría adoptó en su Constitución una regla contundente en defensa de la vida, a la que proclama inviolable desde el momento de la concepción, y que las autoridades de Bruselas están iracundas por tal decisión, motivo por el cual estudian la imposición de sanciones en contra de los húngaros.

La Comunidad Europea ofrece el modelo de lo que podría ser en un tiempo el gobierno mundial, aparentemente democrático por el carácter electivo de algunos de sus órganos, pero controlado en el fondo por una elite similar a la que ya se ha adueñado del poder burocrático en la ONU y otras organizaciones internacionales.

Esas elites ejercen la dictadura invisible que aspira a mover los hilos del gobierno de la humanidad.

Las teorías de la conspiración especulan acerca de si tras dichas elites hay sectas, grupos o clubes que constituirían los verdaderos centros del poder mundial. Menciono, por ejemplo, los escritos de Daniel Estulin sobre el Club de Bildelberg, o lo que suele publicarse en torno de la Masonería y sus distintos entronques.

Pienso que aventurar hipótesis sobre la identidad de quienes ejercen la dictadura invisible me queda algo cuesta arriba, por cuanto equivale a cierto ejercicio de ocultismo, ya no sobre el mundo allende los sentidos, sino sobre otro muy real y presente que, sin embargo, sólo se manifiesta al público por sus obras.

Se dice que las sociedades secretas son similares a las muñecas rusas, pues dentro de unas se esconden otras y así sucesivamente.

Hay quienes consideran que tal es el caso de la Masonería, que frente a la sociedad está envuelta en un velo de misterio, pero a su vez hay unos secretos que se esconden a los iniciados de grados inferiores y sólo se van revelando a los que ascienden a los más altos grados de la jerarquía, como el famoso grado 33.

Pero algunos sostienen que hay una Masonería aún más secreta, que es la que en definitiva detenta el poder. De ella emanarían las órdenes y consignas que se van convirtiendo en los distintos países en programas políticos, normas jurídicas, pautas administrativas y decisiones judiciales.

El interesante libro de Malachi Martin, “El Último Papa”, apunta hacia esa dirección. Como otros de sus escritos, es una obra de ficción que ofrece informaciones tan valiosas como inquietantes acerca de la evolución de la Iglesia Católica, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, en el que participó como asesor.

No sé si circule en el mercado nacional “La Trama Masónica”, de Manuel Guerra, libro publicado en Barcelona hace pocos años por la editorial Styria. Es un texto que aporta información muy valiosa sobre la índole, los propósitos, las ejecutorias, el desarrollo y, sobre todo, las ideas de la Masonería. Guerra ha sido nada menos que miembro de la Academia de Doctores de España, lo cual acredita su seriedad.

Hay en la Masonería un trasfondo ideológico cuyas connotaciones son decisivas para entender el curso de los acontecimientos contemporáneos.

martes, 5 de julio de 2011

Gobierno mundial, revolución silenciosa, dictadura invisible

En alguna de mis navegaciones por la red encontré estas expresiones que me parece que describen certeramente las tendencias básicas de los tiempos que corren.

Aunque en principio aun subsisten los Estados soberanos, es un hecho que las organizaciones internacionales, sobre todo la ONU, cada vez limitan más severamente la autonomía de aquéllos para decidir y actuar.

Si bien es cierto que las instituciones supranacionales dotadas de competencias legislativas, ejecutivas o judiciales capaces de constreñir a los Estados parecen ser incipientes en teoría, los hechos ponen de manifiesto que,  por distintos caminos,  aquéllos están perdiendo independencia, especialmente cuando  sus políticas requieren financiamiento, asistencia técnica y, en general, cooperación de parte de entidades internacionales o de otros Estados.

Las tendencias apuntan, pues, hacia la instauración de un gobierno mundial. La internacionalización de la economía, de las normas jurídicas, de la técnica, de la cultura, etc. aportan indicios de que hay una fuerte comunidad internacional que busca imponerse por encima de las debilitadas comunidades nacionales.

Aunque éstas conservan en buena medida la fidelidad de las masas, las clases dirigentes se inclinan, en cambio, por el internacionalismo, de suerte que, con el parecer de aquéllas o sin él, tratan de imponer en sus respectivas comunidades las pautas que  consideran que están en vigencia en la aldea global.

De ese modo, el criterio de legitimación de no pocas iniciativas  que incluso podrían resultar chocantes para las poblaciones vernáculas, es su aceptación internacional, entendiendo por ello lo que se valida en un medio difuso, más o menos etéreo, pero actuante, en el que se amalgaman las elites financieras, académicas, burocráticas, profesionales, corporativas, intelectuales, etc. que inciden en el sistema de las relaciones internacionales.

Ese tránsito de la supremacía nacional a la internacional entraña una verdadera revolución más o menos silenciosa en cuya virtud el viejo orden político que se halla en estado agonizante se ve sustituído sin estridencias, pero de manera efectiva, por otro en el que necesariamente hay que considerar el papel de los actores internacionales.

Al lado de esta revolución hay otra también silenciosa que obra en el ámbito de la cultura. Se trata del cambio radical en las costumbres, muy especialmente en los ámbitos de la sexualidad y la familia, pero también en las orientaciones vitales.

Como diría Nietszche, asistimos a una profunda transmutación de valores, visible más que todo en el mundo occidental, cuya secularización lo separa cada vez más de sus raíces cristianas.

De ese modo, las normatividades, las instituciones y las prácticas no sólo tienden a ignorar el legado de más de mil quinientos años de nuestra vieja civilización, sino a combatirlo y erradicarlo.

La distinción que por obra de la naturaleza se da entre los sexos, los frenos a la desmesura y las desviaciones de la sexualidad, la consideración de la familia como célula de la sociedad, el carácter sagrado de la vida que germina en el vientre materno, el control individual y social del deseo y los impulsos de una naturaleza proclive al desorden , en fin,  esa aspiración hacia lo alto que, citando a Ricoeur, reitero que es el motor que anima el proceso civilizatorio, van en vía de extinción por obra del nihilismo individualista y materialista que se ha venido imponiendo en las últimas décadas de manera vertiginosa y contundente.

Es una revolución cuyas manifestaciones callejeras se advierten en los pintorescos desfiles del “Orgullo Gay”, sin necesidad de golpes de estado, pronunciamientos, manifiestos ni declaratorias de estados de emergencia, como tampoco de fusilamientos, destierros, prisiones políticas, cierre de periódicos, etc. Pero no por ello deja de ser devastadora.

Sus promotores la fundan en cierta idea del progreso y la emancipación humana a cuyo tenor las viejas consignas de dignidad, libertad e igualdad sirven de eco de tendencias que se cree que instaurarán una nueva era de bienestar para todos los individuos, pero de la que no pocos desconfiamos pensando que será más bien de decadencia moral e incluso de destrucción.

La sincronización que se advierte en estos movimientos en distintas latitudes indica que proceden de alguna fuente común y no son obra de la generación espontánea dentro de las comunidades.

Lo que se advierte a partir de las consignas sectarias, agresivas y hasta indecentes de sus promotores, es una verdadera conjura cuyos hilos se mueven desde algún cenáculo que no se atreve a mostrar su rostro.

Es la dictadura invisible que, aprovechando la razonable tendencia a la internacionalización que se da en todos los ámbitos y el buen crédito de los valores de dignidad, libertad e igualdad de los seres humanos que ha consagrado el Cristianismo, aspira a imponer un Nuevo Orden Mundial en el que reine la depravación.

El modelo de los revolucionarios silenciosos y la dictadura invisible lo encontramos en las ciudades malditas, Sodoma y Gomorra. Por eso he dicho en un trino que el primer desfile del “Orgullo Gay” lo hicieron  los habitantes de Sodoma que le exigían a Lot que les  entregara a los emisarios de Jehová “para  conocerlos”.

¿Cuál es la secta que ejerce esa dictadura invisible?