miércoles, 23 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (V)

Frecuentemente les decía a mis alumnos que el empirismo y su continuador, el positivismo, son algo así como polos a tierra del pensamiento, que obligan a ponerlo a tono con la realidad.

La reflexión, en efecto, tiene que partir de hechos, de fenómenos, de lo que se presenta ante la conciencia. Pero a los hechos hay que interrogarlos y es así como el pensamiento emprende el vuelo. Cuáles sean sus límites es debate de nunca acabar.

Pues bien, en estas reflexiones que vengo haciendo hay unos datos firmes, como que en el hombre se pone de manifiesto una realidad espiritual, que la dualidad de mundos en que transcurre su existencia le aporta una base de verdad a la religión, y que él es un ente constitutivamente moral.

Cuando digo esto último, parto de hechos que en sí mismos son incontrovertibles, como la exigencia interior que hace que nos preguntemos cómo debemos obrar en cada circunstancia de nuestra vida, el juicio de valor que nos formamos sobre la conducta ajena y la presión social que experimentamos para ajustar nuestras acciones a modelos configurados por la cultura.

Estos fenómenos nos ponen en contacto con un mundo que es  complejo, el de las normatividades.

Para introducir a mis estudiantes en ese ámbito acostumbraba a acudir a Kant y a Rousseau.

Es célebre el texto en que el primero menciona las dos cosas que más impacto que le producían, a saber: el orden majestuoso del cielo estrellado y la ley moral en el interior del hombre. Es decir, el orden de la naturaleza y un orden específicamente humano, el de la moralidad. Según el célebre filósofo, ese orden se manifiesta en la esfera íntima, a través de exigencias o imperativos de buen comportamiento.

Rousseau ve las cosas desde otra perspectiva. En otros textos, igualmente célebres, pregunta por qué el hombre, habiendo nacido libre según la naturaleza, vive cargado de cadenas. Esas cadenas rousseaunianas son precisamente los deberes que a través de distintos medios de presión constriñen a los individuos en las relaciones con sus semejantes.

Ambos pensadores se preocuparon por conciliar los imperativos de la moralidad con la libertad individual. Pero en Kant hay una preocupación más concentrada en el tema de la racionalidad de una y otra. Mejor dicho, una de sus grandes aspiraciones era la de identificar el obrar racional con el obrar moral. El ejercicio de la libertad, según él, debía realizarse de conformidad con los célebres imperativos categóricos. Sólo de esa manera podría concebirse un despliegue racional de la libertad humana.

Por consiguiente, ninguno de estos pensadores cuyas ideas han sido tan tergiversadas en los tiempos que corren hacía coincidir libertad con arbitrariedad, entendida esta expresión en sentido peyorativo. Por el contrario, predicaban el ejercicio virtuoso de aquélla, lo que implica necesariamente el sometimiento de la acción al escrutinio de la conciencia.

Quizás haya casos excepcionales de individuos que no se juzguen a sí mismos, que no experimenten el peso de la conciencia al momento de obrar o su reproche después de hacerlo, y que sean del todo indiferentes respecto de lo que hacen o dejan de hacer, como el extranjero de Camus; pero se trata de casos patológicos que nadie se atrevería a recomendar que sirvieran de ejemplo de comportamiento racional. Más difícil resulta encontrar casos de sujetos que se abstengan del todo de juzgar a sus semejantes, negándose a valorar sus comportamientos como buenos o malos, admirables o censurables, convenientes o inconvenientes, etc.

Por otra parte,  no existe agrupación alguna que prescinda de imponerles algún género de normatividad a sus integrantes. De ahí que no pocos estudiosos de los fenómenos sociales consideren que el núcleo de lo colectivo está precisamente en las regulaciones que se imponen a través de la presión social, y observen, además, que las interacciones van generando espontáneamente pautas, modelos, exigencias, etc., tendientes a ordenar los comportamientos de los sujetos que en ellas participan.

Prosiguiendo con el análisis, observamos que cada individuo adopta o elabora sus cánones según sus propias escalas de valores, a partir de su temperamento, su educación, sus experiencias, sus reflexiones o su entorno. Esos códigos individuales no suelen ser racionales ni coherentes consigo mismos. Muchas veces traducen la llamada ley del embudo: la parte ancha para el sujeto; la estrecha, para juzgar a los demás. Muy a menudo son injustos y hasta absurdos.

Sin embargo, todo lo incongruentes, difusos e incluso errados que puedan ser tales códigos, con base en ellos se identifica la personalidad de cada ser humano. No es osado afirmar, en efecto, que cada uno de nosotros se distingue por lo que cree, lo que siente, lo que desea, lo que hace. En otros términos, nuestra identidad personal se establece a partir de nuestras creencias, nuestras valoraciones, nuestros propósitos, nuestras realizaciones. Por lo menos, así nos ven los demás.

El pensamiento antiguo refería el origen de las normatividades a Dios o los dioses, la naturaleza o las costumbres, que no dejaban de considerarse como una segunda naturaleza llamada a  corregir o perfeccionar la originaria. El moderno, en cambio, tiende, por una parte, a investigarlas desde lo que considera la perspectiva científica (como datos biológicos, psicológicos, sociológicos, etc.) y, por otra, a someterlas a crítica  racional.

Al tenor de la primera perspectiva, se aspira a explicar el dato de la normatividad como si fuese uno más entre los muchos que integran el mundo, a partir de su descripción, su morfología, su génesis, su dinámica, sus relaciones con otros fenómenos, etc. 

Es interesante traer a colación los estudios que bajo el rótulo de ciencia de las costumbres abundaron en la sociología de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, en los que simplemente se trataba de considerar los factores históricos de las distintas morales, la funcionalidad de las mismas respecto de necesidades individuales y colectivas, el modo como la gente asimilaba sus contenidos y trataba de llevarlos a la práctica, las tensiones entre los ideales morales y las realidades anímicas o sociales, los ajustes teóricos y empíricos de esas tensiones, los efectos individuales y comunitarios de la adopción de cada tipo de código, etc.

Por ejemplo, la sociología biologista del siglo XIX, que ahora ha revivido bajo el estímulo de la genética y la neurociencia, se esmeraba en explicar los fenómenos morales a partir de las necesidades de la supervivencia y la adaptación al medio. Después, con el desarrollo del psicoanálisis, fueron apareciendo los intentos de explicación en términos de acción del inconsciente, del superego, de las sublimaciones, de las racionalizaciones, de los conflictos interiores, de las represiones y los complejos, etc. Con anterioridad a Freud y sus discípulos, el materialismo dialéctico había optado por  denunciar las alienaciones morales y su vinculación con el hecho decisivo, a su juicio, de la explotación del hombre por el hombre. Así, toda normatividad expresaría una relación de dominio de unos seres humanos sobre otros con miras a aprovecharse abusivamente de su trabajo, a la vez que ofrecería alguna justificación ideológica de esa explotación.

Explicar el funcionamiento de los códigos individuales y sociales  en los términos de las ciencias de la conducta es una cosa, todo lo ardua que se quiera. Otra muy distinta es dictaminar sobre sus valores con miras a justificar su exigibilidad con base en la razón.

Digamos que la primera perspectiva aspira a dar respuesta a la cuestión de por qué se obra de determinada manera, mientras que la segunda va más allá y se interroga bien sea para qué se obra, ya, como pretendía Kant, por  la ley universal a priori, es decir, no fundada en hechos ni en la experiencia de los mismos, que permite calificar la conducta como racional y, por ende, moral.

El dogma positivista afirma que sólo es procedente situarse en la primera perspectiva, la de la explicación del hecho moral, pues la segunda desborda las posibilidades del escrutinio racional.

Ahí entra a jugar la cuestión de los límites de la razón que atrás mencioné de pasada.

Los devotos de Hume  afirman que aquélla limita su papel a la ordenación lógica de los datos sensoriales y ninguno de éstos nos muestra lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, lo digno o lo indigno. Valoramos esos datos, simple y llanamente, por ciertas impresiones de bienestar o de desagrado, de conveniencia o inconveniencia, de placer o de dolor, que experimentamos en nuestra intimidad, a partir de las cuáles nos atrevemos a hacer generalizaciones más o menos etéreas que no tienen otro fundamento que lo que subjetiva y arbitrariamente nos gusta o nos disgusta.

Este modo de ver las cosas, así parezca chocante, ha influido decisivamente en el pensamiento moderno. Por eso en mis lecciones de Filosofía del Derecho dedicaba unas cuantas horas a hablarles a mis estudiantes sobre Hume y sus seguidores. Creo que es el gran filósofo de la negación. Su horizonte mental no va más allá de las propias narices.

En cambio, para la metafísica tradicional, firmemente enraizada en la religión, las normatividades tenían asidero profundo en la realidad cósmica.

Por ejemplo, en el apogeo de la escolástica medieval se discutía si su fundamento estaba en la razón de Dios, como lo sostenía el intelectualismo tomista, o en su voluntad, tal como lo pensaba el voluntarismo de la escuela franciscana.

Para los primeros, las normatividades se fundaban en una racionalidad intrínseca; por consiguiente, los deberes obedecerían a exigencias racionales. Para los segundos, en cambio, los deberes surgirían de actos de voluntad, de imperio. No obstante, como esos actos pondrían de manifiesto la voluntad divina, habría que prestarles obediencia, ya que por definición a Dios no se lo contradice.

Poco a poco el pensamiento moderno ha venido prescindiendo de Dios, pero no de sus atributos.

Así,  a  la razón divina de los pensadores medievales se la sustituyó por la Razón sin más de Descartes, Kant y los ilustrados del siglo XVIII, para sostener que las normatividades sólo son exigibles si tienen fundamento en ella. Es el caso de Grocio, que sostuvo que los postulados racionales eran de suyo válidos, hubiese o no Dios de por medio.

Otros siguieron la línea de despojar a Dios de su voluntad para adjudicarla a distintas entidades, como la Nación, el Pueblo, la Cultura, la Raza, la Clase, la Estructura, el Líder o el Gran Hermano, que por algún oscuro atributo metafísico estarían legitimados para ordenar la vida de los seres humanos. Figura clave de ese voluntarismo es Rousseau, al que no pocas acciones hay que adjudicarle en la génesis de los sistemas totalitarios del siglo XX y en el cacareado socialismo del siglo XXI.

Es claro que la mera voluntad, salvo que se trate de la de Dios, no le aporta fundamento conceptual sólido a la normatividad. Cuando se la  proclama como fundamento de las normatividades, simplemente se está  destacando su capacidad efectiva de imponerse. En consecuencia, si se afirma que una normatividad se basa en actos de voluntad, en rigor se está diciendo que su  última ratio está en la fuerza y, en definitiva, en la violencia.

De ahí que una sólida tradición demande que toda norma se apoye en razones llamadas a persuadir a sus destinatarios de la bondad de la obediencia. Pero, si se deja de lado a Dios y el orden del universo que Él ha creado, ¿cuáles son los contenidos, las estructuras y la fuerza misma de la racionalidad, sobre todo en lo que atañe a la acción humana?

Abundan los estudios sobre la crisis de la racionalidad en el pensamiento contemporáneo.  De ese modo, se habla de racionalidades limitadas o parceladas, de pluralismo de racionalidades, de racionalidades meramente convencionales, etc. Todo ello apunta hacia la negación de los atributos de universalidad, coherencia y necesidad lógica de lo racional. Por consiguiente, les abre espacio a  los irracionalismos que  ahora campean so pretexto de la post modernidad.

Sería tan prolijo como fatigante entrar por lo pronto en el detalle de los pasos que poco a poco se han dado para destruir la idea de razón que todavía alimenta el individuo común y corriente que no se ha puesto a leer lo que escriben los post modernos.

Digamos, en una síntesis apretada, que por distintos caminos se ha llegado a este punto: cada individuo es dueño de su razón o sus razones y nadie está legitimado para imponerle ideas o argumentos que no quiera aceptar; su autonomía moral le confiere el señorío de sus propósitos, sus valoraciones y los resultados de sus actos, haciendo que cada uno sea su propio juez; la moralidad es asunto del resorte exclusivo de cada individuo; no hay referente alguno superior a su arbitrio para dictaminar sobre el valor moral de sus actitudes y sus comportamientos; como el obrar de cada uno interfiere el de los demás, hay que buscar consensos y reglas para producirlos que reduzcan al mínimo los efectos nocivos de las interferencias, garantizando al mismo tiempo el máximo de satisfacción posible para cada interesado; el único asunto colectivo que hay que considerar en la moralidad es el respeto que a cada uno se le exige en torno de las opciones ajenas; las razones que se esgrimen en el debate se soportan en la fuerza de los deseos; la dignidad humana es apenas una expresión cómoda para designar el valor supremo que se asigna al Deseo; los valores morales nada tienen que ver con un orden natural ni muchísimo menos con un orden espiritual, etc.

Un ensayista de moda, Gilles Lipovetsky, lo sintetiza magistralmente: hemos pasado de la ética del deber a la del placer.

Volviendo a lo expuesto arriba, si bien se sigue admitiendo hoy que el hombre es un ente moral, dado que no deja de juzgarse a sí mismo y a sus semejantes, lo que ahora se cree es que su moralidad es arbitraria e irracional. Mejor dicho, que la racionalidad de su existencia y su conducta se establecen en función de la satisfacción de sus deseos  o, más bien, de sus pulsiones. La única racionalidad admisible en ese campo sería entonces de tipo instrumental, de modo que los medios que se utilicen sean idóneos para obtener los resultados que se apetezcan en orden a la satisfacción de los deseos.

¿En qué queda el espíritu dentro de este cuadro?

lunes, 21 de febrero de 2011

Carta a una amiga conservadora que salió desconcertada del encuentro de Villa de Leyva

Apreciada amiga:

Agradezco mucho la confianza que me brindas al pedir mi opinión acerca del encuentro conservador que hubo en Villa de Leyva en esta semana.

Ante todo, quiero manifestarte que yo no milito en partido alguno ni ejerzo actividades en materia de política distintas de observarla desde mi mirador privado y compartir puntos de vista con mis amigos. Solo de manera muy ocasional hago pronunciamientos públicos, cuando en algún medio se acuerdan de que existo y piensan que tengo algo para decir.

Debo aclarar, además, que no soy imparcial, pues en general sigo de lejos, sin contacto directo ni indirecto con él,  al ex presidente Uribe Vélez, con quien he superado las diferencias que en algún momento manifesté en torno suyo.

Aclaro también que no quise votar por Juan Manuel Santos.

Las razones para no hacerlo quedaron consignadas en varios escritos que publiqué antes de las elecciones en mi blog http://jesusvallejo.blogspot.com/

Unas de esas razones tienen que ver precisamente con el trato desleal que les aplicó a tus copartidarios para desconocer su candidatura legítima y suscitar su división. Puedes leer lo que al respecto escribí en un artículo que lleva por título "El Suicidio Conservador".

He escrito también acerca de lo que considero un muy equivocado manejo de la coalición gubernamental, pues pienso que Santos no sentó unas bases nítidas para integrarla ni ha sido leal con sus socios.

El nombramiento de Germán Vargas Lleras como ministro del Interior no fue afortunado, pues él tiene claras aspiraciones presidenciales y es entonces un competidor político que goza de una posición privilegiada respecto de los demás integrantes de la coalición. Es dirigente de un partido minoritario y la lógica enseña que de seguro utilizará su elevada posición para promover su crecimiento,desde luego que a expensas de los demás.

Lo que se ve, efectivamente, es un intento de realinderación de fuerzas políticas aupado desde las altas instancias gubernamentales, con miras a liquidar el uribismo, tanto dentro del Partido de la U como en el Conservador.

Escribí en uno de mis artículos que los únicos enemigos de Uribe que no hacen parte de los nuevos mejores amigos de Santos son los guerrilleros, pues eso ya sería el colmo. 

La Gran Prensa habla maravillas del gabinete de Santos, pero varios de sus integrantes son enemigos declarados del ilustre ex presidente, que merece figurar en la lista de los libertadores de Colombia.

Vargas Lleras es uno de los artífices del fracaso de su reelección. Las diferencias de la Canciller y el ministro de Hacienda con Uribe son notorias. Y haber llevado a Juan Camilo Restrepo al despacho de Agricultura, cuando fue uno de los más obstinados críticos de la política agropecuaria del gobierno de Uribe, no deja de ser algo bastante significativo, máxime si se considera que él se ha engolosinado con el peligroso juego del espejo retrovisor con el ánimo de demeritarlo.

La opinión desprevenida de la gente de la calle no encuentra de buen recibo estas nítidas manifestaciones de deslealtad con una administración de la que hizo parte Santos y que, además, le dio la oportunidad de ganar los puntos necesarios para satisfacer sus aspiraciones presidenciales. La imagen de Judas no es propiamente la más venerada en las clases populares.

Con esas actitudes, Santos irá perdiendo paulatinamente lo que en últimas es el soporte del poder jurídico y político: la autoridad moral.

Nadie discute que cada gobernante llega al poder con sus propias ideas, su propia gente y su propio estilo. Pero Santos le hizo creer al electorado que él era el más fiel intérprete y el más firme seguidor de las políticas de Uribe. Ya hay muchos que observan con desilusión que no gobierna como prometió, sino como lo estaría haciendo cualquiera de sus competidores que hubiese ganado las elecciones.

Me parece que poco contribuye a la estabilidad institucional del país que un gobierno recién elegido cambie de la noche a la mañana, sin que medie un debate profundo, la orientación que le ofreció al electorado para obtener el favor de sus votos.

El asunto no es, como lo ha dicho, de diferencias en las formas y continuidad en el fondo con las políticas del gobierno anterior.

Al ex presidente Uribe lo apoyó el pueblo por su claridad, su entereza, su persistencia en realizar sus propósitos, su constante comunicación con las comunidades para discutir con ellas los problemas colectivos y buscarles soluciones, su obsesión por proteger a Colombia de sus enemigos internos y externos.

Los logros de la seguridad democrática fueron resultado conjunto del liderazgo presidencial, la mística de las Fuerzas Armadas y el apoyo popular, amén de la alianza estratégica con los Estados Unidos.Todos esos soportes se han debilitado paulatinamente a lo largo de estos seis últimos meses. Y, por supuesto, el debilitamiento de esta política trae consigo ineludiblemente la recuperación de las bandas criminales de todos los pelambres.

Pienso, con toda franqueza, que el cambio de estilo no favorece los intereses del país, porque, como lo he expuesto en comunicaciones privadas, hemos pasado de un gobierno dirigido por un personaje serio, quizás en demasía para algunos, a otro cuyas riendas están en manos de uno que tiende hacia la frivolidad. Y lo que es peor, de la mano dura, el gesto autoritario y el talante firme, que desde luego no suscitan simpatía en ciertos círculos, nos estamos deslizando hacia la claudicación como fórmula mágica de la gran diplomacia para resolver aparentemente los problemas en el corto plazo.

Pruebas al canto.

El país no ha hecho el debate que amerita el cambio introducido en las relaciones con el régimen de Chávez. Es un gobierno enemigo y no de cualquier naturaleza, pues, violando toda normatividad internacional, ha intervenido descaradamente en el conflicto guerrillero, hasta el punto de haber afirmado solemnemente que las Farc y el Eln son ejércitos populares que tienen propósitos comunes con los de la revolución venezolana. Es más, antes de finalizar el segundo cuatrienio de Uribe, éste instruyó a sus representantes ante la ONU y la OEA para que denunciaran la presencia de guerrilleros colombianos en Venezuela y la protección que el gobierno de Chávez les ha brindado. La flamante nueva diplomacia echó al cesto de la basura esas delicadas quejas colombianas y ha pactado con Chávez como si nada de eso hubiera ocurrido.

De hecho, el régimen venezolano ha triunfado en toda la línea en uno de sus propósitos respecto de Colombia. Al no lograr avasallarla, como pretendía, por lo menos consiguió neutralizarla.

El acercamiento a la región, que no es de hermanos, sino de enemigos solapados de nuestras orientaciones democráticas y liberales, ha deteriorado de modo inequívoco la relación con los Estados Unidos. Eso se ve con claridad en lo tocante con el TLC e incluso en algo más inmediato, dado que no es por azar que hoy estamos sin preferencias arancelarias.

El asunto con Venezuela no es tan simple como decir que evitamos una guerra y vamos hacia unas relaciones normales. Ya veremos cómo evoluciona.

Pocos episodios tan bochornosos hemos conocido como el de la elección de Fiscal General de la Nación.

Ahí también se lava las manos Santos diciendo que cortó el nudo gordiano de tan delicada situación. Pero es un corte que debería de avergonzarlo.

Ya veremos también lo que significa haberle entregado al samperismo la Fiscalía, cuando está de por medio el esclarecimiento de la muerte de Álvaro Gómez Hurtado, y una oficina llamada a jugar un importante papel en los tiempos venideros, la de justicia transicional en el ministerio del Interior.

Siempre tuve especial consideración respecto de Juan Camilo Restrepo, hasta el punto de que en algún momento llegué a compararlo con Ospina Pérez. No obstante, me ha sorprendido su pugnacidad como ministro de Agricultura de Santos.

He dicho que nadie discute que hay causas justas para legislar en favor de los desplazados, promover que quienes hayan sido despojados de sus predios vuelvan a ocuparlos  y resarcir en la medida de lo posible a las víctimas de la violencia.

Pero el modo como se anuncian estas iniciativas gubernamentales me hace pensar que estamos promoviendo nuevos factores de desestabilización, no sólo del aparato fiscal, sino de la estructura de la tenencia de la tierra, con las consiguientes secuelas de violencia y desbarajuste del sistema productivo.

Escuché detenidamente en esta semana por la emisora W un informe sobre el caso del predio Las Pavas, ubicado en el sur de Bolívar, que enciende todas las alarmas sobre tan delicado asunto. Ya veremos como funcionan las autoridades de polícía, las encargadas de la política agraria, los jueces, las organizaciones de víctimas, los propietarios privados y, sobre todo, los agentes del desorden, en la aplicación de las normas que está ahora discutiendo el Congreso.

No olvidemos que la justicia es inseparable de la prudencia, y que de pronto estamos, con las mejores intenciones, poniendo en marcha unos dispositivos que después no podremos controlar. Ya veo venir las tomas de tierras incitadas por la guerrilla y el recrudecimiento de las bandas promovidas por propietarios que se van a sentir injustamente despojados y privados de la protección de las autoridades.

El manejo del paro camionero evidencia el desorden que hay en el interior de esta administración y su tendencia a plegarse ante los que la intimiden con la fuerza.

En alguno de mis escritos dije que Santos corre el peligro de sufrir la calificación que hizo Churchill de alguno de los primeros ministros claudicantes de antes de la Segunda Guerra Mundial: un prodigio de blandura. Un amigo mío ya lo llama "Gelatino".

El episodio de las últimas liberaciones de secuestrados por las Farc suscita también no pocas inquietudes. A muchos nos ha quedado la impresión de que Santos no ha explicado suficientemente los pormenores del caso y  elude sus responsabilidades admitiendo que, si bien las Farc pudieron haber movido a Cano, él sabe dónde se encuentra y dizque tiene al ejército resoplándole en la nuca. Son palabras vanas que le hacen perder credibilidad.

Es posible, como dices, que su discurso ante el encuentro conservador haya sido elocuente. Pero más importantes que las declaraciones sobre buenas intenciones, son los resultados de las políticas. Res, non verba.

A ustedes les dijo que podrían contarlo entre sus huestes, pero lo mismo les dice a los izquierdistas. Es difícil no advertir su tendencia a la garrulería.

Que el Partido Conservador esté dividido entre santistas y uribistas, es resultado de la miopía de sus dirigentes, a quienes Santos les perdió el respeto cuando a través del hoy ministro Rodado promovió otra división en vísperas de las elecciones del año pasado, con miras a frustrar la aspiración de Noemí Sanín.

Hoy sabe que puede dividir a los conservadores, así como a los de la U, para consolidar una situación de desventaja para el ex presidente Uribe y sus seguidores.

En un artículo muy inteligente que publicó hoy El Colombiano, Enoris Restrepo de Martínez denuncia los juegos de prestidigitación política de Santos. Te recomiendo que lo leas con cuidado. Entonces, quizás logres una aproximación cabal a la crisis conservadora que te preocupa con toda razón.

Al ex presidente Uribe le reproché en uno de los primeros artículos de mi blog los errores que condujeron a que sus huestes se desorientaran y terminaran en manos de un personaje como Santos. Creo que también a éste podrá acusárselo en un tiempo no lejano de despilfarrar por sus jugarretas uno de los capitales políticos más abultados de que se tenga noticia en la historia de Colombia.

Soy consciente de que sería preferible que el ex presidente estuviera alejado, al menos por lo pronto, del ajetreo político. Pero las ínfulas que al amparo de la presente administración se están dando sus enemigos lo estimulan, con todo derecho, a defenderse a sí mismo , sus colaboradores y  sus políticas.

Uno de los datos que es necesario considerar para entender lo que pasa hoy en la política colombiana es el odio, acompañado de revanchismo y triunfalismo, contra Uribe, que se despliega a ciencia y paciencia de Santos y su equipo de gobierno. Vuelvo, por ejemplo, al caso de Vargas Lleras, que se regodeó humillando a Uribe con el manejo de la crisis con la Corte Suprema de Justicia.

No sé si estas apreciaciones respondan adecuadamente a tus inquietudes, pero si lo que querías era conocer mi pensamiento sobre la situación actual del país y de tu partido en particular, ahí te las dejo sometidas a tu ilustrada consideración.

De nuevo, mil gracias por tu amistad y tu confianza

.

Cordialmente.

Jesús Vallejo Mejía

miércoles, 16 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (IV)

La santidad es un fenómeno misterioso, pero real.

Es misterioso porque entraña la superación de lo que corrientemente se considera como el orden natural de las actitudes y los comportamientos humanos. De ahí que suela pensarse que los santos son excéntricos y tocados de la cabeza.

En todo caso, son distintos y es sabido que a todos  nos cuesta trabajo entender a los que se salen de los marcos ordinarios. En el mejor de los casos, suscitan admiración y hasta envidia, pero los individuos comunes y corrientes tendemos a considerar que no somos capaces de llegar hasta allá o que esa meta no es deseable para nosotros en particular. Y cuando defendemos nuestros comportamientos inadecuados, argumentamos que no somos ningunos santos.

Ahora bien, pese a la desconfianza, no siempre injustificada, respecto de la posibilidad de alcanzar ese estado, pues en ello no faltan los fraudes ni los malos entendidos, es un hecho que hay individuos humanos a los que indudablemente se les debe reconocer la santidad.

El fenómeno no es exclusivo de los católicos, pues se pone de manifiesto en todos los grupos auténticamente religiosos. Se destaca entre los primeros en razón de que la Iglesia desde hace muchos siglos se ha ocupado de exaltar a quienes han mostrado en sus vidas virtudes sobresalientes e incluso ha establecido procedimientos jurídicos  rigurosos para proclamar  su veneración, su beatificación y su canonización. Pero en todas partes se encuentran individuos extraordinarios, llenos de sabiduría y compasión, benevolentes, virtuosos, ejemplares, con envidiables paz interior y autodominio de sus instintos, sus deseos, sus motivaciones, sus actitudes, sus propósitos, sus palabras y sus acciones.

Ese estado no excluye el sufrimiento físico ni el espiritual, pero sí muestra unas actitudes inusuales de serena  fortaleza frente a ellos.

Es el estado de la trascendencia, así sea en el nivel intramundano. Si se proyecta más allá, es decir, en un nivel supramundano, es otro cantar.

En otro escrito señalé que hay individuos excepcionales que  diríase que por naturaleza gozan de ese estado de inocencia, pero en la gran mayoría de los casos ese trascender solamente se logra mediante arduos esfuerzos y a través del cultivo de  las virtudes, no sin crueles altibajos.

El Evangelio habla de la cruz que hay que sobrellevar para alcanzar el estado de beatitud. Y sus escenas finales muestran del modo más patético lo que significa esa carga de la cruz.

Pueden darse en ese estado de trascendencia fenómenos místicos muy variados, sobre los que hay suficiente documentación. Se  habla, además,  de hechos extraordinarios de orden físico, químico, biológico o psicológico que se asocian a los mismos.

Como los psicólogos solamente se ocupan en principio de lo corriente, que es más o menos mensurable por los procedimientos estadísticos, el tema de la santidad no suele entrar en el campo de sus estudios. Y a los psiquiatras el asunto les interesa desde el punto de vista de la patología, motivo por el cual sus investigaciones se centran en individuos que tienen que someterse a tratamiento por los graves desequilibrios que padecen. Pero de ahí a calificar de patológica toda santidad hay un trecho enorme, que solo se salta mediante generalizaciones abusivas.

Los corifeos del materialismo se atrincheran en los supuestos avances de la neurociencia en lo tocante al funcionamiento del cerebro, pensando que ella está en capacidad de dictaminar que todo lo que consideramos propio de la interioridad mental del ser humano y sus proyecciones  en la conducta y la creación cultural puede explicarse en función de impulsos eléctricos y reacciones químicas  en el sistema neuronal. Algunos van más allá y acuden a explicaciones fundadas en la teoría de la evolución. De ese modo, la genética y la neurología suministrarían todas las claves del fenómeno humano, de suerte que lo que el común de los mortales consideramos como propio de un principio espiritual que se manifiesta en cada uno de nosotros sería apenas un epifenómeno, una apariencia ilusoria de hechos que se dan en otro escenario meramente material.

Pero fuera de las dificultades conceptuales de varia índole que ofrecen estas explicaciones, amén de los argumentos duros que suministra la parapsicología en favor de esa presencia espiritual que actúa a través del sistema neurológico, hay que tomar nota de investigaciones que en este último nivel realizan entidades como el Instituto Mente y Vida  en orden a establecer cómo interactúan la mente y el cerebro, y cómo aquélla, para decirlo en términos algo imprecisos, contribuye a su configuración.

No entraré en los aspectos específicamente técnicos de una cuestión que es compleja de suyo y sobre la cual median todavía muchas discusiones. Lo interesante es que desde el punto de vista estrictamente científico la partida no la han ganado los materialistas.

Los interesados en los estudios de dicha entidad, que surgió de la iniciativa conjunta del  reputado científico chileno Francisco Varela y el Dalai Lama, pueden consultar al respecto, entre muchos otros, los siguientes enlaces de internet: http://www.selba.org/EspTaster/VisionMundo/VMHolistica/InstitMenteYVida.html; http://www.mindandlife.org/; http://laredeindra.blogspot.com/2009/04/budismo-y-neurociencia.html

Desde el punto de vista católico, la Universidad de Navarra ofrece un sitio muy completo en el siguiente enlace: http://www.unav.es/cryf/curso05jll.html

Si la mente es separable del cerebro y actúa sobre éste, entonces cobran fuerza las creencias religiosas acerca de la supervivencia del alma  después de la muerte corporal, la acción del espíritu sobre la materia e incluso la creación de ésta por una fuerza espiritual superior a la que podemos llamar Dios. El debate se aleja por consiguiente, de la teología y la filosofía para adentrarse en el terreno científico.

Un libro de divulgación escrito por Lynne McTaggart  y que lleva por título “The Field- The quest for the secret force of the universe” (Harper Collins, New York, 2008), del que ignoro si existe traducción castellana, se ocupa de lo que a su juicio constituye una revolución científica en marcha, que venía anunciándose desde hace años en libros como “La Gnose de Princeton”, de Raymond Ruyer (Fayard, Paris, 1974), publicado en castellano como “La Gnosis de Princeton” por la editorial Eyras en 1985.

Traduzco con cierta libertad la presentación que hace Mc Taggart  sobre dicha revolución en el prólogo de su libro:

“Estamos hoy al borde de una revolución – una revolución tan audaz y profunda como el descubrimiento de la relatividad por Einstein. En la última frontera de las ciencias están emergiendo nuevas ideas que desafían todo lo que creemos acerca de cómo funciona el mundo y cómo nos definimos a nosotros mismos. Los descubrimientos que se están llevando a cabo pueden acreditar lo que la religión siempre ha sostenido: que los seres humanos somos algo mucho más extraordinario que un conjunto de huesos y tejidos. En lo fundamental, esta nueva ciencia ofrece respuestas que han sumido en la perplejidad a los científicos a lo largo de siglos. En lo más profundo, se trata de una ciencia de lo milagroso…”(pág. XXIII).

Por consiguiente, la idea que sirve de sustento a toda religión, según la cuál hay un mundo tangible y otro intangible para los sentidos ordinarios del hombre, entre los cuáles se dan interacciones de distintas clases, ofrece, por lo menos, verosimilitud desde el punto de vista rigurosamente científico.

Volviendo al tema parapsicológico, del que a muchos teólogos y filósofos les daba cierta vergüenza ocuparse para apoyar sus reflexiones, el libro que varias veces he citado de Charles Tart, que no es ningún charlatán, suministra material de primera mano para robustecer esa idea fundamental.

Cosa distinta es la verdad de cada credo religioso en particular, con sus mitos, sus dogmas, sus doctrinas, sus rituales, sus normatividades, su organización y sus prácticas morales.

Aunque más que católico, me gusta denominarme como un papista algo liberal, dejaré de lado lo atinente a las creencias específicas del catolicismo, para ocuparme más bien de la realidad del espíritu y su vinculación con el fenómeno de la moralidad.

sábado, 12 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (III)

Pocos temas hay tan polémicos como los atinentes a la religión. Cuando se los aborda, se corre el riesgo de tropezar de entrada con el fundamentalismo de quienes están aferrados firmemente a sus creencias con fe de carbonero y los que, por el contrario, rechazan hasta con violencia todo lo que tenga que ver con lo sagrado.

Recuerdo que en Santiago, después de hacer una diligencia en la Cancillería, me fui a ver unos libros por la Alameda y compré uno muy interesante sobre Moisés, basado no en la Biblia, sino en documentos egipcios.

Tomé un taxi y el conductor me preguntó sobre el libro que estaba hojeando. Le mencioné que versaba sobre Moisés y entonces me pidió mi opinión al respecto. Empecé a decirle que es un tema sobre el que median muchos debates, que van desde la tesis de que no existió hasta lo que sobre él enseña la Biblia, pasando por la conjetura que estaba leyendo, según la cual Moisés fue un príncipe egipcio, un gran general que cayó en desgracia a raíz de la revolución monoteísta que promovió Akhenaton.

Mi interlocutor me interrumpió diciéndome que si yo creía en la Palabra, para qué le daba tantas vueltas a la cuestión. Y en seguida me contó su historia personal, muy edificante por cierto.

Me dijo que en el pasado él llevaba una mala vida que era causa de severos sufrimientos para su familia.  En virtud de  alguna desafortunada circunstancia doméstica, llegó hasta él un pastor cristiano con el mensaje evangélico. La acción de ese discípulo de Cristo cambió radicalmente su modo de vivir. A partir de ese contacto, experimentó la conversión y corrigió sus malas costumbres. Su existencia desde entonces quedó centrada en la Palabra y en su familia.

Por supuesto que no me puse a discutir con él acerca de las dificultades que suscita el tema de las Sagradas Escrituras. Y pienso que salí ganando con la lección de vida que me dio.

También he recibido insultos por concederle importancia al tema religioso, como podrán advertirlo los lectores de este blog si se fijan en algún necio comentario que me llegó.

Creo que hay cuatro grandes temas de debate sobre la religión, a saber: a) en qué consiste; b) cuál es su papel en la vida individual; c) cuál es su papel en la vida colectiva; y d) cuál es su verdad.

Abundan las definiciones acerca de la naturaleza de la religión. Para no entrar en detalles, diré que, a mi juicio, el fenómeno religioso parte de la base de admitir que existe un mundo sobrenatural que se interrelaciona con el que consideramos natural. Un aspecto adicional es la creencia en que ese mundo alberga algo que tiene carácter sagrado, de suerte que la religiosidad postula una escisión de la realidad entre lo sagrado y lo profano.

Hay, sin embargo, opiniones muy diversas acerca de la índole de ese mundo sobrenatural y sus interacciones con el que tenemos a la vista, así como en torno de los objetos a los que debe reconocerse  carácter  sagrado. A propósito de ello, vale la pena preguntarse si hay vida humana que pueda prescindir de  dicha categoría, motivo por el cual acostumbraba a pedirles a mis discípulos que me dijeran si alguno vivía como si nada hubiese sagrado para él.

A partir de esta caracterización de lo religioso, centrada en lo sobrenatural y lo sacro, resulta interesante examinar lo concerniente a las diferencias que median entre ello y la filosofía, la ciencia y las ideologías seculares.

Pienso que, acerca de lo primero, la historia del pensamiento ofrece cuatro posibilidades: la filosofía como racionalización de la religión; la filosofía como sustituto de la religión;  la filosofía como crítica de la religión; y la filosofía como negación de la religión.

Suele afirmarse que la filosofía es un ejercicio de racionalidad acerca de lo real. En la medida que se admita algo de racionalidad en el fenómeno religioso, habrá puntos de contacto entre éste y la empresa filosófica. Pero si se considera que aquél está por  fuera de toda racionalidad, lo religioso quedará en el cesto de lo que los filósofos contemporáneos consideran como carente de sentido.

Curiosamente, en los análisis acerca de las relaciones entre religión y ciencia suele afirmarse que aquélla es la que nos  ofrece enunciados acerca del sentido de la realidad y en concreto de la existencia humana, mientras que el trabajo científico es indiferente a dicha cuestión del sentido. Es lo que lleva entonces a muchos a pensar que en este tema se hermanan metafísica y religión, y que como el mundo del sentido es irracional, una y otra deben arrojarse al mismo cesto.

Es evidente, en todo caso, que las ciencias experimentales se ocupan de parcelas de la realidad tangible, en tanto que la religión parte de la base de que hay una realidad intangible.

Ello pone de manifiesto diferencias insuperables entre ciencia y religión, lo que no significa que la una excluya a la otra. La exclusión procede más bien, por una parte, del fundamentalismo religioso, como el que contrapone la enseñanza bíblica y la teoría de la evolución, y del cientificismo, que como lo señala Tart en “The end of materialism”, representa una visión recortada y estrecha de la verdadera ciencia o ciencia esencial, y constituye, en el fondo, una ideología.

No parece osado afirmar que las ideologías son versiones secularizadas de las creencias religiosas. La negación de la religión conduce, en efecto, a sustituirla por credos que, si bien niegan el ultramundo, erigen entelequias que cumplen funciones similares a las religiosas y a las que se sacraliza, tales como el Estado, la Nación, la Raza, la Clase social, la República, la Revolución, la Razón, la Civilización, la Ciencia o la Humanidad.

Bien dice, por ejemplo, Luc Ferry, que en el mundo contemporáneo se está imponiendo algo así como una religión de lo humano. El hombre vendría así a ocupar el lugar de Dios, cumpliéndose de ese modo la promesa de la serpiente.”…y sereis como dioses…”. En consecuencia, la vieja fórmula de Lucrecio, “Homo homini lupus”, se ve  reemplazada por esta: “Homo homini deus”.

Ya habrá tiempo para volver sobre este tópico. Lo que interesa, por lo pronto, es señalar que la identificación del fenómeno religioso y su deslinde respecto de otros fenómenos culturales no es tan simple como a primera vista  suele pensarse, porque las categorías religiosas penetran de muchas maneras el resto de la cultura. Piénsese, por ejemplo, en que la ciencia moderna sólo ha sido posible en razón de la creencia cristiana en un cosmos ordenado racionalmente por Dios, o en que la idea de dignidad de la persona humana está firmemente enraizada en el concepto paulino que afirma que somos hijos predilectos de Dios y herederos del Cielo.

Tart, que cree en la evidencia de los fenómenos espirituales, manifiesta que ello no significa que adhiera a alguna religión. Y aparentemente está en lo cierto, pues una cosa es afirmar la existencia del espíritu y otra el modo cómo lo concebimos, lo cultivamos y lo ponemos de manifiesto en nuestras vidas.

Lo religioso es  complejo, dado que incluye creencias más o menos míticas, doctrinas teológicas más o menos racionales, normatividades, rituales y organizaciones comunitarias, todo lo cual da lugar a la gran diversidad de sistemas que registra la historia, desde las formas de vida religiosa de las comunidades primitivas hasta las religiones superiores.

Ahora bien, como  hay quienes, por distintos motivos, no se sienten a gusto con los credos establecidos, suele presentarse entonces el caso de gente que prefiere cultivar una espiritualidad más íntima y difusa. Pero queda la duda de si por esa vía se abren espacios para nuevas formas de religiosidad, tal como se está viendo ahora con la llamada Nueva Era.

Estas consideraciones entroncan con el segundo gran tema de  debate acerca de la religión, esto es, el papel que  juega en la vida personal.

Las personas religiosas consideran que sus creencias y prácticas son centrales en sus vidas, pues las ordenan y les confieren sentido. Piensan que no es posible vivir sin religión y no conciben cómo pueden hacerlo los indiferentes y los ateos. Pero éstos, a su vez, consideran que la religiosidad es un obstáculo para vivir a sus anchas. Según su punto de vista, los creyentes viven enajenados y son infelices o, por lo menos, experimentan una tranquilidad ilusoria.

Tengo un amigo que dejó la religión porque, según él, lo llenaba de miedo. Cambió el consejo del sacerdote por la consulta al psicoanalista, lo que, de entrada, le resultó bastante más oneroso. Pero dudo mucho que el cambio le hubiese reportado la paz interior que buscaba, pues el psicoanalista lo instó a que bebiera , de  modo que perturbó su vida familiar y lo llenó de desasosiego.

Tengo la impresión de que quienes rechazan el mundo etéreo e incierto de las creencias religiosas para sumergirse en el de las interpretaciones psicoanalíticas y la exploración de ese Hades que es el subconsciente, no ganan mayor cosa en claridad, aunque afirman que al perder el sentimiento de culpa se sienten más aliviados. Pero conviene preguntar si ese sentimiento juega un papel decisivo en el fenómeno de la trascendencia, es decir, en el paso de los estados mentales ordinarios a los estados mentales superiores, pues el que nada se reprocha en nada mejora.

¿Son mejores y más felices los individuos religiosos que los irreligiosos? ¿Superan éstos a aquéllos en calidad humana y en plenitud vital?

Al enfrentar estas preguntas advierte uno los riesgos de las generalizaciones. De hecho, sólo es posible abordarlas a partir de distingos y matices, porque hay religiosidades e irreligiosidades trágicas, como también unas y otras pueden aportar tranquilidad y seguridad en la vida cotidiana, aunque siempre relativas.

Pero es lo cierto que para muchos la religión es una necesidad vital y ello es asunto que no se explica fácilmente a través de  hipótesis como la del infantilismo psicológico, la superación del miedo, los traumas inconscientes o la tendencia al delirio. Además, según se observa en  procesos de recuperación como los de A.A. y otros análogos, la creencia en un Ser superior, de cualquier modo como se lo conciba, es condictio sine qua non de su éxito.

Algo hay, entonces, que amerita una exploración más profunda.

El tema de la incidencia de la religión en la vida colectiva ofrece otras perspectivas analíticas. Ahí no se trata de los beneficios o los perjuicios individuales de la religiosidad o la irreligiosidad, sino de los efectos sociales de una y otra.

Un dato histórico incontrastable es la ubicuidad de la presencia de las religiones en todas las comunidades humanas. Ello da pie para que se afirme, como lo hacen los conservadores, que la religión es un elemento necesario del orden social.

Una observación de Ricoeur  se orienta en el mismo sentido: toda civilización, a su juicio, surge de un impulso hacia lo alto, esto es, de tipo religioso. Y si se explora lo concerniente al origen de la comunidad, el fundamento de la autoridad,  la validez del ordenamiento jurídico y la genealogía de la moral, inevitablemente se llegará al de la vigorosa influencia de la religión en las sociedades.

Los liberales de antaño, con no poco cinismo, les daban cierta razón a sus rivales conservadores, cuando en la práctica mantenían el espíritu religioso en sus hogares, con el fin de garantizar la fidelidad de las esposas y la honestidad de las hijas.

Pero, según su punto de vista, la religión no pasaba de ser algo apropiado para mentes infantiles y femeniles. O, como lo postuló la Ilustración, una etapa previa a la de la mayor edad de la Civilización, que sería más bien la de la Razón y la Ciencia.

El célebre opúsculo de Kant en defensa de la Ilustración es algo así como el catecismo de la Modernidad. A su juicio, el hombre maduro es un librepensador y ésta condición significa que sus creencias y prácticas se fundan exclusivamente en la Razón, no en la autoridad, la tradición, la convención ni, muchísimo menos, en la religión. Por consiguiente, una sociedad emancipada y evolucionada prescinde de las creencias y las prácticas religiosas, a las que ve como lastres de un pasado que es necesario superar.

Agréguese a lo que precede el tópico de la tolerancia. El prejuicio dominante, del que da cuenta el discurso de Vargas Llosa al recibir el Premio Nobel de Literatura, afirma que la religiosidad es fuente de intolerancia, de persecuciones y de conflictos, como si pudiésemos identificar con toda claridad el origen de estos rasgos patológicos e imputarlos solamente a una mentalidad primitiva.

Sobre estas premisas, se plantea la necesidad social de erradicar la religión o, al menos, la de restringirla exclusivamente al ámbito de las inevitables necedades privadas.

¿Que tan firmes son esas premisas? ¿Si será cierto que la evolución de la humanidad pasa por los tres célebres estadios de la Mitología, la Metafísica y la Ciencia positiva? ¿De qué Razón se trata cuando la contraponemos al Mito y la entronizamos en lugar de Dios? ¿Es de veras libre el que se dice librepensador? ¿Es más acorde con la índole del ser humano la sociedad moderna que las tradicionales y las primitivas?

Todas las discusiones que menciono derivan en la última y más importante de todas: ¿cuál es la verdad de la religión?

sábado, 5 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (II)

“DIOS, concédeme SERENIDAD para aceptar las cosas que no puedo cambiar; VALOR para cambiar las que puedo; y SABIDURÍA para reconocer la diferencia”.

Esta breve Oración de la Serenidad, que se dice que fue compuesta por Reinhold Niebuhr, el célebre teólogo protestante norteamericano, para muchos está casi a la par  del Padrenuestro.

Es evidentemente profunda y apunta hacia lo que podríamos considerar como la quintaesencia de la actitud espiritual ante la vida. Pide tres virtudes sin las cuáles no se logra trascender hacia los estados mentales superiores que la caracterizan: Serenidad, Valor y Sabiduría.

El relativismo moral contemporáneo, que sume al hombre corriente en un deplorable estado de confusión mental, ignora lo que todo ello significa. Lo que le brinda no es serenidad, sino crispación; lo hace débil ante sus pulsiones; lo priva del conocimiento de lo fundamental, aquella única cosa que es necesaria: la sabiduría que Dios les ha revelado a los humildes e ignorantes y la ha negado a sabios y doctores.

Hay un hecho que, como les gusta decir a los positivistas, es rotundo, tozudo. Consiste en esa actitud espiritual serena, benevolente y amorosa que unos pocos seres humanos exhiben. 

En algunos es un estado natural de inocencia, como el de ciertos personajes de Dostoievsky. Pienso en Alexis Karamazov, en el Príncipe Idiota, en esa Sonia que nubla mis ojos de lágrimas cuando la traigo a mi mente. Pero la gran mayoría de los mortales tenemos que esforzarnos, no siempre con éxito, en llegar hasta allí. El espíritu es una posibilidad, algo que está en potencia en cada uno de nosotros, una promesa de plenitud. Es lo que reiteradamente se denomina en el Evangelio como el Reino de los Cielos. Y para que la vida cobre sentido, es necesario cultivarlo, tal como lo recomiendan parábolas evangélicas tan dicientes como la del sembrador.

Pero, ¿es tan sólo un estado mental, un dato psicológico más o menos evanescente y de suyo condenado a la finitud?

Como Kant lo declaró incognoscible a la luz de la razón, sus epígonos han terminado afirmando que es irreal, inexistente, ilusorio.

Ahí es donde cobran fuerza investigaciones como las de Charles Tart, que mediante la aplicación del método científico aportan vigorosos  elementos de juicio que apoyan lo que la humanidad desde siempre ha creído respecto del mundo espiritual.

Es verdad que las creencias acerca de ese mundo son muy variadas y a menudo discordantes, pero en su transfondo hay un común denominador, la idea de una realidad invisible que interactúa con nosotros y hacia la cual nos dirigimos en esta vida.

En ellas juega su papel lo que Bergson llamaba la función fabuladora de la mente humana, que es, de cierta manera, una prodigiosa fábrica de mitos.

Sucede que es un mundo que sólo se abre a quienes tengan los ojos y los oídos suficientemente abiertos para captarlo. Vuelvo a Dostoievsky, que pone en boca del stáretz Zósima, para cerrar una discusión con cierta dama acerca de la existencia de Dios, estas sabias palabras que cito de memoria: ”Ame, ame intensamente, ame hasta lo infinito; entonces, no le quedará duda de la existencia de Dios”.

Leí hace años una entrevista con el compositor inglés John Tavener en que mencionaba la idea agustiniana del “órgano intelectivo del corazón, reservado a los que tienen fe”. Sólo a través de las razones del corazón se descorre el velo del misterio.

San Agustín, Pascal, ¡qué maestros!

Con frecuencia les decía a mis discípulos: me escucharán muchas veces hablar de Pascal; léanlo, que no poco aprenderán de él. Y el sabio de Hipona no dejaba de  acudir en mi ayuda para ilustrar alguna idea, como la de que, sin justicia, la organización política resulta ser, ni más ni menos, una banda criminal. Es tema de gran actualidad sobre el que después volveré.

Los enunciados filosóficos, las fórmulas científicas o el lenguaje corriente son incapaces de suministrarnos representaciones cabales de ese mundo velado a los razonadores de oficio y, por supuesto, a las mentes frívolas. Es el arte, son los símbolos, lo que nos permite llegar hasta él.

En una preciosa película germano-húngara, “El secreto de Beethoven”, se plantea la cuestión de saber para quién componía el sordo genial. ¿Quién sino Dios podría ser el destinatario de los cuartetos y sonatas de su última época o de la Novena Sinfonía?

La sabiduría es algo que difiere de la ciencia y de la técnica. Su objeto es otro y sus modos de abordarlo no son propiamente los de la experimentación en el laboratorio. Lo suyo está en la reflexión, la meditación, la oración e incluso en prácticas de disciplina corporal que facilitan la obra del espíritu.

Al parecer, todas las sociedades han mirado con respeto e incluso han fomentado la sabiduría espiritual. No así la sociedad occidental moderna, que a lo más la ha convertido en objeto de mercadeo con la abrumadora literatura de autosuperación que ocupa hoy en los estantes de las librerías el espacio que antes se reservaba a los libros sobre marxismo, o con la multitud de charlatanes que ofrecen cura espiritual en cinco lecciones. Se sabe incluso de modelos que ofrecen sus nombres tanto para la venta de productos cosméticos, como para promover cursos de espiritualidad, angelología o iluminación a través del Tarot. Y en los periódicos ha desaparecido el Evangelio del día, pero en cambio proliferan los horóscopos.

Recuerdo a propósito de ello la dificultad que tuve para convencer a una alumna, muy inteligente por cierto, de que la metafísica de Aristóteles no está emparentada con los libros de Regina Once.

Lo anterior señala la importancia de distinguir entre la sabiduría auténtica, la espiritualidad verdadera, y las supersticiones, la garrulería, las falsas promesas, los embustes. El Evangelio ofrece una fórmula infalible para hacer ese discernimiento:”Por sus frutos los conoceréis”.

Hace poco vi en la televisión a un político izquierdista que definía al Che Guevara como modelo de ética. Hay que perdonarlo porque no sabe lo que dice. O bien ignora la historia criminal del Che, o desconoce lo que es la ética.

Hoy suele hablarse de que la espiritualidad es independiente de la religión y que ésta, a su vez, poco o nada tiene que ver con la moralidad rectamente entendida. O sea, que se puede ser espiritual y moral sin ser religioso. Es tema sobre el que hay muchísima tela para cortar.

jueves, 3 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (I)

La espiritualidad tiene que ver con el cultivo del espíritu. Su punto de partida estriba en el reconocimiento de un hecho real para cuya afirmación destaco un enunciado del filósofo judío Martin Buber: los seres humanos habitamos en medio de dos mundos, uno de orden material y otro de orden espiritual. Vivimos a partir del primero, pero aspiramos al segundo.

Hay gran diversidad de opiniones acerca de si efectivamente hay esos dos mundos, la índole de cada uno y las relaciones entre ambos.

Por ejemplo, Platón consideraba que sólo el espiritual es real, en tanto que lo que consideramos material es copia evanescente y tergiversada del primero. Esta concepción se encuentra en el antiguo pensamiento de la India y ha recorrido el pensamiento occidental a todo lo largo de su evolución.

Se la encuentra de nuevo en Descartes, cuando separa la res cogitans de la res extensa, y en Kant, con su distinción entre el mundo fenoménico, que es de meras apariencias pero accesible a los sentidos, y el nouménico, que va más allá de los mismos y sólo cabe vislumbrarlo a través del ejercicio de la razón práctica.

Una vieja tradición presocrática, desacreditada a través de los siglos, pero revivida con el desarrollo de la ciencia experimental, niega no sólo que podamos conocer ese mundo nouménico de que hablaba Kant, sino su posibilidad misma. Sólo hay un mundo, el de la res extensa cartesiana, vale decir, lo tangible, lo mensurable, lo que se manifiesta a través de los sentidos. En suma, el mundo material. Pero, como la experiencia íntima es refractaria a esta afirmación, suele matizársela diciendo que ese mundo de la interioridad es mera apariencia, un mundo epifenoménico, irreal, como los fuegos fatuos o las luces artificiales.

Algunos que siguen a Kant aducen que ese mundo de la interioridad trasciende la realidad de los fenómenos, es de orden racional y, por consiguiente, lógico. Pero es puramente ideal, sin anclaje en una realidad superior de orden espiritual. Dicho en términos técnicos, la lógica para ellos nada tiene que ver con la ontología.

La racionalidad no es entonces algo que encaje en lo real, sino apenas un modo de ordenar los datos de la sensibilidad. De ahí viene la tesis de Badiou, por ejemplo, según la cual sólo hay hechos materiales y discursos sin conexión necesaria con aquéllos. La validez del discurso no reside por consiguiente en su consonancia con la realidad, sino con las reglas de su construcción interna.

Pero nada confiere validez a dichas reglas, por lo cual puede haber distintos discursos sobre lo mismo. El juicio que podemos emitir acerca de ellos no versa sobre sus fundamentos reales, sino sobre su concordancia con las premisas que presiden su formación. Parafraseando el dicho italiano, no interesa lo “vero”, sino lo " ben trovato”.

La solución aristotélica plantea que entre esos dos mundos, el espiritual y el material, hay una conexión tan íntima como indisoluble. La idea penetra la realidad material organizándola, dotándola de estructura, informándola. Y es esa información lo que capta nuestra inteligencia al aprehender lo real.

Desde el punto de vista de la etimología, inteligencia viene precisamente de inteligir, esto es, leer en el interior de las cosas captando su identidad, sus estructuras, su dinamismo, sus relaciones interiores y exteriores, el porqué son de cierta manera y no de otra. Se entiende una cosa cuando se tiene idea de ella, una idea que no es meramente producto o construcción de la actividad intelectual del sujeto, sino que está ahí, como principio operativo del ente.

Una de las grandes intuiciones del Estagirita fue que hay entes cuya materialidad, por así decirlo, supera o anonada su información. Tal vez sería mejor afirmar que son cosas con poca información y, por lo tanto, estructuras relativamente simples, tal como sucede con los objetos físico-químicos. Pero el mundo ofrece una gradación en la que van apareciendo entes con mayor carga de información y, por lo tanto, más complejos, como los biológicos y los humanos, hasta llegar a aquel que es pura información, pura idea, puro espíritu, pura racionalidad, plenitud de ser, forma suprema; en fin, el Dios de la filosofía cristiana.

La precariedad metafísica que aflige al pensamiento de hoy y se traduce en el Credo Occidental, ignora la ineludible distinción que  hay que establecer entre el ser finito y el ser eterno, tema de una obra fundamental de Edith Stein, o entre  ser necesario y contingente, distinción ésta que suministra la clave del libro de Claude Tresmontant sobre “Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios”.

La forma pura aristotélica traducida en  el Dios judeo-cristiano es el ser necesario y, por ello, eterno. Las cosas del mundo se inscriben dentro del ser contingente y, en consecuencia, finito. No son lo que no puede dejar de ser; además, pueden ser de otra manera, según la información que se les imprima.

Ahora que vuelve a estar de moda el tema del origen, hay que preguntarse acerca de si todo procede de la materia primordial que según se dice explotó en un “Big Bang”, de suerte que las ideas de Dios, de espíritu y de razón serían subproductos de ese estallido primigenio, o si por el contrario hubo una información que se proyectó en esa materia y sigue rigiéndola y ordenándola.

Todo esto viene a cuento porque, desde el punto de vista existencial,  el tema de la espiritualidad toca con el de la trascendencia, entendida no en el sentido del logicismo kantiano, sino en uno muy diferente, que se refiere al tránsito de unos estados de conciencia por así decirlo naturales a otros de carácter espiritual.

Volviendo a la idea de Buber, se trata de pasar el puente entre el mundo que nos ata a nuestra condición de seres biológicos, y el que nos promete la bienaventuranza.

Esta idea tiene tal arraigo en las sociedades humanas y los destinos individuales, que resulta difícil afirmar que procede de ilusiones, delirios, engaños intencionales, mentalidades primitivas y prelógicas, o funcionalidades adaptativas determinadas por la biología.

¿Por qué no pensar, más bien, en una intuición fundamental, algo que la mente humana capta de inmediato, así sea de modo confuso y dando lugar a toda suerte de derivaciones?

Un texto olvidado de Bergson, precisamente su trabajo de tesis, trata sobre “Los datos inmediatos de la conciencia”. El primero es la autoconciencia, la conciencia de sí mismo, la afirmación del Yo, tema en que no le faltan razones a Descartes, aunque el análisis conduzca a refinarlo y enriquecerlo. Y esa conciencia de sí ya es una operación espiritual.

Pero la exploración de la intimidad pone de manifiesto diversas facetas en el mundo del Yo. El pensamiento oriental suele poner énfasis en que el Yo natural, que se traduce en los estados de conciencia ordinarios,  es algo que nos ata a la tierra, sigue los impulsos naturales, nos identifica con la vida animal y resulta ser algo más bien caótico, fuente de dolor, de insatisfacción, de desequilibrio interior.  La búsqueda de la armonía, de la paz y de la serenidad, implica superar ese estado de naturaleza y pasar a otros planos mentales, que no son meramente subjetivos, sino que se proyectan hacia un mundo real, el del espíritu. Se habla a este respecto de un Yo profundo, de un Yo esencial, de una conciencia que trasciende a otros niveles de realidad, los de la plenitud del Ser.

El cruce del puente es, entonces, la trascendencia, pero no en el sentido kantiano, que sólo importa en lo que se refiere a la ordenación lógica de nuestras ideas, sino en un sentido profundamente ontológico,  metafísico si se quiere.

La psicología humanista o   transpersonalista examina estos temas. Hay al respecto una muy abundante literatura, dentro de la cual destaco dos libros que han llegado recientemente a mi biblioteca, ambos de K. G. Dürckheim: “El Camino, la Verdad y la Vida”, que recoge un fructífero diálogo con Alphonse Goettmann (Editorial Sirio, Málaga, 1987) y “Experimentar la trascendencia”(Ediciones Luciérnaga, Barcelona, 1991).

Dice en la introducción al segundo de ellos lo siguiente:

“El hombre ha tenido siempre a su disposición cuatro medios para alcanzar la experiencia de lo sobrenatural:

-La naturaleza: la extensa naturaleza, el silencio de los bosques, el cielo estrellado…

-El arte: ¿quién no ha experimentado alguna vez, al escuchar una música, que la palabra <hermosa> no bastaba para expresar lo que sentía, que lo que sentía estaba más allá de todas las palabras?

-El erotismo, cuando la ternura física provoca en el hombre una expansión de su aura.

-La religión, los cultos, cuando éstos no constituyen un conformismo, un hábito puramente exterior, sino un encuentro interior con el Cristo que nos es inmanente.”(pág. II).

En mis cursos de Filosofía del Derecho solía ponerles de presente a mis discípulos que la dimensión del valor, que es ingrediente constitutivo del fenómeno humano (expresión que he tomado de Teilhard de Chardin, pero quizás en otro sentido), apunta hacia la espiritualidad, la trascendencia. Para explicar el asunto, me he valido de una idea de Scheler que me cautivó cuando estaba haciendo mis estudios universitarios: "El valor constituye la legalidad específica del espíritu”. Del mismo modo que la legalidad natural ordena de modo determinista el funcionamiento de la naturaleza, el espíritu se mueve por la ley del valor, que es una ley ciertamente de libertad, pero también de trascendencia.

Encuentro en los diálogos de Dürckheim con Goettmann la misma idea: “…Mira un cuadro: no hay comparación entre la belleza que emana de la voluntad de un artista y la que brota de su propia experiencia del Ser…Una nace de la  aplicación voluntaria, la otra sale como una flecha de su transparencia…interior…”; “…En este plano, bondad y belleza no tienen nada que ver con la ética o con la estética. Son la manifestación de la presencia de lo divino, que se manifiesta siempre bajo estos tres aspectos, pero es el gran Tercero, la Unidad del Todo, el que se apodera de ti y te entrega en el movimiento de la vida Divina , de forma que no puedes hacer otra cosa que ser lo que los demás llaman “bueno” o “bello”…”(pág. 143).

El valor, rectamente apreciado, traza el camino de la realización plena de la persona humana, nos acerca a lo divino. Hablar de un politeísmo de los valores, como lo hacía Max Weber y lo proclama el relativismo contemporáneo, es perder de vista su dimensión espiritual. Y eso es lo que sucede cuando se destaca el valor supremo del individuo humano sin considerar que su dignidad es la de un ente que está llamado por su propio modo de ser a la trascendencia espiritual.

De ahí que el primoroso libro de Jaroslav Pelikan ,”Jesús a través de los siglos: su lugar en la historia de la cultura”(Herder, Barcelona, 1989), comience con una exposición acerca de la Trinidad Axiológica, los trascendentales del Ser según la filosofía antigua: lo bueno, lo verdadero y lo bello.

No deja de ser significativo que la Modernidad y la Postmodernidad hayan enderezado sus baterías contra esos valores supremos. Lo suyo es, precisamente, la devaluación de lo verdadero, lo bueno y lo bello, la negación de su profundo significado espiritual, la destrucción de lo sagrado.

Hay toda una ciencia de la espiritualidad, tanto en la tradición judeo-cristiana, como en la islámica y la oriental, y hasta en la de los pueblos primitivos, que insiste en los pasos que deben darse para cruzar el puente, tales como el rechazo del Yo natural, la búsqueda interior, la iluminación, el ascenso hacia el Yo esencial, la conquista de la serenidad. Pero quienes los han dado manifiestan que no son propiamente hablando pasos placenteros, pues a menudo son penosísimos: la Noche del Alma de San Juan de la Cruz, las terribles dudas de Santa Teresa de Lisieux, las crisis de San Francisco de Asís, la furia de los demonios que azotaban al Santo Cura de Ars o al Santo Padre Pío, por no hablar de esa escena dolorosa a más no poder, la de la Oración en el Huerto, preludio de la tragedia más patética que haya sido posible concebir por la inventiva humana.

Si el relato evangélico de la Pasión de Cristo es obra tan sólo literaria, pero no histórica, sus redactores deben de considerarse como los máximos genios de la Literatura Universal. A menudo les decía a mis discípulos: “ No lean los Evangelios como palabra de Dios si no les parece, pues al fin y al cabo es asunto de fe; pero si los toman como obra literaria, quedarán maravillados y les tocarán el alma”. Para tal efecto, les recomendaba que escuchasen con cuidado esa obra maestra de la espiritualidad protestante que es la Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach.