jueves, 31 de marzo de 2011

Más sobre periodismo y poder

Escribí en mi último artículo que el libro de María Isabel Rueda es un buen abrebocas para examinar las relaciones entre el periodismo y el poder político entre nosotros.

Es probable que el primer medio impreso, “El Papel Periódico Ilustrado”, de Manuel del Socorro Rodríguez, hubiese surgido con finalidades políticas, tal como lo sugiere Pablo Victoria en una de sus más recientes publicaciones, aunque de hecho se lo anunciaba como una publicación de noticias generales y hasta de curiosidades.

A partir del Grito de Independencia y a todo lo largo del siglo XIX, así como durante buena parte del XX, la prensa surgió y se desarrolló en torno de propuestas y campañas políticas. Lo corriente era, entonces, que los periódicos tuviesen afiliación partidista y sus promotores fueran activistas políticos, principalmente liberales y conservadores.

Por ejemplo, en mis mocedades había en Medellín dos periódicos rojos y dos azules: “El Correo” y “El Diario”, que estaban afiliados a distintas facciones del liberalismo, y “El Colombiano” y “La Defensa”, que a su vez representaban dos tendencias conservadoras.

La radiodifusión no fue extraña a esta orientación. Así, “La Voz de Colombia” surgió para defender las propuestas políticas de Laureano Gómez. Y hubo noticieros claramente identificados con liderazgos políticos, como “Democracia”, el medio de expresión de Julio César Turbay Ayala.

Sin embargo, la presencia de grupos empresariales en la radio fue desdibujando de cierta manera el perfil partidista de los noticieros. Es sabido que Coltejer y Fabricato dominaron a Caracol y RCN a mediados del siglo último y marcaron ciertas distancias respecto de los directorios políticos. Así sucedió con Última Hora  y Radiosucesos .

Este es un precedente significativo de lo que después ha sucedido tanto en la radio como en la televisión, los periódicos y las revistas, que en buena medida han quedado bajo el control de grandes conglomerados económicos.

La llegada de la televisión en 1954 introdujo nuevos elementos de politización en el medio. Como en sus orígenes la TV era oficial, lógicamente sirvió los propósitos del gobierno de Rojas Pinilla, que fue quien la  trajo a Colombia.

Más tarde, el Frente Nacional la utilizó para beneficiar a unos y excluir a otros. Tal vez el caso más elocuente fue el de Noticolor, bien llamado por Klim “Lambicolor”, durante el gobierno de Turbay. Su sucesor, López Michelsen, intentó sin éxito consolidar un noticiero oficial cuya dirección ejerció Juan Guillermo Ríos.

Como escribo de memoria, tengo cierta laguna acerca de una decisión evidentemente insólita: entregarles a las familias de ex presidentes y presidenciables los noticieros de televisión. Tiempo después el asunto evolucionó hacia la adjudicación a grupos empresariales y favoritos de los gobernantes de turno.

El libro en mención destaca el tema empresarial en el espectro mediático. Periódicos, revistas, así como noticieros de radio y televisión, han dejado de ser estructuras por así decirlo artesanales para convertirse en negocios que tienen que manejarse siguiendo los dictados de la lógica administrativa y financiera de las empresas productivas.

Ello entraña el debilitamiento de los nexos con los activistas políticos, que carecen de visión y disciplina empresariales o no tienen los recursos patrimoniales que se requieren para sostener  un medio de comunicación.

Algunos medios pertenecen, según lo dicho, a conglomerados empresariales. Otros pertenecen todavía a sus viejos fundadores o sus herederos, pero sólo pueden subsistir si se adaptan a las exigencias de los tiempos, que ya no favorecen los esfuerzos heroicos de los idealistas de antaño.

Vaya uno a saber, en fin, si hay medios que se han nutrido de fondos provenientes de actividades ilegales, básicamente del narcotráfico como también de la corrupción administrativa.

Es algo de lo que se hablaba hace años, cuando los capos se paseaban como Pedro por su casa y se exhibían públicamente. Como los sucesos de fines de la década del ochenta y principios de la del noventa del siglo pasado los obligaron a comportarse discretamente, sería difícil establecer ahora si las sospechas que han recaído sobre ciertos comunicadores tienen o no fundamentos sólidos.

La transformación de los medios en empresas productivas conlleva el examen de varios aspectos relevantes.

Por una parte, está la relación con los gobiernos, asunto que es nítido en lo que toca con la televisión y, en menor medida, con la radio, no sólo por las reglamentaciones que pesan sobre estos medios, sino por los compromisos financieros que se imponen sobre los usuarios de los espacios de aquélla.

Hay mucha tela para cortar en torno de estos tópicos y falta quien escriba la historia de intrigas, negociados, detrimentos patrimoniales y otros hechos poco edificantes que podrían haber acaecido en torno de los nexos de los comunicadores con las autoridades.

Los gobiernos son, además, grandes anunciantes. La famosa pauta publicitaria se convierte así en un instrumento de presión sobre los medios. El modo  como se la distribuye determina para no pocos las posibilidades de subsistencia, sobre todo si se trata de medios que no están vinculados con grupos económicos o carecen de su propio músculo financiero.

Por otra parte, hay que considerar la relación con los anunciantes privados. No han faltado los casos de medios que han tenido que sufrir el constreñimiento de aquéllos para modificar alguna línea de pensamiento o de acción. Pero tampoco es improbable que se hayan presentado prácticas veladamente extorsivas, en cuya virtud los anunciantes se ven presionados para mantener sus pautas con el fin de evitar que los medios hagan publicaciones insidiosas que puedan perjudicarlos.

Desafortunadamente, los que hablan del asunto lo hacen en voz baja y no se atreven a denunciarlo públicamente, razón por la cual todo queda en el plano de la conseja, tal como sucede con los famosos “carruseles” de contratación.

En la medida que los medios aspiran a ampliar sus negocios a través de beneficios provenientes de medidas gubernamentales, sus líneas editoriales, sus campañas, sus tendencias informativas, etc. pueden verse sesgadas por sus intereses específicos. Es asunto que convendría explorar, por ejemplo, en lo que se refiere a la adjudicación del tercer canal de televisión que está ahora en pleito en el Consejo de Estado.

Los medios son negocios. Viven de la pauta publicitaria y ésta depende de su penetración en el público. Si el medio impreso circula, si el radiofónico se escucha, si el televisivo llega a los hogares, habrá anunciantes. De lo contrario, tarde o temprano desaparecerá.

La batalla  por captar lectores, radioescuchas o televidentes es, entonces, vital para los medios. Y no estamos seguros de que ahí se excluya el ominoso “todo vale”, especialmente en lo que al sensacionalismo atañe.

Hay todo un escrutinio por verificar acerca de los procedimientos que se emplean para llegar al público y, a través de éste, a los anunciantes. Ojalá fueran los tendientes a suministrarle a la comunidad la información veraz e imparcial, dentro de condiciones de responsabilidad social y respeto a la honra, a que aspiran los  artículos 20 y 21 de la Constitución Política.

Son temas que ameritan consideración más cuidadosa. Ya volveré sobre ellos.

sábado, 26 de marzo de 2011

Casi toda la verdad: periodismo y poder

Acabo de terminar la lectura del libro que con este título publicó María Isabel Rueda con conversaciones con los cinco grandes de su generación sobre los acontecimientos que han estremecido a Colombia en los últimos 25 años.

La autora ganó con el libro el Premio de Periodismo Planeta 2010.

Creo que merecía la distinción. Es un libro muy interesante, ágil y fecundo en observaciones acerca de lo que ha sucedido en nuestro país en un cuarto de siglo pródigo en acontecimientos funestos, basadas en el testimonio directo de algunos de los periodistas más influyentes.

Por supuesto que estas publicaciones suscitan de entrada preguntas que suelen quedar sin respuesta, como la de por qué limitarse a los testimonios de Enrique Santos, Juan Gossaín, Yamid Amat, Felipe López y la propia María Isabel Rueda, que presta su voz a un gran ausente: Álvaro Gómez Hurtado.

Pienso que en la selección influyó el criterio en cuya virtud lo que no se registra en Bogotá simplemente no sucede o no es digno de mencionarse.

De ese modo, la voz de la provincia queda por fuera de toda consideración. Simplemente, se parte de la base de que sólo la capital ha aportado voces que merecen destacarse como “grandes” en la generación que a lo largo de dos décadas y media ha asumido por sí y ante sí la tarea de orientar a la opinión pública colombiana.

No ocurría así en otras épocas, cuando la prensa regional estaba en manos de personajes sobresalientes que efectivamente ostentaban la vocería de sus comunidades e influían con decisión sobre ellas.

Llama la atención, además, que no todos los que desde la capital se han considerado a sí mismos como importantes merecieron que María Isabel los distinguiera llamándolos a participar en su libro. Es, por ejemplo, el caso de Darío Arizmendi, cuya ausencia encuentra una velada explicación en ciertos pasajes relacionados con su actitud al servicio de un grupo económico y en torno de  los escándalos del gobierno de Samper.

Demos por sentado, pues, que ahí están todos los que son: Álvaro Gómez Hurtado en el transfondo, Enrique Santos por El Tiempo, Juan Gossaín por RCN, Yamid Amat por varios medios, Felipe López por Semana y, desde luego, María Isabel Rueda, que ha pasado por la prensa diaria, los semanarios, los radioperiódicos y la televisión.

¿Qué tienen en común todos ellos?¿Cuál es su origen social?¿Cómo fue la formación de cada uno?¿Cómo llegaron a ser grandes en su generación?¿Qué le han aportado a Colombia?¿Qué dejan como legado para la historia?

María Isabel Rueda, Juan Gossaín y Yamid Amat vienen de la provincia y descienden de inmigrantes, pues María Isabel tiene una abuela rusa, Juan Gossaín es de origen semítico por parte y parte, y Yamid Amat es hijo de palestino y boyacense. A todos les ha tocado luchar a brazo partido para salir adelante y ese es un dato que merece retenerse para efectos de consideraciones adicionales.

Gómez Hurtado, Santos y López, en cambio, representan el “establishment” político bogotano. No hablemos de linajes, que son siempre discutibles entre nosotros, pero sí de la posición de preeminencia con que los dotó la buena fortuna. Todos ellos recogieron sus respectivas herencias y las supieron administrar.

Es claro que las visiones de quienes siempre han estado en la cúspide de la jerarquía social y las de los recién llegados a  la misma tienen que exhibir diferencias, así sean sutiles. No es lo mismo llegar a ser un grande de su generación después de haber sido “cargaladrillos”, como  les sucedió a María Isabel, Gossaín o Yamid, que ostentar esa jerarquía casi que en razón de un derecho de nacimiento, como en los demás casos.

Pero, más allá de los raseros que invitan a clasificarlos dentro de algunas categorías explicativas o justificativas, median las peculiaridades individuales de cada uno, sin cuya consideración no podrían entenderse sus protagonismos. Si todos alcanzaron a situarse en lugar destacado dentro de un ámbito tan difícil como  el de los medios de comunicación, ello se debe a  cualidades sobresalientes de varia índole.

Sólo a dos de ellos cabe considerarlos prima facie como ideólogos: Gómez Hurtado y Santos.

El primero, de clara raigambre conservadora y católica, algo que está desapareciendo en el panorama intelectual de Colombia. El segundo, en cambio, ha sido un diletante que supo hacer el tránsito desde una cómoda posición de izquierda de clase alta –uno de los llamados revolucionarios de El Chicó- hacia lo que él mismo ha denominado el “Centro-centro”, que es si se quiere la tendencia dominante en los dirigentes colombianos de los últimos años, que ya no se identifican como liberales o conservadores, ni como de derecha o de izquierda. Su espectro conceptual es bastante más difuso y, Deo volente, tal vez en otra oportunidad me ocuparé de trazar sus rasgos distintivos.

María Isabel, Yamid y López no se interesan por los pormenores de la ideología ni del activismo político. Todos ellos se autodefinen como periodistas. Les interesan los medios, el influjo sobre la opinión, el ejercicio de la información.

El de Gossaín es un caso aparte. Declara que no es un opinador ni un informador, sino un literato perdido, por las necesidades vitales, en el mundo de los medios. Sólo en él se conserva la vieja tradición que en Colombia hermanaba el periodismo y las bellas letras. Es algo que lo destaca, como luego lo diré.

Desde el punto de vista de la formación, sus respectivos perfiles difieren notablemente. Gómez fue un abogado que no ejerció su profesión, lo mismo que María Isabel. Santos es filósofo. López, economista. Gossaín y Yamid vienen de la universidad de la vida.

A todos les ha correspondido estar en primera fila, bien como espectadores, ora como protagonistas, en uno de los períodos más convulsionados de la historia colombiana.

Aunque la fijación de mojones históricos es cosa bastante relativa e incierta, no parece desacertado señalar que la masacre del Palacio de Justicia en noviembre de 1985 cerró  una época y dio comienzo a otra que parece haber terminado con el segundo gobierno de Uribe.

Cinco presidentes ocuparon la Casa de Nariño a lo largo de esos años procelosos: Betancur, Barco, Gaviria, Samper, Pastrana y, por supuesto, Uribe.

Hay un largo tema de por medio acerca de cómo llegaron a la jefatura del Estado, cuáles fueron sus fortalezas y debilidades, qué representaron frente a la opinión, cómo actuaron, cuáles fueron los rasgos comunes y los diferenciales de sus respectivos ejercicios políticos, cuál fue en definitiva el legado histórico de cada uno de ellos.

A Betancur le tocó sufrir el fracaso de un bien intencionado proceso de paz con los grupos subversivos que se liquidó en medio de las llamas que destruyeron el Palacio de Justicia. Barco hubo de afrontar la guerra del Cartel de Medellín. Gaviria asumió la empresa quizás baldía de un cambio institucional sin precedentes. Samper experimentó en grado sumo la ingobernabilidad causada por las denuncias sobre la financiación de su campaña presidencial con fondos del Cartel de Cali. A Pastrana le correspondió padecer el gran engaño del Caguán. Uribe, en fin, batalló a diestro y siniestro para devolverle la esperanza a Colombia. Digámoslo de una vez, es un libertador.

Esta secuencia histórica transcurrió en medio de fenómenos tan deletéreos como el crecimiento  paralelo de la guerrilla y el paramilitarismo, la acción expansiva del narcotráfico, el debilitamiento de los partidos históricos y de la institucionalidad, los magnicidios y las masacres, los desplazamientos forzados, la expansión de la red de complicidades que denunció Gómez Hurtado, la corrupción rampante, el hundimiento de la conciencia colectiva, un sufrimiento moral inenarrable.

A decir verdad, no podemos decir que con Uribe se vivió un “Happy end”, pero sí hubo un giro que no pocos han saludado con optimismo; entre ellos, Felipe López.

¿Cómo negar, en efecto, que Uribe viene de entregarle a Juan Manuel Santos un país muchísimo mejor que el que recibió de manos de Pastrana en agosto de 2002?¿No es evidente que ahora estamos entrando en una promisoria Nueva Era que ojalá no se frustre por obra de la ludopatía presidencial?

Los presidentes son algo así como convidados de piedra en estos diálogos. Algunos quedan muy mal por sus “pataletas”, sus torpezas y sus manipulaciones. Ninguno exhibe, es cierto, el perfil de los reyes villanos que delineó Shakespeare en sus tragedias históricas, pero sólo en uno hay mística, precisamente el que los medios hoy están en trance de sacrificar ante la historia.

El libro de María Isabel anuncia el examen de la muy difícil relación que hay entre periodismo y poder, a través de sus conversaciones con los llamados “grandes de su generación”. Pero el modo de llevarlas a cabo no se presta a la sistematización. Más bien diría uno que ofrece un atractivo abrebocas que permitirá más adelante abordar tan delicado asunto  en profundidad, pues no son pocas las cosas importantes que se quedaron dentro del tintero o que apenas se mencionaron y no fue posible  desmenuzar, como, por ejemplo, el papel de los grandes grupos económicos en la estructura del sistema informativo o la influencia que pudieron ejercer los dineros mal habidos en la creación y la expansión de algunos medios.

No hay que olvidar que se trata de una época en que el periodismo cobró nítidos perfiles empresariales y se convirtió definitivamente en un gran negocio.

Álvaro Gómez -el gran homenajeado- y los entrevistados, han sido sus amigos. Se nota su afecto por ellos e incluso su gratitud. Es una mujer de buena pasta de la que no se esperaría que obrase frente a ellos con la saña de una Oriana Fallaci, ni muchísimo menos con la mala intención y la no menos mala educación que frente a sus entrevistados ponen de manifiesto un Darío Arizmendi o un Félix de Bedout.

No busca ponerlos entre la espada y la pared. Prefiere dejarlos hablar acerca de sus experiencias y sus puntos de vista. Sólo por excepción y con mucho respeto, procede a presentar algunas aclaraciones o perspectivas diferentes de las que ellos ofrecen.

En todo caso, “quod scriptum, scripti est”. En consecuencia, lo dicho en el libro ofrece un rico filón que permita más adelante   emprender exploraciones, extraer conclusiones y formular comentarios adicionales acerca de lo dicho entre líneas, de modo que pueda penetrarse más cuidadosamente el trasfondo de acontecimientos y tendencias que ahí quedaron registrados.

Volveré sobre el asunto, no sin antes declarar mi admiración por Juan Gossaín. Si alguno de estos reportajes merece que se lo estudie a fondo en las escuelas de periodismo y ofrece lecciones imperecederas acerca del ejercicio digno del oficio, es precisamente el de Don Juan.

Sintetizo algo que considero memorable: el periodismo aporta la ética de la verdad; la política aporta el cinismo de la manipulación de la verdad.

Es el  que más insiste de modo rotundo en la necesidad de preservar sin cortapisas ni esguinces la dimensión ética del periodismo, no sólo en lo tocante con la veracidad y la imparcialidad de la información o la seriedad del comentario, sino con la transparencia de las relaciones de los medios con el poder político y el poder económico, o la de las que ahora están sobre el tapete de las grandes discusiones públicas: las que se dan entre la prensa y la justicia.

Contrasta el idealismo de Gossaín con el pragmatismo rayano en lo cínico que exhibe López Caballero, cuya visión acerca del colombiano común y corriente coincide con la del contratista Nule:

“…Colombia es un país medio paramilitar, medio narcotraficante, medio rebuscador, medio ladrón, medio evasor de impuestos…”(pág. 266)

Dicho de otro modo,  la corrupción y la violencia son datos genéticos del colombiano a los que probablemente hay que adaptarse si se quiere triunfar en la vida. Nada, entonces, de educar y mejorar a los pueblos, sino más bien de aprovechar sus debilidades. Algo que, según leí hace poco en otra parte y sobre otro tema,  es precisamente constitutivo de lo diabólico.

jueves, 17 de marzo de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (IX)

Una de las empresas intelectuales de Nietzsche consistió en dilucidar la genealogía de las ideas metafísicas y morales de nuestra civilización, tarea en que lo han sucedido los pensadores existencialistas y postmodernistas de los tiempos recientes.

Estos últimos hablan de que su método es deconstructivo, lo que en principio significa que hay que examinar una a una esas ideas para indagar lo que está presupuesto o implícito en ellas y dilucidar tanto su origen como su evolución.

De esa manera, a través de la famosa hermenéutica, se complementa el trabajo de los filósofos analíticos, que frente a cualquier concepto arrojan de entrada la pregunta acerca de lo que se quiere decir con ello y cuál es su correspondencia con la realidad.

Aunque se trata de dos corrientes a menudo antagónicas y posiblemente inconciliables entre sí, pues la primera es culturalista y la segunda cientificista-naturalista, ambas tienen en común el propósito de demoler el edificio conceptual que albergó a nuestra civilización a lo largo de siglos.

En el pensamiento alemán de fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, bajo la influencia de Kant y de Hegel, y tal vez por obra de Dilthey, se planteó la tesis de que cada civilización se estructura y funciona de acuerdo con cierta Concepción del Mundo cuyos ingredientes son metafísicos, religiosos e incluso mitológicos. Se trata de conjuntos de ideas abstractas cuyo contacto con la realidad cotidiana y palpable es bastante laxo, acerca de  Dios, el Cosmos, la Naturaleza, el Hombre y, en últimas, el principio y fin de su existencia, es decir, su sentido.

El Cristianismo, apoyado en el Antiguo y el Nuevo Testamento, la filosofía griega y el moralismo romano, recibió la herencia de la tradición judía y de la Civilización Clásica, reelaborándola en en un cuerpo de doctrina que a lo largo de muchos siglos orientó no sólo el pensamiento, el arte, la sensibilidad, sino sobre todo la vida práctica de los pueblos sometidos a su influjo.

De esa manera, las ideas filosóficas, políticas, morales y jurídicas, así como la institucionalidad que ellas animaron, se fueron moldeando en las grandes concepciones cristianas acerca de un Dios eterno, racional, creador, legislador y conservador del universo; del papel privilegiado del ser humano en el orden de la Creación y de su destino espiritual; del fundamento divino de la moralidad, la juridicidad y la organización social; de la ordenación del universo y la vida humana “ad majorem gloriam Dei”, esto es, en función del Supremo Bien;  que amó tanto al Mundo, que le entregó su hijo unigénito para redimirlo de sus pecados y que, para no abandonar a su criatura predilecta, se le manifestó por medio de la Revelación.

Desde finales de la Edad Media y por distintas vías, se fue produciendo de modo paulatino el desmonte de esta concepción, primero en el medio filosófico, luego en el político, el científico, el académico, el intelectual, el artístico, el institucional, el jurídico y, por último, pero no del todo ni pacíficamente, en la vida cotidiana de la gente.

Ese desmonte no operó como un ataque frontal, sino a través de distintos sesgos y matices que se fueron introduciendo en la vieja construcción. Incluso, se aprovecharon muchos de sus materiales para los nuevos desarrollos, manteniendo incluso su forma, pero transformando su sentido.

Podría extenderme en muchos detalles de esta fascinante evolución intelectual, a través de los cuáles se logra advertir que no pocas de las ideas de lo que en otros escritos, citando a Tart, vengo llamando el “Credo Occidental”, no podrían haberse desarrollado sin sus bases cristianas, así ahora se quiera prescindir de ellas.

Esos desarrollos han partido frecuentemente de tergiversaciones de las ideas cristianas, de las que se echa mano para extraer  conclusiones muy diferentes de las que acogía la tradición.

Por ejemplo, las ideas actualmente en vigencia acerca de un Cosmos ordenado racionalmente, en cuanto a su estructura y su funcionamiento, sometido a leyes más o menos inexorables, que pueden conocerse por medio de la razón e incluso formularse en términos matemáticos, no dejan de hundir sus raíces  en una combinación seguramente audaz del pensamiento presocrático y la idea hebraica de un Dios omnipotente que garantiza la unidad racional del conjunto.

Precisamente, el origen del racionalismo moderno ubica en la Razón Divina, tal como se advierte en el pensamiento de Descartes e incluso en el de Newton, para quienes Dios era garante de la certeza de nuestros razonamientos, del funcionamiento ordenado del mundo físico y, por supuesto, del mundo moral.

Hay un proceso intelectual tendiente a separar a Dios de la Razón, de suerte que ésta termina erigiéndose en suprema instancia metafísica, mientras a Aquél se lo desaloja del trono en que la había instaurado el mundo medieval, debidamente ilustrado a través de la grandiosa construcción de Dante.

Dicho proceso corre parejas con otro que suplanta la Voluntad Divina como fuente del ordenamiento moral, jurídico y político de las sociedades, para adjudicar esa voluntad fundante a diversas entelequias, tales como el Monarca, el Pueblo, la Nación, la Clase, la Raza, la Cultura o la que los libertarios contemporáneos pretenden elevar a la cúspide del edificio social: el Individuo adulto dotado de autonomía moral, desligado del orden natural y de las normatividades sociales,  dueño absoluto de sus propias valoraciones y apenas constreñido por una racionalidad meramente instrumental o utilitaria.

Ese Individuo que ocupa el lugar que antaño se reservaba al Altísimo es, ni más ni menos, un mito pernicioso como pocos. Pero someterlo a análisis y discusión parece ser hoy tarea propia de quienes tenemos que contentarnos con emitir voces que claman en el desierto.

Se trata de una idea cuya genealogía amerita examinarse cuidadosamente con miras a aplicarle la famosa técnica de la deconstrucción que muestre de dónde viene y los materiales con que se la ha edificado.

Sus exégetas afirman a pie juntillas que es una idea sacrosanta que procede del legado de Kant, el gran filósofo de la moralidad y la dignidad humana al que debemos de rendirle pleitesía.

Pero, ante todo, Kant no es Dios ni su profeta. Fue un pensador eminente como el que más, pero no infalible ni del todo original.

Como dijo de él Nietszche, era un “cristiano avieso” que trató de presentar en términos racionales algunas de las ideas básicas de nuestra religión, pero, como he dicho atrás, sesgándolas y tergiversándolas.

Los grandes temas de la conciencia moral y la libertad interior vienen de muy atrás.

Ya se los encuentra en Sócrates, Platón, Aristóteles y los Estoicos, de donde los tomaron, entre muchos otros, San Agustín y Santo Tomás de Aquino para examinar el encuentro íntimo del alma con Dios, tema específicamente judeocristiano, y la dirección de ella hacia la Beatitud, tema inequívocamente aristotélico.

Para no entrar en muchos detalles, conviene señalar que el concepto tomista de sindéresis apunta hacia la conciencia moral kantiana, y que la idea de Buena Voluntad como base de la acción moral aparece nada menos que en los Evangelios.

Las ideas de libertad moral y responsabilidad por nuestros actos también proceden de reelaboraciones cristianas del acervo hebreo y la tradición clásica, necesarias para justificar la salvación o la condenación de las almas.

¿No están la libertad, la igualdad y la dignidad humanas rotundamente expuestas en los escritos paulinos?

Pero en el Cristianismo todos estos valores están ligados a una idea superior, la de la trascendencia a un nivel espiritual que nos acerque a Dios. La ley moral racional es el puente que el Creador nos tiende para llegar hasta Él, que nos lleve a la plenitud del Ser, otro tema que, de pasada, digo que nos viene de Aristóteles.

Pero como la concepción que Kant ha tomado de Hume acerca de la razón y sus posibilidades, que es la misma que prevalece en el cientificismo contemporáneo, le impide aceptar que a través de ella podamos siquiera rozar los misterios de Dios, el Cosmos, el Alma y la Libertad, los que sus sucesores consideraron como los grandes temas metafísicos, los excluye del ámbito de la razón teórica y los relega a otra menos contundente, bastante habilidosa y hasta aviesa en los términos de Nietszche: la razón práctica.

A los estudiantes ajenos a la disciplina filosófica les cuesta trabajo entender las diferencias entre esas dos racionalidades, sobre todo a raíz de la reelaboración que Kant hizo de esos conceptos que también nos llegan desde Aristóteles.

Una aproximación quizás demasiado simple nos permite afirmar que la primera aborda directamente la inteligibilidad de lo real, mientras que la segunda, al ejercerse sobre fenómenos complejos y aleatorios, procede apenas a través de tanteos y conjeturas, como lo de que, así no podamos conocer racionalmente a Dios, tenemos que obrar como si existiera, a fin de no darles gusto a los malos.

De ese modo, la Lex Naturalis de los Estoicos, que influyó decisivamente en el pensamiento cristiano combinándose con la de  Ley Divina, que es nítidamente hebrea, se convierte en los famosos imperativos categóricos a priori y formales sobre los que Kant erige su sistema moral.

A los estudiantes primerizos de Derecho les dan como moneda de curso legal la idea de que esos imperativos valen de suyo; nada tienen que ver con la naturaleza, la acción y los propósitos del ser humano; y son puramente formales, apenas de carácter lógico, pero sin asidero metafísico.

De ese modo, la Revelación íntima que los pensadores cristianos consideraban que se producía en el encuentro del alma con Dios e iluminaba la conciencia para discernir el bien y el mal, se convierte en Kant en un encuentro de la conciencia individual con esos imperativos tan vacuos y privados de sustancia, que resulta imposible saber qué es lo que ordenan en concreto.

De ahí a negar la obligatoriedad de un orden moral superior a la conciencia individual y hacer de ésta el supremo árbitro de sus contenidos, sólo media un paso que poco a poco se fue dando, primero con cierta reserva y después con todo el arrojo.

Para trasegar por esos andurriales se acudió a otros conceptos, también inspirados en Kant, como la idea de que hay un abismo lógico que separa los reinos del Ser y el Deber Ser, la distinción entre la racionalidad meramente formal y la material, así como otras de origen nítidamente luterano: la maldad inherente al mundo que resultó del Pecado original; la desconfianza en los propósitos individuales, todos ellos malvados; la justificación solo por la Fe en el sacrificio redentor del Hijo de Dios; la exclusión de las ideas de fines últimos y logro de la plenitud  del ser humano como elementos del orden moral.

Hay otros ingredientes que también debemos de traer a colación en este recuento, tales  como la escisión entre el mundo espiritual y el material que ya había planteado Descartes al separar tajantemente la Res Cogitans y la Res Extensa, la cual se reproduce en Kant a partir de la diferencia entre lo nouménico y lo fenoménico; la separación establecida en el escenario humano entre el cuerpo, sometido a la legalidad natural, y la conciencia, constituida en torno de la razón, que recuerda también el paralelismo psicofísico que llevó a Descartes a afirmar que el “el hombre es una máquina movida por un ángel”, de la cual se nutre el materialismo contemporáneo a partir del desalojo del ángel; la transformación del alma cristiana en un Yo meramente pensante y, después, en un Yo trascendental, apenas lógico y carente de todo contenido ontológico, que se constituye y discurre sin conexión con la realidad de la Naturaleza ni, muchísimo menos, con el orden del Ser.

De estas ideas, adobadas con otras de origen hegeliano, surgieron el dogma según el cual “El hombre no es Naturaleza, sino Historia”, así como una serie de discusiones acerca de esta última que han derivado en los existencialismos, los estructuralismos, los postmodernismos o los culturalismos que están de moda, en cuya virtud no hay modelos trascendentes que ordenen o al menos orienten la vida individual ni la configuración de la sociedad.

Hay que considerar, además, unas evoluciones que proceden del racionalismo del siglo XVII y hasta de algo más allá, según las cuales Dios deja de constituir el fundamento de la moral y del derecho; estos dos órdenes se consideran autónomos entre sí; la política se desliga de la moral y hace del derecho su instrumento; que la religiosidad y la moralidad son asuntos exclusivamente privados, partir de lo cual termina imponiéndose el dogma en cuya virtud las nociones religiosas nada tienen que ver con el mundo moral, con la normatividad jurídica y las decisiones políticas, extremo este último bastante risible si se observa que los partidarios de esa exclusión creen, en cambio, en la relevancia de sus propias opciones ideológicas, muchas veces contradictorias, gratuitas y mal fundadas, pero que pretenden arroparse bajo el manto sagrado de la racionalidad.

Para no andar por las ramas, pregunto si los cacareados derechos sexuales y reproductivos, de donde se sigue la banalización del aborto, son meros subproductos ideológicos carentes de nítido fundamento racional, lo mismo que la equiparación de la heterosexualidad y la homosexualidad o la versatilidad de los modelos familiares, que se considera que sólo se basan en la cultura y no en la naturaleza, y así sucesivamente.

El panorama de las ideas contemporáneas ofrece demasiados elementos de confusión y arbitrariedad que hacen pensar en un despliegue de charlatanería que juega con asuntos demasiado importantes para nuestra especie.

Se dirá que nutrirnos de las enseñanzas del pasado para buscar orientación es tarea baldía que nos retrotrae al mundo de la superstición; pero frente a esta glosa cabe aducir que el mejor conocimiento del hombre nos lo suministra la observación de su comportamiento y la ordenación de su vida comunitaria a lo largo de siglos, y que, en el mejor de los casos, las propuestas que ahora se hacen para modificar sustancialmente sus modelos sexuales y familiares se basan en meras hipótesis más o menos aventuradas que todavía no han soportado la prueba de la experiencia.

Es más, no podemos asegurar que el materialismo a ultranza, el racionalismo estrecho y el individualismo hedonista que caracterizan la Concepción del Mundo del “Credo Occidental” que pugna por imponerse por todos los medios, aseguren un mundo mejor.

Esos tres presupuestos deben someterse a severa crítica, la misma que se ha empleado para desmontar o deconstruir el viejo y venerable edificio de la civilización.

domingo, 13 de marzo de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (VIII)

La ideología dominante en la actualidad, lo que Tart llama el “Credo occidental”, contiene elementos materialistas, racionalistas e individualistas.

Una buena muestra es “La Partícula Divina”, libro escrito por el Premio Nobel de Física Leo Lederman en colaboración con Dick Teresi, que vuelve a la vieja tesis atomista de Demócrito, pero adaptándola a la física subatómica. Según su punto de vista, se postula que sólo existen partículas subatómicas y combinaciones de ellas. Dicho de otra manera, todo lo que existe se reduce a combinaciones de dichas partículas.

Pero como estas afirmaciones son tema de un discurso, los filósofos postmodernos las corrigen diciendo que sólo existen cosas materiales y, además, discursos acerca de ellas (Badiou). Esos discursos, según se cree, se articulan conforme a reglas de formación más o menos arbitrarias que carecen de todo vínculo con la realidad y cuyos contenidos son imaginarios.

Lo material y lo imaginario serán, entonces, los dos referentes de nuestro universo mental.

Por supuesto que no todos los científicos y filósofos de la ciencia admiten que ésta consiste en  discursos referentes a  construcciones imaginarias, pues resulta difícil hablar de que su esfuerzo intelectual no versa sobre lo real, sino apenas sobre imágenes mentales que quizás sólo por coincidencia accidental se fundarían en lo que verdaderamente existe.

Estas ideas, que constituyen moneda corriente en los medios ilustrados o que pasan por tales, difieren  muchísimo de las que profesan las grandes multitudes, para las cuales lo real incluye elementos materiales y espirituales, y el trabajo intelectual es una operación del espíritu que procura desentrañar la esencia de la realidad.

No obstante ello, las minorías que se consideran ilustradas imponen, bajo diversos subterfugios, su credo materialista, racionalista e individualista a través de los medios de comunicación, la educación, la legislación, la administración pública, la jurisprudencia y el activismo social, sobre las grandes mayorías que piensan y sienten de otras maneras.

Hay, de ese modo, distintas moralidades: las de las minorías dominantes y las de las mayorías silenciosas.

Es claro que estas discordancias morales no sólo ponen en cuestión la racionalidad de los sistemas que se autodenominan democráticos, sino que generan fisuras que podrían afectar su estabilidad e incluso su supervivencia.

Un libro de mediados del siglo XX que conserva sin embargo actualidad, “Las ideas tienen consecuencias”, de Richard M. Weaver, reeditado en 2008 por Ciudadela en  Madrid, trata sobre los efectos que a corto, mediano y largo plazo producen los planteamientos filosóficos que a partir de círculos relativamente estrechos van permeando la cultura hasta que terminan imponiéndose como vigencias sociales, vale decir,  como tesis dominantes en las comunidades.

Pues bien, dejando de lado los conflictos que inevitablemente ya se están produciendo por la obstinación de imponer por a o por b el “Credo occidental”, conviene preguntarse acerca de lo que sucedería si las masas terminaran profesándolo.

Si el discurso moral es meramente imaginario, si no hay fundamento alguno racional para obrar en un sentido o en otro, si cada uno es soberano para elegir sus opciones de vida, si no hay verdades morales, ¿cómo hacer que las vidas individuales no se desperdicien y que las colectividades puedan convivir en armonía?

Unos pocos se solazan con el nihilismo, afirmando que en el riesgo están la verdadera libertad y la verdadera dignidad del ser humano. Para ellos, vivir peligrosamente es la consigna, dizque lo que constituye la grandeza humana.

Pero cuando se observa lo que sucede en los suburbios de una ciudad como la nuestra, en los que se vive pensando que “No nacimos para semilla” y, como si se tratase de heideggerianos vulgares, los jóvenes afirman que somos seres para la muerte, resulta difícil sostener que ahí se encuentran ejemplos edificantes de grandeza y dignidad, pues hasta los escritores depravados que hoy están de moda se escandalizan ante los excesos que se presencian en esas comunidades.

Ellos invocan el derecho a la depravación, pero sólo para los de sus círculos y no para la gente del común, pues si así fuera sus costumbres disolutas perderían el encanto de lo prohibido. Intuyen, además, que el desorden sólo parece tolerable en medio del orden, pues si se lo generaliza termina aniquilándose a sí mismo.

Ahora bien, si no hay modelos morales válidos sea porque la revelación divina los impone, ya porque se inspiren en la naturaleza, en las tradiciones culturales o en una racionalidad universal, y si todos los modelos adoptados por las sociedades son imaginarios y arbitrarios, el campo moral quedará librado a toda clase de experimentos, como los que ahora se están promoviendo en materia de matrimonios homosexuales o adopción por parte de parejas de esa índole, así como en los reclamos de derechos fundamentales como los que nuestra Corte Constitucional por vía jurisprudencial  ha consagrado acerca del porte de dosis mínimas de sustancias adictivas o la dotación de Viagra para los que deseen tener relaciones sexuales placenteras y no pueden porque la fisiología las impide o dificulta.

Es bien sabido que los modelos y los ejemplos juegan un papel muy significativo en la vida moral. Pero si se llega a la conclusión de que todos ellos son, por así decirlo, convencionales, artificiales o arbitrarios, perderán toda eficacia pedagógica.

Estas creencias acerca de la aleatoriedad de las formas de vida y el valor de igualdad con que se las estima a todas ellas proceden de ciertos planteamientos filosóficos que, en un comienzo, no llegaban hasta ese punto, pero que por obra de la evolución de las ideas, las sensibilidades y los talantes se fueron transformando hasta dar lugar a conclusiones quizás inesperadas e indeseables para quienes en un principio los formularon.

Es asunto cuyo examen dejaré para más adelante.

lunes, 7 de marzo de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (VII)

La gran pregunta de los filósofos acerca de la moralidad toca con los aspectos racionales de la misma.

Según vengo diciendo, cada persona, cada agrupación y cada cultura tienen sus propios códigos morales y a menudo se dan notables divergencias entre ellos, lo que anima a no pocos pensadores a considerar que el mundo moral es decididamente irracional y arbitrario. De ahí, el relativismo moral.

A esta tendencia se suman varias ideas poco sólidas, pero muy difundidas, como la de que la moralidad es en últimas asunto de preferencia personal y que su gran tema es la felicidad.

Se sigue de estas consideraciones que cada individuo es árbitro de su propia concepción de la felicidad y que nadie puede inmiscuirse en lo que pertenece a su fuero íntimo. La autonomía moral, según esto, consiste en que que cada uno adopte sus propios códigos en función de sus proyectos de vida.

¿Puede sustentarse con claridad la idea de que hay una distinción radical entre lo privado y lo público, lo que concierne exclusivamente al individuo y lo que afecta sus relaciones con los demás?

El individualismo de los modernos así lo cree, pero a poco andar resulta fácil advertir que los límites entre esas dos esferas son bastante imprecisos, dado que, por una parte, es inevitable que cada uno de nosotros sufra de distintas maneras la influencia del entorno social y, por la otra, que todo lo que pensamos, sentimos, deseamos, etc. no deja de proyectarse en nuestra vida de relación. En la medida que vivir es necesariamente convivir, resulta inevitable que nuestros proyectos de vida  repercutan sobre nuestros semejantes e, incluso,como ya se sabe bien, sobre el medio ambiente.

El individualismo ignora que la moralidad es algo que surge precisamente en la interacción con los demás. Desde el punto de vista histórico, es ante todo un fenómeno social cuyas funciones son fáciles de advertir, pues atañen a la identidad, la cohesión, el equilibrio y la supervivencia misma de las agrupaciones humanas. La etimología avala esta consideración, pues la palabra moral viene del latín moralis, esto es, lo relativo a las costumbres.

Para salvar el dogma individualista según el cual primero están los individuos y después viene lo social como un fenómeno adventicio, se acude a la idea de que las normatividades sólo son vinculantes si cuentan con la adhesión de aquéllos e incluso si se originan en la voluntad de cada uno. Pero la observación de la realidad muestra que las cosas suceden de otras maneras, bastante más complejas por cierto.

El tema de las relaciones entre el individuo y la sociedad es arduo como el que más. No es el caso de abordarlo acá en profundidad, pero no sobra traer a colación en este momento la fina sugerencia que hizo Gurvitch acerca de la necesidad de considerarlo de modo dialéctico, a partir de lo que él llamaba la reciprocidad de perspectivas, mirando las cosas desde el punto de vista de lo comunitario y confrontándolas con el de lo individual, con el propósito de englobar esas perspectivas dentro de síntesis más amplias.

Es, por otra parte, la  posición del personalismo, del que poco se habla hoy, pero al que quizás sea necesario volver para orientarnos a cabalidad en la comprensión y la solución de los problemas del presente.

En mi curso de Teoría Constitucional solía llamar la atención de mis alumnos sobre unos conceptos, a mi juicio muy atinados, de Eugenio Trías acerca de la necesidad de recuperar la noción de persona, que no viene de Kant sino de los estoicos, y de vincular la idea de libertad con la de responsabilidad.

El planteamiento de Trías es muy sugestivo: ser libre consiste en tener capacidad de responder de distintas maneras frente a las coyunturas que se nos presentan en la vida. De ahí extraigo la observación de que en esos repertorios de respuestas habrá siempre unas mejores que otras.

En efecto, si cada una de nuestras acciones incide en nuestra esfera íntima, en la vida de los demás y en el medio ambiente, el sentido de responsabilidad indica que debemos ajustarlas no sólo a la satisfacción de nuestras necesidades individuales, sino las del conjunto tanto social como natural. Ser responsable consiste, entonces, en calibrar nuestras acciones, obrando con  sentido de justicia y algo que es inseparable de ésta: la prudencia.

En este punto del análisis topamos con Aristóteles. Según sus planteamientos, no podemos actuar de modo moral si desatendemos las consecuencias de nuestras acciones. Pero como nos movemos en un medio complejo, en el que acciones y reacciones no son unidireccionales ni es posible preverlas con certeza, habida consideración de su aleatoriedad, hay inevitablemente unas dosis de pragmatismo que debemos aplicar al momento de decidirnos por alguna de las varias alternativas que se nos ofrecen para hacer frente a las situaciones que se nos presentan.

Es precisamente la virtud de la prudencia la que nos indica cómo obrar en cada circunstancia. Ella nos guiará para sacar el mejor provecho posible de acuerdo con las diferentes coyunturas vitales.

Pero, ¿en qué consiste ese mejor provecho?

La doctrina aristotélica de los bienes, lo que en términos modernos llamamos valores, ofrece criterios que todavía son dignos de consideración para dar respuesta a tan crucial interrogante.

Hay que partir del hecho de que los bienes lo son respecto de la vida humana y por eso los apetece la voluntad, pero no todos son igualmente importantes, ya que hay unas jerarquías que los ordenan. Unos bienes lo son en función de otros y así sucesivamente hasta alcanzar  el supremo bien, que no es exactamente la felicidad, sino algo más difícil de definir: la beatitud, la bienaventuranza, la realización plena del potencial humano.

Uno de los grandes debates de la filosofía moral versa sobre la ordenación de los bienes, vale decir, las tablas de valores. Los escépticos se atrincheran en la tesis de que esas escalas axiológicas son todas imaginarias, carentes de conexión alguna con la realidad y, en último término, arbitrarias e irracionales.

Pero hay unos hechos que no pueden menospreciarse, como que quien vive arbitrariamente y en forma desordenada termina dilapidando su existencia, que el que sólo piensa en sí mismo daña su alrededor y hasta su propia interioridad, o que hay bienes aparentes, ilusorios y, a la postre, perjudiciales.

Precisamente, las tradiciones culturales, los consejos y admoniciones de padres y educadores, así como  las reglas del buen sentido, orientan acerca de la necesidad de distinguir entre los bienes verdaderos y los falsos, aunque ello no siempre sea fácil de dilucidar. Pero del hecho de que haya situaciones difíciles de comprender y apreciar, no se sigue que sean insolubles y que el entendimiento esté condenado  de modo inexorable a fracasar en la búsqueda de las mejores alternativas para hacerles frente.

Los relativistas morales no lo son tanto en lo que a sus propios intereses concierne. Es dudoso que se abstengan de quejarse si alguien les miente, les roba, los deshonra o de algún modo los perjudica en lo que tienen como más preciado o en sus posesiones. Pero como hay casos complejos, entonces salen a decir que nuestra racionalidad es impotente para resolverlos, y de ahí saltan a afirmar que no estamos en capacidad en absoluto para formular enunciados morales válidos. Tal vez, incluso, predican el relativismo para justificar sus propios déficits morales.

Es como si se negase la racionalidad de las matemáticas por cuanto hay paradojas y problemas todavía insolutos, o la de las ciencias de la naturaleza porque las teorías corrientes no alcanzan a dar cuenta de todos los fenómenos que llegan hasta nuestra observación, o la de unas y otras porque hay conceptos y soluciones que nos negamos a entender.

Las normatividades surgen de la vida y en función de ésta. La vida humana es algo real, aunque no del mismo modo que los entes de la naturaleza, por cuanto  es constitutivamente libre y transcurre, como digo, en un medio  muchísimo más complejo y aleatorio. Pero no es una nada abierta a cualquier determinación, como pensaba Sartre y lo creen sus epígonos postmodernistas. Si ella sigue ciertas orientaciones, podrá alcanzar la plenitud; pero si  transcurre por el camino equivocado, encontrará la frustración y ahí sí la aniquilación.

A mis discípulos les decía frecuentemente que cada uno tiene ante sí la opción de la plenitud, que lo puede llevar hasta la altura de un San Francisco de Asís, o la de la negación, que lo puede convertir en un monstruo como los capos de la mafia, del mismo modo que mis bellas discípulas bien podrían seguir el modelo de la Madre Teresa de Calcuta, para acercarse a la perfección, o el de la atroz Rosario Tijeras, para hacerse abominables.

En “Mafia export- Cómo la ‘Ndragheta, la Cosa Nostra y la Camorra han colonizado el mundo”, Francesco Forgione utiliza como epígrafe un texto de “Via Crudes”, de Loriano Macchiavelli, que es bien diciente.

Reza como sigue:

“Yo vengo de una ciudad donde la riqueza es el único objetivo tanto de los ricos como de los pobres, y donde, por ello, los delitos acechan en cada esquina y los misterios están a la orden del día.¿Se puede ser feliz en un lugar así?”

Parece evidente, según ello, que tanto desde el punto de vista individual como el colectivo la obsesión por la riqueza no sólo no colma las aspiraciones humanas, sino que es más bien fuente de desórdenes y calamidades de muchas clases. Y lo mismo puede decirse de otras obsesiones, como la del sexo, la del poder o la de la notoriedad.

El texto de Macchiavelli ilustra sobre otro aspecto de la cuestión, al señalar que una vida digna de vivirse requiere un ambiente adecuado. En consecuencia, del mismo modo que hoy sabemos que se debe cuidar el medio ambiente natural en beneficio de la calidad de vida de las comunidades, se requiere también un medio ambiente idóneo que contribuya a que las condiciones espirituales imperantes en la sociedad sean verdaderamente dignas, es decir, que nos ayuden a ser mejores.

En las instituciones educativas, en las empresas y en los entes públicos se insiste hoy en la promoción de la excelencia. Se premia entonces a los buenos estudiantes, los buenos trabajadores, los buenos funcionarios, etc. Pero suele olvidarse que los seres humanos no sólo somos estudiantes, trabajadores o funcionarios, pues también somos hijos, hermanos, cónyuges, padres, ciudadanos y, ante todo, prójimos. Y si hay criterios para distinguir a los primeros, no se ve por qué debamos de prescindir de buscar los atinentes a la valoración de los segundos.

No obstante ello, cuando pedimos que la preocupación por la excelencia se extienda a otros aspectos de la vida, se nos dice que de ese modo estamos invadiendo la esfera íntima y las libres opciones morales de los demás. Pero, ¿no es condición de la excelencia pública la excelencia privada?¿Son separables la una de la otra?

De hecho, el relativismo moral es insostenible en la teoría y en la práctica si se le asignan alcances absolutos. Lo que lo hace posible en los tiempos que corren es su aplicación a ciertas parcelas de la vida comunitaria, específicamente las que tocan con el ocio, la sexualidad, la familia y la religiosidad, que son campos en los que se cree que no hay lugar para las normatividades o, por lo menos, para que éstas se impongan con rigor.

Habré de ocuparme de estos aspectos en otra oportunidad.

martes, 1 de marzo de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (VI)

En un escrito anterior sugerí que los temas morales pueden abordarse desde varias perspectivas, al tenor de las cuales cabe examinarlos, por una parte, como meros hechos susceptibles de descripción, sistematización, explicación e incluso manipulación, o bien, por otra, a la luz de la reflexión filosófica que indaga por su racionalidad.

La primera perspectiva es propia de lo que los positivistas solían llamar “Ciencia de las costumbres”, que es hoy un capítulo de la Antropología Cultural.

Ya en la Grecia clásica, a partir sobre todo de las finas observaciones de Herodoto acerca de la diversidad de costumbres de los países que visitó, los sofistas consideraron que esa era la única perspectiva posible para el estudio de la moralidad, lo que los llevó a postular un relativismo que ahora a vuelto a ponerse de  moda tanto en los círculos académicos como entre la gente del común.

Pero  en esa época, de igual manera que en la actual, ha quedado pendiente la cuestión de saber si tras esa diversidad de costumbres hay un fondo común a partir del cual podría hablarse de una moralidad natural.

Es tema que dejaré de lado en esta oportunidad.

Lo que interesa por lo pronto es señalar que en toda sociedad hay actitudes y comportamientos que se señalan como admirables o censurables, lo que lleva bien a sacralizar los primeros, ya a demonizar los segundos. De ese modo, hay paradigmas, modelos, pautas de organización, de relación y de conducta que se imponen como exigencias obligatorias o por lo menos como recomendaciones de buen vivir, mientras que a otros se los desaconseja, se los excluye y hasta se los condena.

En el fondo de estas tendencias sociales se advierte, por una parte, la presencia de lo sagrado, que es merecedor de  veneración, y por otra, la de lo maligno, que se considera ominoso y, por consiguiente, fuente de males y destrucción.

Hasta en las sociedades contemporáneas se presentan estas contraposiciones  o polaridades culturales, sólo que lo admirable y lo censurable, lo sagrado y lo demoníaco, se identifican y valoran de modo diferente.

En el hecho de la moralidad hay que considerar las ideas y los sentimientos, así como las conductas.

Todos tenemos ideas y experimentamos sentimientos morales. Igualmente, todos aspiramos a comportarnos de modo moral. a menudo lo hacemos tratando de ajustarnos a cánones recibidos del entorno social. Pero en otras ocasiones nos rebelamos contra esos cánones y buscamos introducir innovaciones en la moralidad colectiva, procurando imponer sea por la vía del ejemplo, ya por la de la acción pública, lo que creemos que debe ser la verdadera moralidad.

Las ideas morales de la gente común y corriente suelen ser muy simples y, como lo he señalado, no dejan de ser contradictorias e incluso superficiales y hasta arbitrarias.

Traigo a colación acá a Marvin Harris, con cuyo materialismo cultural desde luego que se puede disentir, para señalar que en su “Antropología Cultural” ofrece agudas observaciones sobre la discordancia entre las ideas y las prácticas morales de las sociedades, así como acerca de los subterfugios más o menos inconscientes que las mismas ensayan para  esconder o justificar esas discordancias.

Muchos creen que tanto las ideas como los comportamientos obedecen al estímulo de los sentimientos morales, por lo cual éstos suministrarían la clave de la explicación de unas y otros.

Por ejemplo, Martha Nussbaum, en su “Justicia Poética”, pone énfasis en el papel de los sentimientos acerca de lo justo y lo injusto en el desarrollo del derecho. Y no anda descaminada, pues, por ejemplo, en últimas toda la concepción de los derechos humanos reposa sobre los sentimientos de piedad que están en la base del Cristianismo, del Budismo y en general de las religiones, así como en filosofías explícitamente irreligiosas como la de Schopenhauer. Es un tema en que insiste Lévinas: si se mira al prójimo a los ojos, no podremos eludir el sentimiento de comunidad con él.

La “Historia de la Moralidad Occidental”, de Crane Brinton (Losada, Buenos Aires, 1971), es un buen ensayo acerca del desenvolvimiento del hecho moral en  nuestra civilización. Destaco especialmente los últimos capítulos, en los que pone de manifiesto la oposición radical que media entre la moral de la Ilustración y la del Cristianismo, lo que es decisivo para entender conflictos morales insolubles como los que hoy se presentan acerca de la familia, la sexualidad y el orden de las costumbres en general.

Pero, una cosa es la consideración, por así decirlo, científica  de la moralidad; otra, el análisis filosófico de la misma.

Acá la pregunta va más al fondo de las cosas y se plantea en los términos  en que la formuló Kant: ¿Cómo debemos obrar, no ya desde la perspectiva de las normatividades que nos impone la cultura o la de nuestros propios sentimientos e intereses, sino desde la de la racionalidad?

Dicho de otro modo, ¿cuál es la base racional de los imperativos morales? ¿Es posible formular una moral racional válida para todo ser humano en todo tiempo, lugar y circunstancia? ¿Cabe hablar de  una verdad moral?

Hay quienes consideran que, mientras la moral es el sistema de ideas, sentimientos y prácticas que efectivamente adoptan los seres humanos en torno de lo que valoran como digno de encomio o de censura, la ética es la reflexión racional acerca de esos hechos morales.

Personalmente, creo que es una buena distinción, pero está lejos de ser reconocida tanto en los medios académicos como en el lenguaje corriente, en el que ambos términos se utilizan bien como si fuesen sinónimos, ya como si fuesen análogos, reconociendo en este caso alguna diferencia entre ellos.

La “Historia de la Ética”, de Alasdair MacIntyre (Paidós, Barcelona, 2006), se mueve en esta segunda dirección. Su tema ya no es el estudio de la evolución y las distintas manifestaciones de los comportamientos morales, a la luz de las ideas y los sentimientos  vigentes en las sociedades, sino la consideración de los esfuerzos que han hecho los filósofos por criticar desde el punto de vista racional las prácticas morales efectivas  y buscar el fundamento igualmente racional de lo que debería ser la conducta óptima de los seres humanos.

Alguna vez leí en un texto de Raymond Aron que no tengo a la mano, que a su juicio el origen de la filosofía en la Grecia clásica se vincula precisamente con la preocupación por sustentar un orden racional de la vida, tanto en sus aspectos íntimos o particulares como en los colectivos y principalmente los políticos.

Insinué en otra oportunidad que este esfuerzo filosófico se ha orientado básicamente en cuatro direcciones, a saber:

- La racionalización de la religión, es decir, el intento de presentar racionalmente los contenidos morales de  las tradiciones y las doctrinas religiosas que han servido de fundamento de la ordenación de las sociedades. Es la gran aspiración de la filosofía cristiana, sobre todo la de Santo Tomás de Aquino y sus seguidores.

- La sustitución de la religión por la filosofía, tal como se observa en Sócrates y su discípulo Platón, así como en los estoicos.

Aquél es un crítico severo de la religiosidad dominante en su época y aspira a que el orden de la vida individual y comunitaria se ciña a una racionalidad de carácter metafísico. En Platón el tema se plantea explícitamente cuando se pregunta por las ventajas de vivir de acuerdo con la filosofía en lugar de hacerlo según las tradiciones y las concepciones religiosas establecidas.

Platón es fuertemente espiritualista. No así los estoicos, cuya lex naturalis tiene más bien una connotación materialista o, como su nombre lo indica, naturalista.

En distintas publicaciones y conferencias de Luc Ferry, en las que sostiene que   con la filosofía nos salvamos del miedo por obra de nosotros mismos y de la razón, sin necesidad de un ser trascendente ni de la creencia en lo ultramundano, se retoman en lo sustancial estos planteamientos, pero con otros matices.

Ferry habla explícitamente de promover una religión de la humanidad, poniendo al hombre en el lugar que las religiones tradicionales le asignaban a Dios.

De algún modo, esta es la tónica de la Masonería, que busca sustituir la religión teocéntrica por la antropocéntrica.

Es tema de enorme importancia para la comprensión de la actualidad y  que puede consultarse en “La Trama Masónica”, de Manuel Guerra (Styria, Barcelona, 2006).

- La crítica de la religión y de la metafísica, que se asimila a  aquélla.

Es la nota dominante de la modernidad occidental, que culmina con el intento algo curioso, por decir lo menos, de establecer una religión positiva, fundada en la ciencia y desligada de toda trascendencia. Es lo que quisieron implantar Comte y sus seguidores, de lo que queda huella  en algún templo positivista que hay todavía en Brasil.

Acá hay una diferencia sustancial con la segunda postura, pues se considera que la ciencia experimental, la que en el siglo XIX se llamaba ciencia positiva, puede ofrecer fundamentos sólidos para ordenar tanto los comportamientos individuales como la institucionalidad de las sociedades. En consecuencia, el psicólogo y el psiquiatra se transforman en moralistas, y la política y el derecho quedan a merced de los científicos sociales, principalmente los economistas.

El citado Luc Ferry descree de esta opinión y piensa que la filosofía aun está en capacidad de suministrar sus propias orientaciones desde el punto de vista racional acerca del asunto decisivo de cómo debemos vivir y convivir.

- La negación de la religión, actitud según la cual ya no se somete la religión a crítica racional con miras a mejorarla o aprovechar los aspectos rescatables de ella, sino que se la quiere erradicar no sólo del panorama intelectual, sino del existencial.

Leo, por ejemplo, en los comentarios  a la crónica que publicó The Independent acerca de la estupenda película “El Rito”, que me hizo llegar mi gran amigo José Alvear Sanín, que un lector afirma ahí que “la religión es la mayor enemiga de la humanidad”, a lo que sabiamente responde  otro diciendo que de ninguna manera puede considerarse a Jesucristo como un enemigo del género humano.

Ferry es respetuoso de la religión, aunque no la comparte. Aspira a ofrecer un sustituto racional más creíble, a su juicio, que los estímulos y consuelos que ella le brinda a la humanidad, pero no la desprecia ni, muchísimo menos, la odia.

El cientificismo y las corrientes dominantes en la filosofía contemporánea, en cambio, adoptan una actitud que ya no es meramente irreligiosa, sino francamente antirreligiosa.

Es el signo distintivo de la postmodernidad, que prolonga la denuncia de la alienación religiosa que formuló Marx, la actitud desafiante de Nietszche  y las tesis de Freud acerca del carácter delirante de las ideas de la religión. Así se advierte en escritos que pululan ahora y gozan de cierta notoriedad, en los que se hace la apología del ateísmo e incluso de la amoralidad.

A la luz de lo que precede, se observa que en las sociedades tradicionales hay una fuerte tendencia a vincular la religiosidad y la moralidad, tendiendo a veces entre ambas el puente de la racionalidad, mientras que en las modernas se busca dejar de lado la religiosidad y se hace depender la moralidad exclusivamente de la racionalidad, cuando no se la vincula más bien con lo irracional, como lo hacen los que sostienen el escepticismo moral.

Los continuos religiosidad-moralidad o religiosidad-racionalidad-moralidad llevan implícito el componente de la espiritualidad, pues toda religión es espiritualista, aunque no siempre se coincida acerca de en qué consiste el espíritu, qué papel juega y cómo se lo desarrolla.

En cambio, el continuo racionalidad-moralidad no implica necesariamente la espiritualidad. En unos casos, ésta se concibe como la base de la racionalidad; pero, en otros, se plantea que la razón no presupone el espíritu, según lo cree el pensamiento dominante hoy en día, lo que Tart llama el “Credo Occidental”.

Resumiendo, para la tradición, cuando se define al hombre como animal racional se está diciendo que su racionalidad es un atributo espiritual, la “chispa divina” de que hablaban los griegos. En cambio, para modernos y postmodernos el carácter racional del hombre es apenas un presupuesto lógico (Kant),  un dato bio-psicológico que resulta de la evolución de la especie o una categoría cultural de índole incierta.

No faltan, incluso, los que ponen en duda que el hombre sea definible como animal racional, habida consideración de la fuerza de las tendencias irracionales que lo dominan y el modo como ellas obran sobre su precaria racionalidad. Es lo que sostienen los tres grandes maestros de la sospecha,  Marx, Nietszche y Freud, así como, en general, los escépticos morales.