miércoles, 28 de septiembre de 2011

En contravía de la Constitución

Hace unos días tuve oportunidad de participar en el evento que programó el Personero de Medellín para conmemorar el vigésimo aniversario de la entrada en vigencia de la Constitución Política de 1991.

Por distintos motivos, me había mostrado reacio a actuar en diversas celebraciones a las que fui invitado, pero en este caso medió la solicitud de mi buen amigo y ex-discípulo Andrés Úsuga, a quien no le podía decir que no.

No me arrepiento de haber dado el brazo a torcer, lo que no requirió mayor esfuerzo de parte de mi amigo, pues tuve el gusto de conocer al Personero, el Dr. Jairo Hernán Vargas, y algo de la muy encomiable labor que está llevando a cabo en una ciudad asediada por las bandas criminales y la ilegalidad en todas sus manifestaciones.

Me sentí, además, muy complacido de hablar ante un auditorio de líderes comunitarios, activistas de Derechos Humanos, funcionarios, abogados, estudiantes y, en general, gente del común, que recibieron con el mayor respeto las exposiciones de los conferencistas, a pesar del carácter polémico de algunas de ellas, incluyendo la mía.

Hube de señalar ante ellos que no hago parte de los nostálgicos de la Constitución de 1886, que ya ameritaba que se la actualizase y por la que nunca tuve especial reverencia, pues cuando se celebró su centenario dije que la obra constituyente que me parecía digna de encomio era más bien la de 1910, que le trajo a Colombia varias décadas de paz.

Puse de presente, eso sí, que yo he sido crítico pertinaz de lo que se hizo en 1991, a lo que en reiteradas ocasiones he dado en llamar el “Código Funesto”, tan perjudicial para Colombia como lo ha sido el Concilio Vaticano II para la Iglesia Católica.

Como hace 20 años escribí un texto denominado “El Estatuto del Revolcón”, que se publicó en una obra colectiva, “Doce ensayos sobre la Constitución de 1991”, me pareció oportuno volver sobre las críticas y los augurios que en ese entonces formulé, con el ánimo de hacer su evaluación a la luz de los acontecimientos de estas dos últimas décadas de la historia colombiana.

Esas críticas versaron sobre el modo como se convocó la Asamblea Constituyente, el trámite que ésta observó y las deliberaciones que concluyeron con la promulgación del nuevo texto constitucional, así como el contenido del mismo, que me atreví a calificar como una “Casa en el aire, pero en obra negra”, susceptible de hacer ingobernable a Colombia.

Recordé que en 1990 y 1991 se produjo una gravísima crisis constitucional que se abordó con lo que en un artículo de prensa llamé a la sazón como  los “tres golpes”: el del entonces presidente Gaviria contra la Constitución, el de la Asamblea Constituyente contra Gaviria y el de una y otro contra el Congreso.

En otro escrito de este blog me he ocupado de los acuerdos que se hicieron con el M-19 y posiblemente con los Cárteles del Narcotráfico para entregarles la institucionalidad por la vía de la negociación que condujo a la convocatoria y la elección de la Asamblea. Pero, aunque mi versión de los hechos tomó buena parte del tiempo asignado para mi conferencia, pasaré por encima de ella en esta oportunidad, pues me interesa más ocuparme de otros tópicos.

No entraré tampoco en el detalle del trámite y las deliberaciones, salvo para destacar la improvisación que reinó en las labores de la Asamblea, la cual condujo a que, llegada la fecha de expiración del término señalado para que expidiera una nueva Constitución, el texto no estuviera disponible, por lo cual se la firmó en blanco y se produjo un articulado final que trajo consigo una vergonzosa fe de erratas.

De todo esto da cuenta un excelente libro que se dio a la publicidad hace poco, “El Rostro Oculto de la Constitución de 1991”, escrito por el distinguido jurista e historiador samario, y mejor amigo, Óscar Alarcón Núñez.

A la audiencia se lo recomendé vivamente, y lo mismo hago ahora respecto de los lectores de este blog, con un solo comentario: el libro de Alarcón muestra a las claras que Colombia no tiene dirigentes serios y que los grandes problemas del país se manejan por ellos con una superficialidad que no vacilo en calificar como irresponsable.

Para evaluar el contenido de la Constitución y si mis aprensiones acerca de ella estaban justificadas hace dos décadas y siguen estándolo hoy, conviene contrastar los motivos que se invocaron para promoverla y la situación del país en los tiempos que corren, dejando constancia, desde luego, de que no todos los males que sufrimos son imputables a la obra de los constituyentes de 1991.

Acudo a mi memoria para destacar tres motivaciones que, a mi juicio, se invocaron profusamente para convencer al país de la necesidad urgente de modificar la Constitución por fuera de lo que un texto expreso de ella misma ordenaba, a saber: dejando de lado al Congreso y convocando a la ciudadanía para que eligiera una Asamblea Constituyente no prevista en los textos e incluso contraria a los mismos.

Cito, en primer lugar, algo que dijo por ese entonces Fernando Cepeda Ulloa, ex-ministro de la administración Barco y uno de los principales promotores del proceso constituyente de 1991. Palabra más, palabra menos, manifestó por ese entonces que era necesario desbloquear un país que estaba bloqueado por la Constitución vigente.

¿En qué consistía ese bloqueo? En que los intentos de reforma constitucional que se hicieron bajo los gobiernos de López Michelsen, Turbay y Barco se frustraron, los dos primeros, por obra de la Corte Suprema de Justicia, y el último, por obra del Congreso.

La primera, en mala hora, abandonó su tesis tradicional en cuya virtud no era competente para pronunciarse sobre la exequibilidad de actos legislativos reformatorios de la Constitución, sustituyéndola por otra muy discutible que tomó de Karl Schmitt, relacionada con la distinción entre el constituyente primario y el secundario, así como con los límites del segundo.

La Corte echó mano de uno de los ideólogos del nazismo para hacerle entierro de tercera a la iniciativa de López Michelsen, con el que tenía hebra cortada. Es un antecedente de confrontación entre el Gobierno y la Corte Suprema de Justicia que no sobra recordar, así sea a las volandas, para entender otro, de enorme gravedad, que se produjo hace poco entre el entonces presidente Uribe Vélez y la Corte actual.

La frustración de la reforma constitucional de Turbay tuvo otros ingredientes, pues no se basó en aspectos de fondo, sino procedimentales relacionados con el cómputo de las votaciones en una de las instancias del trámite del proyecto.

Pero lo más grave aconteció con la reforma de Barco, que naufragó a última hora por la iniciativa de convocar a la ciudadanía a una consulta plebiscitaria sobre el espinoso problema de la extradición de colombianos solicitados por autoridades extranjeras. A raiz de ello, el entonces ministro de Gobierno, Carlos Lemos Simmonds, se vio en la necesidad de retirar el proyecto para impedir que esa tenebrosa iniciativa fuese elevada al rango de canon constitucional.

Observo de paso que ese acto heroico de Lemos se vio luego desvirtuado por la Asamblea Constituyente que él mismo integró, la cual, ciertamente contra su voto, aprobó lo mismo que los narcotraficantes querían, es decir, la prohibición de la extradición de colombianos por nacimiento.

Con un Congreso y una Corte Suprema de Justicia desacreditados, se creía que era necesario acudir a otros procedimientos de modificación de la Constitución, así ésta no los contemplase ni avalase.

El segundo gran argumento para ello fue el de la paz. Había unos acuerdos, cuando no secretos, por lo menos sí discretos, con el M-19 y otros grupos subversivos, para promover reformas que facilitasen su inserción a la vida política regular, y se pensaba que no sería posible sacarlos adelante a través del Congreso. Por ese motivo, se presionó a la Corte Suprema de Justicia para que declarara la exequibilidad del extravagante decreto de estado de sitio mediante el cual el gobierno de César Gaviria aspiraba a que se convocara y eligiera la Asamblea Constituyente que suplantaría al Congreso en su atribución exclusiva de expedir nomas constitucionales.

Recuerdo que el hoy extinto magistrado Gómez Otálora, de cuyo voto dependía la viabilidad jurídica de ese decreto, le dio visto bueno aduciendo que el valor de la paz prevalecía sobre la letra de la Constitución. Claramente se advierte que sucumbió a las presiones que se ejercieron sobre la Corte diciéndole que, si ese decreto no se declaraba exequible, la responsabilidad de la frustración de la paz con el M-19 y otros sería exclusivamente suya.

Un tercer argumento se invocó para darle curso a la mal llamada “Séptima papeleta”, mediante la cual se exploraría el parecer del electorado para reformar la Constitución sin contar con el Congreso. Esa convocatoria se hizo so pretexto de instaurar en Colombia una democracia participativa de la que se esperaba el fortalecimiento de las instituciones a través de la savia de la voluntad popular y, por ende, una mayor transparencia de los procesos políticos y una mayor adecuación del Estado las demandas comunitarias.

Por esas calendas reinaba un muy justificado clima de escepticismo en torno de nuestro sistema democrático. La crisis de los partidos históricos era evidente, la clase política estaba desacreditada por la corrupción y el clientelismo, la compra de votos y otros mecanismos de distorsión de la voluntad popular hacían su agosto, etc.

En suma, hace 20 años el país estaba muy mal. La pregunta que cabe hacer ahora es si está mejor, y creo que a nadie se le ocurriría darle respuesta afirmativa.

En efecto, el país sigue bloqueado, con el agravante de que ahora se ven menos nítidas las soluciones institucionales; la tan ansiada paz sigue siendo aún más esquiva que antes; el sistema político en todas sus facetas, incluyendo el estamento judicial, está más corrompido que otrora.

Pero, mal que bien, Colombia no ha sucumbido. Desde este punto de vista, debo morigerar mis premoniciones catastróficas de hace 20 años. Igualmente, creo que hay figuras del nuevo ordenamiento que ameritan examinarse con mirada más positiva.

No obstante, sigo pensando que en 1991 adoptamos un mal ordenamiento político que ha desarticulado el sistema de los poderes públicos dando lugar a distorsiones muy inquietantes. De contera, creo que hoy resulta más difícil reformar a fondo la Constitución que en aquella época. Ya lleva 34 reformas que la han convertido en una colcha de retazos, pero lo fundamental, que son unos mecanismos idóneos de solución de conflictos políticos, resulta hoy impensable.

Piénsese tan sólo en las vicisitudes que está padeciendo el actual gobierno en relación con la reforma a la justicia. Ahí se pone de manifiesto una piedra de toque que ilustra a las claras sobre los cierres herméticos de nuestro sistema.

Tales cierres se dan en lo que la profesora Bernardita Pérez expuso de modo magistral al término de su conferencia, por cuanto la Corte Constitucional se ha autoerigido en un poder constituyente secundario que está por encima del Congreso y, digo yo, sobre el pueblo mismo.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Las raíces del libertarismo moderno

En varias oportunidades he señalado que las ideas que hoy están en vigencia y se toman por muchos como verdades a puño, son desarrollo de otras que comenzaron a difundirse en el siglo XIII a partir de discusiones teológicas propias de esos tiempos.

Se trata del debate entre intelectualistas y voluntaristas, por una parte, y del que enfrentó a realistas y nominalistas, por la otra.

El gran pensamiento medieval, que se pone de manifiesto en la obra de Santo Tomás de Aquino, siguió la tradición intelectualista de esa sagrada trinidad del pensamiento que integraron Sócrates, Platón y Aristóteles, según la cual la racionalidad humana participa de una razón universal que informa todo lo existente y se proyecta incluso en la acción del hombre.

De ahí, la posibilidad de conocer la información real que constituye la esencia de las cosas, así como la de formarnos ideas racionales acerca de la ética, la política y en, general, la dirección de la vida humana y la ordenación de las comunidades.

Con el advenimiento del Cristianismo, la razón de los clásicos se sitúa en Dios, fuente de todas las ideas y legislador universal que plasma aquéllas en todas las obras de su creación.

La tarea del conocimiento racional consistirá entonces en aprehender esas ideas que informan o estructuran cada ente y descubrir sus relaciones con el resto de la realidad.

Esas ideas son reales, bien sea que se las considere subsistentes en sí mismas y previas a la realidad empírica, como lo pensaba Platón, o como incorporadas en cada cosa en una unión indisoluble de forma sustancial y materia prima, como lo sostuvo Aristóteles. La divisa platónica se ha resumido en el postulado “universalia ante rem”, en tanto que la de Aristóteles se expresa como “universalia in rem”.

Tratándose del conocimiento moral, estos planteamientos parten de la base de que hay algo bueno y justo en sí, identificable racionalmente y formulable en enunciados generales. Eso bueno y justo en sí no sólo es racional, sino que es consustancial al intelecto divino de tal modo que Dios mismo no podría ordenar nada que fuese irracional. La Voluntad Divina sería ejecutora de la Razón Divina, de la misma manera que la voluntad de cada individuo debe ponerse al servicio de los dictados de su razón.

Estas concepciones, que fluyen de la más elevada especulación metafísica, penetraron el mundo de la cultura y suministraron las bases conceptuales de la Civilización del Occidente Cristiano. Se tradujeron, además, en vigencias sociales, es decir, en creencias comúnmente aceptadas por las comunidades para servir como bases de la ordenación social, la educación y la moralidad.

Los franciscanos ingleses, con buenas intenciones, pero sin calibrar las consecuencias de sus puntos de vista, se opusieron al realismo metafísico aduciendo que los universales que aquél situaba en la estructura misma de lo real eran apenas “flatum vocis”. Esto significa que los términos con que designamos lo abstracto y general son  palabras hueras y meros artificios mentales carentes de correspondencia alguna con la realidad, la cual consideraban constituida tan sólo por entes individuales y concretos. Es la postura de los nominalistas, que se resume en la expresión “universalia post rem”.

En el campo de la moral, estos planteamientos derivan en la negación de lo bueno y lo justo en sí, esto es, de la racionalidad de toda regla de ordenación y de comportamiento.

A través de un sofisticado discurso teológico, los nominalistas concluyeron que las reglas sólo pueden fundarse en actos de voluntad, mas no en ordenaciones racionales. Pero como eran creyentes cristianos, señalaron que la moralidad se basa en la Voluntad amorosa del Creador.

Según esto, nada habría bueno y justo por esencia, pues estas categorías dependen de decisiones soberanas de Dios, cuya libertad absoluta decide por sí y ante sí qué es lo ordenado, lo permitido y lo prohibido. Esto se traduce en el postulado, que es un dogma del pensamiento moderno, según el cual “no hay mala in se, sino mala prohibita”.

Richard M. Weaver, en “La ideas tienen consecuencias” (Ciudadela, Madrid, 2008), fija en este debate el comienzo de la disolución de la Civilización del Occidente Cristiano. Igual planteamiento se encuentra en “Seréis como dioses”, de Hans Graf Huyn, que comenté en escrito anterior.

En el campo de la Filosofía del Derecho, el célebre  profesor Michel Villey centró en la segunda mitad del siglo XX sus críticas al pensamiento jurídico moderno en los desarrollos de estos debates, cuyo conocimiento es indispensable para entender los puntos de vista enfrentados de los clásicos y los modernos.

Hace poco llegó a mis manos un texto de Filosofía y Teoría del Derecho que no vacilo en calificar como admirable, titulado “Tomás de Aquino en diálogo con Kelsen, Hart, Dworkin y Kaufmann”. Sus autores son Carlos Alberto Cárdenas Sierra y Edgar Antonio Guarín Ramírez, profesores investigadores de la Universidad Santo Tomás de Bogotá.

En la página 39 de la edición de 2006, se pone de manifiesto la contraposición fundamental que media entre el pensamiento del Aquinatense y el pensamiento contemporáneo. Transcribo el párrafo pertinente, en el cuál quedan claramente expuestas las posiciones enfrentadas. Dice así.

“La acción libre tomasiana no alude a la denominada “libertad de indiferencia”, que equivale a una libertad sin condiciones , desligada de cualquier limitación, es decir, absoluta, como querrían los nominalistas. Una libertad que niega la validez del principio operatur sequitur esse, esto es, que toda libertad está gobernada por la propia estructura natural. Para los nominalistas, al no haber realidad en los universales, no habría propiamente naturaleza humana, estatuto previo a la elección, condicionante de su sentido y dirección. Mediante la “libertad de indiferencia”, la acción libre equivale al poder de inventarse a sí mismo. De esta manera, los sujetos de la intersubjetividad crean sus condiciones sin referentes obligados; lo mismo podría hacer el legislador, a quien todo estará igualmente permitido”

Este texto muestra con envidiable claridad cuáles son los puntos básicos de confrontación intelectual entre los contemporáneos y los tradicionalistas. Aquéllos, precisamente en virtud de su contemporaneidad, llevan las de ganar en los debates académicos, mediáticos, políticos, judiciales, etc. La moda les da fuerza, así no los asista la razón ni, probablemente, el sentir de las comunidades.

Éstas, según creo, siguen adheridas a la cosmovisión cristiana. Pero las élites ya no lo están, y como controlan los mecanismos del poder, tales como la propaganda, los mass media, la industria de la cultura, lo que exaltan es esa “libertad de indiferencia”, a la que se  adjudica un valor absoluto, con menoscabo de la concepción de la libertad como instrumento condicionado por la realidad para la realización de los fines supremos del ser humano.

Esa concepción libertaria constituye el núcleo de la “Revolución silenciosa” a que me he referido en escritos anteriores, a través de la cual se aspira a entronizar la “Dictadura invisible” que también he mencionado en ellos.

No dejo de destacar el compromiso de la Universidad Santo Tomás con el pensamiento que la inspira, del cual deriva su misión pedagógica, pues contrasta con la indiferencia que otras universidades católicas, incluso de corte pontificio, han venido exhibiendo en torno de lo que constituye su razón de ser.

Esa tendencia resulta especialmente censurable  en tiempos como los que corren,  en que los promotores de la “Dictadura invisible” echan mano de todos los recursos a su alcance para desconceptuar, silenciar y erradicar el pensamiento que contribuyó decisivamente a forjar la civilización en que vivimos.

Ya tendré ocasión de referirme a esos “Civilisation killers” que menciona un elocuente escrito difundido hace poco por la Arquidiócesis de Washington.

martes, 13 de septiembre de 2011

Seréis como dioses

Lo que está sucediendo en la actualidad en el orden moral es consecuencia de procesos que se iniciaron desde hace varios siglos y poco a poco han erosionado las bases del ordenamiento de   la Civilización Cristiana hasta el punto de reducirlo a su mínima expresión.

“Seréis como dioses”, un importante libro de Hans Graf Huyn (El Buey Mudo, Madrid, 2010), se ocupa con envidiable lucidez de mostrar la evolución intelectual que ha conducido a desvirtuar en las sociedades occidentales toda idea de trascendencia divina y poner en el trono de Dios al hombre.

No es esta la oportunidad para examinarla en detalle.

Señalemos solamente que todo parte del nominalismo y el voluntarismo de los pensadores ingleses de fines de la Edad Media, a partir de los cuales se puso en tela de juicio el realismo metafísico de la tradición aristotélico-tomista, que situaba en la cúspide de la jerarquía de los entes a Dios, y se negó, además, la racionalidad del orden moral fundado precisamente en la Ley Eterna establecida por Aquél.

Lo primero deriva en el empirismo, el positivismo y el materialismo, así como en las corrientes que hoy en día todo lo fundan en la Filosofía del Lenguaje y la de la Cultura.

A lo largo de esa evolución, la idea de Dios se va difuminando, primero por obra del Deísmo volteriano, y luego cuando se lo considera, según la célebre expresión de Laplace, como una “hipótesis innecesaria”.

Un proceso paralelo va privando al Derecho de sus conexiones con la Moral y a ambos de su fundamento en la Ley Eterna.

Aunque ciertamente todavía a lo largo de los siglos XVII y XVIII se los sigue fundando en la Razón, ya no se trata de la Divina, sino de una brumosa entidad lógica, de la que la Idea hegeliana es uno de sus ejemplares y que en la filosofía alemana de los siglos subsiguientes continúa denominándose como Espíritu, pero sin reconocerle ninguna connotación de realidad.

La negación de la racionalidad de la Ley Eterna  conduce, por otra parte, al formalismo moral y jurídico propuesto por Kant y adoptado a  pie juntillas por sus seguidores. Ese formalismo es fiel a las ideas nominalistas y voluntaristas que niegan que haya algo intrínsecamente bueno y justo, por lo cual las calificaciones que acerca de esos términos hacemos se basan tan sólo en consideraciones extrínsecas.

Desde otro punto de vista, conviene señalar que el logicismo postulado por Kant y por Hegel, aunque con distinto sentido en uno y otro, desemboca  en el historicismo, que trae consigo necesariamente el relativismo, tanto gnoseológico como moral.

De ahí a la crisis de la Razón sólo media un paso que ya dieron los pensadores postmodernistas, según lo ilustra un excelente libro del profesor José Olimpo Suárez Ph.D. que publicó la UPB en Medellín hace pocos años. Sería bueno que lo leyeran muchos que dicen ser fieles devotos del pensamiento racional, pues entonces se darían cuenta de que lo que entienden por tal no ofrece los créditos que ingenuamente le asignan.

El resultado de estos desarrollos conceptuales es muy simple: ni el Derecho ni la Moral son racionales, o lo son apenas en cierto sentido que no atañe al fondo, sino apenas a la forma de los enunciados en que se expresan o consisten.La racionalidad de uno y otra será, a lo sumo, meramente formal e instrumental.

No hay, entonces, un orden racional de las sociedades, como lo pensaban los antiguos, pues toda normatividad humana será histórica, fruto bien sea de convenciones o de imposiciones autoritarias, pero no de una racionalidad intrínseca.

Observemos, por otra parte, que el magno edificio de la racionalidad clásica, trátese de la aristotélica con sus causas formales, materiales, eficientes y finales, o el de la leibniziana con su postulado de la razón suficiente, se resquebraja con la negación de la causalidad formal y la final que predica el cientificismo moderno, así como con la tesis según la cual el discurso racional se elabora a partir de reglas de formación que no tienen ningún asidero en la  realidad, motivo por el que se dice entonces que la verdad no se descubre, sino se construye, tema sobre el cual remito a un precioso libro de George Steiner, “Presencias reales”.

No hay, por consiguiente, verdades morales ni jurídicas, como tampoco una racionalidad que de suyo sustente la configuración de las instituciones sociales.

Nada de ello tiene fundamento en Dios, la naturaleza, la tradición ni una racionalidad supraempírica. Por consiguiente, los hombres crean las normas y configuran las instituciones como les plazca. Es la voluntad, trátese de la de todos, la de la mayoría o la de unos pocos, la que determina qué es lo bueno y lo justo o lo malo y lo incorrecto.

Le pido al lector que retenga esto último, pues en escritos posteriores mostraré hacia dónde conduce ese voluntarismo irracionalista.

Para ciertos filósofos de moda, la ordenación de la sociedad, de las relaciones interpersonales y de la conducta individual debe efectuarse a partir de procedimientos de diálogo y discusión que se enmarquen dentro de lo que hoy suele denominarse la Razón comunicativa, acerca de lo cual hay afinidades, pero también diferencias, en pensadores como Rawls, Habermas y Alexy, por mencionar a algunos de los más connotados.

Pero dichos procedimientos son formales e, incluso, artificiales, y no presuponen la racionalidad de los resultados en sí misma considerada. Dichos resultados serán racionales en la medida que los argumentos aducidos se ajusten a las reglas dialógicas, mas no por el vigor de sus premisas ni la coherencia de sus enunciados, ni muchísimo menos por su concordancia con la realidad. En el fondo, la fuerza de la argumentación derivará de procedimientos sofísticos y del peso social de las premisas que se aduzcan.

Los principios a priori de esos procedimientos dialógicos son la igualdad, la libertad y la autonomía moral de todos los seres humanos, en la que se funda su dignidad y, en último término, su divinización.

Pero, como lo consigné en otro escrito, libertad, igualdad y autonomía no se consideran dentro de contextos morales superiores, sino precisamente como los fundamentos mismos de la moralidad, que en tal virtud ya no estará integrada por reglas impuestas por las colectividades  sobre los individuos, sino por normas libremente aceptadas por éstos en función de sus diferentes modos de ver la vida. 

Siendo lo moral asunto del resorte exclusivo de la intimidad individual, como también la religiosidad, la moral social sólo tendrá un propósito: hacer compatibles las diversas moralidades individuales de modo que se respete el libre ejercicio cada una y se impidan las interferencias o colisiones que puedan derivarse de ahí.

Es paradójico que unos modos de pensamiento que niegan la metafísica o la reducen a su mínima expresión, y dicen ceñirse rigurosamente a los datos de la realidad positiva, postulen unos a prioris morales puramente lógicos y formales como principios ordenadores de la regulación de la conducta humana, de suerte que cuando se formula la pregunta inevitable acerca de cuáles son sus fundamentos, se responde que valen por sí mismos, como si ese valor no estuviera referido necesariamente a la realidad de la existencia humana.

Y para apuntalar la respuesta, se menciona la célebre falacia naturalista, diciendo con tono dogmático que lo normativo no puede fundarse en la realidad, como si las normas no hicieran parte de ella y fuesen puras entidades lógicas.

Es claro que lo que entienden por moralidad los filósofos de moda y sus seguidores, no coincide con lo que cree la gente del común, que a menudo sigue ligada a las viejas y muy arraigadas creencias acerca de un orden moral objetivo fundado en el Decálogo y la costumbre inmemorial, cuando no en lo que a ojo de buen cubero se considera que es el orden natural.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Todo es igual, nada es mejor

Las palabras clave del pensamiento social contemporáneo son igualdad y tolerancia. Ellas presiden todo el razonamiento moral, político y jurídico.

Así las cosas, ir contra esos principios configura hoy en día la más censurable inmoralidad.

El discurso político, por su parte, está impregnado de propuestas igualitarias y antidiscriminatorias.

Y, por supuesto, la normatividad jurídica, que es producto de las concepciones morales imperantes en las sociedades y de los proyectos políticos que logran imponerse en las mismas, por distintas vías se va poniendo a tono con las consignas ideológicas de moda.

En consecuencia, si uno pone en duda la validez, los contenidos o las consecuencias de distinta índole de estos principios, tal como los conciben las tendencias dominantes, aunque no sean las mayoritarias, se verá expuesto a distintas modalidades de ostracismo social, que van desde la indiferencia por lo que expone hasta el desprecio, el insulto y quizás la agresión.

No obstante ello, las opiniones corrientes sobre estos temas suscitan no pocos cuestionamientos desde el punto de vista conceptual.

Veamos algunos de ellos.

Para empezar, que se sepa, todas las concepciones morales establecen desigualdades y censuras que podrían hacer que se las motejara de intolerantes y discriminatorias, ya que ninguna de ellas prescinde de alguna idea sobre lo bueno y lo malo, lo admirable y lo censurable, lo digno de premiarse y lo que merece castigarse.

En síntesis, todas parten de la base de que hay valores y disvalores, así como jerarquías estimativas. De ahí se sigue que a los que se comporten bien se los ensalza y a los que se comporten mal se los repele.

Si se pierde toda noción de la diferencia entre el bien y el mal, simple y llanamente desaparece el sentido de la moralidad y ésta queda reducida a algo convencional y adventicio. Por eso, al tenor del relativismo moral que está de moda, algún filósofo que mencioné hace días en este blog ha resuelto proponer que se prescinda de esa categoría de la vida humana, tanto en sus aspectos individuales como en los comunitarios.

Si se aspira a que la igualdad y la tolerancia sean expresiones dotadas de sentido,  será necesario entonces contextualizarlas dentro de esquemas morales más amplios. Dicho de otro modo, la moralidad no puede reducirse a lo igualitario y lo tolerante, que son apenas aspectos de la vida de relación, pero no cubren la totalidad de ésta.

No cabe duda de que los valores de igualdad y tolerancia no son absolutos, sino relativos. Se hace menester, entonces, acotar sus respectivos ámbitos, trazando los límites que permitan hacerlas compatibles con otros valores significativos para la vida humana, que es la que en definitiva cuenta al momento de definir qué es lo moral.

Las nociones de lo bueno y de lo justo se vinculan con la idea de plenitud de la existencia humana, de realización cabal de la personalidad del hombre. Bueno y justo es todo lo que contribuye a esa realización. Malo e injusto, lo que la frustra, la tergiversa o la destruye.

Esa realización no es tarea exclusiva de cada individuo, pues depende, por una parte, de condicionamientos sociales y, por otra, de la cooperación. El individuo no se autoconstruye partiendo de cero, pues siempre obrará sobre las bases que le haya suministrado el esfuerzo de generaciones precedentes. Y tampoco se hace a sí mismo sin contar con sus semejantes o por encima de ellos, pues de todos recibe algo y algo a todos les aporta.

Dicho de otro modo, la realización de la persona humana es empresa que compromete la solidaridad del conglomerado social y cada uno de sus integrantes.

La igualdad y la tolerancia cobran sentido dentro de ese concepto de realización plena de la persona humana. Son, por así decirlo, instrumentos para lograrla, pero no se las puede considerar a partir de concepciones extremadamente individualistas, pues no sólo se requiere que se las armonice con las posibilidades de realización de todos los seres humanos, sino con el cuerpo social dentro del que se pretenda garantizarlas.

Por ejemplo, toda organización establece desigualdades entre los que mandan y los que obedecen. Así sucede en las familias, las empresas, las entidades públicas, las fuerzas armadas, las asociaciones comunitarias, etc., en donde las funciones, responsabilidades, cargas y beneficios de unos y otros son diferentes. Si se pretendiera imponer a todo trance el igualitarismo, tal vez habría que renunciar a la eficacia de las organizaciones, en detrimento de las ventajas que las mismas acarrean para mejorar la calidad de vida de los individuos o para la obtención de resultados que ellos necesitan directa o indirectamente.

Así como la acción política no puede renunciar a la formulación de prioridades, que de suyo implican entonces desigualdades o inequidades, tampoco la acción normativa puede abstenerse de discernir lo que es recomendable, lo que es indiferente y lo que es censurable. Si se premia al distinguido ciudadano o el trabajador ejemplar, ello implica dejar de lado al que se limita a obrar dentro de la aurea mediocritas y, por supuesto, al que sólo se distingue por hacer lo suyo de mala manera.

Si se extremase el ámbito de la tolerancia, habría que admitir toda clase de comportamientos y darles igual trato. Pero resulta que las comunidades sólo se integran si hay cierta homogeneidad entre sus miembros. Por eso hay una clara tendencia social hacia la uniformidad, tal como se advierte en todos los grupos, desde los más simples hasta los más complejos.

Esa tendencia se pone insoslayablemente de manifiesto en las sociedades tradicionalistas y las totalitarias. Pero no es ajena a las liberales, por la sencilla razón de que éstas no podrían existir sin la adhesión de la mayoría de sus integrantes a ciertos valores, rituales y modos de conducta comunitarios.

Se dice que la igualdad no puede examinarse en términos matemáticos, sino que debe ser objeto de ponderación, distinguiendo en ella su núcleo esencial y los aspectos accidentales.

Es algo que siempre me mueve a risa, pues el pensamiento jurídico contemporáneo, que es radicalmente anti-aristotélico y anti- metafísico, cuando tiene que aplicarse a un tema difícil echa mano sin sonrojo de las categorías del Estagirita y habla de lo sustancial y lo accidental como si fueran entidades objetivas, tal como lo pensaba Aristóteles, y no meros productos del imaginario jurídico-político, tal como lo creen los “maîtres à penser” de los tiempos que corren.

¿Qué es lo que hace iguales a todos los seres humanos y debe resguardarse por encima de toda normatividad?

La respuesta sólo puede darla una antropología filosófica bien estructurada que tome nota de la complejidad del ser humano y fundamente con solidez la categoría de persona. Y no creo que el naturalismo y el culturalismo que hoy dominan el panorama intelectual puedan resolver estas graves cuestiones.

Como son cuestiones disputadas, la solución queda en manos de los jueces, sobre todo los constitucionales. Por consiguiente, tal como lo propone el muy discutible realismo jurídico, los seres humanos seremos iguales ante el derecho en la medida que lo determinen las autoridades judiciales y tal como éstas lo impongan, según las ideologías que prevalezcan en ese medio.

Lo mismo sucede con los temas de tolerancia, discriminación, segregación, exclusión y otros afines.

Alguno ha dicho que no se debe tolerar lo intolerable. Pero,¿qué ha de entenderse por tal?

La definición en este caso también procede de la ideología de los jueces. Éstos, por ejemplo, son proclives a admitir que se debe tolerar a los blasfemos, dado que obran en desarrollo de su libertad de conciencia, pero, en cambio, se muestran severos contra los que nos atrevemos a pensar que la homosexualidad es un desorden que no debe estimularse ni parangonarse con la heterosexualidad.

Para dar apariencia racional a las decisiones judiciales en torno de estos delicados asuntos, se han puesto de moda las teorías procedimentales de la justicia, que no versan sobre qué es lo justo como tal, sino sobre los pasos que deben seguirse en las discusiones que sostienen legisladores y magistrados que aspiran a llegar a conclusiones formalmente justas.

Pero esas teorías suscitan distintas objeciones.

Las primeras de ellas tienen que ver con su carácter artificial, tal como se advierte en las consideraciones teñidas de garrulería que suele hacer nuestra Corte Constitucional en materia de tests de razonabilidad de disposiciones legislativas sometidas a su escrutinio.

Las segundas tocan con algo de mayor envergadura que  no puedo sintetizar aquí, a saber: el problema de si la racionalidad jurídica es meramente formal, como lo pretenden Kant y sus epígonos, o es material, como lo proclaman la tradición aristotélico-tomista y la axiología de Scheler y sus discípulos.

Diré, en síntesis, que los temas de igualdad y tolerancia no suelen manejarse hoy con arreglo a criterios racionales, sino con base en consideraciones ideológicas que bien se sabe que obedecen a presiones de grupos de interés.

Más que filosófica o jurídica, la teoría actual de los derechos fundamentales es sociológica o politológica. No es lo racional lo que cuenta al momento de identificar un derecho fundamental y sus contornos, sino la voluntad de poder, el esfuerzo de los abogados de cualquier causa para presentarla bajo el ropaje de los principios, así sea retorciéndoles el pescuezo.

Intelectualismo y voluntarismo es una polaridad que hunde sus raíces en el pensamiento de la Baja Edad Media y domina el panorama de la Moderna y la Post-moderna. Las tendencias actuales se inclinan con nitidez hacia el voluntarismo, lo que va en desmedro de la racionalidad del mundo jurídico.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Por aquí, por allá

Haré referencia hoy a enunciados que he leído sobre todo en Twitter y merecen, a mi juicio, algún comentario.

Por ejemplo, a alguno se le ocurrió afirmar que los peores atentados contra la dignidad humana se han hecho Biblia en mano, dando a entender con ello que la lectura, la interpretación y la puesta en práctica de la Sagrada Escritura explican la intolerancia, el fanatismo, la discriminación, la opresión y otros males de las sociedades en que aquélla ha tenido influencia.

Se seguiría de ahí que ignorar sus enseñanzas suscitaría el respeto por las diferencias y la paz en las relaciones interpersonales.

Nadie podría negar que, en efecto, las creencias religiosas, tanto las cristianas como todas las demás, han generado a todo lo largo y ancho de la historia conflictos a menudo tan sangrientos como absurdos. Pero resulta discutible imputarlos exclusivamente a dichas creencias y su influjo sobre la conducta de los hombres, pues la agresividad y la conflictividad de nuestra especie tienen más bien origen en nuestra naturaleza misma.

Sucede que hay cierta corriente ideológica que parte del supuesto de la bondad innata del ser humano y pretende explicar sus rasgos censurables acudiendo a condicionamientos externos, tales como el carácter artificial y nocivo de la cultura y sus productos. Se trata de la idea rousseauniana según la cual “El hombre nace bueno, pero la sociedad lo corrompe”.

Es una idea que difícilmente puede sostenerse, dado que parte de la base de que lo social es algo distinto y hasta extraño a lo individual, como si pudiésemos encontrar algún sujeto humano que careciese de todo contacto con sus semejantes y al que fuese dable observar por dentro y por fuera a fin de pronunciarnos sobre sus cualidades morales y otras pertinentes.

Creo que parece más simple afirmar que las sociedades son corrompidas porque sus integrantes contienen ellos mismos gérmenes de corrupción.

Los que afirman que la intolerancia y sus secuelas son obra de las religiones olvidan que tal vez las peores muestras de intolerancia que se dieron en el siglo pasado, que fue sin lugar a dudas un siglo asesino, se dieron en regímenes totalitarios francamente antirreligiosos o, por lo menos, anticristianos. El fascismo y el nazismo bien podrían calificarse como neopaganos. Por su parte, el comunismo era y es decididamente ateo. No sobra recordar que los autores de “El Libro Negro del Comunismo” le adjudican la responsabilidad de no menos de cien millones de víctimas.

Corre parejas con esta idea que estoy comentando la de que la creencia en la verdad conduce necesariamente al  totalitarismo, por lo cual, a fin de garantizar la libertad, es necesario optar por el relativismo.

Alguno dice explícitamente por ahí que se debe sustituir la enseñanza de la verdad por la del conocimiento crítico, como si ésta no postulase cierto criterio de lo verdadero y el modo de identificarlo.

Es cierto que la experiencia del totalitarismo ha llevado a pensadores tan influyentes como Karl Popper e Isaiah Berlin a sostener que la creencia en verdades absolutas conlleva la tentación de imponerlas por la fuerza, prescindiendo así del diálogo racional y el respeto por el pensamiento ajeno.

Pero, guardando las consideraciones que merecen esos distinguidos y meritorios maestros del pensamiento, cabe objetar de entrada  que esos enunciados suyos aspiran, a su vez, al rango de verdades absolutas y, por consiguiente, también podrían ser fuente de tendencias totalitarias.

De hecho, los creyentes, sobre todo los católicos, estamos sufriendo hoy la opresión de un totalitarismo relativista que pretende excluírnos del espacio de la razón pública, aduciendo que las consideraciones religiosas y morales no pueden tener peso alguno en las decisiones políticas y la normatividad jurídica resultante de las mismas.

En estos días un trinador trajo a la memoria lo que dijo Bertrand Russell acerca de que el advenimiento de la ciencia trajo consigo la erradicación de la superstición. Me atreví a responderle que más bien lo que ha producido son nuevas supersticiones, como lo es en efecto la del cientificismo.

Un aspecto significativo de esta superstición es la creencia según la cual las decisiones políticas y las normas jurídicas pueden basarse exclusivamente en datos científicos, como si los mismos arrojasen criterios indiscutibles a la hora de pronunciarse sobre temas axiológicos. Y si éstos constituyen la materia propia de la política y el derecho, tal parecería más bien que los resultados de las ciencias positivas apenas son elementos, ciertamente importantes, que ameritan considerarse para lo que a dichas disciplinas concierne, pero no los únicos ni los determinantes.

Cuando el Evangelio, con su proverbial sabiduría, dice que “Sólo la Verdad os hará libres” y habla, además, del “Camino, la Verdad y la Vida”, señala que aquélla es elemento inexcusable de la realización plena de la persona humana. No podemos, por lo tanto, renunciar a alcanzarla, so pena de frustrar nuestra existencia.

A despecho de los alegatos de Popper, la ciencia positiva se basa en la idea de alcanzar verdades contundentes e irrefutables. Que lo logre, es cosa distinta. Pero, por lo menos, hemos de reconocer que nos aporta verdades definitivamente adquiridas, como la de que la Tierra gira alrededor del Sol o el agua hierve a cien grados de temperatura.

El gran debate versa más bien sobre la posibilidad de dar respuesta racional al cuarto gran interrogante de Kant:¿Qué es el hombre?

Pero, si confiamos en la posibilidad de que la observación y el razonamiento nos aporten conocimientos dotados de buenas bases acerca de la naturaleza, ¿por qué nos empecinamos en negar la posibilidad de alcanzar verdades morales sobre la realización plena de la persona humana y la buena ordenación de la sociedad con miras a ello?

Son temas que traigo a colación para invitar a que se reflexione sobre ellos.