lunes, 21 de noviembre de 2011

Jugando con la civilización

Según Chesterton, no podemos hablar propiamente de la Civilización Cristiana como una realidad histórica, sino como un proyecto inacabado y, en puridad de verdad, inalcanzable.

Los creyentes pedimos al rezar el Padrenuestro “Venga a nosotros tu Reino”, pero bien sabemos, tal como nos lo enseña el Evangelio, que el Reino de Dios está en el interior de cada uno de nosotros y desde ahí se proyecta hacia las comunidades y el mundo que nos rodea.

Sin embargo, sólo de los santos puede predicarse que dan sólido testimonio de la presencia de Dios en el plano existencial en que nos movemos. Los demás apenas exhibimos tenues señales de la acción redentora del Creador, que aspira a que todos elevemos nuestro espíritu hasta su presencia, pero sin lograrlo a cabalidad.

Ni siquiera en las comunidades religiosas se realiza satisfactoriamente el Reino de Dios. Muchísimo menos será posible afirmar que haya alguna formación político-social que merezca que se la identifique con el propósito de divinización del ser humano que anima a la Creación.

No obstante, la Civilización Occidental, desde sus orígenes hasta el Renacimiento, se desarrolló tratando de inspirarse en el Cristianismo.

A lo largo de unos mil años, la cultura, las costumbres, los ordenamientos morales y jurídicos, la organización política, el sistema económico, la familia y hasta la vida cotidiana de las gentes, sufrieron el influjo del pensamiento y la sensibilidad cristianos, si bien éstos tuvieron que convivir con los remanentes del mundo clásico y del mundo bárbaro.

La cristianización del uno y del otro nunca se afianzó del todo, pues siempre quedaron en las distintas comunidades tradiciones más o menos ocultas que eran refractarias a la hegemonía cristiana o actuaban dentro de ésta de manera solapada.

A partir del siglo XV, esas corrientes subterráneas fueron horadando paulatinamente los cimientos de la Cristiandad, primero a título de herejías o disidencias cristianas, luego como tendencias post-cristianas y, al final, como fuerzas radicalmente anti-cristianas que han terminado configurando lo que un obispo norteamericano recientemente denominó una “ateocracia”.


Toda sociedad global se inspira en alguna concepción del mundo que en sentido amplio puede considerarse como de índole religiosa. Así ocurre incluso con la contemporánea, que en buena medida pretende ignorar y hasta erradicar de su repertorio de ideas y valores los componentes religiosos, pero en el fondo adhiere a cierta religiosidad que no es osado calificar como neopagana.


Desde esta perspectiva, bien podría considerarse que en la actualidad la Civilización Occidental sufre una profunda división que afecta sus cimientos mismos. Esa división enfrenta a cristianos y neopaganos. Y aunque numéricamente los primeros parecen superar a los segundos, éstos controlan los hilos del poder en sus distintos escenarios. El neopaganismo, en efecto, reina en las elites occidentales.


No faltan los que saludan con entusiasmo esta evolución, pensando, quizás con exceso de optimismo, que con ella podría retornar triunfante el espíritu de la Antigüedad grecorromana o instaurarse un modelo más perfeccionado de la misma, como si aquélla suministrase un arquetipo de ordenación de las sociedades que fuera digno de seguirse, por lo menos en sus aspectos básicos.

Se olvida que el esplendor del mundo clásico sólo llegaba hasta una estrecha minoría, pues las grandes masas estaban sometidas a la más ominosa esclavitud.

Hay mucha tela para cortar alrededor de estos tópicos. Lo que me interesa debatir  en este momento toca con lo que se perdería si el Cristianismo desapareciera del mundo occidental.

No haré referencia a los tesoros artísticos, conceptuales y literarios que suelen identificarse sin más con la cultura, como si ésta no fuese algo de mayor calado que penetra las actitudes y los comportamientosde las personas.

Son precisamente estos últimos los que creo que merecen examinarse. La pregunta podría, entonces, plantearse de este modo:¿Cual sería el efecto para las sociedades de la desaparición de todo ingrediente cristiano en las actitudes y los comportamientos de los individuos?


La vida cristiana apunta hacia la santidad. Es, lo repito, un ideal difícil y quizás irrealizable para muchos, pero actúa en la vida práctica tratando de mejorar la calidad de las personas.

Pensemos, por consiguiente, en las consecuencias que acarrearía no sólo el que ya no hubiese santos, que todavía los hay, sino que nadie tratara de ser como ellos, así fuese de modo muy deficiente. Más precisamente, ¿cuáles serían los efectos que para las comunidades y los individuos podrían derivarse del hecho de que nadie se aplicara a obrar desinteresadamente en función de elevados ideales y con sentido místico? O mejor, ¿qué sucedería si toda la gente se comportara en razón de cálculos utilitarios, dando sólo lo correspondiente a lo recibido y tratando de sacar para sí la mejor tajada en todas las situaciones?

Los que se esmeran en ser mejores no sólo dan ejemplo que anima a otros a seguirlos. Hacen el bien, aportan en la medida de sus posibilidades a la calidad de vida de sus semejantes, colaboran con la obra del Creador.

Podrían multiplicarse las hipótesis en torno del deterioro que sobrevendría en todos los órdenes si de tajo se arrojasen por la borda las lecciones morales del Cristianismo.

Pensemos, por ejemplo, en la política. La tradición cristiana la concibe en función de un concepto venerable que cada vez se desconoce más, el de bien común. El pensamiento actual pretende sustituirlo por la utilidad pública, el interés social, la voluntad mayoritaria, los derechos despojados de todo sentido moral. Pero si se pierde de vista que la acción política debe promover el logro de bienes, necesariamente se la degradará, como en efecto viene sucediendo.

Otro aspecto de la cuestión se refiere a que si el gobernante deja de considerar que debe responder de sus actos ante instancias más altas, como la de Dios, probablemente fallen todos los demás frenos instituidos para controlarlo. La vieja idea cristiana según la cual los reyes debían responder ante su conciencia y, en últimas, ante Dios tal vez implicaba un mecanismo de control más eficaz que los frenos y contrapesas cada vez más sofisticados que contemplan los ordenamientos contemporáneos.

En lo que concierne al sistema jurídico, el pensamiento cristiano siempre sostuvo la idea de una justicia trascendente de orden natural, racional y, en últimas, divino, en la que aquél debe inspirarse.

La gran batalla del positivismo jurídico se libró para combatir esa idea, en aras de la autonomía del derecho frente a la moral. Pero pronto se vio que aquél no puede fundarse en sí mismo y que es necesario que se lo elabore teniendo en cuenta referentes superiores que le otorguen respetabilidad y fuerza de convicción racional.

Y como el pensamiento secular ya no acepta las categorías cristianas, ha tratado en vano de reemplazarlas con otras que carecen de la solidez de ellas. El humanismo laico que pretende ocupar el lugar del personalismo cristiano deriva en un relativismo que impide dar razón de los contenidos jurídicos. La justicia que debería inspirarlos no pasa de ser una convención e incluso una imposición.

¿Qué sucede cuando la economía se rige estrictamente por el cálculo racional, concebido éste en meros términos utilitarios también ajenos a todo sentido moral?¿No es elocuente al respecto el desorden en que se debate hoy la economía mundial?

Y qué decir de la familia y las costumbres sexuales, también cada vez más desordenadas.

A menudo les decía a mis estudiantes: piensen en lo que para ustedes representan sus hogares, el contar con padres que se esmeran en cuidarlos y sacarlos adelante a menudo heroicamente, el ejemplo y los consejos de los abuelos, etc.

Pero la fuerza moral de los hogares se robustece y actúa sobre la base de la abnegación, el sentido de responsabilidad para con los hijos que llegan al mundo, la fidelidad y el respeto, todo lo cual se torna en extremo difícil en medio del ambiente deletéreo que los libertarios pretenden imponer so pretexto de la sagrada autonomía de los individuos.

Admitamos en gracia de discusión que los cánones cristianos en estas materias son extremadamente exigentes, en especial los católicos. Pero sobre ellos se ha construído una civilización.

Preguntemos ahora si es posible edificar otra sobre los cimientos movedizos del relativismo moral que postula la regla masónica de “Haz lo que quieras”.

En fin, preguntemos por la desaparición de la virtud de la caridad, suplantada por una vaga filantropía, o la de la esperanza que se cifra
en el triunfo sobre la muerte que promete la resurrección del Señor.

Privemos a los pueblos de toda creencia en la vida futura y en la justicia divina, cercenémosles toda noción de lo sagrado, convenzámoslos del dogma sartreano que proclama que la vida es una pasión absurda, para luego interrogarnos acerca de cómo podríamos gobernarlos.Veremos entonces que lo que las elites occidentales proponen en materia de civilización no es otra cosa que un salto al vacío.

martes, 8 de noviembre de 2011

El Nuevo Orden de los Bárbaros

Hace varios meses les sugerí a mis lectores que entraran a un sitio de internet que contiene un documento estremecedor divulgado por la periodista norteamericana Randy Engel, quien dice que su lectura le cambió su modo de ver la vida.

Un amigo lo hizo traducir al castellano con el título que encabeza esta nota.

Se lo puede consultar en el siguiente enlace: https://docs.google.com/document/d/1vAhIxrt-QCa37Jv-KxGuCCjV9tQIIaL_u1mNWERZtl4/edit

Éditions Saint-Remi acaba de publicarlo en francés y ofrece un extracto que se puede leer en http://www.saintremi.fr/medias/extraits/le_nouvel_ordre_des_barbares_extrait.pdf

El documento contiene la transcripción que hizo el Dr.  Lawrence Dunegan de una conferencia que les dictó el Dr. Richard  Day a los estudiantes de Medicina de la Universidad de Pittsburg en 1969, en la que aquél anunció como cosa ya decidida, sin decir por quién o quiénes, todos los pasos de la profunda y devastadora revolución cultural que se ha llevado a efecto en las últimas décadas, a través de la que se han desmoronado los cimientos de la civilización cristiana en aras del NOM (Nuevo Orden Mundial).

En el sitio http://www.barruel.com/index.html, los interesados podrán enterarse de quiénes son los promotores de esta revolución, que para no pocos creyentes exhibe visos apocalípticos y pone de manifiesto que nos hallamos en el fin de los Tiempos.

Ahí se menciona a un tal Pierre Simon, quien dice:

“Después de 40 años, el combate que siempre hemos  librado es el mismo: contracepción, liberación de los comportamientos sexuales, aborto, homosexualidad y eutanasia”.

¿A quiénes se refiere?

Paul Gourdau, alto dignatario masónico, no deja lugar a dudas. Según cita que se encuentra en el mismo sitio, afirma:

“Es importante comprender hoy que el combate que se libra actualmente  condiciona el porvenir, más aún, el devenir de la sociedad. Él reposa sobre el equilibrio de dos culturas,: la una fundada sobre el Evangelio y la otra  sobre la tradición histórica de un humanismo republicano. Y estas dos culturas son fundamentalmente opuestas”.

El programa que enuncia Pierre Simon coincide paso a paso con los anuncios de “El Nuevo Orden de los Bárbaros”.

El punto de partida es la limitación de los nacimientos, fundada en la necesidad de poner coto a la explosión demográfica, que acaba de registrar el nacimiento del individuo humano número 7.000.000 ante el desconcierto y la alarma de la elite económica mundial.

Sobre el particular, se puede consultar un esclarecedor artículo que se encuentra en el siguiente enlace:

http://forosdelavirgen.org/35760/la-agenda-de-poblacion-de-la-elite-mundial-bajar-de-7-mil-millones-a-500-millones-2011-10-30/emailpopup/

Esta agenda de población no sólo tiende a que la misma no crezca, sino a reducirla a cifras extravagantes. Por ejemplo, Ted Turner, fundador de CNN, propone que esa reducción podría ser del 95% de los niveles actuales, algo más radical que el 90% que sugiere Gorbachov.

Se aduce que el planeta Tierra sólo estaría capacitado para alojar unos 500.000.000 de seres humanos, de lo que se sigue que el tamaño actual de la población hace imposible alimentarla y puede provocar además una crisis ecológica no sólo inmanejable, sino destructiva de nuestro habitat.

Los mayores obstáculos que se oponen a la reducción de la población son, por una parte, la fuerza del instinto de conservación de nuestra especie y, por otra, la que nos impele a reproducirnos. Por consiguiente, si este proyecto tratara de aplicarse por medios coercitivos, estaría abocado al más rotundo de los fracasos. De ahí que se lo esté instrumentando de modo paulatino, principalmente a través de la revolución cultural, cuyo medio más expedito es la propaganda que manipula las mentes y los comportamientos.

La consigna que la anima es esta:"Sexualidad sin reproducción; reproducción sin sexualidad”.

La primera parte de la consigna ya es una pauta cultural inamovible en muchas de nuestras sociedades. Por distintos medios se ha desligado el ejercicio de la sexualidad de los cánones morales que antaño la restringían, dándoles a los individuos la ilusión de libertad en lo que constituye el objeto más atractivo de su deseo y desligándolos de las responsabilidades que  tradicionalmente les acarreaba su satisfacción.

La revolución cultural pone por encima de todo el goce sexual, sin importar cómo, cuándo ni con quién o quiénes, salvedad hecha de algunos supuestos tabúes que todavía subsisten respecto de la protección de la inocencia y la integridad física de los párvulos. 

Este llamado a la promiscuidad es, por supuesto, incompatible con la estabilidad del vínculo matrimonial.

Dado que a éste  se lo pretende privar  de la función  reproductiva, la idea que se aspira a imponer al respecto es más bien la de su informalidad, transitoriedad y  versatilidad, de modo que al no pensárselo en función de la prole, quedaría tan sólo como algo meramente utilitario. De hecho, la unión conyugal ya se concibe ante todo en función de los bienes a repartir, la destinación de los beneficios de la seguridad social y las cargas pecuniarias que debe soportar cada parte en beneficio de la otra.

Lo anterior significa, lisa y llanamente, la destrucción de la idea de familia sobre la cuál se edificó nuestra civilización. Ahora se habla de familia monoparental, homoparental, etc., como si todas las variedades posibles de vínculo conyugal fuesen igualmente valiosas. Por ende, su carácter sagrado queda reducido a algo apenas convencional.

La revolución sexual lleva a cabo la consigna de las sectas ocultistas que actúan más allá de la Masonería regular, según la cual la ley suprema del obrar humano consiste en que cada uno haga lo que quiera. Dichas sectas adornan sus prédicas con la idea de una sexualidad sagrada que se vincula con las nociones de iluminación que ha cultivado el Gnosticismo a lo largo de siglos.

Es asunto que no puedo tratar ahora y lo remito, por lo pronto, a una fuente masónica insospechable, “Bajo la senda de Lucifer”, de Gabriel López Rojas, que mencioné en un escrito anterior. También recomiendo “Blood on the Altar-The secret history of the most dangerous secret society”, de Craig Heimbichner (Independent History and Research, Coeur d’Alene, Idaho, 2005), libro impresionante como pocos.

Esas ideas acerca de la sexualidad sagrada rematan en la apología de la homosexualidad, so  pretexto del ideal andrógino.

Desde el punto de vista práctico, esa apología de la relación homosexual conlleva la realización de la mencionada consigna de sexo sin reproducción, que satisface los apetitos carnales sin el riesgo de que aumente la población. No importan los otros efectos, como el sida, por ejemplo, pues “El Nuevo Orden de los Bárbaros” contempla las enfermedades y las adicciones como soluciones interesantes para aminorar la duración de la vida humana y asegurar la supervivencia de los más aptos.

Señalé en un artículo anterior sobre los argumentos en favor del aborto que, en últimas, este se impone como un medio de control natal que viene acompañado de implicaciones eugenésicas. Éstas tuvieron mucho peso en el trasfondo del famoso fallo Roe vs. Wade con el que la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos le dio arbitrariamente al aborto el carácter de derecho fundamental de la mujer.

Se quiere impedir que la especie humana se reproduzca libremente, sea por las buenas o por las malas. Lo primero se obtiene por obra de la propaganda, la educación y la promoción de contravalores culturales que poco a poco han ido produciendo cambios en la mentalidad de la gente. Pero hay también un plan B para imponer el control natal de modo coercitivo, como sucede en China con la política del hijo único y el aborto forzado. Y entre ambos extremos hay toda una gama de instrumentos tendientes a lo mismo, mediante los cuales se presiona más o menos discretamente la adopción de políticas y medidas que traten de impedir la llegada de indeseables a lo que el papa Paulo VI llamaba “el banquete de la vida”.

Stephen Knight, en “The Brotherhood-The explosive exposé of the secret world of the freemasons”(Granada Publishing, Londres, 1985), muestra cómo la Orden, que cuenta en Inglaterra con unos 700.000 afiliados, influye en todos los escenarios del poder en ese país, trátese del Parlamento, el Gobierno, la Iglesia, los partidos, las fuerzas armadas, la judicatura, la inteligencia, la policía, la banca, la prensa, los medios culturales, etc. Lo mismo sucede en no pocos países y sobretodo en el ámbito internacional, pues la ONU, en sus niveles altos tanto como en los mandos medios, está prácticamente bajo su control.

No es extraño, pues, que las consignas del NOM se estén imponiendo de modo concertado y simultáneo en todas las latitudes, sin que sea posible oponerse a ellas efectivamente. Ellas constituyen un pensamiento único que traduce lo políticamente correcto, fuera del cual se pierde toda visibilidad. En rigor, se las implanta en virtud de un sistema totalitario que depende de lo que Heimbichner cataloga como una criptocracia, es decir, un gobierno oculto que no es elegido por pueblo alguno y sin embargo los domina a todos.

Como las familias y las iglesias son las instituciones capaces de enfrentar a las criptocracias totalitarias, los esbirros de éstas se han empeñado en destruirlas o, por lo menos, debilitarlas.

La acción deletérea respecto de la familia es algo que ya no se discute. Todo conspira en contra suya y, como digo, lo que se busca que quede de ella es apenas un espejismo, una forma vacía.

Respecto de las iglesias, las acciones pretenden,  erradicar el sentimiento religioso y quitarles toda fuerza a las ideas que lo sostienen, así como penetrar en su interior con miras a controlarlas.

Ya me ocuparé del gran argumento que alega que en el espacio de la razón pública no pueden tener cabida las premisas religiosas, pues ello me obligaría a hacer una larga excursión por los vericuetos de la historia de las ideas.

Ese argumento ya ha convencido incluso a eclesiásticos como el jesuíta Novoa, que hace poco declaró que las políticas públicas en materia de aborto no pueden inspirarse en consideraciones religiosas, pues ello implicaría violar el principio de libertad de conciencia que consagró el Concilio Vaticano II. Por esa vía, se impone lo que el obispo James D. Conley acaba de llamar una ateocracia activamente hostil a la fe y las creencias religiosas, sobre todo las cristianas (vid.http://wdtprs.com/blog/2011/11/bp-conley-on-atheocracy-and-growing-hostility-to-religion/).

El otro recurso es la infiltración de las iglesias. La más refractaria a ello es la Católica. No obstante, se cree que en la alta jerarquía vaticana obra una logia que agrupa a cardenales y dignatarios de elevado rango. De ello se ha ocupado el padre Luigi Villa, cuyas denuncias alcanzan incluso a los papas Juan XXIII y Paulo VI.

Los interesados pueden consultar el libro de Pierre Virion que lleva por título “La Masonería dentro de la Iglesia” en el siguiente sitio: https://docs.google.com/open?id=0BzyESdUTh5baZjM0ODFlZGMtZDQ2ZS00ZWRjLWJjMGMtYTQ3NDQ3OTEwMmQ2

En “El Nuevo Orden de los Bárbaros” se anuncia el plan de sujeción de la Iglesia Católica al NOM, el cual, como todos los demás, se está cumpliendo meticulosamente de acuerdo con lo previsto. La meta es una religión mundial que se base no en la trascendencia de Dios, sino en la adoración del hombre. Es el humanismo que el citado Gourdau considera incompatible con el Evangelio.

Hace algunos años vi  “La invasión de los nuevos bárbaros”, una película canadiense que fue bien recibida por la crítica. Ignoro si la similitud con el título del documento que estoy comentando  es casual, pero lo cierto es que su tema coincide con el mismo. Trata, en efecto, de un enfermo terminal que explícitamente rechaza la asistencia religiosa y, después de una serie de peripecias, se somete alegremente a la eutanasia que le aplican unos amigos que lo sacan del hospital. El mensaje es nítido: la eutanasia es algo que ha de asumirse con alegría cuando ya no es posible seguir gozando de la vida. Lo mismo se dice en “El Nuevo Orden de los Bárbaros”: cumplido el ciclo, hay que cederles a otros el turno de vivir.

El capítulo X del libro de Heimbichner merece especial atención. Las manipulaciones genéticas que pretenden hacerse en nombre de la libre investigación científica y su aplicación para atenuar las dolencias de la humanidad, tocan con el propósito de llevar a cabo el “Proyecto Golem” que, inspirado en los delirios de los antiguos cabalistas, figura en la agenda de quienes han seguido los pasos de científicos satanistas como Jack Parsons. Recordemos que el Golem es una criatura fantástica que figura en el Sefer Yetzirah, el más viejo de los libros de la Cábala.

No sería extraño que la reproducción sin sexualidad que predica el documento de marras tenga que ver con estas fantasías, a las que se presta el mayor conocimiento que hemos adquirido a partir del desciframiento de la composición del ser humano.

Para terminar por ahora, me tomo la libertad de compartir con los lectores la tesis con que Pablo Victoria se doctoró con honores en la Universidad Complutense de Madrid, titulada “Los instrumentos del Nuevo Orden Mundial: el Derecho, la Economía, la Ciencia, el Lenguaje y la Religión en la sociedad del siglo XXI”(http://eprints.ucm.es/8583/1/T30695.pdf).