lunes, 5 de noviembre de 2012

Convicciones, lealtad y gratitud

En Youtube quedan huellas de la discusión que dos personajes acerca de los que bien puede decirse “que entre el diablo y escoja” sostuvieron a través de la radio Caracol.

El debate enfrentó a Juan Manuel Santos y Darío Arismendi cuando aquel, en su campaña presidencial, se sirvió de un locutor que imitaba la voz de Uribe para invitar a que se votara por él.

Por esas mismas calendas, el propio Santos asumió el papel de Uribe para presentarse ataviado con sombrero aguadeño y poncho de algodón, el que los arrieros antioqueños llamaban mulera.

Arismendi, que no es conocido propiamente por sus escrúpulos, se escandalizó con esa burda patraña y le dijo a Santos públicamente que esa era una picardía. Santos respondió haciendo alarde de cinismo:"A mí me gustan las picardías".

El comportamiento de Santos durante su campaña presidencial mostró el talante moral de lo que iba ser su gobierno, duramente señalado por Luis Carlos Restrepo como “el gobierno de la mentira”. Hay que añadir que concomitantemente con ella, es el del disimulo, la deslealtad y la traición.

Bien dijo hace poco Oscar Iván Zuluaga, en declaraciones para El Espectador, que no le aceptó el ofrecimiento que le hizo del cargo de ministro del Interior porque “Uno en política tiene que tener convicciones, lealtad y gratitud”, que es lo que precisamente se echa de menos en Santos.

Ya la gente ha olvidado su falta de lealtad con Noemí Sanín y, por ende, con el Partido Conservador, cuando al tiempo que este la proclamaba como su candidata oficial, después de una ardua consulta popular, Santos le armó una disidencia con ayuda de Carlos Rodado y varios destacados personajes de la colectividad azul que hoy se arrepienten amargamente de ese mal paso que dieron.

El mismo Santos que en su deplorable discurso ante la U reclamó en fuertes términos la lealtad partidaria, alentó descaradamente la disidencia conservadora para minar así a su antagonista en la primera vuelta de la elección presidencial.

Es, además, el mismo que, según su portavoz oficial, la revista Semana, disgustado por el mal ambiente que encontró en el pasado evento de la U, "Al otro día llamó a Camilo Sánchez y concretó una comida que tenía pendiente con los 17 senadores liberales, a la cual asistió también el expresidente Gaviria", comida en la que "todo fue una luna de miel y todos quedaron felices"(Semana, Ed. 1592, p. 13).

Después de haberse atribuido mendazmente la paternidad del partido de la U, que dijo haber fundado para que sirviera de vehículo de sus ideas sobre la Tercera Vía, de haberlo declarado “su partido” y de haber exigido en duros términos lealtad para con él y obediencia para sus determinaciones estatutarias, en forma similar a lo que hace años se definió como una “disciplina para perros”, corrió a exaltar a los liberales haciéndose designar por Simón Gaviria como “jefe natural del partido”.

Es dudoso que en la historia de Colombia pueda haberse dado un caso semejante de promiscuidad política, como también es dudoso que el que les jura lealtad a todos pueda ser leal con alguno.

Comenté en Twitter que las palabras de Zuluaga que atrás cité iban dirigidas al “ojo de Filipo” de Santos, pues el distinguido aspirante a sucederlo en la jefatura del Estado, al hablar de convicciones, lealtad y gratitud como presupuestos necesarios para hacer política dignamente, le arrojó muy elegantemente un dardo mortal a quien ha dado muestras de carecer de todas tres.

En su excelente biografía de Rafael Reyes, recordaba Eduardo Lemaitre a esos jefes conservadores de la transición del siglo XIX al XX que hacían política sobre principios asentados firmemente en bases movibles.

El siglo XXI nos da en Santos una muestra cabal de esa caterva de políticos sin convicciones que con la misma retórica e igual tono afirmativo sostienen hoy la conveniencia o la necesidad de una línea de acción, y al otro día, sin ruborizarse, proclaman la contraria.

Santos no resiste la prueba de la “mortal doble columna”, pero se le da una higa que la practiquen, pues cree que el mundo de los políticos no se mueve por las convicciones, sino por la “mermelada” o el látigo de la “disciplina para perros”, y que a la opinión se la manipula por medio de una prensa y una dirigencia empresarial subyugadas y obsecuentes.

Sería interminable la lista de contradicciones en que ha incurrido Santos. Además, dadas las circunstancias actuales de postración moral de la política, ese ejercicio resultaría inocuo, pues solo a la indefensa gente del común, “el oscuro e inepto vulgo”, le molesta que la lleven a votar por unas consignas y los elegidos gobiernen con otras muy diferentes.

Es la gente sencilla la que se escandaliza con la incoherencia de los políticos, pero a estos no los inquieta el sentir popular, pues están convencidos de que los rebaños electorales terminarán obedeciendo a sus falaces consignas, salvo que los hechos tozudos las desvirtúen.

El pragmatismo extremo de esta “realpolitik” deteriora la institucionalidad de modo tal que, cuando llegan los momentos de crisis, fácilmente se viene abajo porque la gente ha dejado de creer en ella.

Santos, como los políticos de su estirpe, ignora que las instituciones reposan sobre fundamentos morales, representados precisamente por la coherencia y la lealtad que dan pie para que se consolide la confianza ciudadana. Cuando esta se pierde, la institucionalidad se hunde, como lo prueba con múltiples ejemplos la historia que Santos al parecer ignora o, al menos, desafía.

En un libro de Guglielmo Ferrero que debería de ser texto de lectura obligada para todos los que aspiren a entender la política y actuar en ella, “El Poder o los genios invisibles que gobiernan la ciudad”, el ilustre historiador italiano demuestra que la legitimidad que sostiene a las instituciones reposa sobre actos de fe, es decir, de confianza de las comunidades. Cuando esa fe se pierde, vienen las crisis de legitimidad que dan al traste con el orden político.

Nuestras instituciones son débiles en extremo y Santos no ha hecho otra cosa que degradarlas. El precio se pagará tarde o temprano.

martes, 30 de octubre de 2012

La mala hora de Santos

Según escribió Armando Benedetti en Twitter, hay que entender que Santos en su discurso ante la asamblea de la U solo pretendió defenderse del abucheo que sufrió de parte de sus malquerientes el  pasado domingo.

Todo parece indicar que cambió su libreto después de enterarse del discurso de Uribe, del rechazo a la propuesta de apoyo a su plan de paz con las Farc y del clima adverso que en contra suya reinaba en el recinto. Y como no tenía un discurso alternativo escrito, decidió improvisar, como si la facilidad de palabra y el autocontrol fueran cualidades suyas.

Pues bien, al hacerlo incurrió en dos gravísimas equivocaciones, pues reaccionó dando muestras de que estaba descompuesto y no midió el alcance de lo que estaba diciendo.

El presidente Ospina Pérez, que era muy sabio, aconsejaba no tomar decisiones con rabia, pues generalmente  de ellas hay que arrepentirse después, tal como le debe de estar sucediendo ahora a Santos con lo que de mala manera dijo en esa ocasión tan poco feliz para él.

Otro presidente sabio, Lleras Camargo, nunca improvisaba sus discursos, pues  tenía clara consciencia de su responsabilidad no solo ante sus oyentes, sino ante el país y, desde luego, ante la historia. También hoy Santos debe de estar lamentando el haber dado rienda suelta a su poco atinada locuacidad en momentos en que toda Colombia estaba pendiente de sus palabras.

Ofuscado por su indignación, resolvió acusar a Uribe de prepararle una emboscada con sus partidarios. De ahí su queja sobre el arma oculta bajo el poncho y la  acusación a su rival de comportarse como un “rufián de esquina”.

Acusar a Uribe de propinar golpes bajos a mansalva, es no conocerlo.

Por supuesto que tan desmedida imputación estaba condenada a caer en el vacío, habida consideración no solo de la personalidad y los antecedentes de Uribe, sino de las condiciones morales del propio Santos, que sí es dado precisamente al golpe artero, tal como lo pueden aseverar, entre muchos otros, Noemí Sanín, Luis Carlos Restrepo y, según dicen, el contra-almirante Arango Bacci.

Esa infame acusación de Santos contra Uribe fue torpe a más no poder, pues muchos recordaron de inmediato que estaba repitiendo con otras palabras lo que precisamente le achacó a él Luis Carlos Restrepo al hablar del fino caballero que bajo la manga guarda el puñal para clavarlo a traición. Olvidó, pues, que en casa de ahorcado no se mienta la soga.

Lo peor fue el lenguaje que utilizó para referirse a Uribe, al calificarlo como “rufián de esquina”.

Yo creo conocer algo de la historia del debate político en Colombia y no recuerdo que un presidente en ejercicio se hubiera referido a un contradictor suyo en términos tan ofensivos y de tan baja estofa.

Esta vulgaridad en el lenguaje es, en realidad, habitual en Santos, quien no ha ahorrado epítetos ofensivos para referirse a sus opositores: “perros”, “tiburones”, “mano negra” y algotro más.

Esta tendencia al insulto barato les ha hecho pensar a no pocos observadores que quizás la muy buena amistad que Santos tiene con Chávez ha incidido en el deterioro de su lenguaje, por aquello de que “al que entre la miel anda, algo se le pega”.

Bien se dice que la ausencia de razones induce la hipertrofia del lenguaje.

El discurso de Uribe fue demoledor por los hechos que expuso y las consideraciones que con base en ellos puso de manifiesto. Desde luego que no le faltó ironía, pero esta es manifestación de inteligencia a la que debe responderse con igual finura. Pero esta no es virtud del modo cómo se expresa Santos, que carece de la donosura que exhibía a raudales su tío abuelo, Eduardo Santos.

No obstante sus limitaciones en materia de expresión, Santos habría podido lucirse si hubiese tomado punto por punto las glosas que le formuló Uribe, mostrando la inexactitud de los hechos en que se basó o la improcedencia de sus razonamientos. Pero estaba enardecido, y un cerebro calenturiento no acierta a dar pie con bola, como se dice en el argot de los futbolistas.

Santos puede exhibir como trofeos las cabezas de los dirigentes de las Farc que ordenó “ejecutar”, según confesó en Kansas, pero hay unos hechos contundentes que muestran los retrocesos en materia de seguridad bajo su gestión. Uribe mencionó algunos de ellos, pero Santos no se dignó refutarlo, tal vez porque ni siquiera los conocía.

Si Santos siguiera la cuenta de Twitter que abrieron unos suboficiales y soldados que están muy descontentos con la situación del ejército, tal vez no se habría atrevido a poner como ejemplo de la alta moral de la tropa el de su hijo Esteban, al que ya graduó de Lancero y, según se dice, está preparando viaje para el Sinaí.

Santos se jacta de la normalización de sus relaciones con Chávez y con Correa, pero no explica el precio que ha pagado ni los riesgos a que está sometiendo al país en su trato con esos “nuevos mejores amigos”.

Por ejemplo, se ha tenido que tragar el sapo de la presencia pública  de los jefes de las Farc y el ELN en Venezuela, sin decir ni mu, y ha salido a elogiar a Chávez como factor de estabilidad en la región, cuando a las claras no lo es, o a defender ante el mundo a la dictadura cubana, para escándalo de los demócratas que piden a gritos libertades para los perseguidos políticos en esa isla-prisión.

¿Qué diría Eduardo Santos si hubiera visto a su sobrino rompiendo lanzas en favor de dictadores caribeños, él que combatió con denuedo por el régimen de libertades y democracia en América Latina y desheredó a Enrique Santos Castillo por su apoyo a la causa franquista?

A Eduardo Santos se lo recuerda como adalid de la libertad de prensa en el continente.

Dio preciosísimos testimonios de dignidad y coherencia con sus ideas al enfrentarse al dictador Rojas Pinilla cuando en un arranque de arbitrariedad clausuró “El Tiempo”.

Y fue precisamente a raíz del homenaje que le ofrendó Alberto Lleras en el Hotel Tequendama cuando la opinión nacional se galvanizó contra los atropellos de Rojas y comenzó el imparable proceso de su caída. El verbo incandescente e inerme de Lleras tocó a somatén para incitar a la resistencia contra el tirano.

¡Qué vergonzoso contraste el que marca con su tío el Santos de hoy que trata de silenciar a los que se atreven a criticarlo, bien sea a través de la mezquina “mermelada” de que habló con obscenidad su exministro Echeverry, ya por obra de la presión ejercida por empresarios poco avisados que le prestan el servicio de  forzar la salida de prestigiosos periodistas , tal como ocurrió con  Ana Mercedes Gómez o su primo Francisco Santos!

La furia presidencial se desató sobre todo por las críticas que se han formulado en torno de sus volteretas y del  proceso de diálogo con las Farc.

Hay muchísimos ciudadanos que consideran, yo creo que con muy buenas razones, que Santos los traicionó al seguir una líneas de acción política que estiman incompatibles con sus promesas de campaña.

En su prepotente fatuidad, Santos cree que de un plumazo les puede tapar la boca diciendo que no es así y que lo que está haciendo fue lo que se comprometió a realizar en el gobierno. Es la torpe estrategia del esposo infiel al que  sorprenden con su amante: ¿de quién me hablan?¿en dónde está que no la veo?

Atando cabos, yo he llegado a la conclusión de que Santos se hizo elegir con una agenda oculta que por supuesto no les dio a conocer a sus electores. Pienso que ya desde la campaña misma andaba con la idea de entenderse con Chávez y con las Farc, así como la de reunificar a los liberales y entregarles el poder. Pero, si lo hubiera dicho, habría perdido las elecciones.

Es difícil encontrar en el DRAE palabras distintas de las de engaño, traición y otras semejantes, no menos duras, para calificar estos hechos. La gente de la calle no es muy sutil en el empleo del lenguaje y por eso trata a Santos con los más hirientes epítetos. El de Judas es suave si se lo compara con otros que se oyen por ahí.

Santos se declara ofendido por ello, pero desafortunadamente para él, resulta difícil convencer al colombiano de a pie de que no le pagaron el voto que en su favor depositó ingenuamente con un “paquete chileno” o lo que “El Nene del Abasto” llamaba el “cambiazo de Paco”.

No dejan de llamarme la atención los candorosos empresarios que salen a menudo, con libretos al parecer prefabricados, a aplaudir las iniciativas de Santos, pues pienso que no están dando buen ejemplo. En efecto, si en el mundo empresarial uno obrase con semejantes dosis de disimulo, para decirlo con un eufemismo, no podría hacer carrera, ya que de entrada suscitaría desconfianza.¿Por qué les piden entonces a las comunidades que crean en quien se hizo elegir probablemente con maniobras engañosas?

Sugiero a mis lectores que busquen en “El Tiempo” de ayer el excelente artículo que escribió Oscar Iván Zuluaga para justificar su escepticismo acerca de los diálogos que Santos ha iniciado con las Farc.

Al igual que muchísimos colombianos de buena voluntad, Zuluaga piensa que la paz es algo de suyo deseable, pero no del modo como pretende logarla Santos. Y lo mismo dijo Uribe en su discurso del domingo, con vehemencia, sí, pero también con sobra de razones. 

Santos, en lugar de esmerarse en rectificar las apreciaciones de sus críticos, responde con agravios y baladronadas. No en vano lo llaman en Twitter “Santinflas”. Y, viéndolo el domingo pasado, no pude dejar de asociarlo con “El Siete Machos” que interpretó hace muchos años el histrión mexicano.

Santos cree tontamente que con hablar de que él representa el futuro la gente le va a extender un cheque en blanco para que gire sobre él como a bien tenga. Y asevera de modo irresponsable que, si fracasa el diálogo con las Farc, solo él sufrirá las consecuencias y al país no le va a pasar nada, cuando ya le están ocurriendo cosas muy graves y, según amenazan las propias Farc, las peores están por venir.

Yo he venido alertando en Twitter sobre los graves precedentes que se derivan de la concepción que tiene Santos acerca del juego político y el manejo de la institucionalidad.

Es mucho lo que tengo que decir al respecto.

Me limitaré por lo pronto a pedirles a mis lectores que abran la Constitución y lean el artículo 127, en la parte que dice que en general los empleados públicos sólo podrán participar en las actividades de los partidos y las controversias políticas “en las condiciones que señale la ley estatutaria”.

Como esta ley no se ha dictado, parece claro que Santos y la brigada de funcionarios que se hicieron presentes en la asamblea del Partido de la U el pasado domingo violaron la perentoria prohibición constitucional acerca de la participación en política.

Ahí le queda, apreciado Procurador Ordóñez, una buena tarea.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Esas abortistas ávidas de sangre inocente

Sea por obra de la mala Constitución Política que nos rige, ya en virtud de un deplorable deterioro de nuestra institucionalidad, en las últimas semanas nos ha tocado presenciar un espectáculo bochornosos como el que más.

Se trata de la confrontación entre la Corte Constitucional y el Procurador General de la Nación, generada a partir del fallo de tutela de tres magistrados que, por el influjo de un grupo de presión abortista  liderado por Mónica Roa, les ordenaron al segundo y a dos de sus subalternas que se retractaran de los conceptos que habían emitido en torno de lo que por un hipócrita subterfugio se viene denominando como “derechos sexuales y reproductivos de la mujer”, en lugar de aborto a secas, y de los efectos de la famosas “pastilla del día después”, que los magistrados insisten en que se los llame “anticonceptivos” y la Procuraduría ha considerado como “abortivos”.

Este evento es uno más de los “choques de trenes” que se han hecho ya proverbiales en nuestra práctica institucional.

Como todos ellos, sus efectos en la salud de la república son desastrosos. De choque en choque llegaremos algún día a alguna solución de fuerza que terminaría dando al traste con nuestro ordenamiento  constitucional.

Por lo pronto, formularé algunas glosas sobre lo sucedido.

La primera tiene que ver con el procedimiento que ha dado lugar a la confrontación, esto es, la acción de tutela.

La pregunta obvia que uno se hace de entrada es:¿se dieron los supuestos constitucionales para el ejercicio de esta acción por parte de Mónica Roa y sus más mil compañeras probablemente no vírgenes ni mártires?

De lo que se ha publicado se colige que todas ellas consideran que las opiniones del Procurador y sus subalternas dizque vulneraron o amenazaron gravemente sus “derechos sexuales y reproductivos”, enmarcados dentro de conceptos más amplios como la vida digna, la salud y otros, de modo tal que las accionantes no tenían otra posibilidad efectiva de ampararlos, sino por medio de la acción de tutela.

Parece lógico inquirir si las peticionarias estaban dentro de las tres causales justificativas del aborto que por sí y ante sí, llevándose de calle la Constitución y la lógica, consagró un funesto fallo de la Corte Constitucional, de suerte que, por las opiniones de la Procuraduría, se les hubiese negado la posibilidad de interrumpir voluntariamente sus embarazos.

También parece lógico averiguar si estaban en plan de tener algún acceso carnal que se viera frustrado por la opinión de la Procuraduría acerca de los efectos abortivos del famoso fármaco, o si lo tuvieron y no pudieron tomarlo por miedo a que la justicia penal hiciese suya esa opinión.

No conozco el expediente sobre el que se produjo el fallo de los tres magistrados, pero albergo la idea de que pasaron por alto lo que el más modesto juez habría mirado de entrada, a saber, si se probaron los supuestos fácticos para el ejercicio de la acción.

Da la idea de que las accionantes ni siquiera se esmeraron en demostrar esos supuestos fácticos y que lo que hicieron, como suele ser ya de usanza, fue plantear unos supuestos hipotéticos, como los siguientes: “si yo quedara embarazada, las opiniones de la Procuraduría me impedirían acudir a la interrupción voluntaria de la gestación” o “si yo tuviera una cópula no podría impedir la concepción sobreviniente porque el Procurador opina que la “píldora del día después” es abortiva”.

Si un humilde juez hubiese otorgado el amparo bajo estos supuestos hipotéticos y en ausencia de todo elemento probatorio, habría hecho el hazmerreír y probablemente habría perdido el puesto o las posibilidades de ascenso en la carrera judicial. Pero si la que decide es nada menos que la Corte Constitucional, entonces hay que inclinarse ante su portentosa sabiduría.

Este asunto no habría ido más allá si hubiese mediado esta elemental reductio ad absurdum que acabo de sugerir y si no fuese porque había tras bambalinas otros ingredientes, como la presión del colectivo abortista, la ideologización de la justicia constitucional y el cometido político de oponerse a la reelección del procurador Ordóñez.

Digo, pues, que acá nos encontramos ante uno de los casos más aberrantes de distorsión y manipulación de la figura de la Tutela que haya sido dable conocer en los más de cuatro lustros que lleva de vigencia.

Veamos la segunda glosa que se me ocurre.

El fallo de los tres sapientísimos magistrados ordena que el Procurador y dos Viceprocuradoras se retracten de unas opiniones, y sugiere que, en virtud de tales retractaciones, las mil y más accionantes ya podrán follar a sus anchas sin temor a quedar en embarazo o, al menos, a no poder impedir su iniciación con la tal píldora, o a interrumpirlo, si derivare en alguna de las tres famosas causales.

Pues bien, ¿tanto poder tienen esas opiniones, tanto caso se le hace a la Procuraduría, tal capacidad tienen sus conceptos para hacer que la justicia penal se ajuste a ellos al pronunciarse sobre causales de justificación del aborto o de casos de uso de la “píldora del día después”? ¿Puede impedir la Procuraduría que las clínicas, los médicos y las droguerías atiendan a quienes demanden la “interrupción voluntaria del embarazo” o la mencionada píldora?

A primera vista, si uno cree que la Procuraduría está equivocada en un concepto dado, hay otros medios más razonables para pedirle que corrija sus apreciaciones e incluso están a la mano las acciones judiciales ordinarias.

Pero acá no se trataba de ser obsequiosos con el rigor jurídico, sino de darle  un “golpe de opinión” al Procurador.

Y acá viene la tercera glosa: la violación en que ha incurrido la Sala, esa sí grave y flagrante, de los derechos del Procurador a las  libertades de conciencia y expresión.

El fallo en comento no solo refuerza la ya ominosa tendencia de los jueces a la dictadura, sino que va más allá, al poner de manifiesto la persecución religiosa en contra de las creencias del Procurador, que son además las de la inmensa mayoría de los colombianos.

Casi al mismo tiempo, la Corte Constitucional, en otra decisión, dispuso que en los documentos oficiales no podrán mencionarse textos bíblicos ni de escrituras sagradas.

Estas dos providencias de la Corte Constitucional marcan pautas claras. So pretexto del carácter aconfesional o laico de la Constitución, se pretende que lo religioso y, específicamente lo cristiano y lo católico, queden relegados a la esfera íntima de la conciencia, de modo que no sean admisibles sus manifestaciones en la esfera de lo público.

Acá hay mucha tela para cortar y por ello será en otra oportunidad que me ocupe a fondo del asunto, pues no quiero fatigar al lector antes de exponer mi cuarta y, por ahora, última glosa.

Me refiero al tema de fondo de la discusión, que es el aborto.

Es tema en el que la discusión se mueve en un ambiente sórdido, pues, como escribí en Twitter, al debatirlo hay que enfrentar a esas abortistas ávidas de sangre inocente.

En mis Lecciones de Teoría Constitucional puse de manifiesto que la doctrina dominante en materia de derechos fundamentales ha perdido el norte moral.

Así se ve en todo lo que concierne al ámbito de las costumbres. Hasta la venerable noción de “buenas costumbres”, que tanta importancia tuvo en el derecho civil a lo largo de siglos, se ha visto relegada al “rincón de los recuerdos muertos”, de que habla un precioso tango de Homero Manzi. Ya ha perdido todo su vigor, pues ha sufrido el embate del relativismo moral que amenaza con desquiciar los cimientos de la civilización en que nacimos.

 

 

domingo, 9 de septiembre de 2012

Las Farc al asalto del poder

La historia es pródiga en casos de grupos minoritarios, pero audaces, decididos e implacables que han logrado tomar el poder en las sociedades gracias a la debilidad, la candidez, el descuido e incluso la traición de quienes tenían el deber de protegerlas.

Es lo que podría suceder en Colombia a raíz del desatinado diálogo que proyecta iniciar Santos con las Farc.

A nadie, salvo que se trate de los turiferarios del régimen, escapa que este proceso empezó mal.

En primer lugar, según dijo Chávez, fue Santos el que le pidió ayuda para convencer a las Farc a fin de que entrasen en tratativas con su gobierno con miras a la búsqueda de la paz. Dicho en pocas palabras, fue él quien izó la bandera blanca, ofreciéndoles prácticamente la rendición.

En segundo término, el Marco Jurídico para la Impunidad que aprobó el Congreso bajo una grosera presión de Santos, de entrada les puso a los subversivos en bandeja la Constitución. De ese modo, lo que  debía ser tema de discusión a lo largo del proceso se convirtió en presupuesto del mismo.

En tercer lugar, Santos comienza estas negociaciones cuando  su periodo presidencial tiene, como se dice entre nosotros, “el sol a sus espaldas” y su gestión ya no goza del apoyo que al principio le brindaron los colombianos, pues lo rodea  una opinión pública dividida que en buena parte se halla  indignada y asustada.

En cuarto lugar, los diálogos se iniciarán con las Farc recuperando terreno frente a un ejército desmoralizado porque, si bien cuenta con un gran apoyo dentro de las comunidades, las tres ramas del poder público se han negado a darle la protección jurídica que requiere frente a sus enemigos agazapados  en la judicatura y los órganos de control.

En fin, el Pacto de La Habana, suscrito dizque por “Plenipotenciarios” de Santos y de las Farc, en vez de tranquilizar, inquieta  por las gravísimas omisiones y concesiones que pone de manifiesto.

Así Santos diga con su habitual garrulería que en este proceso no se incurrirá en los errores de los que hubo en el pasado, con los que ya ha cometido se ve claro que ha quedado a merced de las Farc, las cuales le imprimirán la dinámica que deseen.

¿Qué quieren las Farc?

No es improbable que cuando el proceso haya avanzado lo suficiente, la consigna implícita que anime a sus negociadores sea, parafraseando la de los comunistas rusos en 1917,  la de “Todo el poder para las Farc”.

Las Farc siguen siendo una organización narco-terrorista animada por una obsoleta ideología de corte estalinista. Las autoridades no las han derrotado, sino que les han implorado que se sienten a dialogar. No son comunistas arrepentidos de su ideología y deseosos de convertirse así sea a la social-democracia u otras denominaciones de izquierda moderada. Por el contrario, creen a pie juntillas en los dogmas del totalitarismo y aspiran a imponer el modelo cubano de economía centralizada, planificada y estatizada, así como el régimen de Estado policíaco, democracia de partido único y severísimas restricciones de las libertades públicas.

¿Qué se podría negociar en materia de régimen político, social y económico que no implique el sacrificio de valores fundamentales para ellos y para nosotros? ¿Cómo dialogar mientras las Farc conserven el poder de atacar a las poblaciones, intimidar a las comunidades, cometer actos terroristas, continuar con la práctica de sus mal llamados ajusticiamientos, extorsionar a los empresarios, secuestrarlos, reclutar menores, ejercer el narcotráfico en todos sus aspectos, movilizar a sus milicias urbanas, presionar mediante la violencia a los negociadores del Estado, etc?

El propio Santos, no se sabe si por ingenuidad o por cinismo, ha alertado a los colombianos sobre la necesidad de la templanza frente al incremento de las agresiones tendientes a quebrar la capacidad de resistencia física y moral de las comunidades, sobre todo cuando se presenten dificultades en las negociaciones por exigencias desmedidas de las Farc.

Por otra parte, Santos no le ha explicado al país cuál sería el modus operandi para instrumentar los acuerdos a que eventualmente se llegaría a partir de esos diálogos.

Es claro, a la luz de nuestro ordenamiento institucional, que esos acuerdos tendrían que someterse a aprobación por parte del Congreso en lo que impliquen reformas constitucionales y legales, bien sea para que aquel decida sobre ellos directamente, ora para convocar al pueblo con miras a que sea este mismo el que los apruebe.

Si el término fijado para las negociaciones es de un año, su vencimiento se dará en octubre de 2013, en vísperas del comienzo de la campaña electoral para la elección de congresistas y la que sigue para elegir Presidente.

Los tiempos no dan para que el actual Congreso se ocupe de evacuar esos supuestos acuerdos, a menos que se utilice la vía rápida del referendo que prevé el artículo 378 de la Constitución, caso en el cual su celebración tendría que ser anterior a las elecciones.

Piénsese, pues, en la situación caótica que se presentaría con unas elecciones antecedidas por una campaña centrada en la discusión de esos eventuales acuerdos con las Farc y en las que éstas harían uso de todo su potencial de intimidación contra los partidos políticos, los sectores sociales y, por supuesto, los votantes mismos.

¿Piensa Santos que tendrá todo el poder jurídico y fáctico para imponer por sí y ante sí esos eventuales acuerdos, en los que desde ya podemos predecir que habrá claudicaciones humillantes y desastrosas para nuestra institucionalidad?

Dicen los mentecatos que llevan hoy la vocería del Estado que si este proceso conduce a soluciones negociadas representará ganancias inequívocas para Colombia, como si ya supieran qué es lo que se va a convenir. Agregan que si fracasa, será muy poco lo que se pierda. Cito, por ejemplo, lo que ha dicho el ya conocido por el público como Simón el bobito.

Pues bien, de antemano sabemos que lograr que las Farc acepten una solución negociada implicará tremendos sacrificios de toda índole, a punto tal que el expresidente Betancur ya ha dicho que a la paz hay que llegar a cualquier precio. Pero,¿cuál sería ese precio extremo?¿El de decirles a las Farc que ya ganaron y nos dejen algún irrisorio premio de consolación?

Lo que yo veo venir son los actos de fuerza, las tomas de pueblos y haciendas, las marchas populares, los paros cívicos y nacionales, las huelgas interminables y, en fin, la generación de un ambiente revolucionario acorde con las técnicas de agitación y movilización de masas que los subversivos han estudiado a lo largo de décadas, así como la debilidad de la respuesta de las autoridades, dizque para no afectar los diálogos ni quedar mal con facilitadores y acompañantes como los gobiernos de Venezuela y Cuba.

El expresidente Uribe, como voz que clama en el desierto, ha alertado sobre la estulticia que significa poner al lado de las mesas de negociación a los cómplices internacionales de las Farc, con capacidad de presionar a los representantes del gobierno a fin de que sean tolerantes con los desmanes de aquellas.

Se afirma por ahí que la presencia y el respaldo de la comunidad internacional son prenda de garantía de la corrección de los diálogos, pues las Farc quedarían muy mal frente a un mundo globalizado que ya no ve con buenos ojos el recurso a la fuerza para solucionar los conflictos políticos internos.

Pues bien,¿les duele a las Farc la mala imagen ante la comunidad internacional? ¿Se volvieron decentes de la noche a la mañana?¿Se pusieron la corbata para entrar a ese club?

Y,¿qué es en definitiva esa comunidad, sino una entelequia más o menos difusa, diríase que fantasmal, proclive a tolerar todos los atropellos que la Realpolitik encuentre que no sólo no puede impedir, sino que de algún modo les convienen a  los que la controlan?

Según Santos, los que lo criticamos somos como esos perros que salen a ladrarles a los caminantes intentando desviarlos de la ruta que llevan. Pero ya sabemos que él no se saldrá de la suya, pues su arrogancia y su frivolidad tienen inexorablemente trazado el camino de su tumba. Nada podemos hacer, salvo alertar y lamentarnos, pues no nos será posible ni siquiera prepararnos para el desastre.

Me decía antier un destacado ganadero:”¿a quién podría venderle hoy mis tierras y ganados, si todos los inversionistas están asustados con lo que se ve venir?” Y lo mismo están pensando los que tienen intereses en la minería, en los hidrocarburos, en la agricultura, etc.

Cuando aparezcan las iniciativas de las Farc, avaladas por las mesas que se van a instalar en todo el país, cundirá el pánico de los industriales, los comerciantes, los banqueros y hasta los dueños de los medios que hoy aplauden ciegamente las iniciativas de Santos. Entonces, habrá llanto y crujir de dientes.

¿Piensa Santos que cuando su contraparte, Timochenko, anuncia que los suyos han jurado vencer y vencerán, está simplemente pensando con el deseo y haciendo un discurso de ocasión para el gusto de la galería?

Guerra civil, golpe de Estado, dictadura de un lado o del otro, baño de sangre en los campos de Colombia, no son hipótesis alocadas en estos momentos, sino posibilidades ominosas que cobran viabilidad a partir de la ceguera de un gobernante irresponsable. Repito, no sería la primera vez que algo así sucediera en la historia.

martes, 4 de septiembre de 2012

Justicia+Solidaridad+Reconciliación= Paz

Hay una bella oración que se reza en Santa María de la Paz en la que se pide por la paz que es fruto de la justicia, la solidaridad y la reconciliación.

La paz social es un concepto difícil de definir, por cuanto todas las sociedades son competitivas y conflictivas, pero quizás pueda decirse que la hay cuando los distintos grupos que la conforman aceptan resolver sus conflictos reales o potenciales por la vía del diálogo y, en última instancia, por la de los procedimientos jurídicos.

En el primer caso, todos ellos admiten unas reglas de juego básicas para ventilar sus diferencias.

Cuáles deban ser esas reglas es uno de los temas fundamentales de discusión del pensamiento jurídico-político contemporáneo, tal como se ve en los escritos de Rawls o de Habermas, por ejemplo, en los cuales se privilegian los consensos como referentes supremos de la juridicidad.

En el segundo caso, las partes se someten a reglas que se crean y aplican por terceros en cuya imparcialidad todas ellas confían. Ahí entra en juego la idea del Estado como instancia suprema de solución de conflictos a través de la Regla de Derecho y la administración de justicia.

Puede considerarse que en estos casos se ponen en función, por una parte, la idea de autonomía y, por la otra, la de autoridad. Pero en ambos hay denominadores comunes de confianza, lealtad y seguridad de que lo que se resuelva será respetado por todos.

Muchos creen que la civilización consiste precisamente en que se decidan las diferencias entre los seres humanos por una de esas dos vías o por combinaciones de ambas. Pero cabe observar que también en los pueblos que se consideran primitivos obran eficazmente esos dos procedimientos, y que, en cambio, no siempre en las sociedades que se consideran a sí mismas civilizadas se les brinda a ellos el respeto que merecen.

Muy a menudo, en estas últimas la aceptación de los procedimientos supuestamente jurídico-racionales de prevención o solución de conflictos colectivos es más bien resultado de la imposición de unas partes sobre otras, que, en consecuencia, podrían sentirse discriminadas y  solo a regañadientes terminan sometiéndose a las decisiones que se adopten.

Menciono estas consideraciones a propósito de lo que hasta el momento se conoce acerca del acuerdo a que acaba de llegar el gobierno de Santos con las Farc para iniciar conversaciones con miras a la búsqueda de la paz en Colombia.

Se supone que el resultado óptimo de las mismas conllevaría que los alzados en armas terminarán renunciando al uso de las mismas y desmovilizando sus estructuras, de suerte que en adelante desarrollarán su actividad política con sujeción a los cánones del Estado de Derecho.

Tal como se lee en las publicaciones de hoy, Santos parece pensar que la vía de la paz no se articula a partir del reconocimiento por las Farc de la legitimidad del Estado colombiano ni de la Constitución que lo rige, lo que implicaría para los guerrilleros la sujeción a algún grado de normatividad superior, sino que ambos, autoridades del Estado y guerrillas, se consideran como partes de un conflicto que se sientan a dialogar en condiciones de igualdad jurídica en procura de soluciones de consenso.

Según esto, el tristemente célebre Timoshenko quizás tenga razón en lo que dice de refundar el país por ese camino, lo que significaría entonces que a partir de hoy toda nuestra institucionalidad quedará en veremos. Las Farc la rechazan abiertamente y Santos admite, como premisa de las negociaciones, ponerla entre paréntesis.

No es el mismo caso de 1990 con el M-19, cuando se sacrificó la Constitución de 1886 en aras de la reinserción de sus efectivos y los de otros grupos subversivos, pero sobre la base de que se sometieran al dictamen de las urnas en la elección de una asamblea constituyente y admitiesen, por ende, la supremacía del régimen constitucional.

Los presupuestos sobre los que ha montado Santos esta empresa temeraria darán pie para muchas discusiones. Yo me atrevo a juzgar que lo suyo es de una irresponsabilidad atroz, pero no es a ello a lo que quiero referirme por ahora, sino más bien a las condiciones que plantea la oración que cité arriba.

La primera de ellas es la justicia. No hay que ser muy profundo en el conocimiento del mundo del derecho para advertir que, en efecto, una paz sólida solo es viable a partir de una sociedad justa.

Pero acá comienza el Cristo a padecer, pues si algo hay que suscite opiniones encontradas es el concepto mismo de sociedad justa y el modo de alcanzarla.

Es más, las diferencias de fondo de los regímenes políticos proceden precisamente de las ideas encontradas de justicia en que cada uno se funda. Y lo que se va a enfrentar en las mesas de diálogo que se pretende instaurar es precisamente un concepto de justicia marxista-leninista con unos conceptos que los ideólogos de la guerrilla tildan de burgueses y retardatarios.

Además de la discusión global sobre la idea de justicia, hay otras más concretas que versan en torno de las reivindicaciones de las víctimas del conflicto.

El documento que publicó hoy El Tiempo pone mucho énfasis en las víctimas de supuestos atropellos de parte de las autoridades y de los grupos paramilitares. Pero sesga de un modo muy inquietante el tema de las víctimas de la violencia guerrillera. Y uno se pregunta si hay verdadera preocupación por hacerles justicia, ya que los corifeos de estos acuerdos insisten en que para el logro de la paz será necesario aceptar ciertos déficits y sacrificios en esta materia.

El reino de la justicia es complejo a más no poder y no es con apreciaciones simplistas como debe de abordárselo, pues aquellos con quienes no se obre justamente tenderán a rebelarse contra las estipulaciones que se adopten.

Hay que recordar que la justicia es asunto en el que entran en juego relaciones de la sociedad con los individuos y los grupos que la integran, así como relaciones intersubjetivas. No es, como tiende a creerlo el pensamiento dominante en la actualidad, un tema de derechos individuales absolutos, sino de un delicado equilibrio entre muchos actores sociales.

Ahora bien, esperar ideas razonables de justicia de parte de las Farc es del todo ilusorio. Pero quizás lo sea más esperarlas de Santos y su séquito de tahúres y aventureros.

La segunda condición de la paz es la solidaridad, que va más allá de la justicia, por lo menos si se la mira en sentido estricto.

Si la justicia tiene profundas connotaciones morales, mayores aún son las de la solidaridad, y acá también tiene uno el derecho de preguntarse qué tan dispuesta se halla una sociedad tan impregnada de valores de corte individualista, sobre todo en sus clases dirigentes, a aceptar limitaciones y hacer sacrificios en aras de acciones solidarias que favorezcan la paz social.

Queda la tercera condición: la reconciliación.

Esta condición es la que mayor calado moral tiene.

Puede haber, en efecto, una justicia más o menos convencional y utilitaria, en la que se acepten unos sacrificios a cambio de ciertas ventajas. Puede haber incluso la aceptación de cargas solidarias, también en función de cálculos de probabilidades, tal como lo propone la teoría de los juegos. Pero la reconciliación que resulta de perdonar lo ocurrido y mirar hacia adelante sin desconfiar en los enemigos del pasado reciente ni conservar respecto de ellos sentimientos de odio y de venganza, exige una muy severa disciplina espiritual a la que quizás no esté dispuesto un pueblo al que las clases dirigentes tienen cada vez más corrompido con los valores negativos que promueven los medios de comunicación social y las instituciones educativas.

Bien se advierte, pues, que en la búsqueda y el logro de la paz hay compromisos morales muy severos.

Y lo que uno echa de menos en la iniciativa de Santos es precisamente la idea de que la moralidad haya debido animarla desde un principio, pues nada ha habido más inmoral en la política colombiana, después de lo que sucedió con la financiación mafiosa de la campaña presidencial de Samper, que la traición y el engaño de Santos a su electorado.

Santos dice que este proceso no podrá dilatarse indefinidamente. Todo sugiere que quiere tenerlo listo para aspirar a la reelección en 2014, pero esta premura juega en contra suya y del país.

A las Farc les bastará aplicarle la estrategia del cansancio, pues es Santos el que tiene más necesidad de los acuerdos y, por consiguiente, más ganas de lograrlos. Y si le aplican además la estrategia del incremento de la violencia, el país naufragará, como lo temo, en un baño de sangre.

Hoy me permití recordar en Twitter lo que dijo Raymond Aron cuando Giscard anunció, luego de ganar las elecciones presidenciales francesas, que buscaría entenderse con los soviéticos: “Ese joven ignora que la historia es trágica”.

Santos ya no es joven, pero no ha madurado y se comporta como un adolescente dominado por un sentido lúdico de la existencia. Dicen algunos de sus allegados, en efecto, que es un ludópata. Y está jugando con la suerte de Colombia.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Con el pecado y sin el género

En algún artículo recordé lo que contaba López Michelsen acerca de una conversación suya con Harold Wilson, primer ministro de Inglaterra cuando él ganó las elecciones presidenciales en 1974.

Según López, Wilson le advirtió sobre el riesgo de resultar elegido por un muy amplio margen de votos a favor, pues el triunfalismo podría hacerle creer que podría gobernar como quisiera.

Así le sucedió, en efecto, a López, cuyo gobierno cayó rápidamente en desgracia con la opinión y tuvo que soportar el viento en contra casi desde el comienzo de su período.

Y tal parece que lo mismo le está ocurriendo a Santos, que resultó elegido con la más alta votación en la historia de Colombia, pero de los nueve millones de votos que obtuvo ya le queda menos de la mitad, según dicen las últimas encuestas.

La mayor oposición en contra suya procede del expresidente Uribe Vélez, lo cual exhibe otra analogía con el gobierno de López Michelsen, que tuvo que enfrentar fuertes críticas del entonces expresidente  Carlos Lleras Restrepo.

Claro que hay diferencias en estos casos, pues López había derrotado a Lleras en la Convención liberal de 1973, mientras que Santos logró hacerse elegir con el respaldo de Uribe y sus seguidores. Digamos que López le quitó a Lleras los votos liberales, mientras que Santos se sirvió de los de Uribe.

El enfrentamiento de López con la opinión, que tuvo su punto más álgido con la silbatina con que lo recibieron en Medellín cuando vino a la inauguración de unos juegos centroamericanos y caribeños, fue resultado de la decepción que produjo su talante pugnaz y jactancioso, mas no propiamente de las medidas que tomó, algunas de las cuales constaban en su programa de gobierno, mientras que  otras surgieron de circunstancias imprevistas, tal como la famosa bonanza cafetera de 1975.

El caso de Santos es muy diferente. A varias personas les he escuchado decir que Santos no las decepcionó, sino que las traicionó.

Lo que la gente cuestiona no son solo los resultados de su gestión , que son poco satisfactorios respecto de las promesas que hizo en su campaña presidencial, sino el giro político con visos de voltereta que dio en contra de sus compromisos con el electorado y sin convencerlo previamente de sus bondades.

Cuando uno es aficionado al estudio de la historia y en general de los fenómenos sociales, entiende que hay una dialéctica de la continuidad y del cambio que no es de fácil manejo por los gobernantes, como tampoco de fácil asimilación de parte de los gobernados.

En mis cursos de Teoría Constitucional y Teoría Política solía ponerles a mis estudiantes el caso del general De Gaulle, que volvió al poder con la bandera de la Argelia francesa, la cual tuvo que arriar cuando vio que era imposible mantenerla. Eso dio como resultado que se atentara contra su vida y se presentara el peligro tanto de un golpe militar como de una guerra civil en Francia. Pero De Gaulle hizo lo que responsablemente le tocaba y al final tuvo éxito.

Al fin y al cabo, era un hombre grande, más que por su físico, por sus dimensiones históricas.

Podrían multiplicarse los ejemplos de gobernantes que terminaron siguiendo líneas políticas diferentes y hasta opuestas a las que les prometieron a sus electores. En unas ocasiones, esos cambios fueron provechosos; pero en otras, los condujeron a la ruina.

En lo que a Santos concierne, el tema principal es el cambio de la política de seguridad democrática, con todo lo que la misma entraña, por otra de búsqueda de entendimiento con los guerrilleros a través de los gobiernos de Venezuela y Cuba.

Ya se ve con claridad que ese cambio se urdió desde la campaña electoral misma, de suerte que, mientras les proponía a los electores seguir los lineamientos de Uribe, daba puntadas en otro sentido.

No hubo, pues, una modificación en las circunstancias que diera lugar a que se revisaran las políticas, sino la alteración consciente de estas para buscar propósitos distintos de los prometidos a la ciudadanía.

Dicho en dos palabras, es un caso de doblez y de traición.

Es verdad que una y otra son moneda corriente en el mundo político, a punto tal que a menudo llega a considerarse que en el mismo no rigen los preceptos éticos que las hacen inadmisibles en la esfera doméstica, en la de la amistad e incluso en la de los negocios. No creo, en efecto, que los empresarios que hoy piden apoyo para Santos estarían muy de acuerdo en que sus congéneres obrasen siguiendo sus pautas muy poco ejemplares por cierto.

Pero el desafío a la ética tiene a la postre efectos devastadores en la política, salvo que se convenza a las comunidades de que el bien común o alguna de sus múltiples concreciones posibles saldrían mejor librados con actitudes mendaces y desleales.

El engaño al electorado suscita  gravísimo deterioro  institucional, dado que la fuerza de las instituciones reposa en buena medida no sólo sobre la confianza en reglas y procedimientos, sino en la buena fe de quienes tienen la responsabilidad de dirigirlas.

Esto es especialmente cierto en un régimen democrático, en el que se supone que se gobierna de acuerdo con la voluntad popular expresada mayoritariamente en los procesos electorales.

Si la gente se siente engañada y traicionada, ello  afecta por supuesto la credibilidad de los gobernantes, como está sucediendo con Santos, pero también la del régimen político, según lo señalan tajantemente las encuestas de opinión.

Como lo dijo hace poco Rafael Nieto Loaiza en Medellín, hay una muy inquietante crisis de confianza ciudadana en las autoridades civiles, desde el Congreso, pasando por la Presidencia y llegando incluso hasta las altas Cortes, lo cual contrasta con el amplio respaldo de que gozan en cambio las Fuerzas Militares.

Salvo que un golpe de suerte le dé un nuevo aire, todo parece indicar que Santos se está quedando con el pecado y sin el género, pues el ansiado y fementido proceso de paz en que se embarcó a espaldas del pueblo colombiano cada vez tiene menos visos de salir avante, entre otras cosas porque no cuenta con el respaldo de aquel.

Y no es que la paz no sea deseable, sino que hay que buscar el momento oportuno y las estrategias adecuadas para negociarla. Pero Santos ya no tiene el tiempo ni la fuerza política para coronar esa obra. Y si se empecina en ella, terminará inexorablemente hundiéndose él y hundiendo quizás al país en un mar de sangre.

Doblo la hoja para decirles a mis detractores que yo combato con argumentos, no con insultos, descalificaciones, apasionamiento ni prejuicios.

No me importa que digan que soy furibista redomado ni trataré de esmerarme en demostrar que no tengo hipotecada mi libertad de pensamiento.

Demuéstrenme que estoy equivocado y entonces hablaremos, pero mientras tanto no les daré el gusto de contradecirlos. Como lo he dicho en Twitter, evocando la letra de uno de esos tangos bravos que me fascinan, “el filo de mi daga no ha de mellarlo un rastrero”.

Mi pluma desdeñará pues a mentecatos y zascandiles.

jueves, 2 de agosto de 2012

Constitución y Razón de Estado

Los juristas que oficiosa u oficialmente asesoraron a Santos en la solución de la grave crisis constitucional que se produjo a raíz de la reforma a la justicia, invocaron distintas consideraciones en apoyo de la decisión de objetar la reforma y revocarla en sesiones extraordinarias del Congreso.

Algunas de esas consideraciones fueron de orden jurídico y se basaron en una interpretación extensiva del artículo 167 de la Constitución, que autoriza al Presidente para objetar proyectos de ley aprobados por el Congreso, pero calla acerca de los actos legislativos reformatorios de la Constitución.

Se dijo entonces que se trataba de un vacío normativo susceptible de resolverse por analogía, extendiendo a los segundos una solución pensada para los primeros y citando para el efecto un artículo del Reglamento del Congreso que permite precisamente que se acuda a la analogía, pero en lo que no sea contrario a la Constitución.

Pues bien,  como la solución de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias para decidir sobre una reforma constitucional va abiertamente contra textos nítidos de la Constitución, al “Sanedrín de las Raposas”, que diría Laureano Gómez, se le ocurrió entonces la gran idea de sostener que, en tratándose de un caso extraordinario en que está en juego la más elevada conveniencia nacional, el Presidente está autorizado, como dijo el gárrulo fiscal Montealegre, a imponer una “interpretación heterodoxa y progresista” de la Constitución.

Este planteamiento, sin embargo, está muy lejos de ser progresista.

Ya estaba presente en el derecho romano con la fórmula “Salus publica suprema lex esto”, que en buen romance dice: “La necesidad colectiva es la suprema ley”. Y su trasfondo no es otro que la “Razón de Estado”, que tantos abusos e iniquidades legitimó a lo largo de siglos y contra la cual se ha erguido el constitucionalismo moderno.

Dicho de otro modo, lo progresista no es, como cree el Fiscal, que la Razón de Estado vuelva por sus viejos fueros, sino, por el contrario, que se la domeñe y someta.

En efecto, el progreso constitucional que conlleva la madurez de la civilización política entraña la sujeción a derecho,  tanto de las antiguas prerrogativas soberanas de los gobernantes, como de los poderes discrecionales que por la fuerza de los hechos todavía les restan.

De las primeras se ocupa el derecho constitucional; las segundas son tema muy importante de la evolución del derecho administrativo, tal como se advierte en la doctrina sobre la desviación de poder, que procura controlar las atribuciones discrecionales confrontándolas con los motivos y los fines que deben inspirar el buen servicio público.

Me interesa acá el tema constitucional.

Si el Presidente y el Congreso, de común acuerdo, pudieran decidir que para un caso dado no se aplicase la Constitución, ¿qué normatividad aplicarían entonces?

Peor todavía:¿quién y cómo decidiría que se está en presencia de un caso excepcional para el que no rigiera la Constitución, sino una normatividad ad-hoc?

En el evento de que se trata, el barullo lo armaron la prensa, las redes sociales y Santos, pero este resolvió decir después, en su discurso de instalación del Congreso, que fue la primera la que sobreestimó los vicios de la reforma de la justicia.

Entonces, la lectura normativa podría ser como sigue:

"Dado que la Gran Prensa declara por sí y ante sí que una reforma constitucional es inaceptable, el Presidente está en el deber de  pedirle al Congreso que la revoque, así sea de modo extemporáneo, en sesiones irregularmente convocadas y sin que esté autorizado para ello por la Constitución”.

Lo progresista, lo heterodoxo, lo más ajustado a los supremos intereses de la nación será, por consiguiente, presumir que en el ordenamiento constitucional hay ciertas atribuciones implícitas que permiten dejarlo de lado y reemplazarlo por normas ocasionales que suplan sus vacíos o deficiencias para resolver situaciones insólitas o que por la presión de los medios así se las considere.

Pero si la Constitución depende del supremo arbitrio presidencial, ¿cuál será en últimas su fuerza normativa?

Volvemos así al realismo extremo de Karl Schmitt, que sostenía que el poder soberano dentro del Estado reside en la autoridad que de hecho sea capaz de decidir sobre las situaciones excepcionales a través de la legislación de emergencia o de altas medidas de policía.

Lo otro que se pone de manifiesto acá es el extremo poder que se les reconoce a los medios y específicamente a la Gran Prensa, lo que demuestra que nuestra democracia no es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, ni muchísimo menos el de la “Rule of Law”, sino el de otra entelequia: la opinión y, más concretamente, los que dicen orientarla y, en el fondo, la manipulan.

Señalemos otro lunar, que es más bien una verruga, en la faz de esta situación.

Se trata de que Santos y sus ministros son tan responsables como el Congreso y las Cortes por lo sucedido con la reforma judicial. Pero, por una extraña suerte de prestidigitación, los errores gubernamentales en tan delicada materia no sólo no le generaron responsabilidades jurídicas, sino que terminaron acrecentando peligrosamente sus poderes, al autoadjudicarse, dizque con miras a corregirlos, unas competencia en materia de reformas constitucionales que ningún gobierno ha tenido en toda la historia de la república.

Un viejo y sapientísimo principio jurídico reza que nadie puede beneficiarse de su propia iniquidad. Sin embargo, Santos yerra y extrae ventajas de sus entuertos.

¿Habrase visto algo más ofensivo para el buen gobierno y el buen orden de la comunidad en toda nuestra historia?

Le escuché ayer a Rafael Nieto Loaiza en una brillante disertación  que hizo en la Universidad Pontificia Bolivariana  para inaugurar el semestre académico de la Escuela de Ciencia Política, un inquietante comentario sobre las dimensiones de la crisis de la confianza ciudadana en la institucionalidad que registran las últimas encuestas, en las que todas las altas autoridades civiles salen mal calificadas.

Ese descontento tendrá, tarde o temprano, repercusiones en el orden constitucional.

Por consiguiente, es hora de ir pensando seriamente en hacer los ajustes que convengan, no sea que haya que hacerlos después de sopetón y a las volandas, incurriendo en las deplorables improvisaciones de que está plagada la Constitución de 1991.

sábado, 21 de julio de 2012

La política internacional del gobierno de Santos

Se dice a menudo que, pese a sus falencias en lo interno, hay que resaltar los aspectos positivos de la gestión de Santos y su canciller Holguín en el manejo de nuestras relaciones exteriores.

Así lo dan a entender los resultados favorables de las encuestas, incluso las más recientes que han sido más bien negativas para su imagen.

En su discurso de ayer ante el Congreso, Santos se ufanó de que hoy a Colombia se la mira con respeto, gracias, según dijo, a sus “buenas maneras”.

Con esto pretendió lanzarle un mandoble a Uribe, que durante su gobierno nunca condescendió con la “diplomacia melosa” y prefirió siempre llamar al pan, pan, y al vino, vino.

Pues bien, en todo ello hay bastante tela para cortar.

Sea lo primero decir que hay distintas modalidades de diplomacia, cada una de ellas con sus virtudes y defectos.

Como lo enseña Bertrand de Jouvenel, el arte de la política trata acerca de la acción de unos individuos sobre otros individuos. Según él, la raíz de la acción política se expresa en esta fórmula:"A dice a B que haga H". Así se lee en "La Teoría Pura de la Política", Revista de Occidente, Madrid, 1965, p. 145.

Lograr que B haga el H que pretende A es posible a través de distintos medios cuya eficacia depende de las circunstancias.

Esos medios son, en el fondo, el “Garrote” y la “Zanahoria”, o alguna de las múltiples combinaciones posibles de una y otra. Lo ideal es que la conducta que A espera de B se obtenga por la persuasión, pero muchas veces será necesario acudir a la intimidación e incluso a la imposición forzada.

Si bien la diplomacia suele definirse como el arte de la negociación, que normalmente debe adelantarse mediante las “buenas maneras”, en el trasfondo de la misma casi siempre obra algún factor “duro”, capaz de hacerle ver a B que si no obra lo que A desea tendrá que exponerse a sufrir consecuencias desagradables. Entonces, la miel de la diplomacia es apenas un ingrediente de la acción política eficaz, dado que lo que la logra es más bien la decisión nítida y persistente de quien la emprende, es decir, su núcleo de “mano de hierro”, así vaya esta envuelta en “guante de seda”.

Miradas las cosas de esta perspectiva, cabe preguntarse quién es A y quien es B en la acción internacional de Santos, esto es, si en nuestras relaciones con terceros países, especialmente con nuestros vecinos inmediatos, Colombia ha logrado que ellos se plieguen a sus intereses, o más bien, si ha sucedido lo contrario.

¿Tiene claridad Santos sobre los intereses fundamentales de Colombia en la esfera externa?¿Los defiende con claridad y perseverancia?¿Ha logrado que el vecindario los respete y entienda que con nosotros solo podrá haber relaciones armónicas si obran en consecuencia?

Desde el punto de vista político, nuestros intereses fundamentales se cifran ante todo en la defensa de nuestra institucionalidad contra la agresión narcoterrorista de las guerrillas.

A Colombia no le interesa una política expansionista ni hegemónica dentro del contexto americano, ni muchísimo menos en el mundial. Lo que quiere es consolidar su régimen de democracia, libertades y mejoramiento de las condiciones de vida de su población, dentro del esquema de un Estado Social de Derecho. Y lo que espera de sus vecinos y demás “países hermanos” es comprensión y ayuda para superar una gravísima amenaza que, si bien parece ser de carácter interno, evidentemente se apoya en fuerzas externas.

Por supuesto que hay muchos otros aspectos que ameritan considerarse en torno de la identificación de nuestros intereses fundamentales, pero todos ellos reposan sobre la cuestión de la seguridad, sin la cual no podríamos esperar presencia de nuestros productos en los mercados internacionales, ni flujo de inversiones para mejorar nuestra capacidad productiva.

El tema de la seguridad está estrechamente ligado con las drogas, pues el narcotráfico financia a las Farc y es el motor de las bandas criminales que mantienen asolada a la población, fuera de que es el origen de la mayor parte de nuestras dificultades internacionales.

No es exagerado afirmar que, en el fondo, la tragedia colombiana resulta de un problema que no es exclusivo de nosotros ni lo hemos creado, cual es el consumo desenfrenado de drogas por parte de las sociedades más avanzadas, lo que configura, ni más ni menos, una crisis de civilización.

Más aún , como lo han demostrado Eduardo Mackenzie y José Obdulio Gaviria, entre otros, también nuestros problemas de subversión proceden de impulsos externos vinculados con las vicisitudes de la “Guerra fría”.

Cabe preguntarse si la jactancia de Santos acerca de su política internacional y los aplausos que le brindan tanto los medios que conforman la “Gran Prensa” como ciertos dirigentes empresariales tocados de cierta ingenuidad, tienen fundamento sólido, o resultan más bien de una consideración superficial del mundo político, centrada más en lo virtual que en lo real, pues esto último es lo que verdaderamente hay que considerar a la hora de emitir juicios favorables o desfavorables respecto de una línea dada de acción política.

Santos afirma que, gracias a sus “buenas maneras”, hoy somos más respetados que antes. Y, desde cierta enfoque, tiene razón, dado que ya no somos objeto de los insultos y las amenazas de Chávez y de Correa.

Pero, ¿cuáles son sus logros en torno de lo fundamental?¿Ha convertido a Chávez, Correa y compañía en colaboradores eficaces en nuestro empeño por consolidar la seguridad interior y reforzar nuestra institucionalidad?¿Nuestra reinserción en la comunidad latinoamericana nos ha hecho más respetables y ha conseguido una mejor comprensión de nuestras dificultades por parte de de nuestros vecinos?¿Muestran ellos una mejor disposición para colaborar con nosotros en la lucha contra los factores que contribuyen a nuestra desestabilización?

En ninguno de estos temas puede exhibir Santos resultados capaces de  justificar las alabanzas que a sí mismo se prodiga y que corean sus áulicos con entusiasmo digno de mejor causa. Más bien, podemos hablar de inquietantes retrocesos respecto de los avances que había obtenido Uribe con su diplomacia directa y rotunda.

Sería larga la enumeración de los errores que ha cometido Santos en sus relaciones con Chávez y Correa, dizque en aras de superar conflictos con nuestros vecinos e impedir que los  mismos nos lleven a la guerra.

Baste con señalar dos de ellos.

El primero, nuestra sujeción a Unasur, que significa la pérdida de nuestra autonomía en el manejo de las relaciones exteriores, unos riesgos enormes en materia de seguridad y  defensa, nuestra identificación como país dependiente de la diplomacia chavista, etc. Y todo ello, ¿a cambio de qué?, dado que a todas luces los grandes ganadores en los acuerdos binacionales son el dictador venezolano y su carnal ecuatoriano.

Acá viene lo segundo. Santos se precia dizque de haber arrinconado a las Farc en sus madrigueras, en donde, según él, están desesperadas. Pero resulta que, como bien lo apunta Uribe, esas madrigueras, tanto las de los jefes de las Farc como las de los del Eln, están en Venezuela, bien protegidas por Chávez y sus secuaces, a ciencia y paciencia de Santos y su Canciller.

Ayer leí en Twitter dos trinos que me parecieron no sólo muy graciosos, sino bastante atinados. El primero decía que Santos confundió el día de la independencia nacional con el de los inocentes, pues su discurso ante el Congreso no parecía propio del 20 de julio, sino del 28 de diciembre. En el segundo se afirmaba que ese discurso  parecía escrito por Pinocho.

Burla burlando, los dos tienen toda la razón, pero con una salvedad. Santos no es inocente.

Como lo demostrará la publicación de la correspondencia de Tirofijo que proyecta hacer José Obdulio Gaviria en los próximos días, los planes ocultos de Santos acerca de las Farc son de vieja data y, por lo demás, estremecedores. Así sabremos al fin para dónde va; mejor dicho, hacia dónde nos quiere llevar.

sábado, 14 de julio de 2012

Cosas para no olvidar

Monseñor Paolo Romeo, cuando era Nuncio Apostólico en nuestro país, dijo con mucho cariño y mejor conocimiento de causa que en Colombia tenemos una “Cultura de Caracol”,  porque nuestra excitación con alguna noticia grave no suele pasar de una semana. En la siguiente aparecen otras que copan la atención de los medios y los debates, por ásperos que sean, se van diluyendo. Y a casi nada se le hace seguimiento.

Así parece estar sucediendo con dos noticias íntimamente relacionadas entre sí que causaron alboroto hace una semana: la apertura de investigación en la Procuraduría contra el  ministro Vargas Lleras y la denuncia penal que este anunció contra Santiago Uribe Vélez, dizque por haberle armado un complot con testigos falsos pagados por unos esmeralderos, en compañía con un tal coronel Ramírez del que nada se sabe.

La gravedad de la primera salta a la vista.

No es el caso de prejuzgar sobre las imputaciones que le hace la Procuraduría, pero tampoco se las debe ignorar. Son muy serias y el Ministro no se ha tomado el trabajo de ofrecerle al país explicaciones satisfactorias.

Piensa uno que, dadas la importancia de la Procuraduría y la naturaleza de dichas imputaciones, si en Colombia hubiera todavía algo de decencia, el Ministro debería haber puesto su cargo a disposición del Presidente, pues resulta muy delicado desde todo punto de vista que el gobierno asuma el riesgo de una investigación sobre hechos personales de aquel que ni siquiera tienen que ver con sus actuaciones como funcionario de esta administración.

¿Qué sucedería, en efecto, si dentro de algunos meses el ente disciplinario llegara a la conclusión de que Vargas Lleras es responsable de haberse relacionado indebidamente con el paramilitarismo?

Lo más sorprendente es el contraataque del Ministro, pues en lugar de ofrecerles  un parte de tranquilidad a los colombianos por su conducta, se defiende creando un nuevo foco de perturbación, dado que su acción no se dirige propiamente contra Santiago Uribe Vélez y sus supuestos cómplices, sino contra su hermano, el expresidente Álvaro Uribe Vélez.

Cabe preguntar si Vargas Lleras consultó con Santos ese paso tan delicado, o prefirió más bien crear el hecho a sus espaldas.

Si lo primero, se corroboraría entonces lo que insinué en mi último artículo para este blog, en el sentido de que el ataque de Vargas Lleras parece hacer parte de la estrategia de Santos para “sacarle los trapitos al sol” a Uribe y liquidarlo políticamente.

Pero si Vargas Lleras decidió actuar contra Santiago Uribe Vélez a espaldas de Santos, ahí sí que debemos ponernos nerviosos por el doble espectáculo de deslealtad de parte del primero y debilidad de parte del segundo.

Sea de ello lo que fuere, si Vargas Lleras se atrevió a dar este paso, lo hizo porque confía en la docilidad del Fiscal.

Ya éste se mostró obsecuente con el gobierno cuando se reunió con los conservadores para convencerlos de que podían asistir tranquilamente a las sesiones extraordinarias espurias que aquel convocó para sepultar la reforma judicial.

¿Mantendrá la misma obsecuencia en el trámite de la denuncia contra Santiago Uribe Vélez?

De ser así, a este no le quedará otro remedio que el exilio, ampliando de ese modo la nómina de las  víctimas de la persecución político-judicial, como Luis Carlos Restrepo y María del Pilar Hurtado.

El país, en los tiempos recientes, ha revivido una vieja y odiosa figura: la de los proscritos y desterrados.

Por eso digo que la judicialización de la política y la politización de la justicia podrían dar lugar en este caso a nuevas y espeluznantes sorpresas, en detrimento de la tranquilidad de los ánimos y la seriedad de nuestras instituciones.

domingo, 8 de julio de 2012

Las asechanzas del demonio

En su último reportaje con María Isabel Rueda, Santos amenazó veladamente con empezar a sacarle a Uribe los trapitos al sol.

Tal parece que ese designio ya se ha puesto en marcha.

La Cancillería, corroborando algo que dijo Santos, hizo saber que, de acuerdo con un estudio contratado por ella, el 40% de las noticias negativas que se publican en la prensa extranjera sobre Colombia proceden de las Farc, y otro tanto, de los pronunciamientos de Uribe.

Las insidias de esta publicación saltan a la vista.

En primer lugar, por cuanto meten a Uribe en el mismo saco que a las Farc, dando a entender que aquel le hace a Colombia el mismo daño en su imagen que el que le propinan los terroristas. Y en segundo término, porque sugiere que criticar al gobierno es antipatriótico.

Santos y sus áulicos matizan esto último diciendo que Uribe tiene todo el derecho de expresar sus opiniones, salvo en lo concerniente a los temas de seguridad, lucha contra el terrorismo y situación de las Fuerzas Armadas.

A raíz del documento contra el terrorismo que se publicó el jueves pasado en el homenaje a Fernando Londoño Hoyos, Santos resolvió decir que este delicado asunto no puede ser materia de pronunciamientos políticos, por cuanto a su juicio ello implicaría jugar con la sangre de nuestros soldados y policías.

Creo que fue una torpe salida en falso que puso de manifiesto sus debilidades en materia de conceptos y argumentación, a punto tal que no vale la pena detenerse en refutarla.

En efecto, si algún tema amerita hoy discusión pública en Colombia es el de la inseguridad que amenaza a todas las regiones del país. Y, desde luego, no sólo se trata de hablar de ella, sino de las acciones que convendría adelantar al respecto y la crítica de lo que el gobierno ha dejado de hacer o ha hecho mal.

Siguiendo la misma línea, María Isabel Rueda publicó hoy en “El Tiempo” un artículo titulado “¿Qué hace Uribe?”, que sufre de las mismas debilidades lógicas del discurso presidencial y se mete además en honduras de las que difícilmente podrá salirse sin desmedro de su respetabilidad periodística.

A partir de una lectura tan sesgada del discurso de Uribe en el homenaje a Londoño que cuesta trabajo no calificar como de mala fe, resuelve agredirlo adjudicándole  el rótulo de “terrorista político”.

Según dice, el expresidente transita por terreno “cuasisubversivo” , dado que con sus glosas “incita a la desestabilización, a la confusión de los colombianos y a una polarización exacerbada de los ánimos de los opositores.”

Leí de nuevo esta tarde con mucho cuidado ese discurso y nada encontré en él que justifique la censura que hace  la columnista del diario de Sarmiento.

Desde luego que el discurso de Uribe fue severo y vehemente, pero su punto de vista es el de muchísimos colombianos que estamos desconcertados con el rumbo errático del gobierno de Santos y la cotidiana seguidilla de informaciones sobre el deterioro del orden público en toda los rincones de Colombia. Y lo expuso, además, con rigor analítico, sin locuciones altisonantes.

María Isabel Rueda incurre en el vicio ya muy trajinado de otros malquerientes de Uribe, que no se esmeran en refutarlo, sino en tergiversarlo y negarle el derecho de opinar.

La situación de Uribe es similar a la de Churchill antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando, por informaciones que recibió de parte de militares que estaban preocupados por la debilidad de la política de los gobiernos frente a la amenaza hitleriana, abrió el debate y puso en evidencia a los apaciguadores.

Lo que trasuntan los dichos de Santos, las afirmaciones de la Cancillería y el mencionado escrito del periódico de Sarmiento, es el desespero del gobierno, no sólo por la pérdida de su credibilidad, sino porque la guerrilla está recuperando terreno a pasos agigantados y en las Fuerzas Armadas ya es inocultable el malestar por sus equivocaciones.

Basta con leer los manifiestos recientes de los militares en retiro, que por supuesto saben lo que ocurre en el interior de la institución armada y no tienen limitaciones jurídicas para darlo a conocer.

Por ejemplo, un escrito que publicó en estos días el general Ruiz Barrera deja muchísimo que pensar. Dice el general que el Consejero para la Seguridad Nacional, Sergio Jaramillo Caro, tiene más influencia en el gobierno que el Ministro de Defensa, y que dicho funcionario es proclive a la guerrilla. Por consiguiente, considera que es enemigo de los militares.

Un periodista nada sospechoso de uribismo, Edgar Artunduaga, acaba de escribir una nota en que sostiene que el ministro Pearl no cumple las funciones asignadas a su cartera de Medio Ambiente, sino que está dedicado a los contactos en el exterior  con los dirigentes de la guerrilla, supuestamente bajo el patrocinio del gobierno de Venezuela y con asesoría cubana.

Parece inequívoco entonces que hay un doble discurso oficial que resulta “cuasisubversivo” atreverse a denunciar, según el régimen y sus turiferarios.

Ahora bien, como acaba de recordarlo Eduardo Mackenzie en cita de Camus que trajo a colación en un escrito de elogio  a Fernando Londoño, el periodista tiene un compromiso ético incancelable con la verdad.

Llama la atención que María Isabel Rueda no se ocupe de esclarecer estos hechos e incluso, en lugar de manifestar su solidaridad con Londoño por el atroz atentado de que fue víctima hace poco, se ponga del lado de un gobierno que está empecinado en ocultar la verdad sobre sus propósitos y lo que está sucediendo en Colombia.

Señalar como subversivos a los que buscan el esclarecimiento de estas situaciones es, además, un odioso recurso propio de las dictaduras que cortejan Santos y su canciller Holguín.

Se estremece uno cuando ve que una persona como Santos, que hizo carrera en el periodismo y no en cualquier medio, sino en el que a lo largo de décadas fungió como defensor de la libertad de opinión, al llegar al gobierno adopte el estilo de los dictadores que tanto combatió su tío abuelo desde las páginas de El Tiempo, periódico que fue cerrado por Rojas Pinilla dizque por “cuasisubversivo” o “subversivo” del todo.

Pero ni Juan Manuel Santos ni Luis Carlos Sarmiento son Eduardo Santos ni tienen su dimensión histórica.

Volviendo al tema de la Cancillería, creo que el Procurador y el Contralor tienen el deber de investigar por qué un estudio que al parecer es rutinario se hubiera sesgado para utilizarlo por parte del Presidente y la Canciller contra el más conspicuo de sus críticos, el expresidente Uribe.

Bien dijo hoy en “El Colombiano” Rafael Nieto Loaiza que Santos se está arrogando poderes que ningún otro presidente tuvo desde el siglo XIX, salvedad hecha, digo yo, del dictador Rojas Pinilla, al que cada vez se está pareciendo más.

Volviendo al diario de Sarmiento, otra de sus columnistas, vaya uno a saber si conchabada con el gobierno, despotricó hoy contra Uribe, dizque por pretender llevar un pelele suyo a la Presidencia.

Da tristeza ver la falta de seriedad con que se abordan asuntos tan importantes para el país como el surgimiento de un vigoroso movimiento de opinión que aspira a corregir el mal camino que ha emprendido Santos. Dice el Código Civil que la culpa grave es asimilable al dolo, y lo propio cabe afirmar de la ligereza con que se opina de modo tan tendencioso acerca de temas tan serios.

Dejemos de lado por lo pronto los sesgos del diario de Sarmiento, de una de cuyas entidades financieras se dice que resultó beneficiada con el manejo de fondos billonarios para los programas de vivienda del actual gobierno, para mencionar la salida que tuvo en la semana pasada precisamente el funcionario que se cree que otorgó tan jugosa gabela.

Al día siguiente del anuncio que hizo la Procuraduría sobre la apertura de investigación contra el ministro Vargas Lleras por supuestos nexos con el paramilitarismo en los llanos orientales, el investigado salió a acusar a Santiago Uribe Vélez, a un coronel Ramírez que no se sabe quién es y a unos esmeralderos, de urdir con testigos falsos un complot en contra suya para enredarlo con los paramilitares.

Es claro que este asunto es personal de Vargas Lleras, pues no se refiere a su desempeño al servicio del actual gobierno. Entonces, uno se pregunta si tiene el aval de Santos, quien por haber propuesto a Montealegre para el cargo de Fiscal puede tener cierta ascendencia sobre éste.

Dicho de otro modo, una sana política gubernamental aconseja que los altos funcionarios no se escuden en sus posiciones para diligenciar asuntos privados que no tocan con el desempeño de sus cargos. Por consiguiente, deben separarse de estos, con el fin de no comprometer al gobierno y, además, respetar la independencia de los llamados a decidir sus contenciones.

Pues bien, todo indica que Vargas Lleras está actuando ante la Fiscalía con autorización de Santos y de pronto instigado por él, de donde se sigue que el gobierno ejercerá sobre Montealegre toda su influencia para que enrede al hermano del expresidente Uribe en el proceso que ya  declaró que se propone iniciar cuanto antes.

Viendo todo lo que está pasando en estos días, llego a la conclusión de que Santos está dispuesto a sacar a flote todo el arsenal de inmundicia, “los trapos sucios” que dice tener guardados, para destruir el prestigio de Uribe.

No puedo menos que horrorizarme con todo esto.

Tiene toda la razón María Isabel Rueda cuando escribe que “Desde las épocas de la violencia liberal-conservadora no se veía un mapa tan confuso de los bandos que intervienen en la construcción -o en la destrucción- del país.”

Pero este mapa tan confuso no surge, como ella cree, de la oposición de Uribe, sino del avieso propósito del gobierno de Santos de liquidar esa oposición.

Acá vuelvo a la cita de Camus que atrás mencioné: la ética del periodista lo obliga a mantenerse en guardia contra la opresión, a denunciarla, a enfrentarla y a no sucumbir ante ella, sea por sus halagos o por el temor de verse expuesto a sus atropellos.

Le pregunto a María Isabel Rueda si le parece bien que Vargas Lleras permanezca en el gobierno ejerciendo el cargo que más influencia política tiene hoy el país, con posibilidad de influir sobre la Fiscalía en contra de Santiago Uribe Vélez.

La judicialización de la política y la politización de la justicia están a punto de brindarnos un capítulo más escabroso que los de la telenovela sobre Pablo Escobar.

Hace un tiempo escribí en Twitter que “en el alma de Santos espantan”. Ya veremos de lo que es capaz su falta de escrúpulos alentada por la ausencia de reacción de quienes estarían en capacidad de ponerle freno, ya que a la gente de la calle sólo le queda el recurso de quejarse.

No es, por supuesto, un recurso inane, pues de su ejercicio surgen las corrientes de indignación que se están agitando en otras latitudes y bien podrían asomarse a la nuestra en cualquier momento.

viernes, 6 de julio de 2012

Ruindad y abyección

Estas son las palabras que vienen a mi mente cuando trato de calificar los acontecimientos de las últimas semanas en Colombia.

Ya me he referido al comportamiento del Presidente en relación con  la crisis tanto política como institucional que se ha desatado a raíz del aborto de la reforma de la justicia.

Sólo me resta agregar algo sobre las declaraciones que el martes pasado les dio a María Isabel Rueda en “El Tiempo” y a “Caracol Televisión”, para completar el cuadro de un gobernante que, en lugar de responder con altura a semejante crisis, ha resuelto hundirse más en el cieno de su indignidad.

En vez de reconocer con franqueza sus errores y convocar al país a la concordia para superar esta mala hora, Santos prefirió mostrarse altivo y amenazante. Y, para colmo, remató con el más alevoso de  los agravios a su Vicepresidente, que en su lecho de enfermo hubo de enterarse con asombro de que Santos busca eliminar su cargo a través de una reforma constitucional.

El país está notificado: de Santos no puede esperarse ningún gesto de grandeza, así sea fingida. La ruindad campea en la Casa de Nariño.

Pero, si por esta llueve, en el vecino Capitolio no escampa.

Miro hacia atrás y no encuentra mi memoria caso alguno en el pasado colombiano de un Congreso tan abyecto como el actual.

Reitero aquí lo que dije en uno de mis “trinos”: los congresistas votaron como borregos el Marco Jurídico para la Impunidad, confiados en en que a cambio el gobierno les ayudaría con la reforma judicial transmutada en otro marco jurídico para resolverles sus problemas con la justicia, y Santos les quedó mal. No sólo les echó la culpa del estropicio, sino que los obligó a revocarlo de modo que se quedaran con el pecado y sin el género.

¿Qué podemos esperar a partir  de la vileza que se ha enseñoreado en las alturas?

Una sabia sentencia enseña que cuando los que gobiernan pierden el decoro, los llamados a obedecer pierden el respeto.

Las consecuencias de tener una Constitución mancillada tanto en su letra como en su espíritu no tardarán en dejarse sentir.

Ya se han manifestado en unas encuestas que indican que toda la alta institucionalidad estatal se encuentra desacreditada.

De ello dan cuenta en las rechiflas que ha sufrido Santos en sus encuentros con la gente del común. Lo del “Campus Party” hace pocos días en Bogotá es buena muestra de lo que probablemente ocurrirá en lo sucesivo, pues la gente está indignada con el cinismo y el doble discurso del primer mandatario.

Gobierno, Congreso, Cortes: todos a una desprestigiados y sin credibilidad, “cuesta abajo en su rodada” como en el célebre tango de Gardel.

¿Qué hacer?

Ya se advierten en el seno de la opinión callejera unas voces de “indignados” que podrían tomar los rumbos más insólitos, capaces de llevarnos tanto hacia la anarquía como a  la dictadura.

Si  a la cabeza del gobierno estuviera alguien con una pizca al menos de grandeza, se estaría convocando a lo mejor del país para deponer los odios y pensar en soluciones constructivas.

Pero de Santos no cabe esperar que dé lo que no tiene. Y tampoco podemos confiar en que del Congreso, que mostró la hilacha, vengan las luces que en estos momentos de cerrazón podrían guiarnos por buen camino.

Queda Uribe, con todos sus defectos y sus errores, pero compensados con creces con su inmenso amor a Colombia y su sintonía cordial con el alma popular.

Ya salvó una vez a la patria. Ahora le toca liderar un movimiento de opinión que desemboque en la escogencia de un excelente candidato presidencial y unos excelentes candidatos para el Congreso, comprometidos en torno de un programa de reformas que, conservando lo rescatable de la Constitución de 1991 y corrigiendo sus deficiencias, la ponga a tono con las necesidades del presente.

Es una fortuna que Colombia cuente hoy con un líder que goza de un bien ganado prestigio en el pueblo y ofrece ponerse al servicio de una plataforma de centro democrático que no constituye amenaza alguna para ningún sector de la comunidad, salvo los violentos, y procura conciliar las legítimas aspiraciones tanto del capital como del trabajo.

Las consignas de seguridad democrática, confianza inversionista y cohesión social que proclama Uribe mantienen su actualidad frente a un gobierno que, habiéndose hecho elegir con la promesa de seguir trabajando por ellas, las ha desvirtuado con su frivolidad.

No será fácil recuperar el rumbo de la famosa gallinita.

Hay enormes obstáculos para superar, comenzando con la obsesión de Santos y su séquito de sacarle a Uribe los trapitos al sol, al tenor de la denuncia que acaba de hacer el candidato oficial a la sucesión presidencial contra Santiago Uribe Vélez, y con el  propósito de unos congresistas desprestigiados de hacerse reelegir a costa del presupuesto público.

Ignoro si la Gran Prensa, que está hoy en buena parte en  poder de grupos económicos no necesariamente identificados con la vocería de las comunidades, se mantenga en la tónica de continuar desprestigiando a Uribe o, por el contrario, se muestre imparcial y abra espacios adecuados para la difusión de su convocatoria.

En el discurso que anoche pronunció para rendirle homenaje a Fernando Londoño Hoyos por su entereza frente al terrorismo, Uribe hizo un llamado para que en todas partes se integren grupos de apoyo a unas propuestas que no son de exclusión, sino de integración de todos los que estamos preocupados por la necesidad de retomar un camino del que sin razones convincentes nos hemos desviado.

Si ahora estamos haciendo una convocatoria contra el terrorismo, no es por consideraciones de oportunidad electoral ni de intereses partidistas, sino porque Santos y el Congreso han lanzado señales ambiguas que indican que no tienen la decisión de confrontarlo, sino la de concertar con sus actores algo así como una rendición disimulada con el pretexto de la paz.

¿Cómo se la ocurre a Santos decir que el tema del terrorismo debe estar ausente de la discusión pública?¿Qué entiende él por política?¿No han determinado los terroristas el curso de la política colombiana por lo menos en el último cuarto de siglo?¿De dónde saca que los que ponen en cuestión su mala política están jugando con la sangre de los soldados de Colombia, cuando es él quien con su desorientación los  está llevando tanto a ellos como a la gente más desprotegida al holocausto?

Él quiere negociar con los terroristas y con ese propósito forzó la aprobación de una inicua reforma constitucional. Y ellos son los que más provecho están sacando de la confusión en que Santos y sus congresistas  están sumiendo al país.

Hay que reiterarlo: el mejor programa de paz es la derrota del terrorismo. Las señales que hay que enviarles a sus promotores no pueden ser de debilidad ni de apaciguamiento. Por el contrario, deben ser de entereza y claridad. Es, además, lo que el pueblo quiere.

sábado, 30 de junio de 2012

Gato por liebre

La desfachatez de Juan Manuel Santos no tiene parangón en la historia política de Colombia.

Ni siquiera Ernesto Samper Pizano, que es de su misma catadura moral, llegó a tanto con aquello de que el dinero del narcotráfico entró a su campaña presidencial “a sus espaldas”.

Santos acaba de declarar que, con la abortada reforma judicial, el Congreso le metió “gato por liebre”. Insiste, pues, en que lo sucedido al término de la pasada legislatura fue obra de la mala fe de los congresistas, particularmente los de las comisiones de conciliación de Senado y Cámara, y que el Gobierno nada tuvo que ver con el estropicio.

La opinión nacional ve las cosas de otra manera, pues tiene claridad acerca de que los errores cometidos son atribuibles en conjunto al Congreso y al Gobierno.

Por eso, ambos salieron severamente castigados en las últimas encuestas que se publicaron en esta semana.

Si de “gato por liebre” se trata, tal es lo que Santos les metió a nueve millones de confiados colombianos que votaron por él hace dos años y hoy están cobrando conciencia no sólo del error que cometieron, sino del engaño a que se los sometió.

Trato de hacer memoria de algo semejante en nuestro devenir político y, francamente, no lo encuentro.

Hemos tenido presidentes de muchas clases: buenos, regulares y malos, ilustrados e ignorantes, idealistas y pragmáticos, brillantes y de pocas luces, avizores y miopes, pero me resulta difícil encontrar alguno que exhiba tan redomada mala fe, excepción hecha de Samper.

A tan deplorable condición, asocia Santos, por desventura, una temeraria ligereza para hablar, no obstante sus dificultades de dicción, que puede ocasionar desastres y en nada contribuye a apagar los incendios que él mismo ha ayudado a desatar.

“Tartamudo locuaz” llamó Jorge Zalamea en “El Sueño de las Escalinatas” a Laureano Gómez. Pero este era elocuente, incisivo, dialéctico, cultivado. No sucede lo mismo con Santos, que dice tonterías y hace malos chistes.

Todo esto daría pie para que los colombianos, que somos gocetas por condición, nos divirtiéramos a costa suya, pues reírnos de los presidentes es uno de nuestros más preciados deportes nacionales.

Pero el asunto no es para risa, pues envuelve aspectos de enorme gravedad.

Lo primero, el autismo presidencial.

Santos no parece darse cuenta cabal de lo que sucede en torno suyo ni de en qué país vive. Las cosas le resbalan, no se inmuta, las aborda con una frivolidad que espanta.

Lo segundo tiene que ver con su concepción del  mundo político.

Los que en el mismo actúan tienden a considerarlo como un gran escenario teatral y en buena medida están en lo cierto. Pero tras la apariencia está la realidad, que, como decía Lenin en célebre frase, “es tozuda”.

Pues bien, hay políticos que mantienen en la mira siempre los hechos, sea para preservarlos, ya para modificarlos, bien para revolucionarlos. Otros, en cambio, creen que lo importante son las apariencias, lo mediático, lo virtual. Y a esta mala categoría pertenece Santos.

Hay algo peor.

Los políticos, desde luego, son actores que desempeñan sus respectivos papeles ante el público. Unos de ellos son actores de carácter, como un Olaya Herrera, un López Pumarejo, el mencionado Laureano Gómez o los Lleras, por ejemplo. Pero los hay histriones, volatineros, comediantes de ópera bufa. Y, para mal de Colombia, a dicha especie pertenece Santos.

He citado en otras ocasiones un texto del Eclesiastés que advierte contra la puerilidad y la ligereza de los gobernantes en estos términos:

"10:16 ¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es muchacho, y tus príncipes banquetean de mañana! "

La fatuidad de que hace gala Santos lo muestra como un ser inmaduro, veleidoso, de poco carácter y no mucha ilustración, para quien la vida es ante todo un juego de ganar y de perder.

Gente que lo conoce considera que adolece de ludopatía. De ahí que exhiba como una gran virtud, a su mal juicio, la de ser un hábil jugador de póker. Y se cuenta que nombró a alguno de sus compañeros de juego para un cargo de gran responsabilidad dizque por haber sido el único que le ha ganado en las cartas.

Pues bien, de un jugador con alma de adolescente puede esperarse cualquier cosa.

Leí en esta semana una excelente entrevista que le hizo Edgar Artunduaga en Todelar a Roberto Gerlein, el decano de los senadores colombianos.

Gerlein lleva cuarenta años en el Congreso, lo que significa que pocos como él tienen un conocimiento tan detallado y de primera mano sobre lo que ha acontecido en este país a lo largo de cuatro décadas.

En sus declaraciones, se duele del modo como Santos ha manejado esta crisis que, a no dudarlo, es una de las más graves que hemos padecido en mucho tiempo. Y justifica lo que yo no he vacilado en llamar la abyección del Congreso, por el temor a que se lo cierre.

Recordemos algo que dijo Churchill de los que por cobardía eluden las confrontaciones, que se quedan con el pecado y sin el género.

Pues bien, Santos, con escandalosa desvergüenza, le ha echado toda el agua sucia de este bochornoso episodio institucional al Congreso. Y éste ha comenzado a reaccionar, tal como lo muestra la rechifla que sufrió el Ministro del Interior en la Cámara de Representantes al cierre de las sesiones espurias que dieron al traste con la dignidad del máximo cuerpo representativo del pueblo colombiano.

Puede suceder que la confrontación entre Santos y el Congreso vaya subiendo de punto, de suerte que en un momento dado se torne inmanejable.

Entonces, aquél, para el que, como he dicho, la Constitución es una baraja con cartas marcadas, no tendrá escrúpulo alguno para acudir ante el Sanedrín de las Raposas para que le den visto bueno a la clausura del cuerpo legislativo, so pretexto de la suprema conveniencia nacional.

La tormenta no ha pasado, como ladinamente pretende hacer creer Santos. Por el contrario, apenas comienza, porque los congresistas se sienten “humillados y ofendidos”, como en la novela de Dostoiewsky, y soplan en todo el ambiente de la república vientos de indignación que preludian que algo muy grave podría desencadenarse en cualquier momento.

¿Y a quién tenemos al timón?

Como dicen las beatas, que Dios nos encuentre confesados cuando todo eso ocurra.