lunes, 27 de febrero de 2012

Cedo la palabra y que venga el debate

No conozco personalmente a Fabián Moreno, pero quiero cederle hoy mi espacio para sacar a la luz los interesantísimos aportes al debate sobre la justicia que hizo al comentar uno de mis últimos artículos, aportes que desde luego agradezco efusivamente.

Acá van:

Me gustaría plantear una idea que podría ser de utilidad para la Ingeniería Constitucional, en materia de la estructura de la rama judicial del poder público de Colombia, de que nos habla el Dr. Jesús Vallejo Mejía. Para ello, voy a escribir comentarios diarios por un lapso de entre tres y cinco sesiones.

Para comenzar, he formulado la pregunta: ¿Cómo tener una justicia con cimientos firmes? La respuesta a esta pregunta sería una posible solución al problema de la politización, corrupción e ineficacia de la actual estructura del sistema judicial colombiano.

Si interpreto bien la tesis del Dr. Jesús Vallejo Mejía, con la cual estoy de acuerdo plenamente, existe un error de diseño en la estructura de la justicia colombiana. A continuación me atrevo a formular una teoría sobre cuál pudo haber sido ese error y las causas que lo produjeron.

Considero que el error de diseño se presentó desde el inicio de la época republicana de Colombia, el que aún no ha sido corregido. El error ha sido cometido por los redactores de las diferentes constituciones, a través de toda nuestra historia republicana, y consiste en la confusión o mal interpretación del significado del principio de la independencia de la rama judicial.

Para tratar de demostrar esta tesis, voy a acudir al método comparativo-histórico, en lugar de utilizar el método simplemente lógico o el de aplicar los principios de la ideología liberal.

Montesquieu, uno de los grandes sintetizadores de la ideología liberal, seguido con fe casi absoluta por nuestros constitucionalistas en materia de separación de poderes, afirma, palabras más palabras menos, en su libro El Espíritu de las Leyes, que el legislativo, el ejecutivo y el judicial son poderes que debería actuar en forma separada e independiente. No obstante la claridad aparente de este principio, me parece que nuestros constitucionalistas han entendido en forma equivocada el sentido de esa separación e independencia en relación con la rama judicial del poder público. Pero también pudo haber ocurrido que Montesquieu se equivocó en la descripción de la separación e independencia del poder judicial, y por el hecho de que nuestros constitucionalistas no han ejercido una crítica constructiva en este punto de la ideología liberal, el error ha sido plasmado en la estructura de la rama judicial colombiana.

Nuestros constitucionalistas, al parecer siguiendo, en forma equivocada, la tesis de Montesquieu, han dado forma a una rama judicial completamente independiente del ejecutivo, del legislativo y, lo que es peor aún, del pueblo colombiano. Por eso, la justicia colombiana es irresponsable de sus actos, es decir, no da cuenta de sus actos a nadie. Las consecuencias de esta irresponsabilidad se concretan en la ineficacia de la justicia (por ejemplo, la justicia colombiana deja en la impunidad el 95% de los delitos, y de esta ineficacia no rinde cuentas ante nadie), la corrupción y la politización.

En ese afán de lograr la independencia de la justicia, los constitucionalistas colombianos, han hecho que los máximos magistrados del país, es decir, los de la Corte Suprema de Justicia, nombren las vacantes de sus miembros ellos mismos, sin intervención del legislativo, ni el ejecutivo, ni el pueblo, a través del sistema de la cooptación.

El método de la cooptación garantiza a los magistrados ausencia absoluta de control de sus actos oficiales, por parte de cualquier entidad externa y del pueblo mismo.

Pero los redactores de la Constitución de 1991 han ido aún más lejos en su obsesión por dotar de independencia a la rama judicial. Es así que dieron el privilegio a la Corte suprema de Justicia de nombrar al Fiscal General de la Nación, de una terna de candidatos enviada por el Presidente de Colombia.

Y para dar aún más independencia a la justicia colombiana, la Constitución de 1991 ha dispuesto que los magistrados del Consejo de Estado utilicen también el mecanismo de la cooptación, de candidatos enviados por el Consejo Superior de la Judicatura. Pero el punto culminante de esa independencia es precisamente este organismo, el Consejo Superior de la Judicatura, conformado por dos salas: la administrativa, integrada por magistrados nombrados por las altas cortes, y la disciplinaria, integrada por magistrados nombrados por el congresos de listas enviadas por el gobierno. Como la sala administrativa es la encargada de seleccionar todos los demás jueces de la República y de manejar la carrera judicial, podemos concluir que, indirectamente, los magistrados de las altas cortes son los que seleccionan a esos jueces. Así, nuevamente, el sistema judicial escapa al control externo sobre sus actos y es, por lo tanto, irresponsable de sus actos ante el pueblo o ante organismos de elección popular como el Congreso o el gobierno.

Supuestamente esa independencia de nuestra justicia garantizaría la imparcialidad de nuestros jueces, en la elaboración de sus decisiones judiciales. Pero, como veremos, esa independencia es la que, precisamente, hace que los jueces pierdan su imparcialidad y, como si fuera poco, que la justicia sea ineficaz, por falta de control popular directo o indirecto sobre el sistema judicial.

El método de investigación, en el campo de las ciencias sociales, comparativo-histórico nos demuestra que tal independencia de la estructura del poder judicial en Colombia es la responsable de su falta de imparcialidad (corrupción) y de su ineficacia (impunidad).

Efectivamente, en la época en que Montesquieu escribió El Espíritu de las Leyes, a mediados del siglo XVIII no existía país o nación alguna que tuviera un poder judicial tan independiente como el de la Colombia actual, o como el que aparentemente aconseja Montesquieu. Es mas, cuando este filósofo sostuvo, en el libro citado, que él recomendaba esa independencia judicial porque Inglaterra poseía esa independencia en su poder judicial y porque este país, entre otras cosas, por este preciso hecho, era el que más libertad garantizaba a sus ciudadanos, en realidad él se equivocó al hacer tal afirmación sobre la independencia en comento, o pudo ser que él se estaba refiriendo a otra clase de independencia de la justicia.

Pues bien, ni en la época de Montesquieu, ni antes, ni después, la justicia de Inglaterra ha gozado de independencia de los demás poderes públicos. Muchos siglos atrás los tribunales de justicia ingleses dependía más del gobierno -del Rey- que del parlamento. Hoy en día, y ya desde los tiempos de Montesquieu, los tribunales de justicia ingleses han estado muy ligados al Parlamento; es más, el Parlamento tiene importantes funciones judiciales, como tribunal máximo de apelación, en casos de gran importancia para la sociedad inglesa.

No obstante esa falta de independencia de los tribunales ingleses, no cabe ninguna duda de que los jueces ingleses han gozado de una imparcialidad que es ejemplo en el mundo y de una independencia total de cualquier influencia extraña en la adopción de sus decisiones. En cambio, los tribunales de justicia colombianos, mucho más independientes funcionalmente que los tribunales ingleses, han sido tradicionalmente infiltrados por influencias extrañas y malsanas, y sus decisiones han resultado afectadas por la parcialización ideológica o, muchas veces, por los intereses de los jueces ajenos a una sana administración de justicia. (Exhorto a quienes puedan leer estas líneas a que lean la historia de Inglaterra o la historia política o del derecho de Inglaterra, para que comprueben por sí mismos que nunca ha habido una tal independencia judicial estructural, en ese país, como la que nosotros queremos garantizar a nuestra justicia).

Otro ejemplo, de historia comparativa en esta materia, nos lo dá la justicia de los Estados Unidos. Cuando los fundadores de los Estados Unidos redactaron la Constitución de 1787, habían revisado una y mil veces la teoría de Montesquieu, y de otros filósofos del liberalismo, pero entendieron el punto sobre la independencia de la justicia en forma diferente a la que nuestros constitucionalistas lo entendieron. En este país (Estados Unidos), los magistrados de la Corte Suprema de Justicia ejercen sus funciones en forma vitalicia y son nombrados por el Presidente de la República con el consentimiento del Senado. El Fiscal General de la Nación o Secretario de Justicia es nombrado también por el Presidente del país, con el visto bueno del Senado, pero actuando simpre bajo los postulados, además de la ley, de la política del Presidente en materia de orden público. Los otros jueces y fiscales, según el Estado, pueden ser elegidos popularmente o nombrados por el Gobernador o el Congreso del Estado respectivo. A pesar de esta "carencia" de independencia de los jueces y fiscales norteamericanos, su sistema judicial es uno de los más eficaces e imparciales del mundo.

Lo acabado de describir, siendo hechos y no suposiciones, ya nos debería hacer dudar de las virtudes de una justicia desligada de los otros poderes públicos o del pueblo ¿Qué credibilidad merece la teoría de Montesquieu en el punto de la independencia de la rama judicial, si el país que él dice que tiene esa independencia, en realidad no la tiene ni nunca la ha tenido?

Y si los países democráticos desarrollados no han intentado siquiera seguir la recomendación de Montesquieu, debe ser porque ellos creen que es mejor, para la democracia, que la justicia tenga controles externos, ejercidos por los otros poderes o por el pueblo directamente. Es decir, ellos prefieren aplicar la teoría de los "pesos y contrapesos", en lugar de formar instituciones completamente independientes, autónomas.

Al analizar la estructura de la rama judicial colombiana, encontramos, sistemáticamente, una carencia absoluta de control externo hacia los jueces, pues ellos no son responsables ante nadie, aunque sí son responsables internamente, dentro de su completa autonomía. Las consecuencias de esa carencia de control externo han sido negativas para el buen funcionamiento de la rama judicial y para la sociedad colombiana, que padece la falta de una buena administración de justicia, tal como veremos a continuación.

Si bien antes de la Constitución de 1991 no habíamos visto la politización de la justicia que hoy vemos, el peligro de que eso ocurriera ya estaba latente, porque la puerta para que entren las ideologías a la rama judicial es, principalmente, el método de cooptación para selección de magistrados de las altas cortes, el cual ya estaba presente en nuestro sistema judicial. A partir de 1991 el riesgo de la politización de la justicia se acrecentó por la presencia del Consejo Superior de la Judicatura, como organismo autónomo para la selección de jueces, dependiente indirectamente, pero fuertemente, de los magistrados de las altas cortes. Han sido, en los últimos años, las figuras de la cooptación y el Consejo Superior de la Judicatura, los que han permitido la ideologización o politización de la justicia colombiana.

Parece que los constitucionalistas colombianos no se percataron de que ya había un precedente, en Colombia y en todas las excolonias de España, de la figura de la cooptación. Este precedente es el de la insaculación, por medio de la cual en los cabildos municipales se seleccionaban a los regidores por este método, que en esencia es el mismo de la cooptación. Parece también que nuestros constitucionalistas no cayeron en la cuenta de que la insaculación nunca, en tiempo de la colonia, fue un método evolucionado de selección de funcionarios, sino que, por el contrario, constituía la degeneración, en la época tardía de la colonia, de la elección directa de los mismos. A medida que se acentuaba el absolutismo, en dichas colonias, el mecanismo de la elección directa iba cediendo ante mecanismos no democráticos de selección de funcionarios municipales, tales como el de la insaculación. La consecuencia más grave de la insaculación y de otros métodos que dejaron de ser democráticos, para la selección de funcionarios, fue la monopolización de los cabildos municipales en manos de unos pocos, con lo cual estos organismos perdieron su vigor y virtud en la sociedad de la época.

La cooptación actual practicada en las altas cortes ha hecho que predomine en ellas magistrados de una sola ideología (monopolio ideológico) y que, así, estas cortes impregnen su ideología hacia todo el aparato judicial. colombiano. La mecánica de esta situación es bien sencilla: cada vez que es necesario llenar una vacante en la Corte Suprema de Justicia o el Consejo de Estado, los magistrados de estas corporaciones seleccionan un nuevo magistrado que sea afín, en ideología, a los demás magistrados, o a la mayoría de ellos. De esta manera, los representantes de las demás ideologías han ido desapareciendo hasta que llegará un día, en que en la Corte Suprema y en el Consejo de Estado solo hagan presencia magistrados de una sola ideología, que como van las cosas, será la socialista o, posiblemente, la comunista marxista-leninista.

Obviamente Colombia no es ni socialista ni comunista, aunque una minoría de sus ciudadanos lo sea. Por el contrario, los colombianos son liberales, son conservadores, son democráticos en su mayoría, sin importar el partido al que pertenezcan. Al igual que en el legislativo y en el ejecutivo, en el poder judicial también debería estar representada la Colombia real, la sociedad tal cual es, multicultural, con múltiples ideas y sobre todo con una tendencia natural de rechazo hacia los extremos ideológicos.

Para finalizar este análisis de las causas del estado actual de la justicia colombiana, me referiré a cómo la independencia de nuestra justicia, en relación a los otros poderes del Estado y al pueblo colombiano, ha producido su pobre rendimiento en la misión que tiene que cumplir, de administrar justicia. Ese pobre rendimiento se refleja en el alto grado de impunidad en materia penal, que existe en Colombia, en la tardanza irracional en los procesos civiles, en la incoherencia e irregularidad de criterios en las decisiones contencioso-administrativas, y la pérdida de la imparcialidad de la justicia al sesgarse ideológicamente.

Por el hecho de que las altas cortes, los tribunales y los jueces de Colombia carecen de vigilancia, real, externa, por parte de un poder con respaldo político popular o por el pueblo directamente, la justicia se ha relajado, y así, no ha sido capaz de cumplir sus funciones a la altura en que Colombia lo necesita. Aunque diversos sectores de Colombia critican la ineficacia y lentitud de la justicia, nadie está facultado para exigirle responsabilidades.

No solamente es saludable el control externo, popular directo o indirecto, de la justicia, sino necesario para su correcto y oportuno funcionamiento. Además, según hemos visto, es también necesario que las altas y cortes estén representadas por todas las tendencias y matices de pensamiento que se encuentran en la Colombia real, lo cual produce un balance más o menos perfecto, por la mutua crítica de sus integrantes, lo cual se reflejaría en el contenido de las decisiones judiciales, que serían más balanceadas, más ajustadas al espíritu de los colombianos, más imparciales.

Por lo tanto, deberíamos dejar de considerar el método de la cooptación como inamovible en el sistema judicial colombiano. Si por uno u otro motivo nos repugnara que la rama judicial dependa en cuanto a la selección de sus máximos magistrados de los otros poderes públicos, deberíamos reducir al mínimo esta posibilidad, pero sin descartarla del todo, por el hecho de que la historia nos demuestra que ello no es conveniente. Deberíamos pensar también en iniciar un proceso de democratización de nuestra justicia, en el sentido de facultar la elección popular de algunos de nuestros magistrado y jueces, con un criterio no partidista, como el que tiene efecto en otros países que han optado por la elección de ciertas categorías de magistrados y jueces. De esta manera habríamos corregido el problema de ausencia de control externo de nuestra justicia; pues tendría, en su origen contro popular, indirecto si en el intervienen los otros poderes, o directo, si la justicia es del resorte de la elección popular.

Sin embargo, no deberíamos caer en el error de hacer depender a nuestra justicia del poder omnímodo de los otros poderes o de personificaciones de poder, tal como ocurre en Ecuador, Nicaragua, Venezuela o Argentina, donde la justicia es apenas un instrumento de los que mandan en el gobierno.

Por otra parte, la historia comparada nos enseña que no es sano centralizar por completo la justicia, tal como ocurre en Colombia. Es por esta razón que hoy en día es tan mala y deficiente la administración de justicia en el departamento de Nariño, lo mismo que en el departamento de Antioquia o en el departamento de Boyacá, y en todos los municipios de Colombia. La centralización total de la justicia hace que sus males se irradien hasta el últimos de los rincones del país. Para que esto no suceda deberíamos diseñar nuestro sistema de justicia de manera tal que la Nación se haga a cargo de los asuntos de justicia de interés nacional, a través de una justicia organizada nacionalmente; pero para asuntos de interés más del orden seccional o local, deberíamos permitir que sean los departamentos o los municipios que se hagan cargo de la designación y funcionamiento de sus magistrados o jueces. No deberíamos temerle al hecho de poner en manos de la gente de las localidades la responsabilidad de manejar la administración de sus asuntos judiciales.

Por último, deberíamos reparar en el problema de diseño del sistema de investigación y acusación penal. No es bueno que el Fiscal General de la Nación dependa de los magistrados la Corte Suprema de Justicia, ni ninguna de las otras altas cortes, porque con ello mezclamos la investigación y acusación con los juicios penales, donde estos salen perdiendo en cuanto a la imparcialidad. Es mejor que el Fiscal General de la Nación sea del resorte del ejecutivo, del Presidente de la República, y tal vez, con alguna clase de participación en su selección del Congreso de la República, mas nunca de las altas cortes, que podrían, como hemos visto, perder su imparcialidad. A nivel seccional y local, los fiscales deberían ser, en su selección, del resorte de los departamentos y municipios, porque tampoco es bueno que este asunto se centralice al extremo como actualmente lo está en nuestro país. Otra vez, la historia comparada nos demuestra lo que he afirmado.

Espero que lo que he comentado pueda dar algunas luces para abordar el tema de cómo tener una justicia con cimientos sólidos.

Posdata:


1. Cuando la justicia es ajena al control o vigilancia popular legítima, a través de instituciones democráticas como el Congreso o el Ejecutivo, o del pueblo directamente, el lugar de ese control lo ocupan fuerzas ilegítimas, como el crimen organizado, sea común o de carácter político.


2. La centralización excesiva de nuestro sistema judicial, y de las demás instituciones del poder público, proviene del ejemplo francés de los tiempos de Napoleón Bonaparte. El centralizó el poder de tal manera, en Francia, para que le resultara más fácil ejercer su voluntad soberana en todo el territorio francés. Así, lo que nosotros imitamos de Francia no fueron sus instituciones democráticas, sino su tendencia absolutista de una época de crisis. Aún no hemos solucionado, en nuestro país, este error histórico.

domingo, 26 de febrero de 2012

Beatriz

Escribió alguien hace poco en Twitter que ahora que el sexo es más fácil de obtener, se ha hecho más difícil lograr el amor.

La sociedad occidental contemporánea, en efecto, le asigna al aspecto carnal o material de la sexualidad la máxima importancia, a punto tal que parece considerar que el ser humano es ante todo un centro de apetitos sexuales y que el sentido de su existencia se agota en la búsqueda de su satisfacción.

Ello ha implicado una verdadera revolución cultural que ha modificado de manera inusitada la moralidad, las costumbres, las actitudes, la pedagogía, el arte, la economía, las ciencias sociales, la filosofía de la cultura, las ideologías, la jurisprudencia y, por supuesto, la política.

De ese modo, muchos de los grandes debates que hoy ocupan los titulares y las páginas de opinión de los diarios tienen que ver con asuntos como la educación sexual, los derechos del colectivo LGTB, la emancipación sexual de la mujer, el aborto, el matrimonio de parejas del mismo sexo, la adopción por parte de dichas parejas, etc.

La idea básica que inspira esta revolución es la del Thelema: "Haz lo que quieras, siempre y cuando no afectes a otro sin su consentimiento".

De ahí se sigue la máxima que preside hoy en día toda la ordenación jurídica de los derechos: "Lo que voluntariamente consientan en su intimidad los adultos informados está por fuera de toda regulación legal e intervención de la autoridad social, pues se halla dentro de la esfera de la soberanía de cada individuo".

O sea que el ejercicio de la sexualidad entre adultos que consienten es coto cerrado a la normatividad, trátese de la jurídica, la moral y la de las reglas de trato, etiqueta o urbanidad.

En esta materia, la única regla admisible parece  ser la que dice “Prohibido prohibir”, con su corolario, “Prohibido censurar”.

Como es lógico, de esta hipersexualización de la cultura se desprende que la imagen de la mujer termina delineándose principalmente alrededor de sus atributos físicos, los que estimulan el apetito carnal tanto de hombres como de mujeres. Y, por consiguiente, el cuerpo se convierte en objeto de culto que se rodea de toda clase de homenajes y sacrificios. No es como en la fórmula cristiana, que lo consagra como “Templo del Espíritu Santo”, sino que se lo concibe como una verdadera divinidad.

La mujer se define y valora, pues, por su “sex-appeal”, lo que en apariencia hace de ella la reina de la sociedad, pero en el fondo la torna en esclava del apetito sexual y  juguete de las pasiones venéreas.

La valoración del vínculo carnal por encima de toda otra relación entre los seres humanos, conduce a legisladores y jueces, guiados por los doctrinantes que a sí mismos se califican como progresistas, a definir la familia principalmente alrededor de la intensidad de la pasión erótica.

Cuando ésta se da, viene entonces la justificación del abandono del hogar, de los hijos, de la pareja legítima, de los deberes de protección de la familia, etc.

Es la presencia de ese elemento pasional lo que determina las concepciones acerca de la sociedad conyugal, la herencia, la transmisión de los derechos concernientes a la seguridad social, etc., en virtud de lo cual el derecho deja de estar al servicio de la rectitud y se limita a legitimar la obra de la pasión. Su cometido ya no es instaurar un orden dado, sino consagrar el desorden.

La vieja concepción de la familia como comunidad de vida, de la que se siguen la comunidad de techo, de mesa y de lecho, queda reducida a ésta última. El hombre y la mujer valen por su “performance”. Si alguno falla, sea anatema. Adiós, entonces, al compromiso, la fidelidad, la abnegación, la consolidación de esa unidad en una sola carne que es resultado de años convivencia en medio  del amor.

Éste es un convidado de piedra al que se rinden falsos homenajes, pues de lo que se trata es de exaltar lo que uno de esos tangos duros deplora  cuando dice: "Amor de sentidos tan sólo fue el nuestro, mas hoy el cansancio mató esa pasión…"

Pero hay otras maneras de apreciar  la relación íntima y la condición de la mujer. Hoy se las mira desdeñosamente, pero son las maneras que han contribuido al auge de las civilizaciones.

¿Qué ha representado para la nuestra la idealización de la mujer que por distintas vías y con diversas modalidades se fue difundiendo en la Edad Media?

Hace poco, en una de mis excursiones por “Los Libros de Juan”, encontré un ejemplar de “Dante”, del académico francés Louis Gillet,  obra dedicada a “Monsieur Paul Claudel, admiration, vénération”, y digna de figurar al lado de “Dante vivo”, de Giovanni Papini.

“La Divina Comedia” suele asociarse  por el común de la gente a las terroríficas descripciones del Infierno, de las que ha surgido el calificativo de “dantesco” para referirse a lo que inspira pavor. Pero la obra del florentino genial va más allá y encierra tesoros de tal índole, que Jorge Luis Borges, nada generoso en su juicio crítico, ha llegado a considerar como lo más meritorio de la literatura occidental.

Una de sus gemas es la figura de Beatriz, personaje egregio como el que más en la extensa galería de protagonistas del imaginario poético y novelesco urdido por la creatividad humana.

Poco sabemos de Beatriz, la hija del rico mercader Folco  Fortinari que inspiró a Dante a punto tal que a ella le dedicó su Vita Nuova y la exaltó en “La Divina Comedia” hasta ubicarla en el Cielo cerca de la Santísima Virgen.

Lo anecdótico en este caso no es lo que propiamente interesa, aunque ayuda a entender lo fundamental, que es el impacto que de niña, de doncella y de joven desposada produjo en el ánimo de Dante y lo llevó a transfigurar su imagen presentándola nada menos que como la guía de su encumbramiento espiritual.

Recuerda Gillet que en Par. 1,34 el poeta dice: "Poca favilla gran fiama seconda". O sea que de una centella puede surgir un gran incendio.

Sus encuentros con Beatriz fueron fugaces e incluso se habla de un amor no correspondido y hasta desairado. Pero inflamaron el espíritu del poeta produciendo en su retorta de alquimista  la grandiosa transmutación de lo prosaico en lo sublime.

Exclamó Dante en Vita Nuova que en los ojos de esa mujer había visto el Cielo, y que su recuerdo lo alejaba de la concupiscencia, a la cual, sin embargo, fue bastante dado.  Y escribe: "Espero poder decir de una mujer bendita lo que no se ha dicho de nadie; cuando plazca al Señor que mi alma pueda volar a ver la gloria de su amiga, es decir, de esta bendita Beatriz que contempla gloriosamente a Aquel que es bendecido por todos los siglos…"

La Onomatología enseña que el nombre de Beatriz procede del latín y significa “la que trae la beatitud, la bienaventuranza, la alegría”.

Qué bello símbolo de lo que entraña lo mejor de la condición femenina, que no sólo sirve de inspiración a los poetas, sino de luz que ilumina el andar de los simples mortales y nos estimula a ser mejores, a esmerarnos en merecer su gracia y a enfrentar los escollos con que tropieza la existencia, en procura de la armonía suprema.

La perversidad que campea en los tiempos que corren ha sembrado la idea de que el papel de madre que la naturaleza le asigna a la mujer es una carga infame de la que debe liberársela, cuando es el más excelso de sus atributos. Madre física, madre espiritual, maestra de vida que nos da ejemplo y hasta nos corrige no sin severidad, faro que nos conduce al más seguro de los puertos, todo eso y muchísimo más es la mujer para nosotros los varones.

He de afirmar, como Dante, que es por obra de dulces pero vigorosas portadoras de beatitud que mi alma ha logrado superar ciertos obstáculos que la tenían aprisionada en el marasmo, en el desierto, en ese mundo gélido en que no hay bien ni mal, pero que en la geografía de la Divina Comedia constituye la antesala del Infierno.

Para ellas, mis bendiciones y mi gratitud.

domingo, 19 de febrero de 2012

“Pero vino un viento malo, soplando, soplando…”

Hace días que no escribo sobre la política colombiana, salvedad hecha de algunos textos sobre la situación de la justicia, escritos para dejar constancia de una intervención en Televida, otra ante la SAI y una más ante el Congreso de Juristas Católicos que se celebró en Bogotá en esta semana.

El motivo de mi desgano para opinar sobre un tema al que desafortunadamente he dedicado muchas horas de mi vida, estriba en que es mucho lo que hay para censurar y poco lo que amerita elogiarse en lo que ha venido sucediendo en el último año y medio, desde que se posesionó Juan Manuel Santos de la Presidencia de la República.

El escepticismo se va apoderando de uno cuando advierte que las cosas van por mal camino y nada puede hacer para impedirlo. Lo único que le resta es dejar constancias para futura memoria y compartirlas con los pocos amigos que por simpatía o mera curiosidad se animan a leer estos escritos.

Mis opiniones sobre Santos y lo que probablemente se seguiría de las orientaciones que de entrada le imprimió a su gestión, quedaron expuestas en algunos artículos que publiqué en este blog a propósito de la campaña presidencial, su triunfo en las elecciones y el inicio de su administración, en los que puse de presente la posibilidad de su ruptura con el uribismo y la pérdida de apoyo por parte de las gentes sencillas que poco entienden de las volteretas de los políticos.

Esa ruptura es ya un hecho inocultable y quizás insuperable, como también lo es el descrédito que Santos está sufriendo en sectores de opinión que se sienten defraudados porque piensan que votaron por unas tesis y se está gobernando al país con otras. Basta con abrir Twitter para darse cuenta de la polarización que se está produciendo entre uribistas y santistas, que llega a veces a extremos de animosidad que nada bueno presagian.

Enrique Santos Calderón piensa, según dijo en un reportaje reciente, que se trata de la vieja confrontación entre la derecha, representada por Uribe y sus seguidores, y el centro-izquierda que aspira a liderar Santos. Según el ex-director de El Tiempo, ve a Uribe liderando una “hirsuta” oposición a Santos y a éste reviviendo el viejo Partido Liberal, lo que, creo yo, equivaldría a volver a la dialéctica de rojos y azules.

Las anteojeras ideológicas no suministran elementos de juicio adecuados para interpretar situaciones tan complejas como las colombianas, en las que entran en juego ingredientes muy variados y difíciles de captar en sus precisas dimensiones. En principio, son bastante simplistas y es más lo que desorientan que lo que ayudan a comprender los hechos.

Resulta preferible, a mi juicio, examinar los factores de división atendiendo a los múltiples aspectos que se ponen de manifiesto en lo que está sucediendo. Y, desde esta perspectiva, más allá de los rótulos adocenados que dicen mucho y no dicen nada, conviene concentrar la mirada en asuntos de poder mondo y lirondo.

Lo advertí en su momento: Santos llegó a la sombra de Uribe, pero pretende ocupar su propio puesto en la historia y, si se quiere, opacar al que le dio una oportunidad única y feliz, como dijera don José Acevedo y Gómez en la célebre jornada del 20 de julio de 1810. Por supuesto que habría preferido no entrar en conflictos con su antecesor, pero de ninguna manera quería quedar sometido a una especie de tutela incompatible con la dignidad de su cargo.

Cabe conjeturar, por otra parte, que tampoco a Uribe le habría gustado quedar como titular de un poder en la sombra, lo que no guarda coherencia con su personalidad ni con sus convicciones. De no haberse presentado ciertas circunstancias, probablemente se habría alejado del país por un tiempo prudencial, con la esperanza de que los “tres huevitos de la gallina doña Rumbo” quedasen a buen recaudo.

El asunto de fondo toca precisamente con esas ciertas circunstancias, unas de ellas propiciadas por el mismo Santos, tal vez por impericia, y otras  seguramente ajenas a sus propósitos.

En su ánimo de no heredar lo que consideraba las  peleas de Uribe y hacer, como se dice, “borrón y cuenta nueva”, Santos dio de entrada varios giros que, desde luego, podían suscitar molestias de parte de aquél y su entorno de colaboradores.

No lo hizo con elegancia ni con buen criterio, y tarde o temprano pagará por ello. Tiene un grupo de  “nuevos mejores amigos”, como Chávez y Correa, los liberales, Vargas Lleras, Juan Camilo Restrepo, la prensa capitalina, Pastrana y, según  sus detractores, la oligarquía santafereña que se cree que estaba molesta con los intrusos antioqueños, tal como sucedió hace un siglo y  algo más de siglo y medio, con sucesivas oleadas de inmigrantes que viajaron de las breñas de Antioquia para asentarse en el altiplano cundi-boyacense.

Esos “nuevos mejores amigos” cierran filas en torno de Santos y hacen todo lo posible para ahuyentar a los amigos de Uribe que no hicieron a tiempo la transición hacia el nuevo monarca. Como lo dije en su oportunidad, la “Unidad Nacional” parece haberse gestado para que en ella cupieran todos, menos los uribistas.

Hasta aquí tenemos un problema de poder y no de confrontación ideológica ni programática, pues en ninguna parte el santismo ha abjurado de los tres principios claves que formuló Uribe y se comprometió Santos a mantener: la seguridad democrática, la confianza inversionista y la cohesión social.

Lo que se ha visto, como decía López Michelsen, son las nuevas caras en los carros oficiales, tal como resultaba previsible, pero no los cambios programáticos que el “Lambicolor” del régimen, la revista “Semana”, anuncia como un giro hacia el centro-izquierda al estilo del que dio en su época Carlos Lleras Restrepo.

El mal manejo de la situación con Uribe bien podría haberse superado mediante los procedimientos protocolarios, tales como alguna reunión, las declaraciones de amistad, los nombramientos que ofrecieran satisfacción, etc., si otras circunstancias no se le hubieran salido de las manos a Santos.

Señalo en primer término la andanada mediática de la prensa capitalina contra Uribe y sus colaboradores.

Dadas las relaciones de Santos con lo que Alberto Zalamea llamaba hace medio siglo la "Gran Prensa”, ahora enriquecida con la radio y la televisión, los uribistas no creen que aquél sea ajeno a esa insidiosa campaña de difamación que pretende presentar a Uribe como el capo de una empresa criminal con múltiples ramificaciones.

Puede ser que, en efecto, esa empresa mediática esté por fuera de su control, pero el daño ya esta hecho.

Unida a la acción de los medios y quizás en sintonía con ella, se ha dado la de la Corte Suprema de Justicia y la de la Fiscalía en contra de conspicuos colaboradores de Uribe, como Arias, Aranguren, Gutiérrez, Palacio y ahora Restrepo, fuera de otros no tan significativos o con más indicios comprometedores, como es el caso de Noguera.

No entraré en el análisis de cada uno de ellos. Me limitaré a señalar que todos se han desarrollado dentro del contexto de la confrontación entre el gobierno de Uribe y la Corte Suprema de Justicia, así como de la titularidad del cargo de Fiscal General de la Nación por parte de Viviane Morales.

Hago memoria y no encuentro en la historia de Colombia algo similar a dicha confrontación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial, sobre la que debería escribirse algo así como un Libro Blanco, Negro o como se quiera, que dejase constancia de cómo se inició y se fue desarrollando, así como de sus perniciosos efectos institucionales. Lo cierto es que con ella perdió el ex presidente Uribe, pero también se deterioró  la Corte, cuya imparcialidad quedó inevitablemente en tela de juicio en lo que a las medidas contra los funcionarios del anterior gobierno respecta.

Escribí en Twitter que los debates en torno de Viviane Morales la enlodan a ella, pero también a la Corte Suprema de Justicia, que la eligió, y a Santos, que la propuso. Uribe ha dicho algo supremamente grave, a saber: que esa elección fue fruto de una componenda política enderezada en su contra. Y el modo como la Fiscal ha manejado los casos de Arias y de Restrepo parece darle la razón.

Si me ha parecido inconcebible que Uribe llevara la pugna con la Corte hasta el extremo de querellar por calumnia a su entonces presidente, el hoy ex magistrado Valencia Copete, por unas muy desafortunadas declaraciones que éste dio a la prensa sobre el caso de Mario Uribe, igual desconcierto me ha producido que Santos ternara para la Fiscalía a una activista del samperismo, estrechamente ligada al funesto Gómez Méndez, y que la Corte, habiendo dos excelentes candidatos como Esguerra y Arrieta, la hubiera elegido, además irreglamentariamente, según da cuenta un documento estremecedor: el acta de elección de la Fiscal.

Lo que mal empieza, mal acaba. Ese error le costará caro, dado que el país no entiende cómo el segundo cargo en orden de poder en todo el esquema institucional pueda estar ocupado por una persona tan cuestionada por sus antecedentes y el entorno que la rodea.

No supongo que detrás de las decisiones de la Fiscal estén Santos ni su ministro Esguerra, que es todo un señor y un jurista de aquilatadas virtudes.

Uribe duda, sin embargo, de Vargas Lleras, con cuyo concurso debió de postulársela. Y Restrepo, justamente dolido, ha proclamado a los cuatro vientos que tras la inaudita imputación de cargos en contra suya está la fina mano del Presidente.

Hago memoria sobre estos hechos y tampoco encuentro antecedentes de tamaña gravedad, salvo que nos remontemos al conflicto de Mosquera con los radicales en 1867 o al de Bolívar y Santander en 1828.

Pues bien, Santos heredó de Uribe una fuerte coalición que él quiso vigorizar con nuevos elementos provenientes de los partidos Liberal y Conservador.

Ya se ve claro que esa coalición quedará dependiendo principalmente de las cuotas burocráticas, pues no hay identidad de propósitos entre sus integrantes que pueda consolidarla. En efecto, el Partido de la U no tiene futuro; al Partido Conservador no le resulta halagüeño colaborar en la resurrección de su rival histórico; y el Partido Liberal ya no tiene el poder de convocatoria de ahora tiempos.

En el próximo mes de agosto, se cumplirán dos años de la actual administración, lo que significa que a partir de ese momento, como se dice coloquialmente entre nosotros, comenzará a tener el sol sobre sus espaldas.

Dudo mucho que Santos conserve un prestigio suficiente para aspirar a que se lo reelija, a menos que opte por un populismo desenfrenado, cosa que ha sido tradicionalmente imposible en Colombia, habida consideración de nuestras  dificultades financieras crónicas.

Se sigue de ahí  que a mediados de este año se irán poniendo de manifiesto otras aspiraciones presidenciales, dentro de un clima de división que nada positivo presagia.

No creo que Uribe, con el descrédito a que lo han sometido sus enemigos, esté en capacidad de imponer un candidato con fuerza para triunfar en una primera vuelta. Pero tampoco lo están el propio Santos, ni Vargas Lleras, ni Angelino Garzón, ni Pardo, ni cualquiera otro que aspire a continuar la obra de gobierno del primero. Y como dudo que entre Santos y Uribe haya posibilidades de acuerdo, lo más probable es que el proceso electoral para el que apenas faltan ya dos años tenga un desenlace del todo inesperado.

Los errores de conducción política en que ha incurrido Santos están arrojando al país a un salto al vacío. Ya ha dividido a la clase dirigente y desconcertado a vastos segmentos de opinión que no entienden, como lo escribió su primo Francisco Santos, por qué ha dilapidado de tan mala manera la herencia que recibió de su antecesor. Vino hace poco a Medellín y lo recibieron con frialdad. No falta mucho para que le toque sufrir una silbatina, sobre todo si continúa deteriorándose el orden público debido a su falta de liderazgo y la desmotivación de las fuerzas armadas.

La izquierda que se tomó el Poder Judicial y la Alcaldía de Bogotá bien podría dar una sorpresa, metiéndose por el camino del medio entre uribistas y santistas. Ya veo a Santos diciéndoles a sus amigos  algo similar a  lo que exclamó Bolívar  ante la ruina de su poder : “No habernos compuesto con Uribe nos ha perdido a todos”.

Otrosí:

Comenta un “trinador” que leyó estas notas,  que en Twitter no hay santistas. Y creo que tiene razón. La algazara se da más bien entre uribistas y anti-uribistas, pero a nadie he visto que defienda a Santos en ese medio.

Por otra parte, un destacado dirigente empresarial de Antioquia, cuando le expliqué el sentido de mi artículo, replicó que la impresión que se tiene es que, como Santos sabe que no podría aspirar a la reelección si Uribe conservase su ascendiente en la opinión pública, lo que quiere es liquidarlo rápidamente, pera que cuando llegue el momento ya no lo necesite ni pueda oponérsele.

Me parece una hipótesis atroz y me niego a creerla. Sin embargo, dije para mis adentros: Si de uno se cree algo así, es porque ha suscitado la peor de las impresiones.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 15 de febrero de 2012

Notas sobre la función política de los tribunales constitucionales

1. Me han solicitado los organizadores del Congreso de Juristas Católicos que se lleva a cabo en la Universidad Católica en Bogotá, que en una exposición de no más de 25 minutos exprese mis opiniones sobre una cuestión que, a no dudarlo, está en el centro de los debates contemporáneos acerca de la jurisdicción constitucional.

Para cumplir con este cometido, tendré que llevar al extremo el espíritu de síntesis, concentrándome en lo fundamental y dejando de lado lo accesorio, que no deja sin embargo de tener importancia, por cuanto comprende antecedentes, fundamentos, correlaciones y otros tópicos cuya consideración interesa para comprender a cabalidad el asunto de que se trata.

Pienso que en esta oportunidad interesa, ante todo, el examen de la práctica constitucional, para extraer algunas conclusiones que ilustran sobre la naturaleza de uno de los aspectos más delicados de la realidad del estado constitucional en los tiempos que corren.

2. Parto de la observación de un hecho que, si bien se presta a diversas interpretaciones, es contundente en sus manifestaciones: los tribunales constitucionales, en la práctica, so pretexto de interpretar la constitución la reforman.

Para los que en la doctrina jurídica suele catalogarse como conservadores, este hecho configura extralimitación flagrante de las atribuciones de la justicia constitucional, que debería limitarse, como lo dice el artículo 241 de nuestra Constitución Política, a la guarda de la supremacía y la integridad de la misma dentro de los precisos términos estipulados por ella.

Pero la realidad indica que esta concepción rigurosa de la jurisdicción constitucional es insostenible en la práctica, tal como se desprende del examen de dos asuntos que, por supuesto, se prestan a controversia, a saber: a) la identificación de la normatividad constitucional; b)la fijación a su contenido.

3. La primera tarea del intérprete consiste en identificar los enunciados cuyo sentido le corresponde desentrañar.

Contrariamente a la idea de que la constitución es un conjunto de enunciados normativos codificados en estatutos solemnes, hoy prevalece la tendencia que considera que más allá de los mismos hay, por así decirlo, una supra - constitución que se compone de principios y valores propios de una civilización política dada, la occidental contemporánea.

Los textos, según este punto de vista, ponen de manifiesto esos principios y valores, los llevan hacia su concreción, pero están subordinados a ellos, por la cual se cree que deben interpretarse y aplicarse de acuerdo con el significado de aquéllos.

Los textos son la letra; los principios y valores constituyen el espíritu.

La identificación de la constitución tiene por objeto descubrir su espíritu.

A partir de estos planteamientos, buena parte de los esfuerzos doctrinales se aplica a establecer cuáles son las notas distintivas de los paradigmas de la sociedad democrática, liberal, pluralista y, en suma, humanista, que la constitución se propone edificar.

Los textos deben ajustarse a esos paradigmas. Si su tenor literal los contraría, simplemente se los ignora o se los modifica, bien sea mutilándolos o enriqueciéndolos.

La constitución se torna así en un sistema abierto y dinámico.

Lo primero, por cuanto el contenido no está fijado de antemano y siempre será susceptible de nuevos descubrimientos. Lo segundo, porque esos contenidos bien pueden ensancharse o restringirse de acuerdo con las circunstancias.

4. Cobran fuerza entonces dos postulados que han dejado honda huella en el constitucionalismo norteamericano, a saber: a) La constitución es un texto que debe considerarse en función de los hombres a los que actualmente se dirige, y no de los muertos que la expidieron; b) el contenido de la constitución lo fijan los jueces.

Según esto, los tribunales constitucionales no sólo ejercen funciones políticas, sino soberanas, dado que de derecho o de hecho invocan para sí el poder supremo dentro de la organización estatal.

Tal es el sentido de la calidad de “órganos de cierre” que sus titulares no se cansan de recordarnos que los asiste.

Esa soberanía de los tribunales constitucionales - “soberanía dentro del Estado”, como dicen los franceses - se refuerza por la ausencia o la ineficacia de controles inter - orgánicos, sea sobre sus decisiones o sobre sus integrantes.

5. Los tribunales constitucionales, a partir de un abanico de posibilidades dentro de las que los textos formales son apenas uno de las componentes, deciden entonces cuáles son los enunciados normativos a los que debe reconocerse jerarquía constitucional.

Pero esos enunciados, a su vez, son materia de interpretación con miras a precisar sus contenidos, el modo de armonizarlos entre sí y el sentido de su aplicación a los casos, tanto abstractos como particulares, que se someten a su decisión.

Los tribunales constitucionales deciden por sí y ante sí cuáles son los criterios y métodos de interpretación admisibles para casa caso.

Ellos disponen, en consecuencia, cuál es la norma y cuál es su sentido.

6. La teoría de la argumentación, tendiente a establecer los procedimientos lógicos mediante los cuales se desprenden de los principios y valores los enunciados normativos y se deciden los casos, ocupa hoy un lugar de privilegio en los estudios jurídicos.

Se trata de una teoría de lógica formal, que aspira a sentar las bases del razonamiento jurídico correcto, esto es, el que extrae de unas premisas dadas las conclusiones contenidas implícitamente en ellas.

Mediante esta teoría se pretende legitimar desde el punto de vista de la racionalidad los poderes de los jueces, especialmente los de la jurisdicción constitucional.

Pero el examen racional del sistema jurídico no puede limitarse a los procedimientos discursivos, ignorando las premisas de que se parte y las conclusiones que de ellas se extraen.

Esas premisas identifican la orientación política que determina la actividad de los tribunales. Y las conclusiones, por su parte, a menudo se condicionan a través de la propaganda, la presión mediática e incluso los maquinaciones propias del juego político.

7. Las premisas que invoca la teoría constitucional contemporánea suelen presentarse de manera dogmática, bien porque se las considera como evidentes de suyo, ora porque se afirma que están implícitas en las grandes consagraciones textuales: la dignidad, la libertad, la igualdad, la democracia pluralista, el estado social de derecho, etc.

Esas premisas son ideológicas, tanto en el buen sentido de la expresión como en los sentidos que pueden considerarse peyorativos, y están, desde luego, sometidas a discusión. Entrañan graves cuestiones filosóficas que tocan con el significado último de la existencia humana en todas sus dimensiones.

La jurisdicción constitucional toma partido acerca de tan graves controversias, afirmando con la autoridad que supuestamente le confiere el ordenamiento, cómo deben entenderse esos conceptos supremos a partir de los cuales se articula la organización del estado y se configura el sistema de los derechos, así como el de los deberes jurídicos.

Una tarea urgente es la deconstrucción de los fundamentos de las concepciones jurisprudenciales en materia de principios y valores, para así esclarecer cuáles son las ideas que realmente anidan tras ellas.

8. Puede considerarse que ese trasfondo ideológico se resume en lo que Charles E. Tart llama el “Credo occidental,” de corte materialista, individualista, utilitarista, empirista y cientificista, en el que la dimensión espiritual del hombre, su naturaleza social y su vocación de transcendencia apenas cuentan como inclinaciones subjetivas que no tienen por qué entrar en juego dentro del escenario de la razón pública, en donde se supone que se ventilan y deciden los grandes asuntos colectivos

Significa lo anterior que en la creación, la interpretación y la aplicación del derecho se parte de la base de que hay razones atendibles y razones no atendibles, esto es, excluidas del juego discursivo.

Las primeras son las que encajan dentro de la ideología dominante, que se perfila como un sistema de “pensamiento único y políticamente correcto”; las segundas, en cambio, se consideran como razones de segundo o tercer orden, e incluso como “sinrazones”, en el escenario de la “razón pública”.

Esa ideología dominante se inscribe dentro de lo que ahora se conoce como el Nuevo Orden Mundial (NOM), mediante el cual se pretende englobar a toda la humanidad bajo un régimen aparentemente libertario, pero en el fondo totalitario, puesto al servicio de una “criptocracia” que pretende asegurar para unos pocos privilegiados el goce de los recursos planetarios.

9. David Easton enseña que la política es la actividad social mediante la que se efectúa la adjudicación autoritaria de valores.

Precisamente, a ello se dedican los tribunales constitucionales, que se atribuyen la tarea de señalar cuáles son los valores socialmente relevantes, cuáles son sus contenidos, cuáles son sus órdenes de jerarquía y cómo se los hace compatibles entre sí.

Los tribunales constitucionales aparecen entonces como instrumentos especialmente idóneos para la acción discreta y eficaz de los agentes de la “criptocracia” que mueve los hilos del NOM.

10. Quiero decir con lo anterior que la jurisdicción constitucional no está de hecho propiamente al servicio del ideal democrático, del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” (Lincoln), pues los contenidos axiológicos que impone de modo autoritario no se decantan a través del debate público ni los procesos electorales, sino por vías elitistas que recuerdan el despotismo ilustrado del siglo XVIII.

Así las cosas, el derecho constitucional es hoy, como lo fue el romano de la recepción en los países europeos, un “derecho de juristas”, alimentado en las academias y en los tribunales, e incluso en ciertos cenáculos, pero ajeno a los procedimientos democráticos.

11. Vamos de ese modo hacia una auténtica dictadura judicial.

Por ejemplo, en Colombia la Corte Constitucional no sólo se ha atribuìdo funciones de colegislación, sino de constituyente que se sitúa por encima de los llamados “primario” y “secundario”, por cuanto les da a los textos constitucionales lecturas que en el fondo los contrarían.

Incluso, se ha adjudicado la atribución de decidir cuáles enmiendas constitucionales son de recibo desde el punto de vista material y cuáles no lo son, por cuanto a su juicio afectarían “cláusulas pétreas” de un espíritu de la constitución que sólo ella conoce.

12. Dejando de lado, en gracia de discusión, su inspiración divina, hay que señalar que, en todo caso, el pensamiento católico obedece a una tradición cuyo desenvolvimiento se confunde con la Civilización Occidental misma.

Pero quienes hoy pretenden hablar en nombre de ésta se obstinan no sólo en negar ese hecho tozudo y contundente, sino en impedirle su derecho de intervenir en debates éticos, políticos y jurídicos que a todos nos afectan, so pretexto del principio del estado laico, de los valores de la secularización, del pluralismo ideológico y hasta de los fueros sacrosantos de la intimidad personal.

Vale la pena traer a colación estas anotaciones de Habermas:

“El cristianismo, y nada más es el fundamento de la libertad, de la conciencia, de los derechos del hombre y de la democracia, los signos distintivos de la civilización occidental. Hoy por hoy no podemos contar sino con el cristianismo. Nosotros seguimos bebiendo de esta fuente. Todo lo demás no es otra cosa que charlatanerías posmodernas”.

Sobre nosotros, juristas, católicos, pesa hoy una severísima responsabilidad: la de manifestarnos en todos los escenarios posibles contra la imposición de un credo materialista e inhumano que pretende privar al hombre de lo que, ontológica e éticamente hablando, le es más caro: su proyección espiritual.

A nosotros nos corresponde hoy la defensa de la verdadera civilización; mejor dicho, de la civilización de la verdad.

domingo, 12 de febrero de 2012

Estado actual de la administración de justicia en Colombia

Por gentileza de Álvaro Villegas Moreno, su presidente, tuve el honor de disertar ante la Sociedad Antioqueña de Ingenieros y Arquitectos acerca del tópico en referencia.

Mi exposición se transmitió por internet y quedó grabada en el sitio del siguiente enlace: http://www.ustream.tv/recorded/20291806

En síntesis, después de referirme a la importancia de la justicia en la sociedad y a lo que considero que son presupuestos necesarios para abordar el tema, me apliqué a los que a mi juicio son las factores más significativos de la evidente crisis que afecta hoy a la institucionalidad judicial en nuestro país, a saber: la justicia ideologizada, la justicia politizada, la justicia sin controles y, entre signos de interrogación, la justicia corrompida.

La cuestión de las ideologías en el mundo jurídico es compleja y abre no pocos espacios de discusión. Cuando los jueces actúan conforme a los criterios ideológicos generalmente aceptados en la sociedad, sus providencias suelen acogerse espontáneamente. Pero si las orientaciones que adoptan reflejan apenas puntos de vista minoritarios y, además, pretenden imponerlas a todo trance por medio de sus providencias, resulta obvio que se presten a agrias discusiones en el seno de las comunidades. Así ha sucedido con fallos como los de la legalización de la dosis personal, la eutanasia, el aborto o las uniones homosexuales, en los que la Corte Constitucional ha resuelto por sí y ante sí introducir modificaciones sustanciales y de extrema gravedad que pugnan con los sentimientos morales de gran parte de la comunidad.

La suplantación de la normatividad jurídica por la ideología facilita la politización de la administración de justicia. En efecto, de las adhesiones ideológicas a las adhesiones políticas hay un solo paso y la tentación para darlo está siempre presente cuando no median controles adecuados sobre la conducta de los jueces y las decisiones que adoptan.

Esa politización no se refiere sólo a lo que podría considerarse como la alta política, que tiene que ver con las grandes orientaciones de la vida comunitaria, sino también y de modo principal a los juegos de poder, los efectos electorales, la lucha mezquina de los partidos, etc.

Se sabe, por ejemplo, que en la decisión de la Corte Constitucional acerca de la posibilidad de una segunda reelección del presidente Uribe Vélez influyó tanto la idea de ponerle coto a una tendencia caudillista que los magistrados consideraban inconveniente, sino un sentimiento de animadversión contra aquél. Y estos sentimientos, inadmisibles en una autoridad judicial, determinaron el bochornoso episodio que culminó con la elección de Vivian Morales como Fiscal General de la Nación.

Que un alto dignatario de la Corte Suprema de Justicia diga, así sea en privado, que hay que derrocar al Presidente de la República, es algo insólito a más no poder. Y que la elección de Fiscal General de la Nación esté rodeada de un ambiente de componenda política, resulta en extremo perjudicial para la credibilidad de la institución.

Le cuesta a uno demasiado trabajo mental entender que la Fiscalía haya quedado en manos de una activista del samperismo, casada además con un personaje tan discutible como el hoy pastor cristiano Carlos Alonso Lucio.

No sin razones, sus medidas en los casos de Andrés Felipe Arias y Luis Carlos Restrepo han sido interpretadas como actos de persecución contra el uribismo.

Pero la muestra más contundente de politización de la justicia la acaba de dar el fallo del Tribunal Superior de Bogotá contra el coronel Plazas Vega, medida a la que el calificativo más suave que puede endilgársele es el de pavorosa.

Esta sentencia muestra algo muy inquietante, como es la toma de la justicia penal por la izquierda que avasalló las universidades a partir de la década del sesenta en el siglo pasado.

Un tema de fondo tiene que ver con la ausencia de controles adecuados que hagan efectiva la idea de los frenos y las contrapesas en las relaciones entre los poderes públicos. Nuestra separación de poderes exhibe notorios desbalances que dan pie a que se ponga en duda su efectividad. Y esos desbalances se inclinan notoriamente del lado de la rama judicial, que tiene poderes respecto de la legislativa y la ejecutiva que no se compensan adecuadamente con los de éstas sobre aquélla.

De hecho, las altas cortes tienen garantizada la impunidad y es por ello que la tendencia a la dictadura judicial se ha acrecentado entre nosotros.

Los síntomas de corrupción de la justicia son alarmantes. Piénsese en las acusaciones que median sobre el pago de jugosas sumas a magistrados que decidieron la elección del fiscal Iguarán, los nexos de algunos de ellos con un mafioso del corte de Giorgio Sale, la imputación que se ha hecho contra la hermana del ex magistrado Yesid Ramírez por el recibo de más de un millón de dólares por gestiones en un caso de extradición, o lo del “carrusel de las jubilaciones” que acaba de enlodar a la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura.

La crisis de la justicia en Colombia ha tocado fondo.

La responsabilidad viene en buena medida de los constituyentes de 1991, que al decir de Juan Manuel Charry introdujeron importantes innovaciones en materia de derechos, pero fallaron en el diseño institucional. Como lo observé en mi charla ante la SAI, poco se ocuparon de la ingeniería constitucional.

La proliferación de altas cortes, la multiplicación de los derechos, las tendencias francamente irresponsables en materia de responsabilidad del Estado que amenazan con arruinarlo, el desbordamiento de la tutela, son factores que hay que considerar a la hora de examinar el porqué de tamaño fracaso institucional.

En los últimos años hemos presenciado conflictos tan insólitos como perturbadores: los “choques de trenes” entre altas cortes y uno reciente entre las dos salas del Consejo Superior de la Judicatura; la perniciosa confrontación del presidente Uribe Vélez con la Corte Suprema de Justicia, tema sobre el cual bien  convendría que se hiciese una minuciosa investigación histórica; el temible enfrentamiento de la justicia penal con la institución militar; o el conflicto de la institución judicial con la opinión pública.

Llamo la atención sobre estos dos últimos eventos.

En Inglaterra suele decirse que toda la armada de Su Majestad está al servicio del más humilde de los jueces de la Corona, para resaltar así la cooperación que debe mediar entre la institución judicial y la institución armada, vale decir, entre la autoridad del derecho y y la fuerza coercitiva del poder público.

El presidente López Michelsen, por su parte, invocaba durante su gobierno la idea del constitucionalismo norteamericano, según la cual la institucionalidad reposa sobre el binomio de la Corte Suprema de Justicia y las Fuerzas Armadas.

Pienso que de lo peor que puede haber ocurrido en Colombia es la tensión que se ha planteado entre los jueces y el estamento militar, sobre todo a propósito del extravagante fallo del Tribunal Superior de Bogotá que mencioné atrás. Es una acción que tarde o temprano suscitará funestas reacciones de las que todos seremos víctimas.

Preocupante en grado sumo es, en fin, el descrédito de la administración de justicia, según lo dicen las encuestas de opinión que periódicamente se efectúan en el país, a cuyo tenor el grado de apoyo al sistema judicial en su conjunto va a apenas por encima del 20%. Y en una medición internacional que se publicó hace poco, el sistema colombiano quedó clasificado como uno de los peores.

La reforma judicial es, pues, de extrema urgencia. Pero el proyecto que se tramita en el Congreso está empantanado por el marginamiento de discusión por parte de las altas cortes y el temor de los congresistas a que ellas los persigan. Muchos hablan de que la única solución sería la convocatoria de una asamblea constituyente, pero en mi opinión personal ese remedio es muy discutible, habida consideración de lo que sucedió en 1991.

En rigor, la crisis de la justicia es apenas reflejo del deterioro moral de la sociedad colombiana, que parece unida más por una red de complicidades que por un tejido de solidaridades.

Por eso traje a colación la célebre sentencia que se atribuye a Horacio: “¿De qué sirven las vanas leyes si las costumbres fallan?”