viernes, 30 de marzo de 2012
martes, 13 de marzo de 2012
¿Qué hacer con la Fiscalía?
Escribió hace poco Juan Manuel Charry en Twitter que nuestra Constitución introdujo avances significativos en materia de derechos, pero falló en el diseño institucional.
Es lo que estamos observando en una institución tan importante como la Fiscalía General de la Nación, que representa a mi juicio uno de los fracasos más estrepitosos y dañinos del ordenamiento político que improvisamos en 1991.
En otras oportunidades he recordado un pensamiento que se atribuye a Napoleón, según el cual “el juez de instrucción (léase el fiscal) es el funcionario más poderoso dentro del Estado”.
Quizás el ilustre corso exageraba, pero tan sólo un poco. Por supuesto que sus jueces de instrucción, así como su temible policía, no eran tan poderosos como él. Con todo, eran los árbitros de la vida, honra, libertad y bienes, vale decir, la seguridad jurídica de los asociados. Y, con algunas cortapisas, siguen siéndolo.
Recuerdo cuando César Gaviria, de ingrata presencia en la memoria, anunció la creación de la Fiscalía General de la Nación encomiando la genialidad del Constituyente, que la concibió, según sus palabras, “con un pie en el Ejecutivo y otro en el Judicial”.
La figura misma de la Fiscalía, según mi leal saber y entender, procede de la presión norteamericana para contar con un instrumento supuestamente idóneo capaz de actuar con eficacia contra las diferentes modalidades delictivas relacionadas con el narcotráfico.
Esa presión se puso claramente de manifiesto desde la década del 70 en el siglo pasado y fue bastante significativa durante el gobierno de Barco. Ya habrá oportunidad de estudiar cómo nuestra política criminal ha dejado de ser autónoma, por no decir soberana, para subordinarse los dictados de Washington.
Tal vez fue en Santiago dónde escuché de labios de Navarro su versión sobre el diseño híbrido que adoptó la Asamblea Constituyente para configurar la Fiscalía. Si la memoria no me es infiel, dijo Navarro que todo fue producto de un acuerdo suyo con Álvaro Gómez Hurtado.
Ambos estaban de acuerdo en crear el nuevo ente, pero disentían sobre su naturaleza. Gómez, que siempre desconfió de la magistratura, pensaba en algo similar a lo que existe en Estados Unidos, es decir, dependiente del Ejecutivo. Pero Navarro, a su vez, desconfiaba en razón de su pasado subversivo de la injerencia del gobierno en todo lo que significara limitación de la libertad personal en materia de orden público.
Entonces, a alguno se le ocurrió la gran fórmula conciliadora: el híbrido de dos patas que le dio oportunidad a Gaviria para exaltar la sabiduría de la Asamblea Constituyente.
Según esa fórmula, el Fiscal sería elegido por la Corte Suprema de Justicia de terna pasada por el Presidente de la República.
Así las cosas, el Ejecutivo tendría la iniciativa acerca de los candidatos, pero el Judicial se reservaría el poder de elegir.
El diseño de la nueva institución se fue afinando posteriormente a través de la jurisprudencia de la Corte Constitucional, que resaltó su naturaleza judicial, y de la reforma constitucional que, al introducir el sistema acusatorio, les asignó a los jueces algunas atribuciones que habían hecho de la Fiscalía un monstruo temible.
Pero la idea de que con esta institución se pudiera contar con un instrumento idóneo de política criminal, asunto que evidentemente es del resorte de los gobiernos, se desvirtuó rápidamente, por cuanto el papel de los mismos quedó restringido a la postulación de la terna, pero sin que el elegido tuviese con aquéllos otro nexo diferente de ese cordón umbilical.
Además, y esto es lo más grave del asunto, los gobiernos, al postular sus candidatos, se olvidaron del tema central, esto es, las consideraciones de política criminal que justificaran la confección de las ternas.
No es sino examinar la lista de los que han ocupado el cargo de Fiscal hasta ahora, para darse cuenta de que en ninguna de las elecciones ha habido una preocupación específica por ese tema de fondo.
En mi opinión, sólo uno de ellos hizo algo verdaderamente meritorio. Me refiero a Valdivieso, a quien no vacilo en calificar como un grande de la patria por su empeño en denunciar los nexos de los políticos con los narcotraficantes. De ninguno de los restantes tengo buena impresión, pero no entraré en detalles, pues mi tema de hoy es otro.
La Fiscalía no ha contribuido a reducir los índices de impunidad, que siguen siendo escandalosos. Es un monstruo burocrático con todos los defectos que son inherentes a una organización que de suyo es inmanejable y a la que sus titulares, además, se han dedicado a politizar a través de nombramientos concertados con distintos sectores partidistas. No de otra manera se explica que en Antioquia hubiese ejercido un alto cargo el hoy condenado Guillermo León Valencia Cossio.
Lo que sucedió en las postrimerías del gobierno de Álvaro Uribe Vélez amerita, como lo he señalado en otro artículo, un escrutinio riguroso, pues se trata de uno de los episodios más dañinos para la institucionalidad de que yo tenga memoria.
Concedo que la primera terna que presentó Uribe dejaba que desear y abrió flancos para que el partido de la Corte la torpedeara. Pero la segunda mejoró sustancialmente y no había razón alguna para que, ciñéndose a los usos ya establecidos, el organismo elector se abstuviera de cumplir con la función constitucional de escoger a alguno de los candidatos propuestos por quien en derecho tenía la atribución de presentarlos.
Se ha dicho que la Corte Suprema de Justicia, en actitud de franco prevaricato, se abstuvo de elegir simple y llanamente para que el cargo no lo ocupara alguien propuesto por Álvaro Uribe Vélez. Pero hay algo más grave, en virtud de lo cual se cree que la interinidad se prolongó para mantener a algunos funcionarios claves convenidos por magistrados de la Sala Penal con quien ejercía el oficio por encargo.
Si esto es cierto, resulta de una gravedad inaudita. En efecto, la introducción del sistema acusatorio implica que el acusador sea distinto del juez. Pero si entre uno y otro hay nexos vecinos del contubernio, evidentemente desaparece la garantía, que la Constitución quiere preservar, del juez independiente e imparcial.
Lo que acaba de verse entre el magistrado auxiliar Velásquez y la Fiscal encargada Zamora no es un episodio de colaboración armónica entre dos autoridades, sino un grave indicio de conciliábulo entre el ente acusador y el juzgador.
Afortunadamente, Santos no cayó en la trampa de incluir a dicha funcionaria en la terna que acaba de dar a conocer.
Ahora bien, sin ánimo de entrar en el juego de descalificaciones personales, observo que con ella Santos se mueve dentro del esquema que vengo censurando, es decir, el que ignora tanto la enorme importancia del cargo que se trata de llenar, como las necesarias consideraciones de política criminal que justifiquen que sean esas personas y no otras las llamadas a competir por tan destacada posición.
Siguiendo de cerca la tesis de Napoleón, me atrevo a pensar que el cargo de Fiscal es el segundo en importancia en nuestra organización política, después del de Presidente de la República. Por consiguiente, no es el caso de proveerlo a partir de ternas de uno ni con lo que vulgarmente se considera que son rellenos.
Pero lo más grave toca con la idea que Santos pueda albergar sobre la política criminal y el manejo de ese monstruo que es la Fiscalía.
¿Qué prospectos tiene sobre lo uno y lo otro, que se ponen de manifiesto en las personas que acaba de candidatizar?¿Qué criterios podría formarse la Corte al evaluar la terna y adoptar una decisión acerca de la idoneidad de sus integrantes?
La elección de Vivian Morales, fuera de los vicios jurídicos que acaba de censurar el Consejo de Estado en el fallo que declaró su nulidad, dejó la amarga sensación de que fue producto de una perversa componenda política cuyos frutos rápidamente se pusieron de manifiesto en la persecución que contra el uribismo desató la célebre defensora de Samper en el proceso que bajo su liderazgo abortó en la Cámara de Representantes.
Si recordamos lo de que “Vaca ladrona no olvida portillo”, ¿podremos estar tranquilos en cuanto a que la elección que se apresta a hacer la Corte estará exenta de oscuras negociaciones y proditorios cálculos políticos?
Mientras tanto, la criminalidad se ensaña contra los colombianos de a pie, la impunidad sigue tan campante y los anhelos de pronta y cumplida justicia de las comunidades siguen postergados.
¿No es hora de pensar en serio acerca de cuál es la mejor modalidad de justicia penal para una sociedad como la nuestra?¿Será mucho pedir que, por fin, los dirigentes políticos exhiban sus cartas, diciéndonos qué es lo que realmente pretenden, más allá de los discursos de cajón que tratan de presentarnos una terna por lo menos mediocre, como algo portentoso?
domingo, 11 de marzo de 2012
Desviaciones peligrosas
Se habla de dos inquietantes distorsiones del sistema judicial que contribuyen al deterioro de la institucionalidad en los tiempos que corren: la judicialización de la política y la politización de la justicia.
La primera alude al hecho de trasladar al escenario judicial el debate político, sobre todo el de la baja política a través de la cual se busca producir cambios en las constelaciones de poder, destruir el prestigio de los protagonistas, entorpecer las acciones, influir sobre los procesos electorales, etc.
La segunda suele ser resultado de la primera y se da cuando las autoridades judiciales se convierten ellas mismas en agentes políticos, no sólo para ponerse al servicio de causas partidistas, sino del incremento de su propio poder hasta el punto de configurar lo que no pocos observadores han considerado como la dictadura de los jueces.
Estas dos tendencias son claramente visibles en Colombia hoy por hoy y plantean graves amenazas institucionales.
Como bien lo señalan los estudiosos de la política, ésta exhibe una cara de lucha por el poder en la sociedad en todos los frentes y prácticamente por todos los medios.
Una de las tareas de la civilización consiste precisamente en someter esa lucha a reglas que traten de minimizar los efectos perniciosos de la competencia y extraigan de ella lo que conviene, vale decir, el triunfo de las ideas, las personas y las estructuras más aptas para el bien común. Pero no es tarea fácil, pues siempre estará presente la tentación de considerar que en la política, como en el amor, todo vale y todo se puede.
Los escenarios propios de la controversia política están en los parlamentos, los partidos, las organizaciones cívicas, la prensa, los cenáculos, los clubes, los cafés y, en general, los espacios abiertos a la sociabilidad, si bien se considera que algunos de ellos deberían excluirla en aras de su propia conservación. Por ejemplo, en ciertos círculos sociales se piensa que no es de recibo discutir de política ni de religión, porque estos temas introducen fisuras capaces de disolverlos. Y, en términos generales, se cree que el púlpito debe ser ajeno a los debates partidistas, aunque es algo que amerita examinarse considerando distintos matices.
Pues bien, en lo que concierne a la civilización política, hay bastante consenso acerca de la necesidad de que los jueces estén por encima de las controversias partidistas, de modo que no se presten a ser instrumentos de los grupos que pugnan por el poder. Y se espera además que éstos limiten sus confrontaciones a los espacios que les son apropiados, sin ir más allá de los mismos, dado que el extralimitarlos podría ser perjudicial para todos.
En una democracia, el supremo juez de las disputas políticas es el electorado, al que le corresponde resolver sobre las líneas de acción, los dirigentes o los equipos que, por gozar de su confianza, merecen seguir adelante.
Pero hay protagonistas que tratan de impedirles a otros el acceso al escenario electoral, o de descreditarlos ante el público, o de vedarle a éste la posibilidad de decidir, a través de procedimientos que les dan a los jueces el poder de pronunciar la última palabra acerca de asuntos que deberían ser del resorte de la decisión ciudadana.
En los últimos años hemos presenciado varias controversias políticas que han terminado desatándose en los medios judiciales. Por ejemplo: las discusiones sobre la narcopolítica durante el gobierno de Samper, así como las de la parapolítica, la reelección, el DAS, el programa AIS o la aplicación de la Ley de Justicia y Paz, en el de Uribe.
En todos estos eventos, los interesados en obtener ciertos propósitos se esmeraron, con buenas razones o sin ellas, en construir casos susceptibles de dar lugar a la apertura de procesos jurídicos y no políticos, por lo menos en teoría.
Independientemente de si se justificaba o no llevar todas estas controversias al ámbito judicial, en varias de ellas lo que se vio fue que lo que unos actores tenían perdido en los escenarios de decisión propiamente políticos, quisieron recuperarlo por la vía de los pleitos. O sea, que la batalla política se transformó en batalla judicial.
Ahora bien, cuando los jueces quedan encargados de dirimir las controversias políticas a las que se dan tintes jurídicos, sus poderes, desde luego, se incrementan y tienden a darles protagonismo político, con todo lo que ello entraña.
Aquí hay que considerar especialmente dos aspectos de la cuestión. El primero, que el protagonismo político de la judicatura trae para ésta tentaciones difíciles de resistir. El segundo, que la hace objeto de las controversias partidistas, en la medida que ella misma se va convirtiendo, deliberada o inconscientemente, en una facción más a la que hay que apoyar o combatir según los intereses que se tengan.
Pues bien, es dudoso que la Fiscalía, la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia, por no mencionar otras autoridades judiciales, hayan resistido a la tentación de convertirse ellas mismas en actores del juego político, pero es tema que tendré que examinar por separado más adelante. Y puesto que han descendido del alto sitial en que quiso ubicarlas la Constitución, han quedado expuestas a los mandobles de los contrincantes, quienes les han perdido el respeto.
Este es otro tema que merece consideración especial. Lo he dicho y lo reitero: es urgente recuperar la respetabilidad de las instituciones, sobre todo las judiciales.
El respeto recíproco que se deben las autoridades entre sí y el que los gobernados les deben a aquéllas, es algo que no depende de la normatividad, pero la condiciona de modo inexorable. En otras palabras, no cabe imponerlo por la fuerza coercitiva que el Estado pone al servicio del ordenamiento jurídico, sino que surge de la confianza de las comunidades y el comportamiento decoroso de quienes ejercen las funciones públicas; pero si desaparece o se debilita, se produce un déficit de legitimidad, es decir, de la fuerza en que en últimas reside el poder de las instituciones.
La respetabilidad es una condición moral que va más allá de la juridicidad y sin la cual ésta no logra consolidarse ni mantenerse.
El activismo de la Corte Constitucional ya ha dado sus malos frutos y, no sin razón, acaba de denunciar Rafael Nieto Loaiza que, en virtud de fallos como el que recientemente pronunció sobre el aborto, vivimos hoy en medio de la arbitrariedad jurídica.
De la Corte Suprema de Justicia, ni qué decir. José Obdulio Gaviria afirma a rajatabla que configura un partido que le hizo oposición al gobierno de Uribe, y creo que los hechos no lo desmienten.
Acerca de la Fiscalía, me limitaré, por lo pronto, a señalar que, fuera de ser uno de los grandes fracasos de la Constitución de 1991, representa hoy un factor de zozobra para los derechos de la ciudadanía.
Ojalá que Santos haga caso a lo que le advirtió hace poco El Colombiano en un severo editorial, a saber: que en la elaboración de la terna para la elección de nuevo Fiscal piense en los altos intereses del Estado y no en componendas politiqueras como las que dieron lugar a la oscura elección de Vivian Morales.
A propósito de ello, el encargo que acaba de hacer la Corte Suprema de Justicia deja muchísimo que desear, pues no faltan los que piensan con buenas razones que la Fiscalía no sólo continuará bajo el control del samperismo, sino también quedará bajo el del tristemente célebre Colectivo de Abogados que actúa dentro del esquema de la combinación de las formas de lucha que aspira a dar al traste con nuestro sistema de gobierno e imponernos una dictadura comunista.
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