miércoles, 30 de mayo de 2012

¿Marco jurídico para la paz o para la impunidad?

El tema de discusión más importante hoy en Colombia tiene que ver con la iniciativa de reforma constitucional que pretende introducir en nuestro ordenamiento la figura de la justicia transicional, con miras a establecer un marco jurídico para la paz con las guerrillas, según dicen sus promotores, o para su impunidad, según piensan sus detractores.

De acuerdo con su tenor literal, el propósito que lo anima es facilitar la terminación del conflicto interno y sentar las bases de una paz estable y duradera, afianzada en la garantía de no repetición de los hechos de violencia que lo configuran, en la seguridad para todos y, en la medida de lo posible, en criterios de verdad, justicia y reparación.

Pero su evaluación requiere que separemos la paja del grano, pues una cosa son las buenas intenciones, las palabras rimbombantes y los fuegos artificiales, es decir, la garrulería que suele rodear en estos tiempos a la normatividad jurídica, y otra muy distinta lo que strictu sensu en derecho se propone.

Esto último tiene que ver con atribuciones que se otorgan, derechos que se conceden, deberes que se imponen, procedimientos que se establecen, conceptos que se definen y de los que se aspira a extraer consecuencia normativas.

Son estos contenidos los que permiten juzgar a priori los méritos de esta propuesta de reforma constitucional, con miras a calibrar sus ventajas y desventajas.

Salta a la vista la vaguedad del proyecto, pues está elaborado en términos que se prestan a toda suerte de especulaciones.

Ello ha dado lugar a que los encargados de explicarlo no puedan ofrecer respuestas nítidas acerca de distintas hipótesis muy concretas sobre las que se les ha preguntado.

Por ejemplo, uno de mis corresponsales de Twitter , @majagual, se quedó en las nubes cuando le pidió al Presidente de la Cámara de Representantes que le respondiera si Timochenko y otros de sus pariguales podrían resultar beneficiados con la cesación de acciones penales en su contra y ser elegidos para el Congreso. El inefable Simón Gaviria no supo qué decirle.

Pero dentro del contexto nebuloso y hasta críptico de sus voces, cabe identificar algunas líneas conceptuales que a decir verdad suscitan más inquietudes que confianza.

Como dije, el proyecto parte de la base del reconocimiento de que en Colombia padecemos un conflicto interno en el que hay partes que despliegan hostilidades recíprocas.

No hay que ser muy perspicaces para entender que las autoridades legítimas de Colombia y las organizaciones guerrilleras se consideran como partes para todos los efectos, uno de los cuales es su equiparación política y jurídica.

De ahí al reconocimiento constitucional del estatuto de beligerancia en favor de los guerrilleros sólo media un paso.

Pero, no obstante esa equiparación de autoridades y guerrilleros como actores de un conflicto, seguidamente se habla de que “La ley podrá autorizar un tratamiento diferenciado para cada una de las distintas partes que hayan participado en las hostilidades”.

¿Querrá decirse entonces que las soluciones de justicia transicional podrían ser unas para los guerrilleros y otras para los agentes de la autoridad? ¿Y en qué podrían consistir esas diferencias de tratamiento? ¿Seguirán la tónica que ya se ha impuesto en la esfera judicial, que es implacable con la fuerza pública, pero condescendiente con los narcoterroristas y sus aliados?

El núcleo del proyecto es la adjudicación de atribuciones al Congreso para que mediante ley regule la justicia transicional, dentro de los criterios que en el texto se consideran.

El Presidente de la Cámara ha dicho que se expedirá después una ley estatutaria y ojalá que así quede establecido con toda claridad, pues se trata de un dispositivo jurídico más exigente que la ley ordinaria.

El proyecto no se ocupa de la definición de la justicia transicional, pues parece darla por sentada. Pero suministra algunas claves para entender su sentido.

En primer lugar, dice que puede comprender instrumentos judiciales y extrajudiciales. Estos últimos implicarán, entonces, la administración de justicia penal o de equivalentes de ella por organismos y autoridades que no hagan parte de la rama jurisdiccional, lo que entraña una modificación de tal índole que bien podría pensarse que roza las cláusulas pétreas que según la Corte Constitucional configuran la esencia de nuestra Carta Política.

En efecto,  la justicia penal en manos de autoridades políticas les confiere a éstas poderes exorbitantes que no sólo contrarían principios básicos de nuestra tradición liberal, sino que ponen en vilo los derechos fundamentales.

Es verdad que hay antecedentes de ejercicio de funciones jurisdiccionales por autoridades del orden ejecutivo, pero se refieren a causas de menor entidad, a indemnizaciones, a ciertos asuntos técnicos de orden comercial, y no a grandes causas penales.

El proyecto no discierne con precisión cuáles asuntos serían del resorte de los instrumentos judiciales y cuáles serían de los extrajudiciales, tema que quedaría deferido a la ley.

Se limita a decir que unos y otros permitirán garantizar los deberes estatales de investigación y sanción, y que, en todo caso,  se aplicarán mecanismos complementarios de carácter extrajudicial para el esclarecimiento de la verdad y la reparación de las víctimas.

De todas maneras, la implementación de esos mecanismos extrajudiciales concentraría en manos del Gobierno tal suma de atribuciones que haría de sus agentes unos verdaderos dictadores.

En segundo lugar, dice el proyecto que “Los criterios de priorización y selección son inherentes a los instrumentos de justicia transicional.”

Estos criterios jugarían para decidir contra quiénes podrían adelantarse acciones penales y a quiénes se excluiría de las mismas.

Como de entrada se otorga a la Fiscalía el cometido de determinar los criterios de priorización para el ejercicio de la acción penal, surge la duda de si la ley podría imponerle sus propios criterios a aquélla. Siendo así, el poder del Fiscal sería enorme.

Aquí aparece lo más discutible, pues la priorización y la selección conllevan cesación de acciones penales, suspensión de penas o subrogados de las mismas a través de los instrumentos extrajudiciales.

A este respecto , se propone lo siguiente:

“En el marco de la justicia transicional, sin perjuicio del deber general del Estado de investigar y sancionar las graves violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario, el Congreso de la República, por iniciativa del Gobierno nacional,  podrá mediante ley determinar criterios de selección que permitan centrar los esfuerzos en la investigación penal de los máximos responsables de delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa humanidad o crímenes de guerra; establecer los casos en los que procedería la suspensión de la ejecución de la pena; y autorizar la renuncia a la persecución judicial penal de los casos no seleccionados.”

A primera vista, tal como lo han dicho reiteradamente los defensores de esta iniciativa, no habría impunidad para los autores de crímenes de lesa humanidad o de guerra, pues los criterios de selección se centrarían precisamente en los responsables de los mismos.

No obstante ello, todo dependerá de los criterios de selección que adopte la ley. Además, el texto no advierte que los procesados por crímenes de tamaña gravedad no podrán gozar de los beneficios de la aplicación de instrumentos extrajudiciales, que por no tener la connotación de sentencias penales tampoco mediarían como impedimentos para la elegibilidad.

El texto citado da la impresión de que los cabecillas del narcoterrorismo serán juzgados y condenados, cuando, por obra de la aplicación de los instrumentos extrajudiciales que se establezcan, en realidad  podrían librarse de sanciones penales.

El proyecto le  confiere rango constitucional a la figura de los acuerdos de paz con grupos armados, que serán requisito previo para la aplicación de la justicia transicional a quienes se desmovilicen colectivamente. Tales acuerdos de paz sólo podrán suscribirse si mediare la liberación de secuestrados. Prevé, además, que estos instrumentos sólo se aplicarán a quienes sean parte del conflicto armado y que una vez desmovilizados no sigan delinquiendo.

El tema del narcotráfico brilla por su ausencia, cuando es componente insoslayable del trajinado conflicto interno. Pero, tal como viene redactado el texto, la justicia transicional sería aplicable a toda clase de delitos, siempre y cuando se los considere como ingredientes de las hostilidades.

Todo indica que el proyecto saldrá avante en los dos debates que restan en el Senado, en donde es poco probable incluso que se le introduzcan modificaciones, así sean de mera redacción o de aclaración de sus alcances.

Las grandes discusiones aparecerán al momento de tramitar la ley llamada a darle contenido y es dudoso que la maquinaria gubernamental sea capaz de filar a los congresistas a la hora de adoptar las decisiones de fondo.

Lo cierto es que de lo que se apruebe en las próximas semanas no saldrá todavía un marco claro que permita hablar de que se han dado pasos firmes en pro de la paz.

Más bien, resulta previsible que la violencia narcoterrorista arrecie al momento de la discusión de la ley, para tratar de que ésta le resulte más favorable.

Y quedará todavía pendiente la negociación de los acuerdos de paz, para los que la guerrilla no tiene urgencia, como en cambio sí la tiene Santos.

Observando la situación de éste, viene a la mente lo que el Señor le dijo a Judas al término de la última cena:"Lo que has de hacer, hazlo pronto".

martes, 22 de mayo de 2012

Martes negro

No cabe duda: el de hace una semana fue un día  tenebroso para Colombia.

Recapitulemos: en la mañana, la Policía descubrió y desactivó un carro-bomba que pudo haber causado estragos indecibles en la capital; cerca del mediodía, se produjo un feroz atentado criminal contra Fernando Londoño Hoyos, con abultado número de víctimas y daños materiales; por la tarde, la Cámara de Representantes, como si nada hubiera ocurrido, aprobó en sexto debate por amplia mayoría y bajo presión del gobierno, el mal llamado Marco Jurídico para la Paz.

Para cualquier observador desprevenido, lo del carro-bomba y lo del atentado criminal fácilmente  se enlazan entre sí y señalan la autoría de las Farc. Pero el gobierno y la Gran Prensa corrieron a desligar el uno del otro y a difundir hipótesis exculpatorias de esa temible organización narco-terrorista.

Por supuesto que la gente no les creyó, dado que conoce de sobra la extrema crueldad de los guerrilleros y  su enorme capacidad de hacer daño.

Grave a más no poder resultó, pues, que el principal responsable del orden público y los encargados de orientar al país mostrasen tamaña miopía para captar lo que significaban esos dos acontecimientos.

El Comandante de Policía de Bogotá sí vio lo que estaba pasando: le dijo a El Colombiano que las Farc pretenden recuperar su influencia en Bogotá. Después lo silenciaron desde arriba.

La ciudadanía no se llama a engaño, pues sabe a ciencia cierta, como lo ha dicho en otras ocasiones el expresidente Uribe, que “la culebra está viva”. Peor todavía: ya picó a Santos.

Pero el colmo de todo estuvo en la actitud gubernamental y la de la Cámara de Representantes, pues en lugar de suspender la votación de tan discutible proyecto, corrieron a forzarla, dizque para demostrar que los congresistas no se dejan intimidar, según lo dijo en la noche el cándido Presidente de la Cámara, que por eso mismo bien merece que se lo llame Simón el Bobito.

Lo sensato, después de los temibles acontecimientos de la mañana, habría sido que la Cámara suspendiera el trámite del proyecto y reabriera la discusión a la luz de esos nuevos hechos. Pero, siguiendo lo que decían los griegos acerca de que “los dioses ciegan a quienes quieren perder”, los congresistas corrieron como borregos a aprobar un proyecto que eventualmente podría conducir a la impunidad de los perpetradores de lo atentados e incluso a su elegibilidad para ocupar los más altos cargos de representación popular.

Ninguna de las explicaciones que han dado los promotores del  proyecto ha sido capaz de desvirtuar esa apreciación.

El expresidente Uribe, visible y explicablemente impactado por estos hechos, dio una emotiva declaración en la que reclamó que, mientras Bogotá estaba bañada en sangre, un gobierno clientelista forzaba al Congreso a aprobar un proyecto tendiente a garantizar la impunidad para los terroristas.

Y entonces vino el rasgarse las vestiduras por parte de la dirigencia que mal nos conduce.

¡Que Uribe debió convocar a la unidad nacional en esos momentos cruciales, en lugar de criticar a Santos! ¡Que Uribe no debió dar declaraciones para la televisión extranjera! ¡Que Uribe debió ofrecerle solidaridad al gobierno!

Con todo respeto, considero que no hay que preocuparse tanto por el momento o el lugar en que Uribe se pronunció, sino por la verdad de lo que dijo. Y esa verdad ciertamente duele.

Mal se puede exigir solidaridad para con un gobierno que se está equivocando en materia grave. Lo que se le debe exigir a éste es que recapacite y corrija el rumbo que lleva. y si se trata de un gobierno que parece ser sordo e incluso autista, lo indispensable es que las glosas se formulen en voz alta.

Así lo está haciendo Uribe, no sólo en su propio nombre, sino en el de una mayoría silenciosa que contempla con desconcierto cómo los logros de ocho años de dura e intrépida labor se están diluyendo por el extraño empecinamiento de quien fue elegido para consolidarlos y no para desconocerlos.

Nadie ha osado desmentir a Uribe cuando afirma que Santos está negociando en secreto con las Farc bajo los auspicios de la dictadura venezolana, que posa ahora de mediadora, cuando ha sido cómplice y favorecedora de los terroristas.

Santos no puede decir que eso no es cierto, porque no otro sentido tiene que hubiera salido hace poco a defender al régimen de Cuba ante la comunidad internacional, para disgusto de la disidencia de ese país que sufre la más inclemente de las persecuciones, o a sostener que Chávez es un factor de estabilidad para Venezuela y la región, cuando es precisamente el más pernicioso agente de las perturbaciones hemisféricas hoy por hoy.

Asombra pensar que en las encuestas lo que más se resalta de la gestión de Santos son las relaciones internacionales, cuando en mi modesto sentir en ese campo se da  precisamente lo más discutible de sus ejecutorias, pues ha uncido a Colombia al ominoso yugo de Chávez y sus conmilitones.

Tampoco puede proclamar Santos que las preocupaciones de la ciudadanía acerca del deterioro de la seguridad en el país sean mero asunto de percepción, pues los hechos recientes dan cuenta irrefutable de la presencia activa de las Farc en los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía y de la falta de respuesta adecuada de las fuerzas militares para impedir sus agresiones.

No deja de ser inquietante que Santos enfrente a Vivanco en el tema del Marco Legal para la Impunidad y, en cambio, se muestre obsecuente con él para soslayar la iniciativa sobre el fuero militar.

¿Por qué lo uno y lo otro? Sin duda alguna, porque algo tiene ya avanzado con la guerrilla a expensas de los militares y del país.

La  opinión pública no tiene claridad acerca de lo que se está cocinando en Venezuela y Cuba. Lo que sí sabe y la tiene alarmada es que Santos ha presionado al Congreso para que apruebe a las volandas una reforma constitucional que suscita demasiadas inquietudes.

Llamo la atención sobre tres aspectos del asunto.

La semana pasada publicó Ramón Elejalde Arbeláez una nota muy crítica sobre la reforma de la Justicia que está en curso.

Ese valeroso y sesudo artículo encendió mis alarmas. La tesis de Elejalde es que ese proyecto es una piñata con premios para los congresistas, los magistrados y  el gobierno, mas no para la comunidad, que no debe esperar de su aprobación que haya más pronta, cumplida y sapiente justicia.

Pues bien, si se correlaciona ese proyecto con el del Marco Legal para la Impunidad, fácilmente se llega a la conclusión de que Santos pretende premiar a los congresistas, si votan favorablemente el segundo, con las ventajas que contempla el primero y que no estarían al alcance del colombiano común y corriente.

El segundo aspecto es como sigue. Si se lee ese discutible y peligrosísimo  proyecto de Roy Barreras, pues Santos y Vargas Lleras no se atrevieron a presentarlo como de su cosecha, se encuentra uno con que en últimas derivaría en la concesión de atribuciones tan inusitadas en materia judicial al Presidente de la República, que romperían de tajo la separación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial.

Ello entrañaría un cambio de tal naturaleza en la estructura institucional, que daría lugar a hablar no de una reforma de la Constitución, sino del reemplazo de la que malamente nos rige en la actualidad por otra de peor caterva, en la que el Presidente dispondría de amplios poderes discrecionales para suspender acciones penales y los efectos de sentencias condenatorias.

Dicho de otro modo, con este proyecto se estaría sustituyendo la Presidencia por una Monarquía.

¿Es sensato confiarle a Santos esas atribuciones? ¿Y si el presidente llamado a ejercerlas no fuera Santos, sino un pro Farc. como el que temo que vendrá después de él?

Más aún, ¿pasaría esta reforma por la criba de la Corte Constitucional, habida consideración de su tesis sobre las “cláusulas pétreas” de la Constitución de 1991?

Una consideración final.

Hace cerca de 20 años Horacio Serpa, Piedad Córdoba y otros congresistas visitaron a Tirofijo, con el propósito de convencerlo de que entrara en uno de tantos procesos de paz que se han anunciado como la solución definitiva del problema de la subversión.

El bandolero les dijo que el asunto se podría resolver de la manera más sencilla, mediante la convocatoria de una constituyente  en que la mitad de los miembros la pusieran las Farc y la otra se la repartiera el “establecimiento” como a bien tuviese. Invocó para sustentar su propuesta el pacto bipartidista que dio lugar al Frente Nacional en 1957.

Parece claro que, en efecto, cualquier acuerdo final con las Farc implicará reformas de fondo del ordenamiento constitucional, salvo que esa organización narcoterrorista se viere tan acorralada que no tendría otro remedio que negociar su rendición, como le sucedió al M-19.

Pero  no es ese el caso hoy por hoy con las Farc.

Todo lo contrario, el gobierno de Santos, de entrada, ya está negociando la Constitución con las Farc, promoviendo el famoso Marco Legal para la Impunidad, dizque para permitirles a unos guerrilleros que se quieren entregar que lo hagan honorablemente, según lo ha dicho con pasmosa inocencia otro bobito, el senador Roy Barreras.

Dicho de otro modo, entrega parte de la Constitución sin que formalmente medie compromiso alguno de  parte de los guerrilleros, con la ingenua esperanza de que entren en un proceso de acuerdos que conllevará, en últimas, otra reforma a fondo de la Carta Política al gusto de los mismos.

Si de entrada se les está regalando la institucionalidad, ¿cómo será el regalo final?

Santos puede ser un astuto jugador de póker. Quizás también sea tahúr, dado que a Darío Arizmendy le reconoció hace algún tiempo que le gustan las picardías. Pero otra cosa es una negociación en la que se juega la suerte de Colombia, en la que los pasos que viene dando lo muestran más bien como un actor que cede, cede y cede sin contraprestaciones significativas.

Gaviria sacrificó la Constitución de 1886 para consolidar la paz con el M-19, el EPL y el Quintín Lame. Por aquellos días, trascendió que Tirofijo decía que él no  estaba dispuesto a negociar por tan poca cosa.

¿A qué estarían dispuestos hoy los cabecillas de Farc-Eln, cuando gozan de la protección de gobiernos de países vecinos como Venezuela y Ecuador? ¿Podremos poner en duda que ellos serían promotores del mal llamado Proyecto Bolivariano cuyo propósito es reproducir el dominio de la bota venezolana contra la que tuvimos que alzarnos los colombianos al término de la dictadura de Bolívar y bajo la de Urdaneta?

Uribe es el segundo libertador de Colombia. Así lo dijo Santos durante su campaña presidencial. Hay que pedirle que sea el tercero, es decir, que nos proteja con su verbo, su entereza y su indeclinable patriotismo, de las malas artes de su sucesor.

martes, 15 de mayo de 2012

Toda casa dividida contra sí misma perecerá

Nada más oportuno que traer a colación esta sentencia del Evangelio, para alertar acerca de la confrontación del presidente Santos y el expresidente Uribe.

Los nueve millones de colombianos que votaron por Santos hace dos años lo hicieron a todas luces para que continuara la obra de Uribe, sin perjuicio, desde luego, de que  imprimiera su propio sello a la gestión que le encomendaron.

Es posible que los colombianos que según las encuestas continúan apoyándolo coincidan igualmente en la opinión favorable respecto de Uribe, motivo por el cual algunos analistas tienden a considerar que al gran público no han llegado todavía los ecos de la confrontación entre ellos.

Pero a media que ésta vaya subiendo de tono, inevitablemente habrá de reflejarse en las opiniones de la gente de la calle y, por consiguiente, en la intención de voto para el próximo debate electoral.

Ya muchos se aprestan a tomar partido, sea en favor de Santos, bien en pro de Uribe. Y esa disensión inevitablemente redundará en beneficio de las consabidas tercerías, como sucedió en las últimas elecciones, cuando la división entre partidarios de Santos, de Noemí y de Vargas Lleras, catapultó a Mockus.

En un año y medio pueden suceder muchas cosas. Los santistas aspiran a que la Presidencia Imperial que ejerce su jefe se consolide y aplaste a todos sus contradictores, empezando por Uribe. Pero otros le apuestan al inevitable desgaste que se produce a medida que se va ejerciendo el poder, amén de las dificultades inesperadas que puedan agudizarlo.

El optimismo de Santos y sus seguidores se basa en la buena situación económica que, a no dudarlo, hace parte del legado de Uribe.

No hay que olvidar, sin embargo, que los períodos de vacas gordas son transitorios y en cualquier momento pueden venir las destorcidas, con el “llanto y el crujir de dientes” que en otro pasaje célebre menciona el Evangelio.

A Santos le convendría reconsiderar su estilo de gobierno. Él, como en su momento le ocurrió a López Michelsen, cree que puede hacerlo todo, virar hacia dónde le parezca, imponer sus iniciativas sin que se las discuta y avasallar al Congreso, como acaba de denunciarlo Uribe, bajo el látigo de la burocracia.

No debe olvidar que su gobierno depende de una coalición cuyos dos pilares, el partido de la U y el conservador, están descontentos por el trato desdeñoso que les prodiga.

Unos y otros, además, tendrán que habérselas con el electorado en la campaña para la elección de congresistas que se iniciará en el segundo semestre del año entrante, en la cual el plato fuerte no serán tanto las prebendas con que los haya engolosinado el gobierno, sino los resultados políticos que les muestren a los electores y, sobre todo, la confianza que inspiren en los mismos.

Entonces, tendrán que esmerarse en explicar por qué terminaron apoyando unas políticas distintas de las que ofrecieron respaldar en las pasadas elecciones y cuáles fueron los motivos  que los impulsaron a abandonar la seguridad democrática en aras del espejismo de una paz negociada bajo los auspicios de un gobierno enemigo, como el de Chávez.

Hasta ahora el país no ha sufrido las consecuencias de  las malas decisiones de Santos, por cuanto muchas de ellas se darán en el mediano y el largo plazo, como lo viene señalando muy juiciosamente Uribe.

A mucha gente le pareció bien que se inclinara ante Chávez, Correa y los hermanos Castro, dizque para tener buenas relaciones con los vecinos,  volver al redil latinoamericano y filarse con la muy discutible Unasur. También apoyó la Ley de Víctimas y de Tierras, por razones de justicia. Y se tragó el sapo de la presión de la Corte Suprema de Justicia en el asunto de la Fiscalía, pensando que era un debate que ameritaba finiquitarse.

Por lo demás, ha habido reacciones más bien escépticas sobre la promesa de regalar 100.000 casas, pero se dice que ojalá sea verdad tanta belleza.

En todos esos asuntos hay tela para cortar y, como digo, los resultados se verán dentro de algún tiempo.

Pero lo de la paz es otro cantar.

Santos pretende, contra viento y marea, que se apruebe su mal llamado Marco Jurídico para la Paz.  Ya obtuvo hoy que lo votaran 123 congresistas, lo que ha dado pie para que Simón Gaviria diga a los cuatro vientos que es el proyecto que más apoyo ha tenido en el Congreso bajo el gobierno actual.

Pero ese será su talón de Aquiles, pues el proyecto avanza mientras las Farc redoblan sus alevosos atentados, como el que acaba de producirse contra Fernando Londoño,  a la vez que  las fuerzas del orden se muestran desmoralizadas por la falta de apoyo del gobierno y la persecución judicial.

Conviene recordar que la última política de paz, bajo el gobierno de Pastrana, vino precedida de un amplio movimiento de opinión y contó con un vigoroso apoyo popular que se puso de manifiesto en la décima papeleta que promovió Francisco Santos, así como en la elección presidencial.

Fue una política abierta que se discutió ampliamente en los distintos escenarios y no tuvo contradictores de peso. Pero fracasó de modo rotundo, llevándose consigo la imagen de Pastrana, que en mi modesta opinión no fue un mal gobernante. A él se deben, en efecto, iniciativas tan provechosas como el Plan Colombia, sin el cual la gestión de Uribe habría tenido resultados más bien modestos.

Santos ha elegido un mal camino, consistente en obrar a espaldas de la opinión pública, valiéndose de un intermediario al que se acusa de tener un pacto burocrático con el gobierno y presionando al Congreso para que apruebe el proyecto a las volandas, sin madurarlo ni ambientarlo como es debido.

Llama la atención, por ejemplo, que el partido de la U haya resuelto, contra el parecer de los uribistas, votarlo en bloque, apoyándose en la ley de bancadas, cuando es algo que la opinión pública no sólo no ha asimilado, sino que más bien suscita en ella reacciones desfavorables.

Así sus áulicos de Semana y algún desinformado medio extranjero insistan en decir que Santos es un “gran estadista”, me da la impresión de que la solvencia en el manejo institucional no es propiamente su fuerte. Se ha aprovechado más bien de ciertas debilidades de las instituciones para imponer un estilo que deja muchísimo que desear.

Con el rumbo que lleva, la división entre sus huestes se profundizará cada vez más. De hecho, ya hay fisuras muy difíciles de resanar. Y a medida que pasen los días, muchos descontentos se dedicarán a atravesarse en el camino de su reelección o el de la aspiración de alguno de sus validos, como Vargas Lleras. Santos está suscitando odios feroces, que son los peores ingredientes que puede haber en el escenario político.

Antes de esmerarse en la búsqueda de acuerdos con gente de tan mala calaña como los dirigentes guerrilleros, sería preferible que procurara entenderse con los partidos de su coalición y con el vasto número de colombianos que creemos que las críticas de Uribe no son producto de su resentimiento, sino de una muy lúcida apreciación de los hechos alarmantes que hemos venido presenciando.

Celebro, por supuesto, que Fernando Londoño haya salido vivo del atroz ataque que se perpetró en contra suya, pero al mismo tiempo debo deplorar la muerte de personas humildes que perdieron la vida cumpliendo con su deber. Y me angustia pensar que el mismo día en que la Cámara dio su voto por ese inquietante proyecto sobre la paz, Bogotá hubiera sufrido el bárbaro asedio de las fuerzas oscuras que quieren seguir ensangrentando a Colombia.

lunes, 7 de mayo de 2012

Contrastes

La Ley 975 de 2005, más conocida como Ley de Justicia y Paz, ha sido uno de los estatutos  más discutidos en la historia legislativa colombiana.

En una charla que di hace algún tiempo, la puse como ejemplo de las limitaciones que hoy pesan sobre la soberanía estatal, pues para adoptarla fue necesario buscar consensos por todas partes.

Había que superar, en efecto, las reticencias y observaciones de los congresistas, los partidos políticos, la Iglesia, los periodistas, los gremios, las ONG, los gobiernos extranjeros, la OEA, la ONU y hasta los destinatarios del estatuto, con miras a rodearlo de legitimidad y hacerlo viable.

Fue un debate muy arduo, pues la izquierda, tanto nacional como internacional, trató de satanizar el proyecto, acusando al entonces presidente Uribe y su Comisionado de Paz de promover la impunidad del paramilitarismo e incluso de conocidos narcotraficantes que infiltraron los grupos de autodefensa con el propósito de hacerse a los beneficios que el mismo contemplaba.

Superados los escollos que se presentaron durante el trámite legislativo,  la Ley se sometió al examen de la Corte Constitucional, que como de costumbre actuó como una tercera instancia legislativa y metió baza, declarando unas inexequibilidades e imponiendo de su cosecha interpretaciones que modificaron sensiblemente los alcances de lo que había aprobado el Congreso.

En la charla de marras me interesaba señalar cómo nosotros, en razón de nuestros graves problemas de delincuencia y alteración del orden constitucional, prácticamente hemos perdido la autonomía para decidir sobre asuntos que otrora se manejaban por los gobiernos mediante el recurso al estado de sitio, y por los legisladores, a través de leyes de indulto y amnistía.

Le Ley de Justicia y Paz se pensó para todos los actores armados que pudiesen considerarse de carácter político y con la finalidad de desmovilizar sus organizaciones ilegales, reinsertar a sus integrantes y someterlos a la acción de la justicia en la medida que hubiese confesión de sus delitos, la reparación de las víctimas, la entrega de los bienes mal habidos y el compromiso firme de no perseverar en las actividades delictivas.

Se trató de un estatuto complejo y muy detallado, del que puede afirmarse que tuvo consecuencias positivas y negativas que obligan a evaluar sus resultados matizando las opiniones.

Dentro de las consecuencias positivas cabe considerar el hecho de que un buen número de jefes paramilitares estén hoy a buen recaudo en cárceles norteamericanas. Pero, dentro de las negativas hay que señalar que los guerrilleros, que también eran destinatarios de la Ley, se negaron a acogerse a sus términos.

Recuerdo que en alguna ocasión el entonces presidente Uribe me comentó que ya vería a los dirigentes de la guerrilla pidiendo muchísimo más que lo que a regañadientes aceptaron los paramilitares.

Agrego yo ahora que la izquierda, que por todos los medios se encargó de decir que la Ley de Justicia y Paz fue un estatuto de impunidad,  anda tras lo que el actual gobierno ha dado en denominar el Marco Jurídico para la Paz, que por medio de la modificación de unos pocos artículos de la Constitución, pretende efectivamente que los dirigentes guerrilleros se desmovilicen, se reinserten a la vida civil y gocen de la totalidad de los derechos políticos, sin tener que pagar por los innumerables y atroces crímenes con que han azotado al pueblo colombiano a lo largo de cerca de medio siglo.

Dicho de otro modo, lo que se consideraba demasiado generoso para el paramilitarismo, se piensa que es muy drástico e inviable para hacer la paz con la guerrilla, como si ambos fenómenos fuesen sustancialmente distintos desde el punto de vista de los hechos y, sobre todo, de la valoración moral de los mismos.

Hay pues un agudo e injustificado contraste entre el contexto que rodeó la aprobación y la puesta en práctica de la Ley de Justicia y Paz, y lo que viene haciéndose en torno del Marco Jurídico para la Paz.

El contraste es aun más fuerte si se considera que, en lugar de promover abiertamente la discusión, como lo hizo Uribe, el gobierno de Santos impulsa el proyecto prácticamente a espaldas de la opinión pública, apadrinando indirectamente lo que dice que es iniciativa del senador Roy Barreras, del que se comenta en la prensa que está siendo favorecido con jugosas cuotas burocráticas, como si lo que sucedió con la tristemente célebre “Yidispolitica” no hubiera generado jurisprudencia también aplicable a los manejos de la actual administración.

Se habla también de que el acercamiento diplomático a Cuba, Venezuela y Ecuador, que tanto alaban los áulicos de Santos y su Canciller, tiene que ver con el proyecto que cursa en el Congreso, el cual podría ser fruto de negociaciones que al parecer hay en curso con la guerrilla bajo los auspicios de los gobiernos de esos países, que son no solo sus amigos, sino sus patrocinadores.

“¡Vivir para ver!”, exclamó en alguna oportunidad Alfonso López Michelsen para referirse a algo no menos inaudito que lo que estamos ahora presenciando y temiendo.

Pienso que la idea que tiene Santos del manejo político, no muy distante de la que alberga el conductor de una aplanadora, está llevando al país a situaciones cuya complejidad no alcanzamos todavía a avizorar.

Viene a mi memoria el episodio autobiográfico que relataba el finado Jorge Franco Vélez en “Hildebrando”, cuando le dio por tomarse unos aguardientes cerca de la Facultad de Medicina y, en lugar de irse a dictar su cátedra mañanera, resolvió montarse en una aplanadora que pasaba por ahí y seguir la juerga con su operario, muertos los dos de la risa, por las calles céntricas de Medellín.

Recuerdo también un versículo del Eclesiastés que sirvió de tema para una difícil pieza teatral de Montherlant, -“Desventurada la ciudad cuyo príncipe es un niño”-, para deplorar la frivolidad con que el actual gobierno se ocupa de asuntos de tamaña importancia para la suerte futura del país.

Traigo a colación, en fin, la desafortunada y torpe manifestación de algún  consejero del gobierno anterior, que resolvió decir que algo tan significativo como la reelección presidencial se reducía al “cambio de un articulito”, pues no otra cosa parece estar festinando hoy el senador Roy Barreras con la complacencia del conductor de la aplanadora presidencial.

Agrego que los pequeños cambios de redacción que propone Roy Barreras lo que entrañan es el otorgamiento de una cómoda y peligrosísima carta en blanco a un gobernante frívolo que podría hacer de las suyas con los  amplios  poderes que pide de soslayo que se le concedan.

Colombia quiere, desde luego, la paz, pero no al precio de la abyección. Eso debería de tenerlo muy claro Santos con el apoyo que le brindó el electorado para llevarlo a la Presidencia.

Pero la falta de reglas institucionales idóneas para hacer efectivas las responsabilidades políticas, así como para impedir que los gobiernos avasallen a los congresistas, hace que el ungido crea que puede hacer lo que le venga en gana, así deshonre sus compromisos con la ciudadanía y desvirtúe la regla de oro de la democracia, que conlleva el respeto por las decisiones mayoritarias.

Los nueve millones de colombianos que eligieron a Santos le dieron poder para seguir combatiendo a los guerrilleros, no para darles impunidad ni abrirles las puertas del poder.