miércoles, 27 de abril de 2011

Catolicismo y Modernidad

A pesar del Concilio Vaticano II, que intentó poner al día a la Iglesia y adaptarla al espíritu del siglo XX, las relaciones entre el  mundo católico y la sociedad contemporánea siguen siendo tensas y están muy lejos de lograr la armonía.

No es inoportuno señalar que ese empeño ha suscitado dificultades en el interior de la Iglesia, que presencia el enfrentamiento entre tradicionalistas y progresistas, así como la pérdida de fieles, la disminución de las vocaciones, la creciente oposición a su influencia en la sociedad e, incluso, los amagos de persecución, abierta o velada, en nombre del laicismo.

No falta quien diga que el Concilio no obtuvo los resultados que de él se esperaban y más bien pudo ser contraproducente, no sólo por el efecto inicial, del que se dolió en su hora Paulo VI, sino por sus consecuencias a mediano y largo plazo.

Bien sea por obra del “aggiornamento”, ya por factores inherentes a la Iglesia misma, es inocultable la crisis que la aflige y se pone de manifiesto tanto en el plano doctrinal como en el de las costumbres. En el primero se advierte que se han ido borrando las fronteras entre la ortodoxia y la herejía, a punto tal que hay temas sobre los que los fieles ya no saben a qué atenerse en lo que atañe a la identidad conceptual católica. Lo segundo toca sobretodo con los escándalos sexuales del clero, pero también con otros aspectos de su mundanidad, tales como el apego a la riqueza, la vida muelle o el poder.

Qué duda cabe acerca de que la roca sobre la que el Señor anunció que edificaría su Iglesia exhibe hoy grietas inquietantes que ponen en duda su futuro y parecen dar razón a los anuncios  que hablan de divisiones, apostasía y corrupción como signos del fin de los tiempos.

Por eso escribí hace unos meses que es necesario volver a leer los Evangelios, a fin de recuperar el espíritu que ha animado a la Iglesia a lo largo de siglos. Esa lectura, por supuesto, obliga a confrontar la realidad eclesial de hoy con el modelo evangélico, a fin de extraer las conclusiones pertinentes.

“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, dice el Evangelio al postular la santidad como ideal de realización plena de la vida humana. Pero, cuán lejos está el clero de hoy de ese modelo. Más alejados de él, por supuesto, estamos los católicos comunes y corrientes, que no sólo nos preciamos de no ser unos santos, sino que desdeñamos aspirar a mejorar nuestras vidas para tratar de vencer las distancias que nos alejan de la meta que nos trazó el Señor.

El Evangelio alerta, además, sobre los tratos con lo que llama el “Príncipe de este mundo”, que hoy viste el ropaje de la Modernidad y el Progresismo.

Igual que en los tiempos de la Iglesia primitiva, ahora también el mensaje evangélico resulta escandaloso y absurdo para la mentalidad dominante, en la que prevalece lo que Charles T. Tart, a quien he citado en otros artículos, llama el “Credo Occidental”.

Es claro que  este sistema de creencias es del todo incompatible con el pensamiento religioso y más concretamente con el católico, pues lo que éste afirma el otro lo niega tajantemente.

Desde luego que ambos pueden coexistir en el plano estrictamente académico, tal como sucede en muchas instituciones universitarias que ofrecen albergue tanto a los creyentes como a los que no lo son. Pero esa coexistencia difícilmente podría ir más allá del mutuo respeto que por cortesía deben observar quienes profesan puntos de vista diferentes acerca de materias contenciosas.

De hecho, ese respeto resulta cada vez más ilusorio, sobre todo por parte de quienes descreen de la religión, que no obstante la tolerancia que afirman como dogma básico de la cohabitación entre quienes profesan opiniones diversas, no sólo manifiestan desprecio por lo que aquélla entraña, sino pretenden silenciarla e incluso erradicarla, por lo menos del escenario público.

Es frecuente, por ejemplo, que se desconceptúe en malos términos a  quienes en los debates políticos, jurídicos o morales utilicen argumentos de tipo religioso, o a los funcionarios que en razón de sus creencias se muestren hostiles a ciertas iniciativas, o a todo el que invoque la objeción de conciencia respecto de asuntos tan discutibles como el aborto.

Es una tolerancia que juega sólo para un lado, el de los que se consideran a sí mismos tolerantes. O, como se dice en la jerga popular, una tolerancia que aplica la “Ley del embudo”: la parte estrecha, pera los creyentes; la amplia, para los no creyentes. Así las cosas, la regla parece formularse de este modo:“Tolere mi opción moral de vivir como me dé la gana, que yo me reservo el derecho de tolerar o no su juicio moral sobre  mis actos”.

A las creencias religiosas se les quiere negar el derecho de manifestarse en el debate público. Además, se pretende reprimir la exhibición de símbolos y la celebración de ceremonias que tengan esa connotación. Por consiguiente, ¿de qué tolerancia se habla?

Tal vez sea hora de repensar los términos del diálogo de los creyentes con los no creyentes, sobre todo cuando éstos se empecinan en silenciar a aquéllos. Dicho de otro modo, la Iglesia debe considerar que es asunto de supervivencia la guarda de su identidad, y para ello le toca de nuevo ser militante, reafirmando sus valores, defendiendo sus creencias y diciéndoles sin timideces a los perversos claramente lo que son.

miércoles, 13 de abril de 2011

El Poder Mediático

Cuando se aborda el tema de “Periodismo y Poder”, no debe de perderse de vista que el periodismo ostenta de suyo un poder, precisamente el poder mediático.

Este poder se relaciona de muchas maneras con otros poderes que obran en medio de la vida comunitaria. Y no cabe duda de que es uno de los más fuertes.

Ya Napoleón había advertido su importancia al señalar que “Una gaceta vale por cien(¿?) regimientos”(cito de memoria, la que no siempre es fiel).

Al fin y al cabo, el periodismo es pieza fundamental del engranaje de la opinión pública, que de hecho es la verdadera depositaria de la soberanía en las sociedades contemporáneas. Eso también lo vio Bolívar, según consta en texto que desafortunadamente no tengo  a la mano al momento de escribir estos apuntes, pero que igualmente guardo en mi memoria.

Es célebre la reflexión de Montesquieu acerca del carácter expansivo de  todo poder: “Todo el que ejerce el poder tiende a abusar de él…”

Pues bien, la idea matriz del constitucionalismo moderno es precisamente el control del poder mediante el sistema de frenos y contrapesas que formuló el referido Montesquieu, la garantía de las libertades que propuso Locke y la democratización que teorizó Rousseau.

Al tenor de ello, se aspira a que todo poder se someta a reglas, que esas reglas partan de la base de la separación de poderes en cuanto a su formulación y su ejecución, que las mismas protejan unos derechos fundamentales y que la titularidad de aquél emane del pueblo.

Uno de los grandes temas de la teoría constitucional en los tiempos que corren es la necesidad de acompasar unos dogmas, cuya formulación parece nítida, con una realidad que tiende a ignorarlos, distorsionarlos e imponer, por la vía de los hechos, interpretaciones y prácticas que modelan la sociedad de una manera muy diferente a la que se concibe en las doctrinas y en las normas.

Dicho de otro modo, la separación de poderes que plantea la Constitución funciona de manera muy diferente en la práctica y en la teoría. Lo que en realidad ocurre es un grave desequilibrio institucional en el que hay poderes desbordados que desconocen los límites de distintas clases llamados a imponer el orden e introducir la armonía en la vida política.

La mala Constitución Política que adoptamos en 1991, la que suelo llamar el “Código Funesto”, configura un pésimo estatuto del poder, cuyos malos resultados están a la vista, pues hacen de Colombia un país prácticamente ingobernable con el tejido de autonomías que a troche y moche se establecieron para debilitar el poder del Gobierno nacional y el del Congreso, que son los más auténticos representantes de la supuesta voluntad popular que se pone de manifiesto en los procesos electorales.

Dentro de ese desbordamiento de poderes hay que considerar el de los jueces, que será tema de otros comentarios, y el de la prensa, que es materia de lo que sigue.

Hace poco leí un twitter de la agraciada Vicky Dávila en que reclamaba libertad absoluta para la prensa. Y más o menos en el mismo sentido se han pronunciado otros comunicadores que claman contra la iniciativa que obra en el Congreso acerca del castigo penal de la difusión de documentos protegidos por la reserva legal.

Ignoran ellos que la divulgación y empleo de documentos reservados ya figura como delito en el Código Penal vigente, bajo los términos que siguen:

“El que en provecho propio o ajeno o con perjuicio de otro divulgue o emplee el contenido de un documento que deba permanecer en reserva, incurrirá en pena de prisión de cinco (5) a ocho (8) años, siempre que la conducta no constituya delito sancionado con pena mayor.”

Así quedó el texto a partir de la modificación que introdujo el articulo 25 de la Ley 1288 de 2009, que sustituyó la pena de multa que preveía el artículo original del Código por la de prisión de cinco a ocho años.

Lo que  está en vigencia no se altera sustancialmente con la disposición que se contempla en la propuesta gubernamental que ha desatado las furias mediáticas.

Traigo el tema a cuento porque los textos en mención, tanto el suave del primitivo artículo 194 del Código Penal como el severo de la Ley 1288 de 2009, son letra muerta, dado que que no hay autoridad que se atreva a investigar a los medios que con todo descaro publican versiones de indagatorias, de declaraciones de testigos o de  otras piezas documentales incorporadas a los expedientes penales y disciplinarios, a veces al día siguiente de practicadas dichas pruebas.

Los medios alegan  derecho absoluto a la confidencialidad de las fuentes y a ofrecer información que, según ellos, ha resultado de suma utilidad para destapar escándalos que de otra manera habrían permanecido ocultos.

Este último argumento, muy socorrido por  el propietario y el director de Semana, es débil, pues las leyes ofrecen distintos arbitrios para que las autoridades competentes abran investigaciones y decidan sobre hechos que deban ser sancionados por ser contrarios al ordenamiento jurídico. No es la prensa el único ni el más eficaz modo de poner en funcionamiento las atribuciones fiscalizadoras y punitivas de las autoridades legítimamente constituídas.

Pero, no obstante su debilidad conceptual, el argumento suministra una idea acerca de cómo los medios pretenden invadir la esfera de los órganos de control y de las autoridades judiciales. Ellos investigan, denuncian ante el público, exhiben probanzas, interrogan a los implicados desconociendo las más elementales reglas de cortesía y extraen sus propias conclusiones, poniendo a la gente en la picota  sin garantía alguna para defenderse ni derecho de apelar, pues la práctica judicial en materia de delitos contra la honra de las personas es bastante laxa, sobre todo cuando los querellados son periodistas.

La condena mediática es más expedita e incluso más drástica que la judicial, pues si en esta instancia se produce la absolución ya el daño a las personas involucradas en algún escándalo está hecho y suele ser irreparable.

Esa condena mediática viola el inciso final del artículo 29 de la Constitución Política, según el cual “Es nula, de pleno derecho, la prueba obtenida con violación del debido proceso”.

En el caso de documentos sometidos a reserva no sólo se presenta una trasgresión a la normatividad penal que vengo mencionando, sino que puede darse algo más grave, pues se dice que la práctica de hacer esas publicaciones, no siempre con el propósito de que la ley se cumpla y así desfacer entuertos, sino con el ánimo mercantil de aumentar la circulación y ganar dinero, se involucra con un mercado de documentos y filtración de informaciones en que participan funcionarios públicos que algo suelen recibir a cambio.

Así las cosas, tanto el funcionario que sirve de fuente como el periodista que utiliza la información pueden ser copartícipes del delito de violación de reserva sumarial e incluso de una receptación, que es figura penal de singular gravedad.

Pero, repito, todas estas consideraciones son ociosas, porque no hay quien se atreva a ponerle el cascabel al gato mediático, fuera de que se presenta una dificultad probatoria emanada del derecho constitucional a la reserva de la fuente que ampara a los medios.

Con todo, de ahí no se sigue que por otras probanzas, incluso la indiciaria, pueda llegarse a demostrar ese perverso tráfico que resulta tan dañino para la institucionalidad como los escándalos que la prensa pretende que no queden ocultos e impunes.

Digo que de hecho los medios juzgan, más que prejuzgan, y de ese modo sustituyen a las autoridades competentes e incluso las intimidan.

El ex presidente Uribe citó hace poco unas declaraciones del ex fiscal Mendoza Diago en las que éste afirmó que tenía que tomar ciertas medidas porque, de lo contrario, “lo cocinarían los medios”.

Decía Napoleón con muy buenas razones que “el funcionario más poderoso dentro del Estado es el juez de instrucción”. Pero entre nosotros ese funcionario, al parecer omnipotente a pesar de ciertas restricciones legales que también son letra muerta, se rinde indecorosamente ante el poder mediático haciendo depender sus decisiones de las intimidaciones de éste.

Acabo de leer unos comentarios acerca del más reciente escrito de Ronald Dworkin, un muy influyente iusfilósofo contemporáneo, que lleva por título “Ética para puercoespines”, en alusión al conocido libro de Isaiah Berlin, “El Erizo y la Zorra”.

Deo volente, después haré algunas glosas al respecto, pero lo que ahora quiero destacar es que Dworkin combate el relativismo de Berlin-las muchas cosas que sabe la zorra-, procurando encontrar la clave única de la verdad moral- la única cosa que conoce el erizo. Piensa que esa clave la suministra el concepto de dignidad, que en la vida personal, a su juicio, es tema de la ética, y en la relación interpersonal lo es de la moral, las cuáles a su vez suministran las claves para la fundamentación del derecho.

Pues bien, ¿cuán cuidadosos de la dignidad humana son los aviesos procedimientos a que acuden los medios para lesionar impune y gravemente esa elementalísima garantía , que es a la vez fuente de derechos fundamentales y de deberes también fundamentales?

Es verdad que el artículo 74 de la Constitución Política otorga protección para la actividad periodística para garantizar su libertad y su independencia profesional, dentro del marco de libertad que el artículo 20 de la misma estipula para los medios de comunicación social. Pero sobre éstos pesa, en virtud de la misma disposición, una responsabilidad social que, si bien es cierto no puede hacerse efectiva a través de la censura, que está expresamente prohibida, impone deberes que ameritan precisarse bien sea por vía legislativa, ya por la jurisdiccional.

Ingrediente básico de esa responsabilidad social de los medios y de la profesión periodística en particular es el respeto por el ordenamiento jurídico, sobre todo por los derechos fundamentales de las personas y la organización institucional del Estado.

Atropellar la dignidad de las personas, como es de usanza cotidiana en los medios, e invadir las esferas de los órganos de control y las autoridades judiciales, como también ocurre a diario, va contra ese significativo principio de responsabilidad social.

La alternativa frente a una prensa  desbocada no es, como suele afirmarse, la de una prensa censurada, pues desde el punto de vista institucional bien pueden armonizarse, como lo señala el articulado constitucional, la libertad y la responsabilidad social.

Las malas prácticas de los medios han dado lugar a que no pocas veces los órganos de control y las autoridades judiciales profieran decisiones que en lugar de ajustarse estrictamente a derecho se orientan a satisfacer los apetitos del público, aupados por aquéllos.

Aquí hay muchísima tela para cortar. Lo que dejo expuesto apenas roza superficialmente un asunto que amerita examinarse con toda profundidad, pues pone en juego el buen funcionamiento de la república.