domingo, 9 de octubre de 2011

Coloquio sobre la justicia

El martes pasado tuve oportunidad de participar, en el programa Punto Crítico que dirige en Televida Juan Carlos Greiffenstein, en una amable conversación con mi colega abogado Eleázar Valencia sobre el tema de la justicia en Colombia.

El director del programa enfocó el asunto, por una parte, desde la distinción entre la justicia divina, la institucional de la sociedad y la individual o justicia por la propia mano, y, por otra, desde las percepciones que el público tiene acerca del aparato judicial, captadas a través de facebook y de entrevistas con gente de la calle.

La gran preocupación estriba en la poca fe que las comunidades tienen en el funcionamiento de la  administración de justicia entre nosotros, de la que dan reiterado testimonio las encuestas de opinión que se publican periódicamente.

Dichas encuestas señalan que la credibilidad de las Altas Cortes promedia más o menos el 50%, pero cuando a los encuestados se les pregunta por el sistema judicial en general, las cifras favorables descienden a algo así como el 25%.

Según mi criterio personal, la opinión favorable a las Altas Cortes se explica porque los medios suelen destacar con amplitud sus decisiones, sobre todo cuando las mismas producen efectos políticos de diversa índole.

Hay muchos fallos que impactan a la opinión, como los que versan acerca de derechos fundamentales, las limitaciones que se imponen  sobre los gobernantes, las responsabilidades a cargo de ellos, las indemnizaciones a que se condena al Estado, las sanciones a los agentes de la fuerza pública, etc., que dejan en el público la impresión de que los magistrados son independientes e imparciales, velan por el Estado Social de Derecho, se preocupan por la protección de los desvalidos, enfrentan a los criminales de todos los pelambres, etc., de modo que  podría hacerse cierto con ellos lo que acostumbraba a decir el presidente Santos Montejo en el sentido de que “hay luz en la poterna y guardián en la heredad”.

En otra ocasión he escrito sobre el peligroso contubernio de los medios y las autoridades judiciales, que deriva en la justicia mediática y politizada que estamos padeciendo, la cual, sin embargo, logra por ese motivo los modestos índices de apoyo que registran las encuestas.

Cosa distinta sucede con la percepción que tiene el hombre de la calle en torno de la justicia cotidiana, la llamada a resolver los problemas que se le presentan en sus diversos entornos, tales como el familiar, el vecinal, el laboral, el económico, entre otros, en los que no hay lugar para la demagogia, las declaraciones altisonantes o la taumaturgia jurídica, sino para la solución efectiva de las demandas de protección, de seguridad, de prontitud en las decisiones, de razonabilidad y eficacia de las mismas, etc.

Cuando las cosas se sitúan en escenarios en que no procede la panacea milagrosa de la acción de tutela, que permite que los jueces se presenten como dioses, empieza el Cristo a padecer. Y ahí le da a  la gente por refugiarse bien sea en la justicia divina, con cierto sentido de amarga resignación, o a confiar en la que en el programa se me ocurrió llamar la Justicia del Diablo, que es la que se imparte por la propia mano o, peor, por las estructuras criminales que pululan en todas partes y configuran lo que  podríamos denominar un sistema parajudicial, vecino del paramilitar.

Sobre la justicia por la propia mano, me limité a repetir lo que dicen las nociones elementales  del Derecho Político, esto es, que ella es la antesala de la anarquía.

Esto hay que recordarlo siempre. Si las autoridades legítimamente constituidas no satisfacen las demandas de justicia pronta, imparcial y eficaz que formulan las comunidades, se generan vacíos que inexorablemente tienden a llenarse por otros medios.

Leí en El Colombiano esta mañana un buen reportaje con el Alcalde de Medellín, Alonso Salazar Jaramillo, en el que éste denuncia no sólo la alianza de las bandas criminales con sectores políticos muy influyentes, sino lo difícil que les resulta a las autoridades luchar contra un fenómeno tan extendido  y perverso como la extorsión. Lo que dice Salazar es tremendo: cree que en Medellín, Barranquilla y Bogotá, por ejemplo, no hay negocio alguno que sea inmune a ese flagelo. Pero hay algo más: considera que no hay medios legales eficaces para controlarlo.

Al remate del programa hice tres observaciones que,a mi juicio, ameritan que se las examine más detenidamente.

La primera tiene que ver precisamente con la parajusticia, pues tanto en las ciudades como en vastas zonas aldeanas y rurales las comunidades están sometidas a bandas criminales que imponen a sangre y fuego su régimen de terror, sin que el Estado logre controlarlas a cabalidad.

Sin desconocer lo que bajo su administración hizo el ex-presidente Uribe en materia de seguridad democrática, hay que admitir que sus logros fueron parciales, aunque significativos, y que hay la sensación de que bajo Santos más bien ha habido un retroceso, por lo menos en lo que concierne a la percepción del público.

La segunda observación toca con las hondas discrepancias que median entre las concepciones éticas de nuestra clase dirigente, sobre todo la que controla el aparato judicial, y las de la gente del común.

Tal como pudo apreciarse en las entrevistas que los reporteros de Televida hicieron al azar en la calle, el pueblo sigue creyendo que sobre la justicia humana hay una justicia divina que debe servir de guía de aquélla. Esto  significa que, para aquél, los legisladores, administradores de la cosa pública, jueces y ciudadanos en general deben mirar más allá de la legislación positiva e inspirarse en los fundamentos éticos de la normatividad jurídica y de la autoridad pública. Pero nuestra dirigencia, sobre todo la que está en las Altas Cortes o las controla, ya no cree en Dios o, por lo menos, no cree que Él sirva de fundamento y garantía del orden ético.

Quiero llamar la atención, entonces, sobre el desfase o las discrepancias de fondo que hay entre la ética de las comunidades y la de los dirigentes, así como acerca de las consecuencias que pueden seguirse del ateísmo práctico de los últimos.

Es un tema sobre el que habré de volver después, dado que quizás ese ateísmo, que se viste bajo el ropaje del agnosticismo, está al servicio del satanismo, según lo denuncia Craig Heimbichner en su inquietante libro “Blood on the Altar- The secret history of the world’s most dangerous secret society”(Independent History and Research, Coeur d’ Alene, Idaho, 2005), que acabo de leer y comentaré en otra oportunidad. Los interesados pueden obtener información al respecto en www.RevisionistHistory.org.

El tercer tema se refiere al peligrosísimo enfrentamiento que estamos presenciando entre el aparato judicial y el aparato militar.

Es una verdad de a puño que la estabilidad del Estado de Derecho reposa sobre lo que el presidente López Michelsen llamaba el “binomio Corte Suprema-Fuerzas Armadas”, que en Inglaterra se ilustra diciendo que toda la armada de Su Majestad está al servicio del más humilde de los jueces, también de Su Majestad Británica.

Ese binomio se ha roto en Colombia y las consecuencias de esa ruptura tarde o temprano serán calamitosas para nuestras instituciones. Pero, ¿qué hacer con un aparato judicial ideologizado hasta la médula y colonizado por la izquierda?

No soy optimista sobre el futuro del Derecho y la Justicia entre nosotros. La sociedad colombiana es cada vez más compleja y carecemos no sólo de instrumentos conceptuales idóneos para abordar su problemática, sino de la fuerza social que sea capaz de enfrentarla. Así lo muestra a las claras la claudicación en que el Gobierno y el Congreso acaban de incurrir frente a la reticencia de las Altas Cortes para aceptar que se reforme a fondo el sistema judicial.