miércoles, 8 de agosto de 2012

Con el pecado y sin el género

En algún artículo recordé lo que contaba López Michelsen acerca de una conversación suya con Harold Wilson, primer ministro de Inglaterra cuando él ganó las elecciones presidenciales en 1974.

Según López, Wilson le advirtió sobre el riesgo de resultar elegido por un muy amplio margen de votos a favor, pues el triunfalismo podría hacerle creer que podría gobernar como quisiera.

Así le sucedió, en efecto, a López, cuyo gobierno cayó rápidamente en desgracia con la opinión y tuvo que soportar el viento en contra casi desde el comienzo de su período.

Y tal parece que lo mismo le está ocurriendo a Santos, que resultó elegido con la más alta votación en la historia de Colombia, pero de los nueve millones de votos que obtuvo ya le queda menos de la mitad, según dicen las últimas encuestas.

La mayor oposición en contra suya procede del expresidente Uribe Vélez, lo cual exhibe otra analogía con el gobierno de López Michelsen, que tuvo que enfrentar fuertes críticas del entonces expresidente  Carlos Lleras Restrepo.

Claro que hay diferencias en estos casos, pues López había derrotado a Lleras en la Convención liberal de 1973, mientras que Santos logró hacerse elegir con el respaldo de Uribe y sus seguidores. Digamos que López le quitó a Lleras los votos liberales, mientras que Santos se sirvió de los de Uribe.

El enfrentamiento de López con la opinión, que tuvo su punto más álgido con la silbatina con que lo recibieron en Medellín cuando vino a la inauguración de unos juegos centroamericanos y caribeños, fue resultado de la decepción que produjo su talante pugnaz y jactancioso, mas no propiamente de las medidas que tomó, algunas de las cuales constaban en su programa de gobierno, mientras que  otras surgieron de circunstancias imprevistas, tal como la famosa bonanza cafetera de 1975.

El caso de Santos es muy diferente. A varias personas les he escuchado decir que Santos no las decepcionó, sino que las traicionó.

Lo que la gente cuestiona no son solo los resultados de su gestión , que son poco satisfactorios respecto de las promesas que hizo en su campaña presidencial, sino el giro político con visos de voltereta que dio en contra de sus compromisos con el electorado y sin convencerlo previamente de sus bondades.

Cuando uno es aficionado al estudio de la historia y en general de los fenómenos sociales, entiende que hay una dialéctica de la continuidad y del cambio que no es de fácil manejo por los gobernantes, como tampoco de fácil asimilación de parte de los gobernados.

En mis cursos de Teoría Constitucional y Teoría Política solía ponerles a mis estudiantes el caso del general De Gaulle, que volvió al poder con la bandera de la Argelia francesa, la cual tuvo que arriar cuando vio que era imposible mantenerla. Eso dio como resultado que se atentara contra su vida y se presentara el peligro tanto de un golpe militar como de una guerra civil en Francia. Pero De Gaulle hizo lo que responsablemente le tocaba y al final tuvo éxito.

Al fin y al cabo, era un hombre grande, más que por su físico, por sus dimensiones históricas.

Podrían multiplicarse los ejemplos de gobernantes que terminaron siguiendo líneas políticas diferentes y hasta opuestas a las que les prometieron a sus electores. En unas ocasiones, esos cambios fueron provechosos; pero en otras, los condujeron a la ruina.

En lo que a Santos concierne, el tema principal es el cambio de la política de seguridad democrática, con todo lo que la misma entraña, por otra de búsqueda de entendimiento con los guerrilleros a través de los gobiernos de Venezuela y Cuba.

Ya se ve con claridad que ese cambio se urdió desde la campaña electoral misma, de suerte que, mientras les proponía a los electores seguir los lineamientos de Uribe, daba puntadas en otro sentido.

No hubo, pues, una modificación en las circunstancias que diera lugar a que se revisaran las políticas, sino la alteración consciente de estas para buscar propósitos distintos de los prometidos a la ciudadanía.

Dicho en dos palabras, es un caso de doblez y de traición.

Es verdad que una y otra son moneda corriente en el mundo político, a punto tal que a menudo llega a considerarse que en el mismo no rigen los preceptos éticos que las hacen inadmisibles en la esfera doméstica, en la de la amistad e incluso en la de los negocios. No creo, en efecto, que los empresarios que hoy piden apoyo para Santos estarían muy de acuerdo en que sus congéneres obrasen siguiendo sus pautas muy poco ejemplares por cierto.

Pero el desafío a la ética tiene a la postre efectos devastadores en la política, salvo que se convenza a las comunidades de que el bien común o alguna de sus múltiples concreciones posibles saldrían mejor librados con actitudes mendaces y desleales.

El engaño al electorado suscita  gravísimo deterioro  institucional, dado que la fuerza de las instituciones reposa en buena medida no sólo sobre la confianza en reglas y procedimientos, sino en la buena fe de quienes tienen la responsabilidad de dirigirlas.

Esto es especialmente cierto en un régimen democrático, en el que se supone que se gobierna de acuerdo con la voluntad popular expresada mayoritariamente en los procesos electorales.

Si la gente se siente engañada y traicionada, ello  afecta por supuesto la credibilidad de los gobernantes, como está sucediendo con Santos, pero también la del régimen político, según lo señalan tajantemente las encuestas de opinión.

Como lo dijo hace poco Rafael Nieto Loaiza en Medellín, hay una muy inquietante crisis de confianza ciudadana en las autoridades civiles, desde el Congreso, pasando por la Presidencia y llegando incluso hasta las altas Cortes, lo cual contrasta con el amplio respaldo de que gozan en cambio las Fuerzas Militares.

Salvo que un golpe de suerte le dé un nuevo aire, todo parece indicar que Santos se está quedando con el pecado y sin el género, pues el ansiado y fementido proceso de paz en que se embarcó a espaldas del pueblo colombiano cada vez tiene menos visos de salir avante, entre otras cosas porque no cuenta con el respaldo de aquel.

Y no es que la paz no sea deseable, sino que hay que buscar el momento oportuno y las estrategias adecuadas para negociarla. Pero Santos ya no tiene el tiempo ni la fuerza política para coronar esa obra. Y si se empecina en ella, terminará inexorablemente hundiéndose él y hundiendo quizás al país en un mar de sangre.

Doblo la hoja para decirles a mis detractores que yo combato con argumentos, no con insultos, descalificaciones, apasionamiento ni prejuicios.

No me importa que digan que soy furibista redomado ni trataré de esmerarme en demostrar que no tengo hipotecada mi libertad de pensamiento.

Demuéstrenme que estoy equivocado y entonces hablaremos, pero mientras tanto no les daré el gusto de contradecirlos. Como lo he dicho en Twitter, evocando la letra de uno de esos tangos bravos que me fascinan, “el filo de mi daga no ha de mellarlo un rastrero”.

Mi pluma desdeñará pues a mentecatos y zascandiles.

jueves, 2 de agosto de 2012

Constitución y Razón de Estado

Los juristas que oficiosa u oficialmente asesoraron a Santos en la solución de la grave crisis constitucional que se produjo a raíz de la reforma a la justicia, invocaron distintas consideraciones en apoyo de la decisión de objetar la reforma y revocarla en sesiones extraordinarias del Congreso.

Algunas de esas consideraciones fueron de orden jurídico y se basaron en una interpretación extensiva del artículo 167 de la Constitución, que autoriza al Presidente para objetar proyectos de ley aprobados por el Congreso, pero calla acerca de los actos legislativos reformatorios de la Constitución.

Se dijo entonces que se trataba de un vacío normativo susceptible de resolverse por analogía, extendiendo a los segundos una solución pensada para los primeros y citando para el efecto un artículo del Reglamento del Congreso que permite precisamente que se acuda a la analogía, pero en lo que no sea contrario a la Constitución.

Pues bien,  como la solución de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias para decidir sobre una reforma constitucional va abiertamente contra textos nítidos de la Constitución, al “Sanedrín de las Raposas”, que diría Laureano Gómez, se le ocurrió entonces la gran idea de sostener que, en tratándose de un caso extraordinario en que está en juego la más elevada conveniencia nacional, el Presidente está autorizado, como dijo el gárrulo fiscal Montealegre, a imponer una “interpretación heterodoxa y progresista” de la Constitución.

Este planteamiento, sin embargo, está muy lejos de ser progresista.

Ya estaba presente en el derecho romano con la fórmula “Salus publica suprema lex esto”, que en buen romance dice: “La necesidad colectiva es la suprema ley”. Y su trasfondo no es otro que la “Razón de Estado”, que tantos abusos e iniquidades legitimó a lo largo de siglos y contra la cual se ha erguido el constitucionalismo moderno.

Dicho de otro modo, lo progresista no es, como cree el Fiscal, que la Razón de Estado vuelva por sus viejos fueros, sino, por el contrario, que se la domeñe y someta.

En efecto, el progreso constitucional que conlleva la madurez de la civilización política entraña la sujeción a derecho,  tanto de las antiguas prerrogativas soberanas de los gobernantes, como de los poderes discrecionales que por la fuerza de los hechos todavía les restan.

De las primeras se ocupa el derecho constitucional; las segundas son tema muy importante de la evolución del derecho administrativo, tal como se advierte en la doctrina sobre la desviación de poder, que procura controlar las atribuciones discrecionales confrontándolas con los motivos y los fines que deben inspirar el buen servicio público.

Me interesa acá el tema constitucional.

Si el Presidente y el Congreso, de común acuerdo, pudieran decidir que para un caso dado no se aplicase la Constitución, ¿qué normatividad aplicarían entonces?

Peor todavía:¿quién y cómo decidiría que se está en presencia de un caso excepcional para el que no rigiera la Constitución, sino una normatividad ad-hoc?

En el evento de que se trata, el barullo lo armaron la prensa, las redes sociales y Santos, pero este resolvió decir después, en su discurso de instalación del Congreso, que fue la primera la que sobreestimó los vicios de la reforma de la justicia.

Entonces, la lectura normativa podría ser como sigue:

"Dado que la Gran Prensa declara por sí y ante sí que una reforma constitucional es inaceptable, el Presidente está en el deber de  pedirle al Congreso que la revoque, así sea de modo extemporáneo, en sesiones irregularmente convocadas y sin que esté autorizado para ello por la Constitución”.

Lo progresista, lo heterodoxo, lo más ajustado a los supremos intereses de la nación será, por consiguiente, presumir que en el ordenamiento constitucional hay ciertas atribuciones implícitas que permiten dejarlo de lado y reemplazarlo por normas ocasionales que suplan sus vacíos o deficiencias para resolver situaciones insólitas o que por la presión de los medios así se las considere.

Pero si la Constitución depende del supremo arbitrio presidencial, ¿cuál será en últimas su fuerza normativa?

Volvemos así al realismo extremo de Karl Schmitt, que sostenía que el poder soberano dentro del Estado reside en la autoridad que de hecho sea capaz de decidir sobre las situaciones excepcionales a través de la legislación de emergencia o de altas medidas de policía.

Lo otro que se pone de manifiesto acá es el extremo poder que se les reconoce a los medios y específicamente a la Gran Prensa, lo que demuestra que nuestra democracia no es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, ni muchísimo menos el de la “Rule of Law”, sino el de otra entelequia: la opinión y, más concretamente, los que dicen orientarla y, en el fondo, la manipulan.

Señalemos otro lunar, que es más bien una verruga, en la faz de esta situación.

Se trata de que Santos y sus ministros son tan responsables como el Congreso y las Cortes por lo sucedido con la reforma judicial. Pero, por una extraña suerte de prestidigitación, los errores gubernamentales en tan delicada materia no sólo no le generaron responsabilidades jurídicas, sino que terminaron acrecentando peligrosamente sus poderes, al autoadjudicarse, dizque con miras a corregirlos, unas competencia en materia de reformas constitucionales que ningún gobierno ha tenido en toda la historia de la república.

Un viejo y sapientísimo principio jurídico reza que nadie puede beneficiarse de su propia iniquidad. Sin embargo, Santos yerra y extrae ventajas de sus entuertos.

¿Habrase visto algo más ofensivo para el buen gobierno y el buen orden de la comunidad en toda nuestra historia?

Le escuché ayer a Rafael Nieto Loaiza en una brillante disertación  que hizo en la Universidad Pontificia Bolivariana  para inaugurar el semestre académico de la Escuela de Ciencia Política, un inquietante comentario sobre las dimensiones de la crisis de la confianza ciudadana en la institucionalidad que registran las últimas encuestas, en las que todas las altas autoridades civiles salen mal calificadas.

Ese descontento tendrá, tarde o temprano, repercusiones en el orden constitucional.

Por consiguiente, es hora de ir pensando seriamente en hacer los ajustes que convengan, no sea que haya que hacerlos después de sopetón y a las volandas, incurriendo en las deplorables improvisaciones de que está plagada la Constitución de 1991.