miércoles, 31 de diciembre de 2014

Reflexiones políticas I

El análisis de las situaciones políticas toca con asuntos de honda complejidad, tales como el diagnóstico de fortalezas y debilidades de los grupos sociales en determinadas circunstancias; lo que se considera deseable y posible para mejorarlos; los medios y recursos idóneos para actuar sobre ellos; las estructuras colectivas que se considera que deben ponerse en acción para el efecto o la calidad de los dirigentes llamados a liderarlas.

 

El político se parece al médico que examina a sus pacientes, indaga sobre sus dolencias, investiga su vitalidad, formula diagnósticos en torno a su salud, propone hipótesis acerca de sus posibilidades de mejoramiento y ordena las terapias que considera adecuadas para lograr que su organismo llegue al estado óptimo de acuerdo con las circunstancias que lo rodean y según la concepción que albergue acerca de lo saludable.

 

El punto de partida de la acción política es entonces la representación de una situación social dada. Pero mientras que el médico tiene que habérselas con pacientes de carne y hueso, que por lo menos están individualizados físicamente y cuyos procesos biológicos pueden en cierta medida cuantificarse, el político afronta dificultades para identificar el cuerpo social sobre el que pretende actuar. Suele considerarse que el mismo se confunde con la comunidad estatal, pero esta no solo integra un conglomerado más o menos heterogéneo de comunidades menores, sino que a su vez se inserta en colectivos de mayor envergadura que hoy en día componen lo que se denomina la Aldea Global. En los tiempos que corren, todo el mundo está prácticamente interconectado, de suerte que lo que se haga aún en las unidades más pequeñas sufre la influencia del todo y a la vez incide de alguna manera en la comunidad global.

 

Hans Kohn, en sus estudios sobre el nacionalismo,  discute la visión tradicional que concibe el mundo social como una serie de círculos concéntricos que se van formando a partir de núcleos elementales como la familia y la comunidad local, para pasar después a lo regional, lo nacional, lo internacional, lo supranacional y, por último, lo universal o mundial. Los niveles de asociación política son más complejos y no aparecen a partir de evoluciones por así decirlo naturales o normales, sino muchas veces por causa de accidentes históricos. Igualmente, las relaciones entre esos diferentes niveles no son, como lo creía Kelsen, de fundamentación de los más elementales a partir de los más complejos, sino de conflictos entre unos y otros que se zanjan de diferentes maneras de acuerdo con las constelaciones de poder que efectivamente se dan en las distintas coyunturas históricas.

 

Lo anterior significa que la estructura del mundo político no obedece a una racionalidad intrínseca susceptible de traducirse en enunciados abstractos de validez universal, sino a una racionalidad histórica más o menos caprichosa. Podría más bien hablarse de irracionalidad, si no fuese porque de todos modos hay en él ciertas constantes susceptibles de dar pie para distintas teorizaciones.

 

El político local piensa en su parroquia; el regional, en su provincia; el nacional, en el Estado, y así sucesivamente. Pero ninguno alcanza a captar adecuadamente lo suyo si pierde de vista contextos cuya dinámica está signada por la aleatoriedad. No le queda otro remedio, además, que obrar al respecto de modo similar a como lo hizo De Gaulle, que siempre tuvo en su mente “cierta idea de Francia”.

 

El político colombiano actúa, pues, bajo la inspiración de cierta idea de Colombia. Y es menester preguntarse acerca de cuál es o, mejor, cuáles son las ideas de nuestros dirigentes y de las distintas capas sociales sobre el ser histórico de nuestro país.

 

Esas ideas son más o menos míticas. Se refieren en general a algo imaginario sobre el pasado, el presente y el futuro de la sociedad. Constituyen interpretaciones de lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos. Y esas interpretaciones pueden ser superficiales o profundas, bien articuladas o bastante deshilvanadas, realistas o idealistas, pretendidamente científicas o resueltamente poéticas, etc. Pero siempre serán incompletas, inexactas, aproximadas, relativas.  Se las elabora no solo a partir de la observación de los hechos históricos, sino de valoraciones de los mismos, lo que implica que a menudo se las piense con el deseo.

 

Hasta mediados del siglo XX se enfrentaban unas interpretaciones liberales y otras conservadoras sobre el ser histórico colombiano. Las cosas hoy son muy diferentes. No es cierto, como creyó en alguna oportunidad Alfonso López Pumarejo, que las fronteras ideológicas de nuestros dos partidos tradicionales  se hubieran borrado en aras de cierto modo de fusión de ambos. Más bien, parece que se hubieran difuminado dando lugar a una profusión de ideologías poco consistentes, de contextura gelatinosa. Por otra parte, la visión marxista de la sociedad prevalece en muchos sectores, en especial los que se autoproclaman como titulares de la intelectualidad, a lo que se agrega una visión libertaria decididamente naturalista y radicalmente anticristiana, que riñe con los valores que en otras épocas contribuían a la definición de nuestro ser espiritual.

 

Si Obama se atrevió a decir a comienzos de su mandato que Estados Unidos habían dejado de ser una sociedad cristiana, lo que le ha dado pie para perseguir descaradamente a los cristianos y producir unas fracturas quizás insuperables en ese país, lo mismo podría decirse de la Colombia de hoy, que es formalmente católica pero de hecho se ha convertido hoy en una sociedad pagana.

 

Álvaro Gómez Hurtado echaba de menos en Colombia la existencia de un acuerdo sobre lo fundamental. Esa carencia es ahora más palpable que hace un cuarto de siglo, de donde se sigue que somos una sociedad que no tiene clara conciencia de su pasado, de su presente y de su porvenir. Pero resulta que son precisamente esos acuerdos sobre lo fundamental los que validan el régimen político y el ordenamiento jurídico.

 

Dos libros más o menos recientes de historia de Colombia-“Colombia: una nación a pesar de sí misma”, de David Bushnell y “Colombia: país fragmentado, sociedad dividida”, de Frank Safford y Marco Palacios-, ilustran sobre el carácter conflictivo y a menudo extremadamente violento de nuestro devenir histórico, si bien hay que reconocer con Eduardo Posada Carbó que Colombia no es solo violencia, pues hay muchos rasgos positivos de nuestra idiosincrasia que conviene resaltar para una mejor comprensión de lo que somos. (vid.http://historiadecolombia2.files.wordpress.com/2012/09/bushnell-david-colombia-una-nacion-a-pesar-de-si-misma.pdfhttp://books.google.com.co/booksid=ETh7T9ax6ekC&printsec=frontcover&hl=es#v=onepage&q&f=false-).

 

Recuerdo que hace años el profesor Socarrás, en sus artículos para El Tiempo, insistía en que nuestra violencia es de carácter racial. Hablaba de la ferocidad de los caribes y los españoles, y solo dejaba a salvo el pacifismo de nuestros antepasados africanos. El profesor Mauro Torres ha hecho otros análisis, probablemente más rigurosos, que relacionan nuestros impulsos violentos con lo que él considera el carácter mutogénico del alcohol, agravado ahora por el alto consumo de sustancias psicoactivas. Y en un escrito que le publicó Lecturas Dominicales, señaló cómo la intemperancia verbal tanto de Laureano Gómez y como de Jorge Eliécer Gaitán incidió decisivamente en la Violencia de mediados del siglo pasado.

 

Es claro que la agresividad verbal constituye la antesala de la violencia física, pero una y otra, fuera de los factores psicobiológicos que enfatizaron los profesores Socarrás y Torres, se disparan cuando entran en juego posturas ideológicas cargadas de fanatismo e intolerancia. Muchos culpan a los políticos tradicionalistas por sus ideas cerradas a la Modernidad, pero se hacen los de la vista gorda frente al sectarismo que a menudo exhibieron los liberales y el que después ha caracterizado a la izquierda marxista, que de modo explícito preconiza la acción violenta como el medio más idóneo para promover el cambio social.

 

Hay entre nosotros una cultura de la violencia que emerge de profundas deficiencias morales. Hernando Gómez Buendía hizo ver alguna vez que en Colombia han fracasado distintos proyectos éticos: el de la caridad, promovido por el Catolicismo; el de la tolerancia, impulsado por el republicanismo cívico de los liberales; el de la solidaridad, predicado por los socialistas. Según Gómez, al colombiano lo caracteriza la ética del “rebusque”, el aprovechamiento del “cuarto de hora”, el “CVY” (“Cómo voy yo”). Se trata, en suma, de una visión de fuerte signo individualista, de corto plazo y de muy estrechas miras. De ahí, lo de que “La ley es para violarla”, “Hecha la ley, hecha la trampa” o “Lo malo de la rosca es no hacer parte de ella”. Es algo aledaño al imperio de la ley de la selva. Por eso, Marco Palacios ha insistido en lo que él denomina “la delgada corteza de nuestra civilización”.

 

Desde luego que es menester que maticemos este diagnóstico negativo con observaciones que reconozcan las cualidades que a lo largo de la historia nos han caracterizado, tales como la abnegación, la recursividad, el espíritu de superación o el heroísmo de que dan  testimonio cotidiano millones de compatriotas que luchan con denuedo para sacar adelante contra viento y marea a sus familias. De hecho, estas representan el vínculo social más fuerte entre nosotros, no obstante los virulentos ataques con que la Cultura de la Muerte y el hedonismo predominante en las sociedades avanzadas se proponen destruirlas.

 

El pensamiento izquierdista hace hincapié en los que considera que son los “factores objetivos” de la violencia que nos aqueja. Esos factores son reales y tienen que ver con la desigualdad, la pobreza, la corrupción política y los conflictos ancestrales sobre la propiedad rural, entre otros. Pero hay sociedades en que median circunstancias similares y, sin embargo, no presentan las mismas manifestaciones de violencia, lo que hace pensar en la necesidad de otras explicaciones más adecuadas, como la que destaca el papel que ha jugado el apetito comunista de hacerse al control de nuestro territorio y nuestras comunidades.

 

Como bien lo muestra Eduardo Mackenzie en “Las Farc, fracaso de un terrorismo”, libro indispensable para entender nuestra historia política en el último siglo y que he mencionado en otras ocasiones, los comunistas vienen luchando desde los años 20 del siglo pasado para instaurar su proyecto político entre nosotros, habida consideración de nuestra privilegiada posición estratégica, que nos hace atractivos para todos los que pretendan el dominio de Centroamérica, el Caribe y Sudamérica (Vid.http://www.verdadcolombia.org/ONGs/FederacionVerdadColombia/elResto/LibroMackenzie.pdf).

 

Hasta 2010 habían fracasado rotundamente, debido a la oposición que los enfrentó a lo largo de muchas décadas y al poco entusiasmo que sus consignas despiertan entre nuestros compatriotas, de lo que dan buena muestra las encuestas de opinión y sus reiteradas derrotas electorales. Pero a partir del 7 de agosto de ese año comenzó, por iniciativa personal de juan Manuel Santos, un proceso de acercamiento a sus brazos armados que exhibe a no dudarlo fuertes tintes de claudicación.

 

Contamos, es cierto, con un sistema de libertades y derechos bastante deficiente, lo mismo que con una democracia más formal que real. Pero las soluciones que parecen estar abriéndose camino no ofrecen garantías para profundizar la protección de las libertades y los derechos, ni para hacer más efectivos los procesos democráticos, pues lo que se proponen los comunistas con los que el gobierno actual avanza en sus fementidos “diálogos de paz” no es el acuerdo sobre lo fundamental que reclamaba Álvaro Gómez Hurtado, sino establecer bases sólidas para imponer a la postre un régimen que copie el modelo cubano y su deplorable proyección en la vecina Venezuela, no obstante lo rotundo de sus fracasos.

 

El pensamiento político contemporáneo insiste en la necesidad de ese acuerdo, por cuanto es un hecho no solo natural, sino necesario, que haya en las sociedades  la competencia de distintos proyectos políticos en condiciones equitativas para todos. Ello supone la adopción de reglas de juego confiables en las que ninguna de las partes goce de ventajas injustificadas sobre las demás, fuera del compromiso moral de todos los actores políticos de obrar con lealtad a dichas reglas de juego. Las Farc no creen que lo que denominan como el “establecimiento” sea fiel a las mismas; pero son más las razones que median para desconfiar de las buenas intenciones de esa organización narcoterrorista.

 

Vale la pena traer a colación el ya célebre dicho de S.S. Paulo VI en la conclusión de su encíclica Populorum Progressio,-"El desarrollo es el nuevo nombre de la paz"(Vid. http://justiciaypaz.dominicos.org/kit_upload/PDF/jyp/Documentos%20eclesiales/populorum_progressio.pdf)-, para inquirir acerca de cuál es la teoría del desarrollo que supuestamente en pro de la paz se está conviniendo con los narcoterroristas de las Farc en La Habana.

 

De acuerdo con datos de 2013, Colombia ocupaba el puesto 94 en el ranking de desarrollo humano (IDH), con un índice de 0.711 (Vid. http://www.datosmacro.com/idh/colombia). Según el Informe sobre Desarrollo Humano de 2014, el PNUD nos ubica dentro del grupo de países con desarrollo humano elevado, algunos puntos por encima de los de desarrollo humano medio (Vid.http://hdr.undp.org/sites/default/files/hdr14-summary-es.pdf). En los últimos años ha habido notable reducción en los porcentajes de pobreza (30,6% en 2013) y pobreza extrema (9,1% en el mismo año), pero los índices de desigualdad se mantienen todavía en niveles preocupantes (0,539 en 2012 y 2013).(Vid.http://www.portafolio.co/economia/pobreza-colombia-el-2013).

 

No estamos, por supuesto, en el mejor de los mundos posibles y es mucho el camino que debemos recorrer para acercarnos a los países que según el PNUD se consideran como de desarrollo humano muy elevado e incluso a los de más alto puntaje dentro de la categoría en que nos encontramos ubicados. Pero cabe preguntarse si el mejoramiento de nuestros índices de desarrollo humano es tema de unos ajustes ciertamente necesarios en nuestras políticas económicas y sociales, o por el contrario, hace imperativa la revolución que predica el narcoterrorismo.

 

Me atrevo a pensar que darle a este una posición privilegiada respecto de las demás opciones políticas, como parece desprenderse de lo que se conoce de los acuerdos de La Habana, no solo pone en peligro nuestro sistema de libertades y nuestra democracia, sino nuestra ubicación en la tabla de Desarrollo Humano, que depende de un crecimiento económico más que sostenido, posible solamente si se preserva la confianza de los inversionistas. Un retroceso en nuestros índices de crecimiento suscitaría perturbaciones sociales que pondrían en riesgo la eficacia de los eventuales acuerdos de paz.

 

En rigor, esos eventuales acuerdos con las Farc no conllevan necesariamente la paz social en Colombia. Podrían ser coadyuvantes de la misma, en la medida que ganen la adhesión de las grandes mayorías nacionales y no susciten la desbandada de los empresarios generadores de riqueza. Pero si producen nuevas fracturas en nuestra sociedad, lo que garantizarán es el retroceso de nuestra calidad de vida y, por ende, la proliferación.

 

Como lo han puesto de presente algunos analistas, las Farc son diestras en todas las etapas del narcotráfico, saben sembrar minas antipersonales y regar sangre  a borbotones sobre los campos de Colombia, conocen del negocio internacional de armas y el lavado de activos, practican sin tapujos la minería ilegal, son fuertes depredadoras que arrasan bosques y contaminan fuentes de agua, etc. Pero, ¿qué nos proponen para mejorar nuestra agricultura, nuestra ganadería, nuestra minería, nuestra industria, nuestro comercio, nuestra infraestructura, nuestros sistemas de transporte,  nuestra presencia económica activa en un mundo globalizado?

 

Hablan con simplismo digno de mejor causa de la “redención del pueblo colombiano”, pero ignoran que las políticas sociales se sustentan sobre fuertes bases económicas. Y parecen ignorarlo todo acerca de la economía. Por obra de una oscura mitología, creen que de su destrucción puede emerger un mundo mejor en el que la justicia para los pobres consistirá en prodigar la miseria para todos, salvo los privilegiados de la “Nomenklatura” revolucionaria.

 

Preocupa que en los diálogos de La Habana los negociadores del gobierno, al parecer, estén adoptando posiciones vergonzantes sobre nuestros sistema de libertades, nuestra democracia, los logros de nuestras políticas económicas y sociales. No se esmeran en mostrar las fortalezas de nuestra sociedad y dan la impresión de que comparten el diagnóstico de la subversión acerca de sus debilidades.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Verdades de a puño

La Hora de la Verdad inició hoy la serie de grandes reportajes de fin de año con unas valerosas y muy sesudas declaraciones de la senadora Paloma Valencia que pueden consultarse en http://www.lahoradelaverdad.com.co/hace-noticia/grandes-reportajes-con-paloma-valencia-senadora-del-centro-democratico.html

 

Ahí se pasó revista a los temas de fondo que deberían ocupar la atención de la gente pensante en Colombia hoy por hoy. Remito a lo que ella conversó con Fernando Londoño Hoyos, que no tiene pierde, como coloquialmente se dice. Sin perjuicio de recomendarles a los lectores que entren al sitio indicado para enterarse de todo lo que se dijo en la entrevista, centraré la atención, en aras de la brevedad, en algunos de sus tópicos.

 

Pienso que el trasfondo del reportaje constituye una crítica frontal a la desinstitucionalización del Estado en que están empeñados el presidente Santos y su fementida Mesa de Unidad Nacional. De ese modo, ellos les están suministrando a las Farc y sus conmilitones las enseñanzas más elocuentes acerca de cómo distorsionar el ejercicio del poder público y el funcionamiento de las instituciones para el no improbable evento de que lleguen en un futuro nada remoto a hacerse al gobierno de Colombia.

 

Lo primero que debe considerarse es lo que en plata blanca y sin rodeos constituye la traición de Santos y los congresistas de la U, salvo contadísimas excepciones, a los compromisos que asumieron con el electorado en 201O.

 

Este es un asunto de hondas implicaciones políticas y morales sobre el que los responsables de la suerte del país no han reflexionado lo suficiente. Engañar a la gente y jactarse de ello, dando explicaciones especiosas para tratar de convencerla de la necesidad del giro  por el que se optó en la conducción de los negocios públicos, mina a no dudarlo los fundamentos éticos de la autoridad y hace que los gobernados le pierdan el respeto, tal como lo muestran de modo reiterado las últimas encuestas. Estas reflejan la gravísima crisis de confianza ciudadana en casi todas las instituciones.

 

La senadora Valencia se extiende en la exposición de los vanos argumentos que aducen los congresistas de la Mesa de Unidad Nacional para sustentar sus posiciones. Esa exposición lo deja a uno pensando bien sea en la mala fe de ellos, ora en la superficialidad y el oportunismo de sus concepciones políticas. Trátese de lo uno o de lo otro, queda la sensación de que asistimos a una deplorable crisis tanto conceptual como moral en el seno de la dirigencia política colombiana. Como ha acontecido con tantas otras sociedades que en un momento dado han sufrido terribles conmociones, la miopía o el estrabismo de nuestros dirigentes, que no les permite tener visión sino de lo inmediato y muchas veces distorsionada, amenaza con llevarnos al borde de un tenebroso precipicio.

 

En las reflexiones sobre su experiencia como congresista hace ver aspectos de extremada gravedad.

 

Por una parte, los atropellos de que es víctima la bancada opositora por parte de quienes controlan las cámaras legislativas. Si el modelo de democracia que afirmamos haber adoptado en nuestra flamante Constitución se funda en la idea de que el  de la oposición es necesario para el buen gobierno y por ello debe rodeárselo de garantías eficaces, la forma como actúa la Mesa de Unidad Nacional  la contradice flagrantemente. Su política parece seguir la consigna del montonero de una milonga que ejecutaba el gran Pichuco acompañando a su cantor Ángel Cárdenas:"Para los amigos, la mano; y pa’ los otros, el cuchillo…”

 

La cápitis diminutio del Congreso, impuesta por sucesivas disposiciones constitucionales y por los usos políticos, lo ha convertido no solo en un apéndice del Ejecutivo, sino en una especie de chivo expiatorio a manos de la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado.

 

El análisis que hace la Senadora acerca de cómo debe arrodillarse el congresista ante el ministro de Hacienda, o cualquier otro dignatario gubernamental, para servirles a las regiones que han contribuido a elegirlos, es alarmante y explica por qué los senadores y representantes no pueden votar, como lo exige la Constitución, consultando la justicia y el bien común, sino sometiéndose indignamente a las imposiciones gubernamentales. Y su situación ante las Cortes no es menos indecorosa: la Corte Suprema de Justicia podría dar cuenta de todo el Congreso, si se lo propusiera.

 

La teoría democrática pretende que el ejercicio del poder público se supedite a la voluntad que la ciudadanía expresa en los certámenes electorales. De ese modo, tanto los titulares de la Rama Ejecutiva como los de la Legislativa serán meros agentes de la voluntad popular, que es la que legitima sus decisiones y sus empresas. Pero lo que ha demostrado Juan Manuel Santos es que tras esa fachada puede instaurarse, más que una Monarquía, un verdadero Despotismo cuyas acciones políticas pueden surgir de la voluntad presidencial y la de sus más íntimos allegados. Una vez decididas a puerta cerrada, se las impone por las buenas o por las malas, haciendo uso de todos los recursos jurídicos y fácticos que estén al alcance de los titulares de los altos órganos estatales, mediante técnicas que más parecen propias de una “blitzkrieg” que de los procesos de persuasión que caracterizan a la democracia pluralista.

 

Los defensores de la reelección presidencial han sostenido que es una figura que permite asegurar la continuidad de los buenos gobiernos. Un gobernante que haya cumplido a cabalidad tendrá entonces el premio que merece. Pero si ha fallado, se verá expuesto a la reprobación del electorado.

 

Con Santos se ha visto que el argumento es tan débil, que él mismo, una vez reelegido, se apresuró a proponer que se eliminara esa figura. Merecía de sobra que el electorado lo reprobara, pero a fuerza de mañas se hizo reelegir en unos de los certámenes más turbios de toda nuestra historia. De ahí la baja popularidad de que goza según las encuestas.

 

Capítulo aparte merece el desastroso desempeño económico de su gestión. Para que no se diga que en este concepto media la tirria uribista, invito a los lectores a que lean el comentario de Eduardo Sarmiento Palacio, nada sospechoso de simpatías con el hoy senador Uribe, que publicó en su edición de hoy El Colombiano:http://www.elcolombiano.com/opinion/contraposicion/las-cuentas-se-hicieron-con-el-petroleo-a-us-100-hoy-esta-a-50-NL951618

 

Les deseo a mis lectores una muy feliz navidad, invitándolos a que reflexionen en el misterio del nacimiento del Hijo de Dios en el portal de Belén. Quisiera desearles también, de acuerdo con la fórmula ritual, un muy venturoso año 2015. Pero si leen con la atención que merece el comentario de Sarmiento Palacio, el año que se avecina no será propiamente de vacas gordas.

lunes, 8 de diciembre de 2014

¿Crímenes altruistas?

El satanista Karl Marx hizo famoso lo de que “La religión es el opio del pueblo”. De ello hizo Raymond Aron a mediados del siglo pasado una provocadora paráfrasis en la que afirmó que, a su vez, el marxismo es el opio de los intelectuales.

 

Su libro, que lleva dicho título, suscitó la furia de la “intelligentzia” de la época, que, igual que hoy, estaba en buena medida alucinada o drogada  por los vahos pestilentes de la utopía marxista. Sus contradictores no ahorraron epítetos para insultarlo, pero él se mantuvo en lo suyo y libró una de las batallas intelectuales más brillantes que se recuerdan en el panorama espiritual de la cultura francesa. ( Vid. http://minhateca.com.br/maia95/Documentos/Raymond-Aron-El-Opio-de-Los-Intelectuales,3082198.pdf).

 

Para muchos que presuntuosamente viven de la que  Paul Johnson considera una muy discutible función de diagnosticar y curar los males de la sociedad sin más ayuda que su intelecto y se llaman a sí mismos intelectuales, el modelo social que esboza dicha utopía es intrínsecamente justo y constituye, por consiguiente, el Norte que debe guiar los esfuerzos de la especie humana hacia su mejoramiento y su cabal realización.(Vid. http://losdependientes.com.ar/uploads/0j27t06rvy.pdf).

 

De ahí que se diga que los que luchan de distintas maneras para imponer ese modelo lo hacen movidos por un ímpetu altruísta que, a su juicio, disculpa los errores y excesos en que puedan incurrir.

 

La construcción de una sociedad comunista es para ellos la gran tarea que debe emprenderse en beneficio de la humanidad. Significa, ni más ni menos, un severísimo compromiso moral, tal como  lo muestra el célebre filósofo español  José Luis Aranguren en su libro “El Marxismo como moral” (Vid. http://www.moviments.net/espaimarx/els_arbres_de_fahrenheit/documentos/obras/1260/ficheros/Aranguren_El_marxismo_como_moral.pdf). Y ese supuesto compromiso moral conduce a juzgar con benevolencia y hasta con admiración a quienes, según ha dicho alguno por ahí,"matan para que otros vivan mejor".

 

Es bien sabido, por ejemplo, que el Che Guevara no se paraba en pelillos para matar o hacer matar a otros. Lo hacía sin estremecerse. No obstante, Sartre, a quien Bernard-Henri Lévy proclamó como el gran pensador de la pasada centuria en “El Siglo de Sartre”, no tuvo escrúpulo alguno para escribir, a propósito de la muerte del famoso revolucionario argentino, que con él  no solo había desaparecido un gran intelectual, sino “el ser humano más completo de nuestra época” (Vid. http://www.critical-theory.com/incredible-candid-photos-of-jean-paul-sartre-and-simone-de-beauvoir-in-cuba/). He ahí una buena muestra de que el estrabismo de Sartre no solo era ocular.

 

Los intelectuales, desde sus cómodos palacios de cristal y sus elevadas torres de marfil, entran en éxtasis frente a los hombres de acción que, siguiendo la consigna de Marx, no se limitan a interpretar el mundo, sino que se aplican con denuedo a transformarlo.

 

Para ellos, sus metas ideales tienen muchísimo más valor que las realidades que aspiran a modificar. Por consiguiente, las ilusorias vidas felices de quienes todavía no existen y no se sabe si llegarán a existir ni en qué condiciones, prevalecen de modo absoluto sobre las vidas infelices de seres de carne y hueso  que, de grado o por fuerza, sabiéndolo o no, se considera que ameritan sacrificarse en función de la utopía comunista.

 

Koestler, en “El Cero y el Infinito”, desnuda esta terrible dialéctica que afirma que la existencia individual vale cero o nada frente al infinito valor de la felicidad colectiva del futuro que promete la ideología. Es libro que conviene releer.(Vid.http://www.omegalfa.es/downloadfile.phpfile=libros/el.cero.y.el.infinito.pdf).

 

Que la del Comunismo es una ideología criminal, no solo por los métodos de conquista del poder que aplica, sino por el modo como lo ejerce cuando llega a alcanzarlo, lo demuestra “El Libro Negro del Comunismo”, que se publicó hace varios años y, como el de Koestler, amerita relectura permanente.(Vid. http://www.defenderlapatria.com/el%20libro%20negro%20del%20comunismo.pdf). Sus autores le adjudican la no despreciable cifra de más de cien millones de muertes a lo largo del siglo pasado. Y uno se pregunta si ese genocidio ha dado lugar a que la humanidad viva mejor o, por el contrario, ha contribuido decisivamente a su degradación.

 

El fracaso del Comunismo es palmario y no se ve, francamente, cómo puede sostenerse que los ríos de sangre que sus promotores han hecho correr en Colombia prometen que nutrirán la savia para un futuro mejor, cuando este se materializa en condiciones tan precarias como las que padecen hoy los pueblos de Cuba y Venezuela.

 

Leo hoy en El Colombiano que las Farc son el noveno grupo terrorista que más muertes ha ocasionado entre 2000 y 2013 en el mundo (http://www.elcolombiano.com/en-terrorismo-colombia-esta-entre-los-20-peores-del-mundo-LM842793).

 

Hasta ahora, lo que han sembrado se resume en muerte, destrucción y angustia para millones de colombianos. ¿Por qué creer que ahí anida la esperanza de una vida mejor para nuestro sufrido pueblo?

 

Presentar al revolucionario como modelo de ser humano cabal, digno de ser imitado y de servir de guía de la realización de la sociedad llamada a satisfacer las necesidades profundas de nuestra especie, no deja de ser una cruel impostura. Ese revolucionario es, en realidad, un psicópata delirante que ha perdido la noción de la realidad, carece de toda conmiseración para con sus prójimos, ha desarrollado una hipertrofia maligna de su ego y actúa movido por sus más perversos impulsos. Es un resentido sediento de sangre.

 

No es el altruismo lo que lo anima, sino su carácter demoníaco, tal como lo describió admirablemente Dostoiewsky en “Los Poseídos”(Vid. http://www71.zippyshare.com/v/16417050/file.html). De ese carácter tenebroso han dado muestras elocuentes las Farc a lo largo de más de medio siglo de crueles depredaciones.

 

Todo pensamiento político contiene alguna reflexión sobre la violencia. El punto de partida es su realidad en todas las esferas de la vida de relación. Pero hay diferentes maneras de interpretarla y evaluarla, que dan lugar, desde  luego, a diferentes ideologías. Estas, en términos generales, pueden clasificarse en dos grandes grupos: las que promueven el control de la violencia y las que la estimulan.

 

El pensamiento civilizado se mueve en torno de lo primero. Ante la imposibilidad de erradicarla de la vida social, que es ante todo un sistema de atracción, simpatía o consenso, se esmera en ofrecer razones para que la monopolice la autoridad pública, pero siempre que se la ejerza dentro de rigurosos condicionamientos morales, jurídicos y políticos.

 

Pero otros modos de pensamiento político consideran que la violencia es un hecho determinante en las sociedades,  que recorre a todo lo largo y ancho las estructuras colectivas y las penetra, bien sea de manera abierta o solapada. A partir de la constatación de ese hecho, consideran que las sociedades son esencialmente conflictivas y la gran cuestión a dilucidar radica en establecer en manos de cuáles actores sociales han de quedar sin talanqueras los recursos del poder y contra cuáles otros habrá qué enderezarlos de modo implacable.

 

El Marxismo-leninismo adhiere, como el Nazismo, el Fascismo y, en general, los Totalitarismos, a esta segunda  concepción, que es radicalmente incompatible con la primera.

 

Como las Farc no han renunciado a esa ideología de la violencia, insisto en que un acuerdo con sus delegados en La Habana, cualquiera sean sus términos, no lo será de paz, sino de tregua. Las Farc, en consecuencia, lo tomarán como un hito en su proceso de asalto del poder y continuarán actuando dentro del esquema bien conocido ya de combinación de las formas de lucha, unas dentro del orden de la legalidad y otras tendientes a subvertirla, siempre con el fin de imponernos un régimen totalitario y liberticida. No nos matarán para que otros vivan mejor, sino para sojuzgar a los que sobrevivan a su dictadura.

 

Como lo ha dicho el hoy senador Uribe Vélez, no solo es inconcebible que la agenda de la patria se negocie con el terrorismo, sino que, en función de una tesis muy parcializada sobre la naturaleza del delito político, se considere que su lucha contra un sistema de democracia y libertades, todo lo imperfecto que sea, es de índole altruista.

 

En mis cursos universitarios solía advertirles a mis estudiantes que el mito no es exclusivo de las religiones y que hoy lo encontramos firmemente arraigado en el derecho y en la política. Lo de los crímenes altruistas de los guerrilleros colombianos no es otra cosa que un mito, pernicioso como el que más.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

¿Paz o tregua?

Las Farc constituyen una tenebrosa organización criminal animada por una no menos tenebrosa ideología política.

 

Sobre lo primero parece haber consenso, pues está claro que no solo son uno de los más poderosos actores del narcotráfico mundial, sino el segundo o tercer grupo terrorista más rico en todas las latitudes. Bien ganada tienen la calificación de  narcoterroristas. Su prontuario es espeluznante.

 

Hay que admitir, sin embargo, que sus motivos y sus finalidades son políticos. Lo que buscan es destruir las estructuras de poder existentes en la sociedad colombiana e instaurar otras que obedezcan al credo marxista-leninista que las inspira. Son, en efecto, una organización revolucionaria. Sus dirigentes así lo reiteran sin esguince alguno: el suyo es, como lo he dicho muchas veces, un proyecto totalitario y liberticida.

 

Esto plantea de entrada la cuestión de en qué medida es posible la convivencia pacífica entre proyectos políticos inspirados en el liberalismo que Raymond Aron consideraba como el techo común capaz de albergar a la derecha no extremista y la izquierda no totalitaria, y proyectos radicalmente antiliberales como los de las Farc y el Eln.

 

Después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países del mundo occidental encontraron unas fórmulas de convivencia civilizada entre diversos proyectos  fundados en ideologías y programas de acción muchas veces divergentes, pero todos ellos fundados en la idea de que la lucha por la conquista del poder, así como el ejercicio del mismo, deben someterse a reglas de juego claras aceptadas lealmente por todos los actores políticos. Fue de ese modo como lograron instaurar la democracia pluralista que garantiza tanto la libre expresión de todas las opiniones, cuanto lo que en los albores del constitucionalismo moderno se denominaba el gobierno alternativo y responsable. Este es, evidentemente, resultado de la idea de que el poder debe ejercerse de acuerdo con las variaciones que se produzcan en el seno de la opinión pública.

 

En el fondo, el régimen que terminó imponiéndose puede considerarse como el de la opinión soberana. De ahí que sus reglas fundamentales giren en torno de cómo se forma esa opinión, cómo se manifiesta, cómo accede al poder y cómo debe de ejercérselo de suerte que el libre juego de opiniones lo nutra y ponga a tono con las necesidades comunitarias.

 

Quizás hoy ese régimen esté en dificultades en distintos países, tal como se advierte hoy en Francia, en España, en Italia, en Grecia e incluso en Estados Unidos, según lo insinúa sobre este último un libro de reciente aparición que alerta sobre los riesgos de guerra civil que se ciernen sobre su futuro inmediato (Vid.http://www.renewamerica.com/columns/vernon/141125).

 

Pero es un régimen que no solo ha garantizado la paz política en países que en el siglo pasado estuvieron sometidos a gobiernos dictatoriales, sino la paz social entre las fuerzas del capital y del trabajo. Resultado de ello ha sido una época de progreso económico y bienestar humano nunca antes conocidos en toda la historia.

 

No fue fácil consolidarlo. Por ejemplo, la presencia en Francia y en Italia de unos partidos comunistas que al término de la guerra contaban con votos suficientes para ponerlos en vilo, exigió altísimas dosis de sabiduría política y buen manejo gubernamental para neutralizarlos. Es una historia que convendrá examinar más en detalle para extraer de ella las mejores lecciones en torno de la realidad colombiana de hoy.

 

El gran contendor de la democracia pluralista no fue el tradicionalismo, como ocurrió con los proyectos liberales del siglo XIX y principios del siglo XX, sino el totalitarismo marxista-leninista que se impuso en Europa Oriental, en China, en Corea del Norte, en Cuba y en varios países africanos. Fue ese sistema el que suscitó las inquietudes que expuso Revel en su famoso libro “La Tentación Totalitaria”.

 

Pero los acontecimientos de fines del siglo pasado parecieron dar al traste con él, dado que la Unión Soviética y los que antaño se llamaban países “satélites” suyos, viraron hacia el régimen pluralista. Y países en donde se han mantenido las estructuras políticas del Estado totalitario,  como es el caso de China o el de Vietnam, modificaron al menos su sistema económico para ajustarlo a los moldes del capitalismo.

 

A comienzos del siglo XXI el régimen totalitario marxista-leninista había quedado reducido a dos países que ofrecen muestras elocuentes de sus rotundos fracasos:Cuba y Corea del Norte.

 

Esto les hace pensar a no pocos ingenuos que la tentación totalitaria es cosa del pasado y que bastaría con ofrecer algo de apertura democrática para atraer pacíficamente a los guerrilleros de las Farc y el Eln al redil pluralista, del mismo modo como se logró hace ya cerca de un cuarto de siglo la inserción del M-19, el Epl y otros cuantos más al ordenamiento constitucional de 1991.

 

Resulta que la situación actual difiere sustancialmente de la de esa época, cuando se creía que la tentación totalitaria estaba totalmente superada y el proyecto comunista iba hacia su definitiva liquidación, tal como lo anunciaba Fukuyama con infundado optimismo en su libro “El Fin de la Historia”(Vid. http://firgoa.usc.es/drupal/files/Francis%20Fukuyama%20-%20Fin%20de%20la%20historia%20y%20otros%20escritos.pdf).

 

Pero la historia reserva muchas sorpresas y, como lo dijo Raymond Aron en alguna oportunidad, es trágica. Cuando se creía en la muerte del comunismo, Fidel Castro y Lula se aplicaron a reanimarlo a través del Foro de San Pablo, presentándolo con otro ropaje. Bajo su inspiración, en varios países de América Latina los comunistas han llegado al poder por la vía electoral, para ejercerlo luego con aparente sujeción a las formas del Estado de Derecho, pero distorsionándolas hasta el punto de instaurar de hecho verdaderas dictaduras. Es, a no dudarlo, el caso de Venezuela.

 

Se habla, para referirse a esta modalidad de régimen político, de “democracias iliberales”, que han perdido la noción del pluralismo y se acercan al modelo totalitario. No hay que olvidar que la idea democrática puede dar lugar a dos vertientes antagónicas, la liberal y la totalitaria.

 

Los partidarios de los diálogos de La Habana creen que es posible convencer a las Farc de su renuncia a la toma del poder por la vía de las armas, a cambio del otorgamiento de garantías para que lo busquen por la vía electoral.

 

Pero en parte alguna los voceros de esa guerrilla narcoterrorista han dado muestras de esa renuncia. Dicen que no entregarán las armas, pues pretenden conservarlas hasta que consideren que las condiciones de los acuerdos se hayan cumplido a satisfacción suya. Tampoco aceptan la desmovilización de sus efectivos, es decir, la desarticulación de sus estructuras armadas, pues aspiran a mantenerlas latentes, siempre y cuando las fuerzas del Estado se mantengan en lo mismo. En el fondo, pretenden que los acuerdos a que se llegue instauren lo que se llama un cese bilateral al fuego, que ate a la autoridad legítima y les deje las manos libres para continuar su labor de zapa en las comunidades rurales y, por supuesto, en los núcleos urbanos.

 

La paz y el postconflicto de que se habla tienen todos los visos de una tregua en que la autoridad legítima llevaría todas las de perder. De ese modo, los procesos electorales contarán con la presencia de actores armados que podrán ejercer presión sobre las comunidades para impedir que se vote por los actores desarmados y obligarlas a hacerlo por los candidatos de las guerrillas. Las fuerzas armadas de la república se verán confinadas a sus cuarteles, mientras que las fuerzas irregulares de la subversión comunista tendrán vía franca para ejercer sus depredaciones en todo el territorio nacional. Ya lo han hecho, en escala ciertamente limitada, en las últimas elecciones, cuando entrabaron las campañas del Centro Democrático y obligaron en algunas regiones a votar por Santos y la Unidad Nacional.

 

¿Están en capacidad las Farc y el Eln de tomarse el poder a través de unas elecciones? Hay quienes dicen que eso sería imposible y que más bien por ese camino cabría esperar que se adaptaran a los mecanismos democráticos. Pero cuando se conoce su ideología, no resulta aventurado pensar que los aprovecharán para sentar las bases de posteriores acciones tendientes a instaurar la dictadura a que tampoco han renunciado.

 

La dirigencia colombiana parece ignorar que la democracia solo puede funcionar adecuadamente si se dan ciertos supuestos, dentro de los cuales figura lo que Álvaro Gómez Hurtado llamaba los acuerdos sobre lo fundamental. Y entre la democracia pluralista y la totalitaria esos acuerdos son prácticamente imposibles. No hay un régimen intermedio capaz de integrar esas dos versiones que se repelen recíprocamente como el agua y el aceite.

 

Por eso pienso, retomando un planteamiento de  José Félix Lafaurie, que el rumbo que al parecer llevan los diálogos de La Habana conduce en últimas a dividir el país en dos grandes segmentos: la ciudad, regida por la política tradicional, y el campo,  sometido a la férula guerrillera. Esa división, por supuesto, no garantizaría la paz, sino la continuación del conflicto bajo nuevas condiciones muy favorables para los comunistas.