sábado, 27 de septiembre de 2014

Misión actual de la enseñanza del Derecho en la universidad católica

Hace algo más de 40 años, cuando me vinculé a la Facultad de Derecho de la UPB como profesor de Derecho Administrativo General, el inolvidable Rector magnífico por ese entonces, Mgr. Félix Henao Botero, después de brindarme una muy cordial bienvenida a la universidad, me dijo al despedirse, dándome unas palmadas en el hombro:”Recuerde, joven, mucho Derecho natural”.

 

Mgr. Henao tenía muy claro el concepto de que la universidad católica, máxime si ostenta el calificativo de pontificia, no solo tiene por cometido la preparación técnica de profesionales en los distintos ramos de la vida social, sino su formación espiritual de conformidad con los valores católicos.

 

Fiel a ese propósito, se esmeraba en que el profesorado y la orientación de los cursos  universitarios respondieran a la doctrina de la Iglesia o, por lo menos, no entraran en contradicción con ella. Había tolerancia para los credos y las orientaciones filosóficas o políticas diferentes, pero bajo el supuesto de que quien hiciera parte del claustro entendiese su carácter confesional.

 

Para él, la universidad era el ámbito de un verdadero apostolado. Por eso, insistía en una concepción muy suya del carácter bolivariano, imbuído de cierta idea de Colombia y del espíritu de la catolicidad, y llamado, además, al ejercicio del liderazgo en todas las esferas comunitarias.Continuador esclarecido de la magna tarea que había iniciado Mgr. Manuel José Sierra, su predecesor, bajo su rectorado la UPB formó un presidente de la República y una nómina insigne de legisladores, ministros, magistrados, diplomáticos, gobernadores, diputados, alcaldes, dirigentes políticos y empresariales, profesionales, periodistas, etc., que dieron lustre a la universidad que los preparó y le prestaron eminentes servicios a la patria.

 

Aunque promovió la creación de facultades técnicas y humanísticas, para él la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas era, por así decirlo, su consentida. No solo con ella nació en 1936 la universidad como católica y bolivariana, sino que ahí estaba el nicho de pensadores y activistas católicos que quería que se proyectaran afirmativamente en la vida comunitaria.

 

Cuando inicié mi actividad profesoral, los paradigmas del pensamiento jurídico discurrían básicamente a través de tres grandes vertientes. La primera, el iusnaturalismo artistotélico-tomista, enriquecido con el aporte de una axiología espiritualista que aspiraba a sustentar racionalmente una jerarquía de valores objetivos coronada, en lo que atinente al universo jurídico, por la justicia. La segunda, el positivismo, principalmente de corte kelseniano. La tercera, en fin, inspirada en las ideas de Marx.

 

A la sazón, el  pensamiento católico competía con los demás en condiciones relativamente ventajosas, pues era respetado en el mundo académico, tanto por la egregia tradición que lo sustentaba, como por la influencia cultural de la Iglesia y la pléyade de intelectuales que lo nutrían. Era, por así decirlo, un pensamiento vivo, actuante en la sociedad, eficaz. Era posible entonces iniciarse en el conocimiento de la Filosofía acudiendo a textos tan serios como los de I. M. Bochenski o Johannes Hessen, ambos sacerdotes católicos, o enseñar la Filosofía del Derecho siguiendo los dictados de Del Vecchio, Recaséns Siches, Welzel, Verdross, Villey, Goldschmidt y muchos otros más, todos ellos inspirados en las creencias cristianas, aunque con distintas orientaciones filosóficas, pues, a despecho de lo que comúnmente se opina, no hay ni ha habido en el Catolicismo un pensamiento único, como ahora se dice, sino una multiplicidad de tendencias cuyo denominador común es la fe en la Palabra de Dios, tal como se nos ha revelado en el Evangelio y nos la ha transmitido la tradición de la Iglesia.

 

Como es natural, sus contradictores lo atacaban con vehemencia, pero sabía defenderse con denuedo. Y algo numinoso lo dotaba de una fuerte atracción.

 

Recuerdo a propósito de ello el impactante episodio de la conversión de Manuel García Morente, de cuyas “Lecciones Preliminares de Filosofía” ingente provecho sacamos quienes abrevamos en ellas, o el valioso libro “Siete filósofos judíos encuentran a Cristo”, de J. M. Oesterreicher, que narra los itinerarios iones de Henri Bergson, Max Picard, Edmond Husserl, Paul Landsberg, Max Scheler, Adolf Reinach y Edith Stein. ¡Mientras que Martin Heidegger había anunciado tiempo atrás su ruptura con “el sistema del Catolicismo”, su  maestro Husserl y su condiscípula Edith Stein se acercaban a él!

 

A lo largo del último medio siglo, los paradigmas jurídicos se han diversificado y han cambiado sensiblemente con el advenimiento  de modas filosóficas que ya venían cobrando cuerpo en esos años, tales como la filosofía analítica, el positivismo del Círculo de Viena, el primero y el segundo Wittgenstein, la filosofía del lenguaje, las hermenéuticas, los estructuralismos, el grupo de Frankfurt, el neokantismo liberal de Rawls, las propuestas de Habermas, la Ideología de Género o el decontructivismo de la “French Connection”, entre otras. Cada una a su manera ha incidido en nuestras concepciones acerca del Derecho. Mejor dicho, ellas han revolucionado el pensamiento jurídico, estimulando las condiciones para el desarrollo y la implantación del Neoconstitucionalismo y el Nuevo Derecho.

 

Esta revolución se ha ensañado contra el pensamiento católico y su proyección en el universo jurídico, el iusnaturalismo espiritualista. No importa que en los últimos lustros este haya dado elocuentes muestras de vitalidad, con pensadores de la talla de John Finnis, Charles Taylor, Alasdair Macyntire, Javier Hervada, Carlos I. Massini y muchos más, pues el prejuicio anticristiano, y sobre todo anticatólico, hace que de entrada se niegue el acceso de todo pensamiento que se denuncie como religioso a esa especie de club aristocrático que parece ser el escenario de la “razón pública”.

 

De hecho, el Catolicismo ha dejado de ser actor principal en la cultura dominante y se ha convertido en una contracultura que  se mira con desdén, se discrimina, se oprime e incluso se persigue. Como lo ha puesto de presente George Weigel, hoy en día se requiere coraje para ser católico.

 

En otra oportunidad he señalado que no obstante el ánimo de abrir la Iglesia al mundo que inspiró a San Juan XXIII al promover el Concilio Vaticano II, aquel no le correspondió abriéndose a ella. Por el contrario, el Catolicismo y, en general, el Cristianismo son hoy víctimas de una ominosa cristianofobia, de la que dan cuenta diversos sitios que pueden consultarse en internet y libros como “The Criminalization of Christianity”, de Janet L. Folger, o “Blood on the Altar-The Coming War Between Christian vs. Christian”, de Thomas Horn.

 

En este último, que salió hace poco al mercado, se menciona un informe de David Horowitz Center según el cual bajo el gobierno de Obama los Estados Unidos han pasado a ser el principal instigador de la persecución contra los cristianos en el mundo. Un cardenal norteamericano advirtió hace poco que en un futuro no muy lejano lo que les espera a sus correligionarios es la corona del martirio. En distintos lugares del globo ya esta es una terrible realidad. Y, para no ir muy lejos, el libro de Horn trae un mapa preparado por Pew Research Center en que aparece Colombia altamente hostil a la religión, debido tal vez a los desmanes de las FARC y el ELN.

 

Acerca del segundo paradigma, la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen, recuerdo que en los años sesenta del siglo pasado la revista “Estudios de Derecho”, de la Universidad de Antioquia, publicó una edición de homenaje al célebre iusfilósofo vienés. Luis Recaséns Siches escribió en dicha ocasión que el pensamiento jurídico del siglo XX se había desarrollado en pro o en contra de sus tesis, por lo que bien podría considerárselo como el jurista del siglo. Y, en efecto, por esa época había tanto defensores como detractores exaltados de sus enseñanzas. Los primeros lo seguían a pie juntillas en su culto por el derecho escrito y el poder de los llamados a crearlo. Sostenían a rajatabla la escisión radical entre el ser y el deber ser, por una parte, y la distinción entre la validez formal y la validez material del ordenamiento, por la otra. A su juicio, solo la primera correspondía al interés del jurista como tal. La segunda correspondería al dominio de la política y, por ende, de unas ideologías más o menos arbitrarias e irracionales.

 

Mas, por esos años, en virtud sobre todo del activismo de la Corte Suprema norteamericana y los Tribunales Constitucionales de la Europa continental, ya se estaba reconsiderando el papel que juegan en los ordenamientos positivos los llamados “principios y valores” que los inspiran desde la cúspide. Y, tal como lo enseña Dworkin en su “Filosofía del Derecho”, esos “principios y valores” no se formulan a partir de la estructura lógica acuñada por Kelsen,  que distingue en la norma jurídica el supuesto de hecho, la consecuencia normativa y la cópula de deber ser que las enlaza a partir del principio de imputación, sino que su contenido es abstracto y  su textura es abierta a múltiples determinaciones. Su origen no procede propiamente de la voluntad del constituyente o el legislador, sino del cuerpo social que se manifiesta por medio de la opinión pública. Esta, según ciertos desarrollos del pensamiento norteamericano, es la que en últimas decide sobre la creación, la interpretación y la aplicación del Derecho, tareas que, por consiguiente, se consideran eminentemente políticas.

 

De ese modo, la distinción tajante entre lo jurídico y lo político que se pretendía con la Teoría Pura termina diluyéndose, y el juez, sobre todo el constitucional, se convierte en un actor privilegiado del proceso político. No lo ata la letra de la Ley, sino su espíritu.

 

Pero ese espíritu no es el del iusnaturalismo espiritualista inspirado en la cosmovisión cristiana. En la noción moderna de espíritu no tienen cabida Dios, ni su providencia, ni la Ley Eterna que se proyecta en la Ley Natural, ni el orden querido por Él, ni el alma racional e inmortal, ni la conciencia individual que, por inspiración divina, distingue entre el bien y el mal. Todo eso se considera metafísico e irracional.

 

El ser espiritual de los modernos no es real, como sí lo era para los antiguos. Es un ser ideal, de consistencia meramente lógica, o  un ser cultural que aporta sentido al acontecer humano. Por ejemplo, en la ontología de Popper se habla de un Mundo I, el de la naturaleza; un Mundo II, el de la interioridad psíquica; y un Mundo III, el de las ideas y los valores. Le falta un Mundo IV, que sería el de lo suprasensible, pues los prejuicios antimetafísicos y antirreligiosos lo excluyen de toda consideración.

 

El pensamiento jurídico se nutre necesariamente de una Antropología. Como lo pone de presente Malachi Martin en “The Decline and Fall of the Roman Church”,  la Antropología cristiana, que representó una trascendental superación de la del mundo antiguo, inspiró una verdadera comunidad espiritual que, en el momento de su apogeo, se extendía desde el Círculo Polar Ártico hasta el norte de África, y desde Galway, en Irlanda, hasta Vladivostock en el lejano oriente y el este de Turquía en el medio oriente, con proyecciones en la América hispana y la portuguesa. Esa unidad reposaba sobre un cuerpo de pensamiento laboriosamente elaborado a lo largo de más de un milenio a partir de la Buena Nueva que nos trajo nuestro Redentor.

 

A partir del Renacimiento y la Reforma, pasando por la Ilustración, esa Antropología ha venido sufriendo duros embates hasta llegar a la situación actual, en la que solo parecen quedar como cascarones vacíos sus ideas sobre la dignidad, la libertad y la igualdad de la persona humana, a las que hoy se dota de significados muy diferentes de los que aquella había concebido.

 

Para entender la Antropología de los modernos, que no es una sola, sino algo muy variado, puede ser útil partir del paralelismo psicofísico que postulaba Descartes, según el cual el hombre es una máquina movida por un ángel. La máquina hace parte de la naturaleza; el ángel, en cambio, por así decirlo, se inserta en otra esfera ontológica. Para Descartes, esa esfera configuraba el ser espiritual de la cosmovisión cristiana. Pero sus herederos fueron desustancializándolo y privándolo de contenido hasta llegar a concebirlo como una pura forma vacía.

 

El Yo cartesiano, en efecto, evoluciona hacia el Yo trascendental kantiano, el espíritu subjetivo hegeliano y, a partir de estos, hacia el Dasein heideggeriano o la Nada sartreana, que no se vinculan a la naturaleza, sino a la cultura.

De ese modo, se desarrollan dos visiones contrapuestas, la del naturalismo materialista y cientificista, por una parte, y la del culturalismo o el historicismo, que sigue la consigna de que el hombre no es naturaleza, sino cultura, o más bien historia, según la conocida frase de Ortega.

 

El naturalismo ofrece varias vertientes: la fisicista (“El cerebro secreta pensamientos, como la caña, miel”: La Méttrie); la biologista (“El hombre no es un ángel caído, sino un mono erguido”: Linton); la psicologista (“El hombre es movido por sus pulsiones”: Freud y sus seguidores). Si es uno más en el abigarrado conjunto de la naturaleza, lo que rige al ser humano es ora el determinismo de la necesidad que a todos subyuga, bien la aleatoriedad o el capricho de los deseos que le impone el inconsciente.

 

Como en todas estas versiones la libertad es irreal e ilusoria, el culturalismo trata de salvarla acudiendo a distintos artilugios conceptuales. Kant ya lo había intentado por medio del recurso a la razón práctica: hemos de obrar como si fuésemos racionales y libres. La libertad, extraña al mundo natural, se mira como atributo de la persona humana, pero su valor queda referido al uso racional que hagamos de ella. La sujeción de la libertad humana a la racionalidad viene a ser una concesión que Kant le rinde al pensamiento clásico.

 

Pero el Yo que suponemos dotado de esos privilegios de racionalidad y libertad no es real, sino hipotético. No tardará en advertirse más adelante que es una ficción, una de esas mentiras útiles de que hablaba Platón. Para Hegel, será un momento en la evolución dialéctica de la Idea, el espíritu subjetivo que avanza hacia al espíritu objetivo. Y de ese modo, el Yo se hace histórico y se inserta en la cultura que le dicta sus contenidos. Pero la cultura no es una segunda naturaleza, como llegó a pensarse en Grecia, sino que se la concibe como algo desligado de esta, no sujeto a su legalidad y dependiente de su propia dinámica. La cultura, según se dice, es versátil, artificial, abierta a toda suerte de determinaciones. Ella incide sobre el hombre, pero al mismo tiempo es obra suya.

 

Estos planteamientos desembocan en el famoso dicho de Sartre, para quien “en el hombre la existencia precede a la esencia”. Aquella es , ciertamente, un dato de la realidad natural, pero se cree que lo que hace humano al hombre no es su naturalidad, sino su capacidad de hacerse a sí mismo, de darse su propia esencia de modo, más que libre, arbitrario. Cada uno es lo que hace, y aspira a emanciparse de Dios, de la realidad natural, de las tradiciones y de las convenciones artificiales de la sociedad, para tratar de ser él mismo. Su autonomía ya no está condicionada a la razón, como en Kant, sino a la voluntad. De hecho, según parece, a sus impulsos.

 

Desde luego que una será la concepción del Derecho que se desprenda de puntos de vista rigurosamente naturalistas sobre el ser humano, bien sean fisicistas, biologistas o psicologistas, y otra muy diferente la que resulte de adoptar los presupuestos culturalistas.

 

Pero las ideologías en que se inspira el pensamiento jurídico dominante en la actualidad no son muy rigurosas en eso de establecer distinciones necesarias para salvaguardar la coherencia. Unas veces conciben al ser humano como un sujeto de necesidades naturales, mientras que en otras ocasiones lo ven como sujeto cultural cuya realización conlleva su emancipación respecto de los condicionamientos y las exigencias de la naturaleza.

 

Digamos que a partir de la distinción entre naturaleza y cultura, tema que Kelsen trató en un libro que no tuvo la misma difusión que su “Teoría Pura del Derecho”, puede haber múltiples variaciones ideológicas. Pero, en razón de varios factores, ha terminado imponiéndose una ideología que es , más que liberal, libertaria.

 

El pensamiento liberal tiene inequívocas bases cristianas, si bien se alimenta de otras fuentes. Esa vinculación ab initio con el Cristianismo ha permitido que en los ordenamientos jurídicos liberales se conserven figuras acordes con la moralidad cristiana. Pero en los últimos tiempos se ha producido una ruptura radical con ella, que da lugar a una deriva libertaria excesivamente individualista.

 

Pues bien, lo que aquí llamo la deriva libertaria se acerca a otra deriva que se ha producido en el seno del marxismo, el tercer paradigma que atrás he mencionado. Muchos creyeron que este había quedado herido de muerte con la caída del imperio soviético y la transformación de China en una superpotencia capitalista, si bien de Estado. Pero el marxismo ha revivido en su aspecto cultural.

 

Como lo han señalado algunos observadores, el  marxismo se impuso en la URSS y los países satélites sobre todo en la organización político-económica y en la jerarquía social, pero no del todo en el plano de las costumbres, que en buena medida siguieron siendo relativamente conservadoras, tal como lo demuestra la supervivencia de la religión en un país en que fue severamente perseguida durante más de setenta años. Por supuesto que el marxismo afectó el orden familiar y especialmente promovió el aborto a extremos tales que a ello se debe la despoblación del territorio ruso. Se dice que Rusia ha perdido por esa causa más población que la que fue sacrificada en la II Guerra Mundial. Pero hoy el régimen ruso se niega a sufrir las imposiciones de los promotores del Nuevo Orden Mundial en favor del aborto y la promoción de la homosexualidad. Por el contrario, aspira al aumento de número de hijos por familia y reprime con severidad la exhibición pública de las actitudes homosexuales.

 

Pero en los países occidentales, especialmente los Estados Unidos, la ideología marxista ha venido cobrando fuerza, paradójicamente, en las costumbres, aunque no en el régimen político y muchísimo menos en el económico. La educación norteamericana está prácticamente en manos de marxistas culturales cuya biblia ya no es  “El Capital” ni  el “Manifiesto Comunista”, sino  “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado”. Su tema no es la comunidad de los bienes, sino la emancipación respecto de los condicionamientos familiares y sexuales impuestos por la moralidad cristiana. Ya no se habla de lucha de clases, sino de géneros. El papel opresor de los explotadores capitalistas y el oprimido de los proletarios lo cumplen en su orden, según ese desplazamiento conceptual, los varones y las mujeres. Y la familia tradicional ya no es el nicho amoroso que prepara a las nuevas generaciones para la vida, sino una institución opresora y explotadora llamada a desaparecer en aras de la emancipación humana.

 

La “ideología de género” se enmarca dentro  estas tendencias. Una de sus premisas afirma que el sexo es una noción biológica, pero el género pertenece a la cultura. En el primero median elementos de la naturaleza, como la configuración anatómica y los procesos endocrinos, pero los roles sexuales, la identificación del objeto del deseo y todo lo que concierne a la orientación sexual, es algo que determina la cultura y puede modificarse ad libitum, de acuerdo con lo que cada uno elija.

 

Hay, pues, una revolución cultural en marcha en la que se conjugan el liberalismo libertario y el marxismo cultural, ambos de signo radicalmente anticristiano.

 

Esas ideologías se ven reforzadas por otras concepciones, como el cientificismo, el materialismo, el individualismo, el hedonismo o el relativismo moral rayano en el nihilismo que impera en las sociedades occidentales. Todo ello suscita un ambiente que en definitiva es hostil a la cosmovisión cristiana y favorece la persecución de que atrás he dado cuenta. Ya no se trata de restringir la religión al ámbito privado, como se pretendía en otras épocas, sino de erradicarla de la vida humana porque se la considera falsa, opresora y perjudicial en grado sumo para las sociedades y los individuos. De ese modo, las ideologías, todo lo inconsistentes y mal fundadas que se quiera, tienen vía franca en los espacios culturales. En cambio, se pretende silenciar la Palabra de Dios hasta en la intimidad de las conciencias.

 

Los paradigmas jurídicos hoy en boga proclaman la adhesión a tres nociones de clara raigambre cristiana: la libertad, la igualdad y la dignidad de la persona humana. Pero en el Cristianismo su sentido toca con el desarrollo espiritual del hombre, esto es, su evolución hacia estados superiores de conciencia que lo acerquen a Dios.

 

El pensamiento dominante hoy ha vaciado de estas nociones  su sustancia espiritual, convirtiéndolas en comodines que justifican toda clase de desviaciones y extravagancias. Por ejemplo, destruir la vida que germina en el vientre materno llega a considerarse como un acto de dignidad de la mujer; autodestruirse consumiendo droga es ejercicio del libre desarrollo de la personalidad; exigir la asistencia al suicidio es proteger el derecho soberano de no vivir.  Y así sucesivamente…

 

La dimensión espiritual del ser humano es un dato básico de la Antropología cristiana. El hombre solo se realiza a cabalidad si despliega su espíritu y lo proyecta en todo lo que hace y lo rodea. Es persona en la medida de su espiritualidad. Y esta no solo obra en su interior, sino que goza de una fuerza expansiva que penetra todo el tejido social y lo transforma vivificándolo. Pero al ser humano no se lo puede obligar a esta trascendencia. Es posible estimularla, promoverla, facilitarla, pero todo depende de su buena voluntad, de su libre disposición interior, de su apertura hacia lo infinito.

 

Pues bien, lo que pretenden las ideologías anticristianas es mutilar esa dimensión existencial o, al menos, reducirla a unas espiritualidades ligeras, cómodas e insulsas que no le impidan al individuo perderse en el mundo de los sentidos al que pretende llevarlo el hedonismo imperante.

 

En la Sociología del Conocimiento suele considerarse que las ideologías son útiles al servicio del control social y de finalidades colectivas que no siempre tienen que ver con la verdad. Esta es un valor secundario en ellas. Su valor es instrumental, pragmático. Y es lo que sucede en efecto con la ideología de género y sus afines, que sirven para la erradicación del Cristianismo y al mismo tiempo facilitar unos propósitos para los que este resulta por decir lo menos incómodo.

 

He insistido en otros escritos en recomendar la lectura de un texto esclarecedor que puede encontrarse en distintos sitios en internet:”The New Order of Barbarians”. En el sitio de Randy Engel se dice que después de leerlo le cambiará a uno totalmente la imagen del mundo en que vive. Y doy fe de ello. Su lectura me estremeció. Pude advertir, además, muchas tendencias que de otro modo no habría identificado. Ahí se ve claramente que tras la ilusoria defensa de la dignidad, la libertad y la igualdad que dicen promover las ideologías del libertarismo y el marxismo cultural, se esconde el ominoso propósito de reducir al mínimo la población humana, sin que importen los medios para lograrlo. Al tema me he referido varias veces en mi blog Pianoforte (jesusvallejo.blogspot.com)

 

Toda la revolución en la esfera de las costumbres tiene el propósito de separar la sexualidad de la procreación. El deseo sexual es muy difícil de erradicar, aunque se ha tratado de hacerlo mediante la adición de sustancias esterilizantes en el agua potable y en los alimentos. Además, mediante el estímulo del deseo resulta viable la manipulación de la vida de la gente. Parece más expedito controlar la reproducción, como lo demuestra el éxito de los programas  que han reducido en muchos países la natalidad a niveles inferiores a los que se requerirían para mantener estable el tamaño de la población.

 

La oposición de católicos y evangélicos fue decisiva para frenar los programas de eugenesia de Hitler, mediante los cuales se pretendía la esterilización y la eliminación de individuos que los nazis consideraban inferiores e indignos de reproducirse. Esos programas no fueron invento suyo. Ya los habían puesto en práctica en los Estados Unidos los mismos que después organizaron la empresa abortista que ha dado muerte a casi sesenta millones de criaturas después de que la Corte Suprema declaró de modo torticero en 1973 que el aborto es un derecho constitucional de la mujer. Por consiguiente, la consigna hoy en día es atacar a católicos, evangélicos y todos los demás que representen  obstáculos para estos proyectos. Las libertades de religión y de conciencia están por ello en grave riesgo.

 

Para la cosmovisión cristiana, la idea del bien se vincula con la plenitud de la vida, en tanto que la del mal se refiere a su deterioro y destrucción. Por eso, la Iglesia habla de que lo que está en marcha hoy es una “Cultura de la Muerte” que por distintos caminos atenta contra la vida humana. Impuesto culturalmente el aborto, resulta fácil entonces pensar en el infanticidio y la eutanasia. Y si de lo que se trata es de reducir el número de participantes en lo que S.S. Paulo VI llamó el “banquete de la vida”, ¿por qué no pensar en lo que ya alguno que se dice científico acaba de proponer acerca de las licencias para procrear? De hecho, es lo que sucede en China con la figura del hijo único y la obligación de abortar que se impone sobre los que se salen de la fila.

 

Dentro de ese prospecto mortífero se inscribe el de destrucción de la obra maestra de la civilización cristiana: la familia nuclear heterosexual y monogámica. Todo conspira hoy en contra suya. Desde hace tiempos se ha facilitado y estimulado su disolución. Ahora se pretende desacralizarla mediante su equiparación con uniones que otrora se consideraban aberrantes, pues la parodia es medio expedito para aniquilar las instituciones.

 

Parece sensato considerar que todo derecho individual, máxime si se lo declara fundamental, debe ser un medio para el bien tanto de sus titulares como de la comunidad. En otras palabras, los derechos deben sustentarse en consideraciones morales. Y estas versan sobre materias complejas en las que se ponen en juego múltiples circunstancias. El sentido de justicia tiene que discernir en toda situación lo atinente al individuo que la reclama, pero también lo que pueda afectar a terceros y a las comunidades.

 

Edgar Morin ha llamado la atención sobre este asunto crucial, mostrando que siempre será necesario sopesar los intereses individuales, los comunitarios y los de la especie. Ese discernimiento de lo complejo ya lo habían advertido Aristóteles y Santo Tomás de Aquino al examinar la virtud de la prudencia. Y el Aquinatense profundiza el tema con su insistencia en la virtud de la sindéresis.

 

La teoría de los derechos en boga admite que, en efecto, el reconocimiento de los mismos implica darles alcances morales. Pero acto seguido se procede a desvirtuar el significado de la moralidad, adhiriendo al relativismo moral y declarando que, como ninguna concepción de la moralidad puede invocar validez más allá de la adhesión que por obra de la fe le presten unos sujetos, la normatividad jurídica y, por ende, la autoridad pública deben adoptar como norma suprema de la moral la tolerancia de todo aquello que no haga daño a terceros sin su consentimiento. Lo censurable será entonces censurar los comportamientos de los demás. Lo inmoral no es dar mal ejemplo, sino el reproche a quien lo da.

 

Estas conclusiones se desprenden de un grave desconocimiento de la naturaleza de la moralidad, del papel que juega la autonomía del individuo en el despliegue de aquella y de las posibilidades de nuestra racionalidad. Su punto de partida es, en efecto, la tesis de que no hay una verdad moral accesible a nuestro conocimiento. Pero si ello es de ese tamaño, ¿por qué razón tenemos que admitir que la regla suprema y casi única de la moralidad sea la tolerancia? ¿Es esta una verdad moral, o simplemente una regla empírica tendiente a eliminar las controversias morales en las comunidades y permitirles a los libertarios que obren como les plazca?

 

El discurso sobre la tolerancia y la igualdad ubica en el mismo plano situaciones que ameritan tratamiento diferente. Es posible que cierta lectura de Kelsen haya difundido la tesis de que la normatividad jurídica solo autoriza o prohíbe comportamientos (“Lo que no está jurídicamente prohibido está permitido”), de modo que entre lo uno y lo otro no quepan otras opciones.

 

Se olvida que en todo ordenamiento se contempla lo que es encomiable, lo que es tolerable, lo que es desaconsejable y lo que es reprimible, siempre en función de las conveniencias colectivas.

 

Pero el bien común, que para los clásicos es concepto clave para predicar la racionalidad del universo jurídico-político, ya es apenas un convidado de piedra que se cree que no es digno de consideración al momento de definir asuntos de tanta importancia como, por ejemplo, la adopción por parte de parejas homosexuales, en lo que tampoco se piensa en el niño, pues lo que interesa es exclusivamente la autosatisfacción de los interesados en adoptar y golpe moral que se propina a la institución familiar.

 

Una vieja discusión que tuvo agrios ribetes en la Edad Media versa sobre si la normatividad, trátese  de la jurídica o de la moral, se funda en la razón o en la voluntad.

 

Es bien conocida la postura que al respecto mostró Santo Tomás de Aquino con su definición de la Ley: “Ordenación de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene a su cargo el cuidado de los asuntos de la comunidad”.

 

El reconocimiento de cada derecho debe, por consiguiente, ponderar las razones para otorgarlo y regularlo, no solo en función de las aspiraciones de quienes lo piden, sino de los legítimos intereses de terceros y, sobre todo, de las comunidades.

 

Pero lo que se observa a menudo es el reclamo de falsos derechos o la idea de llevar al extremo derechos que convendría acotar cuidadosamente. Es la voluntad de ciertos grupos de presión que muchas veces acuden a la gritería e incluso a la violencia lo que termina imponiendo ciertos derechos. No es raro que la fuerza que los promueve radique en el deseo y, por lo tanto, en la oscuridad de las pulsiones del inconsciente.

 

So capa de la trajinada dignidad humana, termina sacralizándose el deseo. Los ejemplos abundan. Por ejemplo, ¿no se le ocurrió a la Corte Constitucional que por medio de un fallo de tutela había que modificar el régimen de suministro de fármacos para darle Viagra a un paciente que por obra de la diabetes sufría de impotencia? Había que sacrificar todo el ordenamiento para permitirle al diabético saciar su apetito sexual.

 

La revolución cultural en marcha a que me refiero hace parte de un programa de más amplio espectro: el Nuevo Orden Mundial (NOM).

 

Para impulsarla y llevarla a término se están empleando todos los medios imaginables. La educación, la comunicación social, el entretenimiento y la cultura en general están a su servicio, pues hay clara conciencia de que por estos conductos se llega eficazmente a las masas y es posible transformar sus actitudes, sus valoraciones y, en fin, sus mentalidades. La ONU y otras organizaciones internacionales, así como fundaciones que cuentan con abundantísimos recursos financieros son sus principales promotores. De ese modo, influyen en convenios y programas que vinculan jurídica o financieramente a los gobiernos para imponerles sus directrices.

 

En el orden nacional, las consignas se articulan por donde sea posible: Constitución, leyes, decretos, resoluciones o directrices ejecutivas, sentencias. Por ejemplo, cuando no se obtiene algo en la esfera legislativa, se acude entonces a la jurisdicción, preferiblemente la constitucional. Es el caso del matrimonio homosexual: el proyecto para regular este tipo de uniones se frustró en el Congreso; entonces, se optó por llevar el tema a la Corte Constitucional, que mediante un fallo abusivo desconoció el texto rotundo del artículo 42 de la Constitución y le fijó plazo al Congreso para que legislara al respecto. Como el Congreso no es presa fácil para estas iniciativas, a pesar de su claudicación al aprobar la reforma al Código Penal que introdujo el delito de hostigamiento, la Corte Constitucional es el escenario predilecto para iniciativas que se inscriben dentro de la agenda del NOM, como el aborto o la adopción por parte de parejas homosexuales.

 

Producido el fallo sobre al aborto, inmediatamente las autoridades administrativas en el ramo de la salud procedieron a expedir órdenes para obligar a entidades de salud y servidores de las mismas a ponerlo en ejecución, como si hubiese mediado concierto previo para el efecto.

 

Capítulo aparte merecen las iniciativas en torno de la instrucción sexual en las escuelas. Entre nosotros, el asunto se ha manejado por el ministerio de Educación, así como por las autoridades distritales, departamentales y municipales, por medio de cartillas de las que la opinión pública no se entera. En otros países, como Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Alemania, Suiza, España o Francia, se han suscitado ásperas discusiones al respecto.

 

El caso de Francia es ilustrativo, no solo por su palpitante actualidad, sino por el vigor con que las comunidades están reaccionando frente a programas que están dirigidos claramente a imponer la homosexualización de la sociedad a partir de la más tierna infancia.

 

Muchas voces sensatas han llamado la atención acerca de que estas iniciativas  deberían decidirse a través de reformas constitucionales, preferiblemente por la vía del referendo, habida consideración de su impacto en la vida colectiva. Pero los promotores de esta revolución prefieren, como se dice coloquialmente, las travesías, que son expeditas y solo suscitan debates cuando ya se está en presencia de hechos cumplidos.

 

Pensar en todos estos temas desde la perspectiva católica entraña, sin lugar a dudas, ir en contravía de  la Modernidad, la Postmodernidad o lo que se quiera. En realidad, es oponerse a los designios del Príncipe de este mundo. Y es en situaciones como las que presenciamos como se advierte la pertinencia del siguiente pasaje de Mt. 10:34,1:

No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”

 

Creo que las facultades de Derecho de las universidades católicas deben abrir espacios de reflexión sobre la responsabilidad que les incumbe en estos momentos en que seguir los dictados del Evangelio equivale a tomar la cruz de que nos habla el Señor.

 

Es una responsabilidad que se contrae, primero que todo, con los padres de familia y los alumnos, que aspiran a que  se les imparta una formación que no solo respete su fe, sino la aquilate. Pero es también una responsabilidad respecto de la Iglesia que las patrocina; de los creyentes que confían en que los pensadores católicos los orienten, ilustren y defiendan; de las comunidades en general, que quiéranlo o no, necesitan la luz del Evangelio; y, por supuesto, es una responsabilidad ante Dios mismo.

 

Puede haber algunas iniciativas provechosas para estos espacios de reflexión.

 

Por ejemplo, hace algún tiempo convine con el padre   Uribe Carvajal un programa para tratar sobre la espiritualidad en la política. El padre Uribe tenía una visión más amplia: la espiritualidad en cada una de las profesiones y, por supuesto, en la jurídica. Pero faltó el número necesario de interesados y hasta ahí llegó la iniciativa. Creo que hoy urge intentarla de nuevo.

 

En Chile tuve oportunidad de asistir a un evento de notable importancia que promovió la Universidad de Santo Tomás bajo el nombre de “Católicos y vida pública”. Es algo que aquí podría promoverse, así fuere en términos menos ambiciosos que los de quienes desarrollan este programa en distintos lugares del mundo.

 

Desafortunadamente, debido a dificultades domésticas, no he podido asistir a los últimos congresos de juristas católicos que se han celebrado en Bogotá bajo los auspicios de la Universidad Católica de Colombia, la de la Sabana y otras más. La UPB podría estimular a los abogados de nuestro medio que sientan el compromiso de dar testimonio de su fe en el Evangelio, para organizarse y hacerse sentir en la escena colectiva como juristas católicos.

 

También podría interesarse a medios de comunicación social importantes para que otorgaran a los juristas católicos la posibilidad de difundir sus opiniones sobre los temas que los inquieten.

 

No sobra recordar acá lo que dice el Evangelio:

Mateo 10, 24-33: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo".

sábado, 20 de septiembre de 2014

Fueron por lana y salieron trasquilados

Hago mías las acertadas palabras de la senadora Thania Vega para resumir el debate que promovió en estos días el senador Iván Cepeda contra el también senador y expresidente Álvaro Uribe Vélez.

 

No entraré en el examen del fondo de lo que ahí se dijo. Lo de Cepeda no es otra cosa que el recuento de acusaciones que a lo largo de su agitada vida política se han encargado de difundir los malquerientes de Uribe, quien esgrimió sólidos argumentos para defenderse y, al mismo tiempo, lanzó graves cargos contra el promotor del debate y los que, pretendiendo mantenerse en las sombras, lo estimularon y facilitaron.

 

Reza el dicho popular que las cosas se reciben según de dónde vengan. Es hecho notorio que Cepeda no solo tiene una fijación mental que colinda con lo patológico respecto de Uribe, sino que, por sus antecedentes familiares y personales, es más que afín a las Farc, hasta el punto de que resulta difícil no identificarlo como vocero de la segunda organización narcoterrorista más adinerada del mundo, tal y como lo dicen publicaciones recientes que la ubican en segundo lugar después de ISIS.

 

Pues bien, no se necesita ser un Sherlock Holmes para advertir que esa tenebrosa organización tiene entre ceja y ceja a Uribe, bien sea para asesinarlo, ya para liquidarlo moralmente, pues saben que es el obstáculo principal para su proditorio empeño de instaurar en Colombia un régimen totalitario y liberticida.

 

Uribe arrinconó a las Farc, que en 2002 ya se sentían al borde de la ansiada toma del poder. Y si no hubiera sido por su entereza, en estos dos últimos años ya Santos nos habría entregado como piltrafas y guiñapos que se arrojan a las fieras para aplacar su insaciable voracidad. Uribe ha sido, en efecto, la talanquera que ha impedido que el gobierno protocolice una ignominiosa rendición ante las Farc.

 

Cepeda se llevó de calle en su debate no solo la Constitución y la ley, sino las restricciones que previamente le había impuesto la Comisión de Ética del Senado. Descaradamente, anunció que nada de ello le impediría lanzar su andanada. Ya sabemos, como se ha visto en el caso de Petro, que a la izquierda radical no hay ordenamiento jurídico ni moral que la contenga. Con ella se hace difícil la cohabitación, pues no admite las reglas de juego que son de la esencia del debate político civilizado.

 

Hablando en plata blanca, bien podría uno afirmar que tras este deplorable evento hubo ante todo la conjura de un cúmulo de venganzas de vario origen contra Uribe.

 

Las de las Farc son fáciles de entender, según lo expuesto.

 

También lo son las de los paramilitares y narcotraficantes que fueron extraditados por Uribe porque violaron los condicionamientos de la Ley de Justicia y Paz. Lo proclamaron a voz en cuello cuando salían del país:"Nos vengaremos”.

 

Igualmente es entendible, aunque nada justificable, el ímpetu vengativo de los liberales, a quienes Uribe derrotó en disidencia en 2012 y les prolongó durante ocho años más la travesía por el desierto que les impuso Pastrana desde 1998. Es una historia que habrá que escribir después y que muestra el abismo moral a que ha descendido la colectividad partidaria que otrora, siguiendo las voces de Otto Morales Benítez, equivocadamente habíamos identificado con el destino de la patria. Ya sabemos que el Partido Liberal, por obra de Santos, ha regresado a lo que era en 1998, vale decir, no el partido de Uribe Uribe, Olaya Herrera, López Pumarejo, Echandía o los Lleras, sino  el de Samper y Serpa, esto es, el del 8.000.

 

Menos comprensible, a primera vista, es que a ese contubernio se hubieran sumado los dirigentes del Partido de la U y el gobierno de Santos, que ganaron las elecciones en 2010 con las banderas de Uribe y ahora, dando muestras de tenebrosa  ruindad, han resuelto adherir a las cacofónicos chillidos de sus detractores.

 

Si, como dice sabiamente el Evangelio, “por sus frutos los conoceréis”, los del gobierno de Uribe no permiten identificarlo con las causas de los narcotraficantes ni las de los paramilitares. Por el contrario, como bien lo muestra Fernando Londoño Hoyos, Uribe no solo combatió con decisión a los guerrilleros, sino a todos aquellos agentes de la destrucción de la sociedad colombiana. Sus logros en la lucha contra el narcotráfico son inocultables, lo mismo que los de su acción contra el paramilitarismo. Que se pudo haber hecho más, concedido; pero sería injusto afirmar que faltaron convicción y entereza en el empeño.

 

El Partido de la U se fundó para darle cuerpo al proyecto político de Uribe, que este ha sintetizado en la imagen de los “tres huevitos de la gallina doña Rumbo”, a saber: Seguridad Democrática, Confianza Inversionista y Cohesión Social. Con estas consignas, ganó las elecciones de 2010. Pero hoy, solapadamente y después de un triunfo que está abierto a toda suerte de discusiones en los últimos comicios, sin muestra alguna de pudor, estimula el debate que las Farc han promovido para destruir la imagen pública de Uribe, ya que no han podido dar cuenta de su vida. Es otra historia que más adelante habrá que contar, la de la inmundicia moral de esa agrupación política que utilizó la imagen de Uribe para ganar electores, pero solo iba tras de una empalagosa mermerlada.

 

No me gusta hablar de Santos. Creo haberlo dicho todo sobre él cuando escribí que su reelección implicaría una catástrofe moral para Colombia. Pero hay hechos nuevos que obligan a reflexionar sobre lo que dice y obra.

 

Como en el caso de Cepeda, su obsesión contra Uribe también colinda con lo patológico. Y esas patologías hacen lo que parece imposible: que anden los dos, como dice un precioso tango de Homero Expósito, “perdidos de la mano bajo un cielo de verano soñando en vano”.

 

En algún momento de la campaña electoral, a Santos se le ocurrió decir que la lectura de un libro de Cepeda lo convenció de que Uribe estaba vinculado con el paramilitarismo. Pues bien, yo leí ese libro cuando salió al mercado hace unos años, y la famosa “prueba reina” que anunciaba al respecto no apareció por parte alguna. No sé entonces si soy yo o es Santos quien puede parangonarse con Simoncito Gaviria, que no sabe leer.

 

Como coda del más reciente escrito para este blog, traje a colación las siguientes declaraciones de Santos para la BBC:

 

“Ese Centro Democrático en el fondo es una extrema derecha, una especie de neonazismo, de neofascismo que lo único que causa es polarización y odios”.

 

Esta descalificación de lo que el Centro Democrático y su fundador representan políticamente es algo que da grima. Su pobreza intelectual daría pie para ignorarla de modo rampante, si no fuera porque procede de quien gobierna a Colombia y está obligado, por razón de su elevada jerarquía, a dar ejemplo de sindéresis al emitir sus opiniones, así como de respeto por la oposición democrática.

 

Santos, en definitiva, no da buen ejemplo y es poco probable que su imagen se proyecte de modo afirmativo ante la posteridad con desatinos de este tamaño. Lo que revelan sus palabras es más bien la ofuscación de su estado de ánimo. En su talante se adivina un egocentrismo que le hace perder de vista las realidades. Y cuando quien gobierna se deja llevar por sus delirios, es toda la sociedad la que peligra.

 

Esas palabras ponen de manifiesto que para el gobierno la discusión racional sobre el más importante de sus programas no es de recibo. Y, es en efecto, lo que pretende imponerle al país cuando llegue el momento: “Tómelo o déjelo”.

 

Su vocero, De La Calle, acaba de decir en Miami que la polarización podría afectar el proceso de paz. Y es cierto, pues se trata de algo que a todos nos afecta y sobre lo que todos tenemos derecho de manifestarnos. Pero, en vez de acudir a la persuasión inteligente para convencer a la ciudadanía de las bondades de lo que se está haciendo en La Habana, el gobierno resuelve insultar a los escépticos y atribuírles la responsabilidad por los malos resultados de su empeño. No deja de llamar la atención el denuedo con que Santos obra para buscar la paz con las Farc y el que exhibe para hacerles la guerra moral a siete millones de colombianos que se negaron a votar por él en las últimas elecciones.

 

No hay lógica en el modo como actúa el gobierno, especialmente cuando da a entender que apoya a las Farc en su propósito de liquidar moral y políticamente a Álvaro Uribe Vélez, y ni siquiera censura las manifestaciones que sus voceros han hecho de querer eliminarlo físicamente junto con sus seguidores.

 

Como dijo en un editorial de El Tiempo hace años    Alberto Lleras, refiriéndose a unas desafortunadas declaraciones de Alfonso López Michelsen a propósito de su campaña presidencial, el gobierno está ahora “chamboneando de lo lindo” en el manejo del asunto más delicado en que se juega la suerte de Colombia hoy por hoy. Si, como lo insinúa la campaña liderada de la Andi, “Soy capaz de jugármela por la paz”, no se ve por qué Santos es incapaz de convencer a la mayoría  de los colombianos sobre las ventajas que podrían reportarles los acuerdos que está cocinando con el narcoterrorismo, que al parecer son una auténtica “olla podrida”.

 

Hay actitudes de otros protagonistas, así sea por pasiva, de esta vindicta contra Uribe que suscitan numerosos y graves interrogantes. Me refiero a la Gran Prensa y el Gran Capital.

 

Dejémoslos quietos por lo pronto, en aras de la brevedad y porque quiero cederle el espacio final de este artículo a Don Marco Fidel Suárez, que en lo que escribió sobre Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1892 a propósito de la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América, dejó para la historia estas frases lapidarias que el lector puede encontrar en la página 856 del Tomo I de sus Obras publicadas por el Instituto Caro y Cuervo en Bogotá en 1958:

 

“El campo al que el almirante dedicaba su actividad era el campo de la política, tierra donde se fermentan todas las pasiones y donde se crían las plantas más venenosas. La envidia, la vengnza, la ingratitud, la codicia, la calumnia, cuanto guarda de peor el corazón, prospera en ese campo, donde no se presenta al espíritu sino la contemplación de la miserable naturaleza humana, que sólo sobrenaturalmente puede amarse”.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Como va al matadero la res

La encuesta Gallup que se dio a conocer esta semana muestra el pesimismo que ha invadido a los colombianos respecto de los diálogos que se adelantan con las Farc en La Habana.

 

Aunque, a lo largo del proceso, la opinión en general se ha manifestado de acuerdo con que se dialogue con los guerrilleros, las encuestas revelan que es escéptica sobre sus resultados. Y ese escepticismo, desde luego, ha afectado la imagen presidencial: el 49% desaprueba la forma como se está desempeñando el Presidente, mientras que solo el 44% la aprueba.

 

Estos resultados, apenas a un mes de haberse iniciado su segundo período presidencial, hacen ver que a Juan Manuel Santos lo afecta el mismo sindrome que a la oveja Dolly, la clonada que nació con envejecimiento prematuro. No hay entusiasmo con su gobierno, la gente no le tiene confianza, nada positivo se espera de sus gestiones.

 

Una amiga muy espiritual, cuyos consejos valoro por su honda sabiduría, me dice que hay que rezar por Santos, no solo por caridad para con él y su familia, sino con el país, porque su empeño en hacerse reelegir a como diera lugar y sin escrúpulo alguno respecto de los medios de que se valió para ello, rápidamente harán que se arrepienta de haberlo intentado y nos pondrán a todos en situaciones difíciles. Y un amigo que sabe de muchos secretos, me dice que, al apoyarse en fuerzas espirituales oscuras, Santos tendrá que habérselas con la pavorosa cuenta de cobro que intentarán pasarle. Es poco probable que la comunión que recibió, según foto que circula en las redes sociales, le confiera el vigor y la lucidez que necesita para llevar a Colombia por buen camino.

 

De ahí que, en general el 51% de los encuestados considere que las cosas en Colombia están empeorando y solo un 27% crea que van mejorando. Y a medida que la crisis fiscal que el gobierno se cuidó de ocultar durante la reciente campaña electoral vaya arreciando y se vea que las promesas populistas no podrán cumplirse, el desencanto va a ser peor.

 

Ese desencanto ya se advierte en escritos que se pueden leer hoy en medios tan dóciles para con el gobierno como El Espectador o El Tiempo.

 

El primero de ellos editorializa en duros términos sobre la reforma tributaria anunciada por el ministro de Hacienda(vid. http://www.elespectador.com/opinion/editorial/reforma-articulo-515980).

 

Transcribo el segundo párrafo del editorial, que es contundente acerca de las implicaciones morales y políticas de la crisis presupuestal de la Nación:

“El país, asimismo, se enteró horrorizado del volumen que ha alcanzado la llamada “mermelada”, o sea, las partidas regionales que impulsan las campañas de los grandes electores del Congreso consentidos del Gobierno. El Ministerio de Hacienda está aprobando sumas extravagantes, del tamaño de los ingresos completos de municipios medianos, para asegurar las copiosas votaciones de los grandes caciques amigos. Salvo las protestas y denuncias aisladas de los medios, ningún organismo de control, que se sepa, averigua siquiera al respecto. Este adefesio ya hace parte del paisaje presupuestal colombiano.”

 

Y en El Tiempo aparecen sendos artículos de María Isabel Rueda y Mauricio Vargas no menos incisivos: “El hueco de 12,5 billones”(http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/el-hueco-de-125-billones/14530418) y “El Abrazo de la DIAN” (http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/el-abrazo-de-la-dian/14530420).

 

Se cree que el agujero en las finanzas nacionales es mucho peor. Vargas habla de analistas que lo estiman en 20 billones de pesos. Y, en todo caso, escribe que es enorme:”de entre el 5 y el ocho por ciento del presupuesto”.

 

Si, como afirmaban los hacendistas franceses del siglo XIX, “Gobernar es gastar”, el margen de maniobra de lo que la prensa ha dado en llamar “Santos II” va a ser muy estrecho. Y está perdiendo apoyos muy valiosos entre los potentados que ayudaron a reelegirlo, pues no entienden cómo aspira a que sean ellos, más la sufrida clase media y, en últimas, el colombiano de a pie, quienes tengan que pagar la cuantiosísima factura de la reelección.

 

La gran carta de Santos para darle aire a su gobernabilidad es el acuerdo con las Farc y por eso sus voceros dicen a los cuatro vientos que todo va muy bien, que nadie saldrá afectado por lo que con los guerrilleros se convenga y que ya estamos prácticamente en el periodo constructivo del postconflicto. Pero las Farc lo desmienten categóricamente. De ahí que Plinio Apuleyo Mendoza se pregunte en su último artículo para El Tiempo, “A fin de cuentas, ¿a quién creerle?”( Vid. http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/a-fin-de-cuentas-a-quien-creerle/14521957).

 

Recuerdo que cuando Otto Morales Benítez renunció a seguir manejando el proceso de paz iniciado por Belisario Betancur, y que terminó tan mal, habló de “los enemigos agazapados de la paz”, aunque sin decir quiénes eran.

 

Pues bien, los diálogos de La Habana tropiezan con dos enemigos nada agazapados y bien visibles: las inconsistencias del gobierno de Santos y la descarada arrogancia de las Farc.

 

Me decía hace poco un amigo, de esos que saben dónde pone la garza, que la desesperación de Santos por mostrar resultados lo está llevando a firmar lo que le exija su contraparte y a nosotros no nos quedará otro remedio que plegarnos a lo que su debilidad les otorgue a los narcoterroristas.

 

Vino entonces a mi memoria el verso de “Casas Viejas”, para hacerme ver que nos llevarán “Como va al matadero la res…”

 

A lo largo de todo este proceso no hemos hecho si no ver cómo el gobierno cede y miente, mientras que las Farc ganan y ganan por punta y punta, como si se tratase de una lotería de la que tuviesen todos los boletos en sus faltriqueras. Ya aquél está ajustando su lenguaje para admitir que no habrá entrega, sino dejación de armas, y ofrecer además la posibilidad de un cese el fuego bilateral. Et sic caeteris…

 

En su momento veremos cómo se decide la suerte de la institución armada, se encuentra la fórmula mágica para garantizar impunidad, se aceptan los cambios estructurales que la guerrilla exige para integrarse al régimen político y se conviene la elección de una asamblea constituyente en términos que le garanticen que tendrá mayoría. Entonces, como lo ha denunciado valerosamente el procurador Ordóñez, estaremos compitiendo con un partido político armado y con recursos financieros que, según informaciones recientes, solo son superados por los de ISIS (Estado Islámico de Siria y el Levante).

 

No tengo nada en principio contra la campaña que, por iniciativa de la Andi y con apoyos tan fuertes como el de la jerarquía eclesiástica, acaba de lanzarse en favor de la reconciliación de los colombianos.

 

Es más, después de leer el importantísimo documento que para el efecto publicó el cardenal Salazar y me hizo llegar oportunamente mi caro amigo Rafael Uribe Uribe, hube de vencer una reticencia inicial sobre su actitud, pues en el mismo se habla, con profundo sentido cristiano, de la necesidad de que las víctimas del conflicto sean misericordiosas y perdonen, pero también, del arrepentimiento y la conversión de los victimarios.

 

Todo lo que conduzca al desarme de los espíritus ha de ser bienvenido. Sin embargo, tal como lo recomienda el Evangelio, al lado del candor de las palomas hay que protegerse con la astucia de las serpientes y no entregarse con mansedumbre de ovejas a la ferocidad de los lobos.

 

Si los diversos estamentos de la sociedad colombiana les dicen a las Farc “Yo soy capaz de perdonar y de ser misericordioso”, ojalá que sus cabecillas  en todos los niveles respondan de igual manera.

 

Sin embargo, no hay que bajar la guardia. Esa es una campaña publicitaria que por supuesto hace mucho ruido; pero lo que se desea son las nueces. Ya se verá si produce el milagro del cambio de actitud de las Farc.

 

Yo soy uno que cree en milagros, pues los he experimentado en mi interior. Del mismo modo que creo en la acción del Demonio, pues la he padecido, creo también y con más fuerza en la gracia de Dios, que me ha bendecido en momentos cruciales de la vida. Pero los milagros se producen, como insistentemente lo dice el Evangelio, por la fe.

 

Desafortunadamente, Colombia es hoy un país que en apariencia es religioso, pero en el fondo está profundamente descristianizado y, por ende, corrompido, tanto en la esfera de lo público como en la de lo privado.

 

¿Qué se puede esperar de una sociedad que tolera que unas niñas que van al extranjero a una competencia ciclística se presenten con un uniforme  que simula la desnudez de sus genitales? ¿A quién se le ocurrió esa porquería? ¿Qué se pretendió con ello? ¿Acaso, rendirle tributo a la flamante titular de la cartera de Educación Nacional?

 

Coda:

 

Acabo de leer en Twitter unas declaraciones de Santos para la BBC en las que dice lo siguiente:

 

“Ese Centro Democrático en el fondo es una extrema derecha, una especie de neonazismo, de neofascismo que lo único que causa es polarización y odios”.

 

Cómo contrasta esta actitud desobligante respecto de una oposición legítima que obtuvo cerca de siete millones de votos contra viento y marea en las pasadas elecciones, con el “prodigio de blandura” que, parafraseando a Churchill, exhibe frente al segundo grupo terrorista más poderoso del mundo.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

La Homosexualización de la Sociedad

Hace algo más de diez años, a raíz de un proyecto de ley sobre uniones homosexuales que a la sazón se debatía en el Congreso, publiqué una serie de artículos en El Colombiano para oponerme a tal iniciativa. En alguno de ellos señalé que su objetivo final era la promoción de la agenda para imponer en la sociedad el estilo de vida homosexual, por lo que las cosas no se quedarían ahí, en el reconocimiento de derechos de las parejas homosexuales, sino que irían bastante más allá, como por ejemplo, en la transformación de los cursos de educación sexual en las escuelas para incluir en ellos las técnicas de interacción homosexual. En síntesis, observaba que venía en camino una profunda revolución moral y, por consiguiente, cultural.

 

Creo que los hechos me han dado la razón. Ahora, con la ayuda de internet, cuento con muchos más elementos de juicio par validar lo que en aquel momento era apenas una intuición.

 

Es una revolución que ha avanzado vertiginosamente en el transcurso de este siglo, tal como puede apreciarse en este escrito:http://lcnproducciones.wordpress.com/problematica-social/matrimonio-homosexual-y-adopcion-de-ninos/?blogsub=confirming#subscribe-blog

 

Ahí se lee que Holanda fue el primer país que reconoció por ley, en 2001, el matrimonio homosexual. Lo han seguido Bélgica, España, Canadá, Sudáfrica, Noruega, Suecia, Portugal, Islandia, Argentina y Dinamarca, entre otros. Y donde no ha sido posible establecerlo por decisión legislativa, como en Colombia, a las uniones homosexuales se las ha legitimado por vía judicial. De manera concomitante, han proliferado las iniciativas para aceptar la adopción de niños por parejas del mismo sexo, así como para imponer la agenda homosexual en la educación y penalizar a quienes se atrevan a disentir de estas tendencias que, como digo, implican una revolución a fondo en la esfera de las costumbres.

 

Como no es bien conocida de todos la Ley 1482 de 2011, que tipifica los actos de racismo y discriminación en el Código Penal, transcribo en seguida su texto, sobre el que luego haré algunas consideraciones:

 

Ley 1482 de 2011

(noviembre 30)

Diario Oficial Nro. 48.270 del 1 de diciembre de 2011

CONGRESO DE LA REPÚBLICA

Por medio de la cual se modifica el Código Penal y se establecen otras disposiciones

DECRETA:

TÍTULO I.

DISPOSICIONES GENERALES.

ARTÍCULO 1o. OBJETO DE LA LEY. Esta ley tiene por objeto garantizar la protección de los derechos de una persona, grupo de personas, comunidad o pueblo, que son vulnerados a través de actos de racismo o discriminación.

ARTÍCULO 2o. El Título I del Libro II del Código Penal tendrá un Capítulo IX, del siguiente tenor:

CAPÍTULO II.

De los actos de discriminación.

ARTÍCULO 3o. El Código Penal tendrá un artículo 134ª del siguiente tenor:

Artículo 134A. Actos de Racismo o discriminación. El que arbitrariamente impida, obstruya o restrinja el pleno ejercicio de los derechos de las personas por razón de su raza, nacionalidad, sexo u orientación sexual, incurrirá en prisión de doce (12) a treinta y seis (36) meses y multa de diez (10) a quince (15) salarios mínimos legales mensuales vigentes.

ARTÍCULO 4o. El Código Penal tendrá un artículo 134B del siguiente tenor:

Artículo 134B. Hostigamiento por motivos de raza, religión, ideología, política, u origen nacional, étnico o cultural. El que promueva o instigue actos, conductas o comportamientos constitutivos de hostigamiento, orientados a causarle daño físico o moral a una persona, grupo de personas, comunidad o pueblo, por razón de su raza, etnia, religión, nacionalidad, ideología política o filosófica, sexo u orientación sexual, incurrirá en prisión de doce (12) a treinta y seis (36) meses y multa de diez (10) a quince (15) salarios mínimos legales mensuales vigentes, salvo que la conducta constituya delito sancionable con pena mayor.

ARTÍCULO 5o. El Código Penal tendrá un artículo 134C del siguiente tenor:

Artículo 134C. Circunstancias de agravación punitiva. Las penas previstas en los artículos anteriores, se aumentarán de una tercera parte a la mitad cuando:

1. La conducta se ejecute en espacio público, establecimiento público o lugar abierto al público.

2. La conducta se ejecute a través de la utilización de medios de comunicación de difusión masiva.

3. La conducta se realice por servidor público.

4. La conducta se efectúe por causa o con ocasión de la prestación de un servicio público.

5. La conducta se dirija contra niño, niña, adolescente, persona de la tercera edad o adulto mayor.

6. La conducta esté orientada a negar o restringir derechos laborales.

ARTÍCULO 6o. El Código Penal tendrá un artículo 134D del siguiente tenor:

Artículo 134D. Circunstancias de atenuación punitiva. Las penas previstas en los artículos anteriores, se reducirán en una tercera parte cuando:

1. El sindicado o imputado se retracte públicamente de manera verbal y escrita de la conducta por la cual se le investiga.

2. Se dé cumplimiento a la prestación del servicio que se denegaba.

ARTÍCULO 7o. Modifíquese el artículo 102 del Código Penal.

Artículo 102. Apología del genocidio. El que por cualquier medio difunda ideas o doctrinas que propicien, promuevan, el genocidio o el antisemitismo o de alguna forma lo justifiquen o pretendan la rehabilitación de regímenes o instituciones que amparen prácticas generadoras de las mismas, incurrirá en prisión de noventa y seis (96) a ciento ochenta (180) meses, multa de seiscientos sesenta y seis punto sesenta y seis (666.66) a mil quinientos (1.500) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas de ochenta (80) a ciento ochenta (180) meses.

ARTÍCULO 8o. VIGENCIA. La presente ley rige a partir de su promulgación y deroga todas las disposiciones que le sean contrarias.

 

Del texto se desprende que la ley se ocupa de tres temas principales: la discriminación, el hostigamiento y la apología del genocidio o el antisemitismo. 

 

La discriminación consiste en impedir, obstruir o restringir arbitrariamente el pleno ejercicio de los derechos de las personas por razón de su raza, nacionalidad, sexo u orientación sexual. Con esta figura se pretende castigar el racismo, el chauvinismo, el machismo y la homofobia. Es curioso que no se mencione la discriminación por consideraciones religiosas, pero no resulta difícil advertir el porqué: a los católicos y, en general, a los cristianos si se nos puede discriminar. A la luz del texto, si un padre de familia reprende a su hijo por los medios homosexuales que esté frecuentando, incurre en en este delito.

 

El hostigamiento cubre una gama más amplia: los motivos de raza, religión, ideología, política, u origen nacional, étnico o cultural. Según el DRAE, hostigamiento equivale a acoso. Y una de las acepciones del mismo consiste en “Práctica ejercida en las relaciones personales, especialmente en el ámbito laboral, consistente en un trato vejatorio y descalificador hacia una persona, con el fin de desestabilizarla psíquicamente”. El texto legal amplía la noción: el hostigamiento que se castiga va orientado a causar daño físico o moral a una persona, grupo de personas, comunidad o pueblo. El mero insulto o la alusión peyorativa podrían, entonces, configurar trato vejatorio y descalificador capaz de causar por lo menos daño moral consistente en la aflicción, la dignidad lastimada o la desestabilización psíquica.

 

Con base en disposiciones de este jaez, en otras latitudes se ha enjuiciado y castigado a predicadores cristianos que recuerdan en los púlpitos las duras referencias que se encuentran en la Biblia contra la homosexualidad y otras prácticas que en la misma se consideran aberrantes.

 

Bien podría aquí abrirse proceso contra cualquier católico que suscribiese la siguiente declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1975: "Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su regla esencial e indispensable. En las Sagradas Escrituras están condenados como graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una repulsa de Dios" (Vid. http://www.es.catholic.net/hispanoscatolicosenestadosunidos/584/1471/articulo.php?id=6877).

 

Difundir, incluso, lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la condición y los actos homosexuales, que considera intrínsecamente desordenados, podría considerarse vejatorio  y psíquicamente desestabilizador:

 

 

Castidad y homosexualidad

2357 La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana, 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.

2358 Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición.

2359 Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.

 

En fin, afirmar que no es posible la equiparación moral y jurídica de la heterosexualidad y la homosexualidad, suscita el riesgo de que se abran procesos instigados por quienes consideren que de ese modo se los veja y se les desestabiliza psíquicamente.

 

La tercera figura que contempla la ley en comento es la apología del genocidio y el antisemitismo, con el propósito de castigar a quienes por cualquier medio difundan ideas que los  promuevan, propicien o de alguna manera los justifiquen, o pretendan la rehabilitación de regímenes o instituciones que amparen prácticas generadoras de las mismas. Por consiguiente, si uno da lugar  a que lo moteje de “neonazi”o  pone en duda las cifras del Holocausto, se expone a que la Fiscalía le abra investigación. A lo mismo podría exponerse, en sana lógica, quien defendiera lo que hicieron Stalin, Mao, Pol Pot y, en general, los dictadores comunistas que causaron el genocidio más brutal de la historia, los cien millones de muertos que registra “El Libro Negro del Comunismo”. Pero es dudoso que el Fiscal quiera habérselas con sus antiguos conmilitones, sobre todo ahora que funge de defensor de oficio de los carniceros de las Farc.

 

Esta tercera figura ilustra sobre el común origen de las dos primeras. Como nadie que al parecer esté en sus cabales podría negar la total carencia de fundamento racional y moral del racismo, ni sus aterradoras consecuencias, como las que acreditan los campos de concentración nazis y demás testimonios sobre el Holocausto, no deja de tener buena presentación que se reprima a sus defensores y promotores, así se incurra en excesos, como la condena que en Austria se dio contra  David Irving, el conocido historiador británico que se hizo famoso por su libro “La Guerra de Hitler” y por cuestionar hechos y datos concernientes a la persecución nazi contra los judíos.

 

Hay, de hecho, un poderosísimo lobby sionista que actúa al servicio de los intereses israelíes y de las comunidades judías, para proteger su imagen histórica y defenderlos de persecuciones, discriminaciones y hostigamientos.

 

Pues bien, con razones similares se han integrado a sus esfuerzos los de organizaciones que con justa causa actúan en defensa de afrodescendientes , pueblos aborígenes y otras comunidades étnicas que han sufrido por obra del racismo.

 

E invocando una muy disuctible analogía, los activistas del feminismo y el colectivo LGTBI han pretendido identificar sus reclamos y aspiraciones con los de quienes luchan contra el racismo. La consigna ya no es entonces “Proletarios de todo el mundo, uníos”, sino “Discriminados de todo el mundo, uníos”. Es el marxismo cultural en marcha.

 

Cobijados bajo la misma manta, su acción se guía por idénticos procedimientos: sensibilizar a la opinión pública, presentarse como víctimas, satanizar a quienes de algún modo disientan de sus premisas, de sus métodos o de sus propósitos.

 

Pero en lo que atañe al feminismo radical y el colectivo LGTBI la acción va más allá de obtener reconocimiento y derechos, pues de lo que se trata es de provocar una profunda revolución cultural que desemboque, no en el reconocimiento de su igualdad, sino en la imposición de su hegemonía.

 

Acerca del feminismo radical, el siguiente testimonio es contundente:http://fellowshipoftheminds.com/2014/09/04/feminism-is-communism/

 

El colectivo LGTBI es aún más beligerante. No en vano se mencionan con insistencia sus pretensiones totalitarias. Su propósito no es solo la destrucción de la familia,  sino imponer su estilo de vida en toda la sociedad. Se habla en torno suyo  de un totalitarismo violento y bien financiado, tal como puede verse en:http://www.politicadeestado.com/index.php/item/2186-homosexual-denuncia-que-el-objetivo-del-lobby-gay-es-destruir-a-la-familia.html

 

Un contradictor anónimo me ha tildado de ignorante por citar lo que dice Borges acerca del prurito de los homosexuales de convencernos de que lo suyo es lo mejor; pero ahí están los hechos mondos y lirondos. La propaganda LGTBI es invasiva en los medios de comunicación, en el cine, en el debate público. Y su acción está presente en múltiples esferas, especialmente la académica y la educativa.

 

La educación pública en los Estados Unidos está en poder de sus activistas. Y lo mismo está ocurriendo en Colombia, pues no otro sentido tiene que el Ministerio de Educación esté  bajo el control de una lesbiana que hace alarde de su orientación sexual. En Inglaterra, una maestra fue sancionada porque se negó a que en su clase se leyera un libro de cuentos sobre aventuras de los pingüinos gays. Bajo el gobierno de Zapatero en España, uno de los textos de educación sexual era un folletín de caricaturas titulado “Alí Babá y sus cuarenta maricones”. Y en la Francia de Hollande, se estimula a los niños para que jueguen con muñecas y, a las niñas, para que lo hagan con carritos o “transformers”. Además, hay programas de ambientación de la cultura homosexual, como el de “mi papá viste de bata”.

 

De hecho, hay un compromiso nítido del actual gobierno norteamericano con la promoción de la homosexualidad. No faltan los que dicen que ello se debe a las supuestas orientaciones sexuales de la pareja presidencial. Así lo manifestó hace un par de meses  la recientemente fallecida comediante Joan Rivers en unas declaraciones,  tal como se registra en http://www.ijreview.com/2014/07/154150-joan-rivers-walks-cnn-interview-criticized-fur/

 

Pero la agenda de la homosexualización de América , anunciada y promovida por Denis Altmann en un libro que lleva este mismo título, viene de años atrás y es consecuencia de la liberación sexual de la década de 1960.

 

Jo Coleman, en “Cooked? The Homosexualization of the Entire American Culture”, se ocupa, según la reseña que hace Amazon de su libro, de mostrar en detalle cómo a lo largo de los últimos cuarenta años se ha producido un profundo cambio cultural tendiente a imponer la tesis de que la homosexualidad es un estilo de vida alternativo del todo aceptable. Todos los segmentos de la sociedad norteamericana han sido presionados para imponerles esta idea, tanto en el sistema educativo (desde el kindegarten hasta la universidad), como en el establecimiento político, las corporaciones, las organizaciones profesionales, los medios, la industria del entretenimiento e, incluso, las iglesias ( Vid. http://www.amazon.com/Cooked-Homosexualization-Entire-American-Culture/dp/0979821215).

 

Hay quienes consideran que la estrategia para imponer la homosexualización no es solo cultural, sino que se adelanta a través de otros medios, como la presión financiera que se ejerce, según se ha visto, sobre países africanos que la rechazan, o de modo clandestino, mediante la introducción en los alimentos o el agua destinada al consumo público de sustancias esterilizantes. De hecho, se ha constatado una disminución del 50% de los espermatozoides en la población global en las últimas décadas (Vid. The Eugenics Wars: Oppression of the Nanny State, en “The New World Order and the Eugenesics Wars-A Christian Perspective”, por Andrew John Hoffman).

 

La promoción de la homosexualidad pretende  borrar las diferencias entre  lo masculino y lo femenino. Se habla de roles intercambiables, se recomienda la práctica de la bisexualidad y se desacreditan las actitudes que resaltan los rasgos propios del varón o de la mujer, pues como dijo nuestro poeta, “Olivos y aceitunos, todos son unos”. Tras ello median consideraciones pragmáticas (el sexo no reproductivo), pero también ideológicas, tocantes con la tesis gnóstica que sigue la Masonería ocultista acerca de la androginia original del ser humano, que se trata de recuperar mediante el ocultismo sexual. Es tema de la obra diabólica de Aleister Crowley y de las extravagantes especulaciones de Gabriel López de Rojas.(Debo esta observación sobre el mito del Andrógino a un interesante comentario del  famoso biblista francés André Paul).

 

En el sitio de Henry Makow (henrymakow.com) leí hace poco   que, según  uno de sus corresponsales, en Dinamarca de hecho ya no se establece distinción alguna entre lo masculino y lo femenino. Siendo así, Dinamarca podría considerarse entonces como un laboratorio de la ingeniería social que pretende desarrollar el Nuevo Orden Mundial, del mismo modo que Holanda y Bélgica lo son de la eutanasia, y la Confederación Helvética lo es del suicidio asistido.

 

Judith A. Reisman, que denunció el fraude de los famosos informes de Kinsey sobre la sexualidad de los norteamericanos , sostiene que la propensión de los homosexuales hacia la pedofilia es mucho más elevada que la de los heterosexuales (Vid. http://linkis.com/wordpress.com/AYyto).

 

En el sitio http://www.barruel.com/info12.html puede encontrarse abundante información sobre las redes pedófilas que actúan con deplorable impunidad en las más altas esferas sociales de Europa y los Estados Unidos, frecuentemente vinculadas con las logias masónicas.

 

El papa Paulo VI declaró con enorme aflicción que el humo de Satanás se había colado por las hendijas de la Iglesia. Es probable que lo hubiera dicho a propósito de la ceremonia satanista que Malachi Martin denunció que se había celebrado en el Vaticano a poco de su elección.

 

Una de las manifestaciones de esa perversa penetración en la Iglesia es la presencia conspicua de la homosexualidad y la pedofilia, ligada esta con aquella, en no pocos de sus estamentos.Tal es el tema de dos libros estremecedores, “The Rite of Sodomy”, de Randy Engel, católica tradicionalista que se ha hecho famosa por sus trabajos de periodismo investigativo, y “Lucifer’s Lodge-Satanic Ritual Abuse in the Catholic Church ”, de William  H. Kennedy. El padre Germán Robledo Ángel se ha ocupado del asunto en lo que respecta a la Arquidiócesis de Cali,  en su libro “¿Hacia un clero gay?”, que plantea graves inquietudes acerca de la situación moral de los seminarios y la condescendencia de la jerarquía frente a prácticas escandalosas.

 

Coincido con Makow en que hay en los tiempos que vivimos muchísimos indicios de una extensa acción demoníaca que amenaza la supervivencia de la humanidad sobre la faz de la Tierra. La crisis espiritual, doctrinal y moral del Catolicismo parece darles la razón, además, a quienes piensan que ya estamos presenciando los eventos anunciados en muchísimas profecías, comenzando por la del Apocalipsis. Son profecías que alertan sobre una descomposición tal que implica la apostasía de la Iglesia.

martes, 2 de septiembre de 2014

La agenda de destrucción de la familia

El fallo de tutela que emitió la Corte Constitucional la semana pasada sobre adopción por parte de parejas homosexuales, es un eslabón más de una larga cadena de abusos interpretativos con que dicha corporación no solo contribuye a desquiciar nuestra endeble institucionalidad, sino a promover la revolucíón cultural tendiente a cambiar radicalmente la fisonomía de nuestra civilización.

 

Dice el artículo 241 de nuestra Constitución Política que “a la Corte Constitucional se le confía la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución en los precisos términos de este artículo”. Y el artículo 42 del mismo estatuto reza:"La familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre  una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla".

 

A primera vista, este enunciado parecería gozar de las garantías de integridad y supremacía que consagra el referido artículo 241, máxime si el mismo dice que la Corte Constitucional debe protegerlo dentro de los precisos términos de su competencia para actuar.

 

Pero, por arte de bibibirloque, la Corte Constitucional, desde que se la instauró en 1991, ha venido considerando que su papel no es la guarda de la Constitución, interpretándola y aplicándola a su leal saber y entender, sino modificarla a su arbitrio, sustituyendo la voluntad del Constituyente por la suya y autoproclamándose ella misma entonces como instancia constituyente.

 

De hecho, la Corte Constitucional ha adoptado como divisa, contrariando textos expresos de la Constitución, la del realismo jurídico norteamericano, según la cual “La Constitución es lo que los jueces dicen que es”. Por consiguiente, ha implantado entre nosotros, no el discutible gobierno de los jueces, sino algo peor: su dictadura.

 

Como dijo Don Miguel Antonio Caro acerca del Congreso que en 1858 instituyó la Confederación Granadina con el voto de los conservadores, “el guardián del manicomio se enloqueció”. De igual modo, la Corte Constitucional, encargada de la guarda de la Constitución y de controlar de ese modo al Congreso, al Ejecutivo e, incluso, por vía de tutela, a todas las restantes autoridades públicas, perdió ella misma el control y se desbocó como rocín desaforado. No se autocontrola, ni hay quien le tenga las riendas.

 

Si la Constitución dice que la familia se integra a partir de la unión, formal o informal, de un hombre y una mujer, la Corte se atribuye el poder de enmendarle la plana, diciendo con argumentos especiosos que hay otras modalidades de familia que también merecen, en razón de la igualdad, que se las considere como células fundamentales de la sociedad y se las proteja del mismo modo que a la monogámica heterosexual y nuclear. En tal virtud, se autoadjudica la competencia para redefinirla según sus preferencias ideológicas.

 

En la reseña que ofrece El Tiempo de este fallo se hace un breve recuento de los antecedentes jurisprudenciales que le sirven de apoyo:

 

“La más reciente decisión de la Corte frente a las parejas gay se dio en el 2011 cuando consideró este tipo de uniones como una forma de familia, en el 2008 sentenció que las parejas del mismo sexo en unión marital pueden acceder a la pensión de sobreviviente y en el 2007 le reconocieron el derecho de visita conyugal en las cárceles.”

http://www.eltiempo.com/politica/justicia/corte-avala-adopcion-a-pareja-de-mujeres-gay-en-colombia/14451558

 

El fallo es, entonces, consecuencia lógica de la redefinición de la familia que abusivamente se impuso desde el año 2011. Pero trae algo más: la idea de que el niño tiene derecho, no a dos progenitores, sino a dos figuras autoritarias o protectoras, según se mire, que contribuyan a su cabal desarrollo. Impone, eso sí, un condicionamiento: que con una de ellas tenga relación de filiación biológica.

 

No dice que el niño tiene derecho a un papá y a una mamá, sino a ser regido por una especie de diarquía que puede ser hetero u homosexual. Para tal efecto, en otros países que nos están trazando el camino, en la cabeza de la familia ya no se mencionan esposo y esposa, padre y madre, sino cónyuge 1 y cónyuge 2.

 

Para llegar a estas conclusiones se echa mano de variados argumentos, unos de ellos tendientes a destruir lo que se considera que son prejuicios religiosos o atávicos, y otros encaminados a establecer jerarquías en el seno de la normatividad constitucional o a sustentar supuestas afirmaciones científicas.

 

Hay un dogma que se reitera a troche y moche en las discusiones político-jurídicas, en virtud del cual en el escenario de la “Razón Pública” no son de recibo argumentaciones basadas en principios religiosos o metafísicos. A partir de ahí, se excluye del debate sobre temas tan controvertidos como el que nos ocupa, todo lo concerniente a la Revelación Divina (es decir, lo que ordena el Evangelio), así como a la Ley Natural o a escalas de valores que en su exploración de la vida espiritual haya formulado la Axiología.

 

En consecuencia, se excluyen de tajo  las ideas que han fundado nuestra civilización, en beneficio de otras a las que  se otorga arbitrariamente carácter racional, cuando a menudo son meras construcciones ideológicas, como sucede con la llamada ideología de género, o elaboraciones más propias de una pseudociencia que de la ciencia en sentido esticto, como muchas de las que se afirman acerca de la sexualidad y, en general, de la vida humana.

 

En rigor, los magistrados de la Corte Constitucional se atribuyen el poder de decidir cuáles son las ideologías que prevalecen, a título de integrantes del sistema de legitimidad, sobre el sistema de legalidad explícito que consagra la Constitución.

 

Conviene recordar que en la Sociología del Derecho se diferencian el sistema de legalidad, configurado por la normatividad positiva, y el sistema de legitimidad, constituído por conceptos, principios y valores. Mientras que el sistema de legalidad tiende a concretarse en enunciados que corresponden al esquema lógico de supuesto de hecho, consecuencia normativa y cópula de deber ser que vincula al primero con la segunda, el sistema de legitimidad se traduce en enunciados abiertos y más bien difusos, de carácter ideológico. El primero se rige, en términos kelsenianos, por una validez formal, mientras que el segundo aspira a una validez material. Además, también según Kelsen, el sistema de legalidad es rigurosamente jurídico, en tanto que el de legitimidad hace parte bien sea del orden moral, ya del universo político.

 

De acuerdo con los planteamientos de Kelsen y, en general, de los positivistas, la práctica del Derecho debe centrarse en el sistema de legalidad, que consideran que es objetivo y seguro, ya que poco se presta para que las consideraciones subjetivas de los operadores jurídicos se cuelen como si emanasen  de la autoridad pública. Pero es difícil que los casos concretos puedan resolverse siempre a la luz de los textos legales, razón por la cual se hace menester que se acuda al auxilio de los principios generales del Derecho o de cada ordenamiento en particular.

 

Tal como lo establece el artículo 230 de la Constitución Política, “Los jueces, en sus providencias, sólo están sometidos al imperio de la ley”. Y según precisa la misma disposición, “La equidad, la jurisprudencia, los principios generales del derecho y la doctrina son criterios auxiliares de la actividad judicial”. Estos medios son, por consiguiente, secundarios. Es posible acudir a ellos para orientar la interpretación del Derecho, para resolver problemas de interpretación, para definir casos difíciles o para suplir los vacíos que inevitablemente se presentan en la vida de la normatividad. Pero, como lo ha sostenido el pensamiento jurídico a lo largo de siglos, no sustituyen ni derogan el ordenamiento positivo, sino que lo refuerzan, integran y precisan.

 

Pues bien, el Nuevo Constitucionalismo y otras corrientes afines henchidas de pesada carga ideológica, han invertido el esquema, convirtiendo el sistema de legalidad positiva en algo secundario y asignándole la mayor fuerza normativa a la validez material del sistema de legitimidad. De ese modo, se ha instaurado la inseguridad jurídica, se ha abierto camino la arbitrariedad judicial y el Derecho, como lo observa agudamente Zagrebelsky, se ha tornado en algo dúctil. Carente de rigor conceptual y de severidad lógica, se ha convertido en un instrumento político, un arma ideológica. Por eso he manifestado en algotra oportunidad que ya no es derecho, sino torcido.

 

Dentro de esta tónica, la Corte Constitucional, por sí y ante sí, resolvió modificar radicalmente el sentido del artículo 230 en mención, de modo que de hecho habría que seguir leyéndolo en estos términos:

 

"Los jueces, en sus providencias, están sometidos al imperio de ley y, sobre todo, al precedente judicial, en los términos de la Sentencia C-836 de 2001. La equidad, la jurisprudencia, los principios generales del derecho y la doctrina son criterios auxiliares de la actividad judicial, salvo que hagan parte de la ratio decidendi de sentencias que consagren precedentes obligatorios en virtud del mismo proveído”.(Vid.http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2001/c-836-01.htm)

 

Esta sentencia configura, por supuesto, un manifiesto abuso de poder. La Corte Constitucional no solo modificó de ese modo un texto expreso y nítido de la Constitución Política, sino que lo hizo en su propio beneficio para acrecentar su poder. De hecho, se llevó de calle el Título XIII, que trata sobre la reforma de  la Constitución, imponiendo la tesis de que esta es lo que aquella dice que es.

 

Es tema sobre el que ha habido discusiones interesantes, como las que se recogen en el siguiente ensayo: http://www.usergioarboleda.edu.co/investigacion-derecho/edicion3/la-interpretacion-y-desarrollo-del-articulo-230-de-la-constitucion-politica-de-colombia.pdf

 

De ahí extrae la Corte Constitucional su poder de redefinir la familia, en contra del texto expreso y también nítido del artículo 42 de la Constitución Política.

 

La Corte Constitucional se desliga del sistema de legalidad positiva enunciado en la Constitución, invocando para ello la supremacía del sistema de legitimidad o la validez material y valiéndose de un comodín: el principio de igualdad.

 

Según sus sentencias, todo el sistema de la Constitución parece girar en torno de ese principio. Ella se arroga la atribución de decidir cuáles disposiciones constitucionales que aparentemente permitan desigualdades son de recibo y cuáles no lo son. De ahí, la tesis que implícitamente ha desarrollado acerca de que hay unas normas más constitucionales que otras, como en la conocida novela de Orwell, “Rebelión en la Granja”:"Todos los animales son iguales, pero hay unos más iguales que otros".

 

La Corte Constitucional ha erigido una Supraconstitución ideológica que prevalece sobre la Constitución escrita.

 

"Quod scripsi scripsi", dijo Pilato en frente del Señor: lo escrito, escrito queda. No es fácil borrarlo y, cuando de Derecho se trata, impone límites. La ideología, en cambio, es gaseosa, etérea, mudable: hoy es y mañana no parece. Constituye “Flatus Vocis”, palabras que se lleva el viento, algo que se puede dotar del contenido que quien la esgrima desee.

 

La palabra ideología se presta para variadas interpretaciones, algunas de ellas más bien peyorativas. En un sentido amplio, se refiere a conjuntos de ideas más o menos ordenados de modo sistemático, en los que hay cierta unidad temática y alguna correspondencia lógica. Pero frecuentemente se utiliza la expresión para referirse a conjuntos que no tienen el mismo rigor de los sistemas filosóficos o las concepciones científicas. Y en la Sociología del Conocimiento suele empleársela para referirse a complejos de ideas que tienen un valor meramente instrumental, puestos al servicio de intereses políticos y en los que el valor de verdad es secundario.

 

La Corte rechaza la Revelación Divina como fuente de conocimiento moral y jurídico. La misma negativa pone de manifiesto frente a la Ley Natural o a los Valores del espíritu. La suya es, en los términos de Tresmontant que cité en un escrito anterior, una “antropología mutilada”, hecha a la medida de lo que ahora ha dado en llamarse como “políticamente correcto”, de base materialista y refractario a todo lo que evoque la noción de trascendencia. Esa antropología  entronca con la que Borges alguna vez denominó la “triste mitología de nuestro tiempo”.

 

De acuerdo con una seguidilla de sentencias, la Corte Constitucional considera que la “Ideología de Género”, con sus afines, hace parte de la Supraconstitución, tal como se observa en un fallo risible que dispuso corregir la redacción del Código Civil, que en gran parte sigue la mano maestra de Don Andrés Bello, para cambiar las reglas de la gramática castellana y ajustar su articulado a la farragosa distinción entre “los” y “las”.

 

No importa que esa “Ideología de Género” no esté contemplada dentro de las que de modo indubitable le brindan soporte de legitimidad a nuestra Constitución Política. No importa tampoco que incorporarla a ella implique un cambio de veras revolucionario en su espíritu, de aquellos que según jurisprudencia de la misma Corte no podrían introducirse mediante reformas ordinarias, sino que implicarían participación directa del pueblo en su aprobación, de acuerdo con la tesis de Karl Schmitt que ha hecho tan mala carrera en nuestro constitucionalismo. El Congreso no puede aprobar reformas que vayan contra el espíritu de la Constitución, porque su poder constituyente secundario no lo habilita para ello, tal como lo dispuso la Corte Constitucional al declarar inexequible el Acto Legislativo que habría permitido la segunda reelección presidencial de Álvaro Uribe Vélez. Pero la Corte Constitucional, en un fallo de tutela, sí puede hacerlo, promoviendo a la vez una revolución cultural por ese medio.

 

La célebre definiición aritotélica de la justicia postula que ella consiste en tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales, en la medida de su desigualdad.

 

Igualdad y desigualdad son relaciones, pero los términos u objetos de dichas comparaciones tienen su propia entidad. Lo igual o desigual en ellos hace parte de su realidad. Ahora bien, hay realidades que son pertinentes para la normatividad jurídica y otras que no lo son. Tomar nota de ellas o ignorarlas es materia de discernimiento, es decir, de lo que Santo Tomás de Aquino llamaba la sindéresis, que no es otra cosa que el buen sentido que se aplica a la complejidad de las situaciones, diferenciando en ellas lo sustancial y lo accidental. En materia político-jurídica, esas diferenciaciones no solo consideran los deseos o intereses de los sujetos, sino, ante todo, el bien común.

 

La Ideología de Género, tanto en su versión de feminismo radical como en la que anima al colectivo LGTBI, aduce que las diferencias entre hombres y mujeres no son naturales, sino culturales, y aunque fuese lo primero, en tal caso no serían relevantes, como tampoco lo son las segundas. Agrega que lo mismo ocurre respecto de las orientaciones sexuales. Por consiguiente, todas estas deben tratarse tanto desde el punto de vista jurídico como el moral, dentro de un plano de estricta igualdad. Y si de pronto aparecen desigualdades debidas a la naturaleza o a la historia, el ordenamiento jurídico debe permitir e incluso promover su compensación y su corrección.

 

Para llegar a estas conclusiones, ha sido necesario un arduo y persistente trabajo de lo que los filósofos franceses más recientes suelen llamar “deconstrucción”, que es, por así decirlo, un desmonte de todos los conceptos expresos y tácitos en que se basan las ideas corrientes sobre diferenciación de los sexos, así como de normalidad y anormalidad en la actividad sexual. Esa demolición va acompañada de un auténtico lavado cerebral que, a través de distintos medios y procedimientos, se ejerce sobre el gran público.

 

Dice el Génesis: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo créo, macho y hembra los creó”(1,27).

 

Lo primero es, por supuesto, un enunciado de fe; pero lo último es una verdad de a puño: el género humano se divide en hombres y mujeres. La anatomía y la fisiología dan cuenta de ello sin necesidad de mayores elucubraciones. Y la biología remata el cuadro: la diferenciación sexual es la clave de la procreación y, por consiguiente, la perpetuación de la especie.

 

Es verdad que por un extraño designio en  la naturaleza se presentan fenómenos excepcionales de indiferenciación sexual, intersexualidad o desviaciones del apetito sexual, todo lo cual ha dado lugar a una dialéctica que se presenta en todas las sociedades, aunque no todas la asimilan y manejan de la misma manera: la de la normalidad y la anormalidad. En virtud de ello, todas las sociedades hasta el presente han establecido distinciones entre el carácter masculino y el femenino, asi como entre el ejercicio ordenado y el desordenado de la sexualidad. Tales distinciones proceden en buena medida de la cultura y son tan versátiles como esta misma, pero surgen de la observación de datos que ofrece la naturaleza. Su justificación deriva de necesidades colectivas relacionadas ante todo con la vida familiar y la cívica.

 

Se atribuye a Nietszche lo de que el hombre es un animal incompleto. Creo que el apunte es parcialmente acertado, pues no es strictu sensu una entidad biológica, sino mucho más. Pero su parte animal lo vincula al orden de la naturaleza. Lo que lo completa es la cultura, algo que él mismo crea y es capaz de estimular su ascenso hacia las altas regiones espirituales. En rigor, habría que distinguir en él su parte natural, su parte cultural y su parte espiritual. Y solo podríamos entenderlo mediante la articulación de esas tres perspectivas.

 

Pues bien, el naturalismo solo capta en él su dimensión biológica. Lo considera como un animal especialmente dotado, pero igualmente limitado o mal equipado. Aunque no se crea, tal era el pensamiento de Voltaire, según puede leerse en el siguiente sitio, bastante crítico por cierto del mal llamado filósofo de la tolerancia: http://www.contreculture.org/AG%20Voltaire.html.  Ese es, además,  el punto de vista de no pocos biólogos contemporáneos,  que hablan de que son insostenibles la originalidad y la preeminencia del ser humano sobre sus congéneres animales.

 

El culturalismo hace suya la divisa acuñada por  la filosofía alemana de la cultura, bastante influenciada por Kant y, sobre todo, por Hegel, según la cual “El hombre no es naturaleza, sino cultura”, o como decía Ortega, “historia”. Este punto de vista inspira la célebre afirmación de Sartre según la cual “En el hombre, la existencia precede a la esencia”. Por consigiente, el hombre es un ente que se hace a sí mismo: es lo que hace. Su acción está abierta a toda clase de contenidos, su constitución es del todo maleable.

 

El espiritualismo recaba en la dimensión trascendente del hombre, su vocación hacia lo eterno, su sed de Dios. Su mundo no es el de la naturaleza ni el de la sociedad (como llamaba Balzac a la cultura en sus disgresiones sobre las  contradictorias exigencias de la naturaleza y de la sociedad), sino el Topos Uranos de Platón o la Ciudad Celestial, que es tema de las más elevadas creaciones musicales de esa figura monumental de la mística francesa que fue Olivier Messiaen.

 

Cuál es la parte de la naturaleza, cuál la de la cultura y cuál la del espíritu en el fenómeno humano, es asunto todavía no resuelto y quizás insoluble, tanto en términos filosóficos como científicos. Más difícil resulta para los ordenamientos morales y jurídicos tomar nota de todo ello en orden a formular las respectivas adjudicaciones acerca de lo que debe exaltarse, lo que debe tolerarse, lo que debe desestimularse y lo que debe censurarse, tanto en bien de los individuos como de las colectividades.

 

En las discusiones actuales sobre la sexualidad y la familia hay dos grandes ausentes: el bien común y el espíritu.

 

Se argumenta con base en la naturaleza, para decir que no hay un modelo natural de familia, como tampoco de sexualidad. Y si se insiste en que la diferenciación sexual exhibe rasgos naturales y la procreación supone dicha diferenciación, inmediatamente se replica citando como un dogma infalible lo de Simone Beauvoir, cuando dice que  la mujer no nace, sino que se hace, y aduciendo que en general las que consideramos funciones naturales de la sexualidad no son otra cosa que construcciones sociales artificiales y arbitrarias. Agréguense los debates todavía vigentes acerca de si el homosexual nace o se hace, si se elige a sí mismo como tal o es una condición que le viene impuesta sea por la genética o por el ambiente en que se cría, si  lo suyo es tratable o no lo es ni puede serlo, etc.

 

Se juega, pues, a veces con argumentos naturalistas y, otras veces, con argumentos culturalistas. Pero no se piensa casi en lo que les conviene a las sociedades como tales y, muchísimo menos, en la realización espiritual del ser humano.

 

Las ideas corrientes sobre la sexualidad tienden a borrar la distinción entre lo normal y lo anormal, bien sea porque se piensa que, en general, todo apetito sexual y toda forma de satisfacerlo son normales, siempre y cuando no se afecte la libre voluntad de otras personas ni se someta a quienes, como los niños, carecen de ella. Pero también se piensa, como al parecer era el concepto de Freud, que toda sexualidad es perversa y es un campo en el que no puede hablarse de normalidad, ya que en el mismo, igual que en la guerra, todo se vale.

 

Es posible que las ideas tradicionales sobre la sexualidad, que distinguen lo aceptable y lo inaceptable, estén fundadas muchas veces en prejuicios, tabúes y apreciaciones erróneas, pero de ahí no se sigue que las ideas que están hoy día en boga sean más adecuadas para entender y manejar un fenómeno tan complejo, cuyas raíces encuentra Freud en una corriente oculta de naturaleza incierta, la libido, que se abre paso en un medio también oculto e incierto, el inconsciente, y se manifiesta de modo extraño en nuestro psiquismo y nuestras acciones.

 

Afirmar que toda orientación sexual es inocua no deja de ser bastante apresurado. Por ahí me encontré el caso de una francesa que dicta clases prácticas en universidades de su país acerca de la orientación sexual y cómo desarrollarla. Creo recordar que ella habla de más de medio centenar de orientaciones sexuales, lo que haría crecer el listado LGTBI como las cuentas de un rosario.¿Podríamos afirmar que todas ellas, como dijo Enrique Peñalosa en su campaña presidencial, dan gusto a unos y a nadie perjudican?

 

Pero satanizar todo o casi todo lo que tenga que ver con la sexualidad e imponer unas modalidades como normales, con exclusión y censura de todas las que se consideran anormales, también resulta excesivo. Es, en efecto, asunto en el que median consideraciones de caridad y de comprensión de las flaquezas de la condición humana. El pecado de la carne suele ser fruto de nuestra debilidad. Hay otros mucho peores, como la soberbia y todas las formas de egoísmo o de crueldad.

 

Las sociedades occidentales habían llegado a soluciones de compromiso o pragmáticas sobre estos temas, a través de la distinción entre el ejercicio privado y el público de la sexualidad: libertad en el primero, discreción en el segundo. Esas soluciones teminaronaceptándose tanto en lo moral como en lo jurídico e incluso en las reglas de urbanidad, con base en consideraciones de respeto: respeto hacia la intimidad de las personas, pero también respeto de ellas para con los demás.

 

Desafortunadamente, las fronteras entre lo privado y lo público no son precisas, de suerte que poco a poco se las ha venido corriendo hasta el punto de que nada quede dentro del “clóset” ni de la mancebía. Los del colectivo LGTBI  no se contentaron con que se los tolerara, y se dedicaron a romper los diques, con la idea de implantar su estilo de vida en las sociedades. Se hizo cierto lo que en alguna oportunidad observó Borges cuando  dijo que no tenía nada contra los homosexuales, exceptuando su prurito de convencernos de que lo suyo es lo mejor y el de  tratar de imponérnoslo.

 

Uno de los límites generalmente aceptados tenía que ver con la protección de la inocencia de los niños. Pero, a partir de la idea freudiana de la perversidad infantil, el liberalismo libertario y el marxismo cultural, de consuno e impulsados por la Masonería, han resuelto dotar de contenidos explícitos los cursos de educación o instrucción sexual, los cuales se pretende impartir desde las más tiernas edades. Para darse cuenta de lo que ello significa, baste con mencionar lo que hizo el gobierno de Zapatero en España, lo que está haciendo el de Hollande en Francia, lo que ocurre en Suiza o, para no ir muy lejos, lo que  Petro quiere imponer en Bogotá. Algunos me han dicho que es también lo que Fajardo pretende hacer en Antioquia, pero no me consta.

 

Bertrand Russell, que no era propiamente casto ni pudibundo, llamaba la atención sobre la necesidad de autocontrolar la sexualidad, no solo por consideraciones atinentes a la vida personal, sino a la de relación y la de las comunidades en general. Si se impone como regla el desenfreno sexual, al que somos tan propensos, el panorama de las sociedades cambiará por completo, con desmedro, ante todo, de los niños, las mujeres y las familias.

 

Es posible que lo de Sodoma y Gomorra sea mítico, pero también lo es que en efecto haya habido unas sociedades con tal grado de depravación que terminaran destruyéndose a sí mismas.

 

Para los gobernantes actuales el tema del crecimiento espiritual de las personas es de ínfima relevancia. Lo quieren excluir del sistema educativo y lo ignoran casi totalmente en la creación, la interpretación y la aplicación de la normatividad jurídica. A lo más, creen que es asunto meramente personal que no amerita que se lo considere en las políticas públicas. Ignoran los beneficios colectivos que se derivan de la espiritualidad de las personas. Y desconocen, además, los estropicios que se siguen de la corrupción de las costumbres.

 

Por supuesto que a ellos les resulta ajena la intrincada complejidad de las relaciones entre la vida sexual y el crecimiento espiritual, lo mismo que la necesidad que este tiene de un medio ambiente social adecuado. Reitero acá lo que en otra oportunidad he señalado fundándome en una observación de Santo Tomás de Aquino: si hoy consideramos indispensable para la calidad de vida un medio ambiente natural sano, más necesario aún es que contemos con un medio ambiente espiritual idóneo.

 

Los resultados del deterioro de lo que Jaspers llamaba el ambiente espiritual de nuestro tiempo están a la vista. Hace poco leí que en los Estados Unidos el número de suicidios ya supera los de muertes por accidentes o por enfermedades como el cáncer y las cardíacas. Los estudios clásicos de Durkheim, que retoma Emmanuel Todd en una obra digna de repasarse, “El Loco y el Proletario”, muestran que las tasas de suicidio, a las que hay que añadir las de internación psiquiátrica, las de alcoholismo y otras adicciones, las de agresiones o las de accidentes de tránsito, son indicativas de profundos malestares en el alma de las sociedades.

 

Todas estas consideraciones son despreciables para la Corte Constitucional, cuya única preocupación es ganar el aplauso de los libertarios que pregonan que las sociedades progresan marchando hacia el abismo.

 

¿En qué consiste, en últimas, la igualdad que se proclama respecto de todas las orientaciones sexuales?

 

No radica en los modos de practicarla, habida consideración de  los  condicionamientos anatómicos que imponen diferencias. Tampoco en sus resultados, pues la única que está abierta a la reproducción de la especie es la  heterosexual.

 

El hedonismo que campea en la dirección de las colectividades  reduce esa igualdad al placer que  resulta de la pulsión satisfecha. Por consiguiente, al tenor de la tosca antropología de la Corte Constitucional, la dignidad humana estriba en las pulsiones que experimentamos y nuestra supuesta libertad para satisfacerlas. Como lo dio a entender una libertina en El Tiempo hace días, esa dignidad procede de que somos seres habitados por el deseo y con vocación de saciarlo. Cosa distinta del pensamiento clásico, que valoraba ante todo nuestra libertad para controlar racionalmente el huracán de las pasiones.

 

Pero los apologistas de los “amores extraños” no se ocupan de la oscuridad del mundo en que se introducen muchas veces los que quieren tener experiencias distintas, y el sufrimiento interior que padecen. Recomiendo a propósito de ello la lectura de los últimos libros de la serie “En busca del tiempo perdido”, de Proust, y un capítulo extremadamente tenebroso de su biografía escrita por George D. Painter. El mundo LGTBI, etc., no es lo idílico que pinta la propaganda. Suele ser, más bien, algo parecido a un infierno.

 

De la muy discutible tesis sobre la igualdad moral y jurídica de todas las orientaciones sexuales, no solo las de los LGTBI, sino también el donjuanismo, la zoofilia, el voyerismo y el medio centenar más que predica la profesora francesa, se ha pretendido deducir el reconocimento igualmente moral y legal de las uniones afectivas a que puedan dar lugar todas ellas.

 

A la gente se le ha dicho que el tema se refiere a las parejas de gays y de lesbianas que conviven armoniosamente como suelen hacerlo los cónyuges, es decir, con unidad de lecho, de mesa y de techo. Pero los principios tienen fuerza expansiva parecida a la de los gases, bajo el concepto de que donde haya la misma razón debe existir la misma disposición.

 

Por consiguiente, también habría que reconocerles igual condición a las uniones múltiples, tales como la poligamia, la poliandria, la unión de varios hombre y varias mujeres (“Friends”), o la perversa “trieja” que presentó al público la cadena Caracol hace algún tiempo con la explicación que daban tres degenerados acerca de cómo cómo compartían lecho, mesa y techo.

 

He visto en internet que en Francia y Australia ya hay personajes que muy seriamente afirman su propósito de contraer matrimonio con sus mascotas. En Holanda se ha creado una asociación para luchar por los supuestos derechos de los pedófilos, en tanto que en Alemania existe otra similar para la promoción de la zoofilia. Además, pululan las iniciativas más extravagantes acerca de las múltiples posibilidades de configuración de las uniones conyugales, tales como los matrimonios a prueba, de tiempo parcial (el semi-internado que se hecho corriente entre nosotros) o de duración limitada, así como las modalidades “swinger” que dieron lugar a alguna acción legal en Argentina, etc.

 

La Procuraduría General de la Nación, al glosar el fallo que motiva este escrito, observó que la Corte Constitucional está empeñada en unas peligrosas iniciativas de ingeniería social que no cuentan con el debido respaldo científico ni se sabe qué consecuencias podrían acarrear.

 

Como se dice coloquialmente, puso el dedo en la llaga. Las evidencias empíricas acerca de estas novedades institucionales no son contundentes. En realidad, ellas poco cuentan, pues de lo que se trata es de imponer un supuesto principio de dignidad humana, pero con un designio oculto que no es otro que la erradicación del Cristianismo y la instauración del Nuevo Orden Mundial (NOM).

 

La destrucción de una de las obras maestras de la Civilización Cristiana, la familia nuclear fundada en el matrimonio monogámico, heterosexual e indisoluble, está en la agenda de sus enemigos desde hace varios siglos. Recomiendo sobre el tema una obra esclarecedora como la que más:"The Broken Heart", de William J. Bennett.

 

Pero el asunto exhibe otras ramificaciones: como lo he señalado en otros escritos, el NOM pretende no solo limitar el crecimiento de la población humana, sino reducir drásticamente su tamaño.

 

Una de sus estrategias básicas consiste en disociar sexualidad y reproducción, estimulando la primera y restringiendo la segunda. El fomento de la homosexualidad se inscribe dentro de este propósito, cuya implementación se desarrolla a través de las organizaciones internacionales,  los cuerpos legislativos, la burocracia gubernamental, los órganos judiciales, las ONG, los medios de comunicación, la cultura, el espectáculo y todos los demás instrumentos a su alcance. Hay una gran correa de transmisión de estas funestas inciativas: las logias masónicas. Quiénes la activan, es un misterio.

 

La ideología es apenas una pieza del engranaje puesto al servicio de una empresa verdaderamente demoníaca. No importan sus debilidades conceptuales. Basta con imponerla a título de verdad por medio de la propaganda. Convencida la gente de que hay que compadecer a los LGTBI porque la naturaleza no los dotó del don de la procreación, ni la historia los declara aptos para contraer vínculos conyugales dignos de encomio, lo que se sigue es corregir tanto la una como la otra mediante  experimentos de ingeniería social como los que denuncia la Procuraduría igual que voz que clama en el desierto.

 

Lo que está en juego no es simple, como piensan muchos opinadores superficiales. Es algo de hondo calado y, desfortunadmante, la opinión pública no está bien informada acerca de ello.