El fallo de tutela que emitió la Corte Constitucional la semana pasada sobre adopción por parte de parejas homosexuales, es un eslabón más de una larga cadena de abusos interpretativos con que dicha corporación no solo contribuye a desquiciar nuestra endeble institucionalidad, sino a promover la revolucíón cultural tendiente a cambiar radicalmente la fisonomía de nuestra civilización.
Dice el artículo 241 de nuestra Constitución Política que “a la Corte Constitucional se le confía la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución en los precisos términos de este artículo”. Y el artículo 42 del mismo estatuto reza:"La familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla".
A primera vista, este enunciado parecería gozar de las garantías de integridad y supremacía que consagra el referido artículo 241, máxime si el mismo dice que la Corte Constitucional debe protegerlo dentro de los precisos términos de su competencia para actuar.
Pero, por arte de bibibirloque, la Corte Constitucional, desde que se la instauró en 1991, ha venido considerando que su papel no es la guarda de la Constitución, interpretándola y aplicándola a su leal saber y entender, sino modificarla a su arbitrio, sustituyendo la voluntad del Constituyente por la suya y autoproclamándose ella misma entonces como instancia constituyente.
De hecho, la Corte Constitucional ha adoptado como divisa, contrariando textos expresos de la Constitución, la del realismo jurídico norteamericano, según la cual “La Constitución es lo que los jueces dicen que es”. Por consiguiente, ha implantado entre nosotros, no el discutible gobierno de los jueces, sino algo peor: su dictadura.
Como dijo Don Miguel Antonio Caro acerca del Congreso que en 1858 instituyó la Confederación Granadina con el voto de los conservadores, “el guardián del manicomio se enloqueció”. De igual modo, la Corte Constitucional, encargada de la guarda de la Constitución y de controlar de ese modo al Congreso, al Ejecutivo e, incluso, por vía de tutela, a todas las restantes autoridades públicas, perdió ella misma el control y se desbocó como rocín desaforado. No se autocontrola, ni hay quien le tenga las riendas.
Si la Constitución dice que la familia se integra a partir de la unión, formal o informal, de un hombre y una mujer, la Corte se atribuye el poder de enmendarle la plana, diciendo con argumentos especiosos que hay otras modalidades de familia que también merecen, en razón de la igualdad, que se las considere como células fundamentales de la sociedad y se las proteja del mismo modo que a la monogámica heterosexual y nuclear. En tal virtud, se autoadjudica la competencia para redefinirla según sus preferencias ideológicas.
En la reseña que ofrece El Tiempo de este fallo se hace un breve recuento de los antecedentes jurisprudenciales que le sirven de apoyo:
“La más reciente decisión de la Corte frente a las parejas gay se dio en el 2011 cuando consideró este tipo de uniones como una forma de familia, en el 2008 sentenció que las parejas del mismo sexo en unión marital pueden acceder a la pensión de sobreviviente y en el 2007 le reconocieron el derecho de visita conyugal en las cárceles.”
http://www.eltiempo.com/politica/justicia/corte-avala-adopcion-a-pareja-de-mujeres-gay-en-colombia/14451558
El fallo es, entonces, consecuencia lógica de la redefinición de la familia que abusivamente se impuso desde el año 2011. Pero trae algo más: la idea de que el niño tiene derecho, no a dos progenitores, sino a dos figuras autoritarias o protectoras, según se mire, que contribuyan a su cabal desarrollo. Impone, eso sí, un condicionamiento: que con una de ellas tenga relación de filiación biológica.
No dice que el niño tiene derecho a un papá y a una mamá, sino a ser regido por una especie de diarquía que puede ser hetero u homosexual. Para tal efecto, en otros países que nos están trazando el camino, en la cabeza de la familia ya no se mencionan esposo y esposa, padre y madre, sino cónyuge 1 y cónyuge 2.
Para llegar a estas conclusiones se echa mano de variados argumentos, unos de ellos tendientes a destruir lo que se considera que son prejuicios religiosos o atávicos, y otros encaminados a establecer jerarquías en el seno de la normatividad constitucional o a sustentar supuestas afirmaciones científicas.
Hay un dogma que se reitera a troche y moche en las discusiones político-jurídicas, en virtud del cual en el escenario de la “Razón Pública” no son de recibo argumentaciones basadas en principios religiosos o metafísicos. A partir de ahí, se excluye del debate sobre temas tan controvertidos como el que nos ocupa, todo lo concerniente a la Revelación Divina (es decir, lo que ordena el Evangelio), así como a la Ley Natural o a escalas de valores que en su exploración de la vida espiritual haya formulado la Axiología.
En consecuencia, se excluyen de tajo las ideas que han fundado nuestra civilización, en beneficio de otras a las que se otorga arbitrariamente carácter racional, cuando a menudo son meras construcciones ideológicas, como sucede con la llamada ideología de género, o elaboraciones más propias de una pseudociencia que de la ciencia en sentido esticto, como muchas de las que se afirman acerca de la sexualidad y, en general, de la vida humana.
En rigor, los magistrados de la Corte Constitucional se atribuyen el poder de decidir cuáles son las ideologías que prevalecen, a título de integrantes del sistema de legitimidad, sobre el sistema de legalidad explícito que consagra la Constitución.
Conviene recordar que en la Sociología del Derecho se diferencian el sistema de legalidad, configurado por la normatividad positiva, y el sistema de legitimidad, constituído por conceptos, principios y valores. Mientras que el sistema de legalidad tiende a concretarse en enunciados que corresponden al esquema lógico de supuesto de hecho, consecuencia normativa y cópula de deber ser que vincula al primero con la segunda, el sistema de legitimidad se traduce en enunciados abiertos y más bien difusos, de carácter ideológico. El primero se rige, en términos kelsenianos, por una validez formal, mientras que el segundo aspira a una validez material. Además, también según Kelsen, el sistema de legalidad es rigurosamente jurídico, en tanto que el de legitimidad hace parte bien sea del orden moral, ya del universo político.
De acuerdo con los planteamientos de Kelsen y, en general, de los positivistas, la práctica del Derecho debe centrarse en el sistema de legalidad, que consideran que es objetivo y seguro, ya que poco se presta para que las consideraciones subjetivas de los operadores jurídicos se cuelen como si emanasen de la autoridad pública. Pero es difícil que los casos concretos puedan resolverse siempre a la luz de los textos legales, razón por la cual se hace menester que se acuda al auxilio de los principios generales del Derecho o de cada ordenamiento en particular.
Tal como lo establece el artículo 230 de la Constitución Política, “Los jueces, en sus providencias, sólo están sometidos al imperio de la ley”. Y según precisa la misma disposición, “La equidad, la jurisprudencia, los principios generales del derecho y la doctrina son criterios auxiliares de la actividad judicial”. Estos medios son, por consiguiente, secundarios. Es posible acudir a ellos para orientar la interpretación del Derecho, para resolver problemas de interpretación, para definir casos difíciles o para suplir los vacíos que inevitablemente se presentan en la vida de la normatividad. Pero, como lo ha sostenido el pensamiento jurídico a lo largo de siglos, no sustituyen ni derogan el ordenamiento positivo, sino que lo refuerzan, integran y precisan.
Pues bien, el Nuevo Constitucionalismo y otras corrientes afines henchidas de pesada carga ideológica, han invertido el esquema, convirtiendo el sistema de legalidad positiva en algo secundario y asignándole la mayor fuerza normativa a la validez material del sistema de legitimidad. De ese modo, se ha instaurado la inseguridad jurídica, se ha abierto camino la arbitrariedad judicial y el Derecho, como lo observa agudamente Zagrebelsky, se ha tornado en algo dúctil. Carente de rigor conceptual y de severidad lógica, se ha convertido en un instrumento político, un arma ideológica. Por eso he manifestado en algotra oportunidad que ya no es derecho, sino torcido.
Dentro de esta tónica, la Corte Constitucional, por sí y ante sí, resolvió modificar radicalmente el sentido del artículo 230 en mención, de modo que de hecho habría que seguir leyéndolo en estos términos:
"Los jueces, en sus providencias, están sometidos al imperio de ley y, sobre todo, al precedente judicial, en los términos de la Sentencia C-836 de 2001. La equidad, la jurisprudencia, los principios generales del derecho y la doctrina son criterios auxiliares de la actividad judicial, salvo que hagan parte de la ratio decidendi de sentencias que consagren precedentes obligatorios en virtud del mismo proveído”.(Vid.http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2001/c-836-01.htm)
Esta sentencia configura, por supuesto, un manifiesto abuso de poder. La Corte Constitucional no solo modificó de ese modo un texto expreso y nítido de la Constitución Política, sino que lo hizo en su propio beneficio para acrecentar su poder. De hecho, se llevó de calle el Título XIII, que trata sobre la reforma de la Constitución, imponiendo la tesis de que esta es lo que aquella dice que es.
Es tema sobre el que ha habido discusiones interesantes, como las que se recogen en el siguiente ensayo: http://www.usergioarboleda.edu.co/investigacion-derecho/edicion3/la-interpretacion-y-desarrollo-del-articulo-230-de-la-constitucion-politica-de-colombia.pdf
De ahí extrae la Corte Constitucional su poder de redefinir la familia, en contra del texto expreso y también nítido del artículo 42 de la Constitución Política.
La Corte Constitucional se desliga del sistema de legalidad positiva enunciado en la Constitución, invocando para ello la supremacía del sistema de legitimidad o la validez material y valiéndose de un comodín: el principio de igualdad.
Según sus sentencias, todo el sistema de la Constitución parece girar en torno de ese principio. Ella se arroga la atribución de decidir cuáles disposiciones constitucionales que aparentemente permitan desigualdades son de recibo y cuáles no lo son. De ahí, la tesis que implícitamente ha desarrollado acerca de que hay unas normas más constitucionales que otras, como en la conocida novela de Orwell, “Rebelión en la Granja”:"Todos los animales son iguales, pero hay unos más iguales que otros".
La Corte Constitucional ha erigido una Supraconstitución ideológica que prevalece sobre la Constitución escrita.
"Quod scripsi scripsi", dijo Pilato en frente del Señor: lo escrito, escrito queda. No es fácil borrarlo y, cuando de Derecho se trata, impone límites. La ideología, en cambio, es gaseosa, etérea, mudable: hoy es y mañana no parece. Constituye “Flatus Vocis”, palabras que se lleva el viento, algo que se puede dotar del contenido que quien la esgrima desee.
La palabra ideología se presta para variadas interpretaciones, algunas de ellas más bien peyorativas. En un sentido amplio, se refiere a conjuntos de ideas más o menos ordenados de modo sistemático, en los que hay cierta unidad temática y alguna correspondencia lógica. Pero frecuentemente se utiliza la expresión para referirse a conjuntos que no tienen el mismo rigor de los sistemas filosóficos o las concepciones científicas. Y en la Sociología del Conocimiento suele empleársela para referirse a complejos de ideas que tienen un valor meramente instrumental, puestos al servicio de intereses políticos y en los que el valor de verdad es secundario.
La Corte rechaza la Revelación Divina como fuente de conocimiento moral y jurídico. La misma negativa pone de manifiesto frente a la Ley Natural o a los Valores del espíritu. La suya es, en los términos de Tresmontant que cité en un escrito anterior, una “antropología mutilada”, hecha a la medida de lo que ahora ha dado en llamarse como “políticamente correcto”, de base materialista y refractario a todo lo que evoque la noción de trascendencia. Esa antropología entronca con la que Borges alguna vez denominó la “triste mitología de nuestro tiempo”.
De acuerdo con una seguidilla de sentencias, la Corte Constitucional considera que la “Ideología de Género”, con sus afines, hace parte de la Supraconstitución, tal como se observa en un fallo risible que dispuso corregir la redacción del Código Civil, que en gran parte sigue la mano maestra de Don Andrés Bello, para cambiar las reglas de la gramática castellana y ajustar su articulado a la farragosa distinción entre “los” y “las”.
No importa que esa “Ideología de Género” no esté contemplada dentro de las que de modo indubitable le brindan soporte de legitimidad a nuestra Constitución Política. No importa tampoco que incorporarla a ella implique un cambio de veras revolucionario en su espíritu, de aquellos que según jurisprudencia de la misma Corte no podrían introducirse mediante reformas ordinarias, sino que implicarían participación directa del pueblo en su aprobación, de acuerdo con la tesis de Karl Schmitt que ha hecho tan mala carrera en nuestro constitucionalismo. El Congreso no puede aprobar reformas que vayan contra el espíritu de la Constitución, porque su poder constituyente secundario no lo habilita para ello, tal como lo dispuso la Corte Constitucional al declarar inexequible el Acto Legislativo que habría permitido la segunda reelección presidencial de Álvaro Uribe Vélez. Pero la Corte Constitucional, en un fallo de tutela, sí puede hacerlo, promoviendo a la vez una revolución cultural por ese medio.
La célebre definiición aritotélica de la justicia postula que ella consiste en tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales, en la medida de su desigualdad.
Igualdad y desigualdad son relaciones, pero los términos u objetos de dichas comparaciones tienen su propia entidad. Lo igual o desigual en ellos hace parte de su realidad. Ahora bien, hay realidades que son pertinentes para la normatividad jurídica y otras que no lo son. Tomar nota de ellas o ignorarlas es materia de discernimiento, es decir, de lo que Santo Tomás de Aquino llamaba la sindéresis, que no es otra cosa que el buen sentido que se aplica a la complejidad de las situaciones, diferenciando en ellas lo sustancial y lo accidental. En materia político-jurídica, esas diferenciaciones no solo consideran los deseos o intereses de los sujetos, sino, ante todo, el bien común.
La Ideología de Género, tanto en su versión de feminismo radical como en la que anima al colectivo LGTBI, aduce que las diferencias entre hombres y mujeres no son naturales, sino culturales, y aunque fuese lo primero, en tal caso no serían relevantes, como tampoco lo son las segundas. Agrega que lo mismo ocurre respecto de las orientaciones sexuales. Por consiguiente, todas estas deben tratarse tanto desde el punto de vista jurídico como el moral, dentro de un plano de estricta igualdad. Y si de pronto aparecen desigualdades debidas a la naturaleza o a la historia, el ordenamiento jurídico debe permitir e incluso promover su compensación y su corrección.
Para llegar a estas conclusiones, ha sido necesario un arduo y persistente trabajo de lo que los filósofos franceses más recientes suelen llamar “deconstrucción”, que es, por así decirlo, un desmonte de todos los conceptos expresos y tácitos en que se basan las ideas corrientes sobre diferenciación de los sexos, así como de normalidad y anormalidad en la actividad sexual. Esa demolición va acompañada de un auténtico lavado cerebral que, a través de distintos medios y procedimientos, se ejerce sobre el gran público.
Dice el Génesis: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo créo, macho y hembra los creó”(1,27).
Lo primero es, por supuesto, un enunciado de fe; pero lo último es una verdad de a puño: el género humano se divide en hombres y mujeres. La anatomía y la fisiología dan cuenta de ello sin necesidad de mayores elucubraciones. Y la biología remata el cuadro: la diferenciación sexual es la clave de la procreación y, por consiguiente, la perpetuación de la especie.
Es verdad que por un extraño designio en la naturaleza se presentan fenómenos excepcionales de indiferenciación sexual, intersexualidad o desviaciones del apetito sexual, todo lo cual ha dado lugar a una dialéctica que se presenta en todas las sociedades, aunque no todas la asimilan y manejan de la misma manera: la de la normalidad y la anormalidad. En virtud de ello, todas las sociedades hasta el presente han establecido distinciones entre el carácter masculino y el femenino, asi como entre el ejercicio ordenado y el desordenado de la sexualidad. Tales distinciones proceden en buena medida de la cultura y son tan versátiles como esta misma, pero surgen de la observación de datos que ofrece la naturaleza. Su justificación deriva de necesidades colectivas relacionadas ante todo con la vida familiar y la cívica.
Se atribuye a Nietszche lo de que el hombre es un animal incompleto. Creo que el apunte es parcialmente acertado, pues no es strictu sensu una entidad biológica, sino mucho más. Pero su parte animal lo vincula al orden de la naturaleza. Lo que lo completa es la cultura, algo que él mismo crea y es capaz de estimular su ascenso hacia las altas regiones espirituales. En rigor, habría que distinguir en él su parte natural, su parte cultural y su parte espiritual. Y solo podríamos entenderlo mediante la articulación de esas tres perspectivas.
Pues bien, el naturalismo solo capta en él su dimensión biológica. Lo considera como un animal especialmente dotado, pero igualmente limitado o mal equipado. Aunque no se crea, tal era el pensamiento de Voltaire, según puede leerse en el siguiente sitio, bastante crítico por cierto del mal llamado filósofo de la tolerancia: http://www.contreculture.org/AG%20Voltaire.html. Ese es, además, el punto de vista de no pocos biólogos contemporáneos, que hablan de que son insostenibles la originalidad y la preeminencia del ser humano sobre sus congéneres animales.
El culturalismo hace suya la divisa acuñada por la filosofía alemana de la cultura, bastante influenciada por Kant y, sobre todo, por Hegel, según la cual “El hombre no es naturaleza, sino cultura”, o como decía Ortega, “historia”. Este punto de vista inspira la célebre afirmación de Sartre según la cual “En el hombre, la existencia precede a la esencia”. Por consigiente, el hombre es un ente que se hace a sí mismo: es lo que hace. Su acción está abierta a toda clase de contenidos, su constitución es del todo maleable.
El espiritualismo recaba en la dimensión trascendente del hombre, su vocación hacia lo eterno, su sed de Dios. Su mundo no es el de la naturaleza ni el de la sociedad (como llamaba Balzac a la cultura en sus disgresiones sobre las contradictorias exigencias de la naturaleza y de la sociedad), sino el Topos Uranos de Platón o la Ciudad Celestial, que es tema de las más elevadas creaciones musicales de esa figura monumental de la mística francesa que fue Olivier Messiaen.
Cuál es la parte de la naturaleza, cuál la de la cultura y cuál la del espíritu en el fenómeno humano, es asunto todavía no resuelto y quizás insoluble, tanto en términos filosóficos como científicos. Más difícil resulta para los ordenamientos morales y jurídicos tomar nota de todo ello en orden a formular las respectivas adjudicaciones acerca de lo que debe exaltarse, lo que debe tolerarse, lo que debe desestimularse y lo que debe censurarse, tanto en bien de los individuos como de las colectividades.
En las discusiones actuales sobre la sexualidad y la familia hay dos grandes ausentes: el bien común y el espíritu.
Se argumenta con base en la naturaleza, para decir que no hay un modelo natural de familia, como tampoco de sexualidad. Y si se insiste en que la diferenciación sexual exhibe rasgos naturales y la procreación supone dicha diferenciación, inmediatamente se replica citando como un dogma infalible lo de Simone Beauvoir, cuando dice que la mujer no nace, sino que se hace, y aduciendo que en general las que consideramos funciones naturales de la sexualidad no son otra cosa que construcciones sociales artificiales y arbitrarias. Agréguense los debates todavía vigentes acerca de si el homosexual nace o se hace, si se elige a sí mismo como tal o es una condición que le viene impuesta sea por la genética o por el ambiente en que se cría, si lo suyo es tratable o no lo es ni puede serlo, etc.
Se juega, pues, a veces con argumentos naturalistas y, otras veces, con argumentos culturalistas. Pero no se piensa casi en lo que les conviene a las sociedades como tales y, muchísimo menos, en la realización espiritual del ser humano.
Las ideas corrientes sobre la sexualidad tienden a borrar la distinción entre lo normal y lo anormal, bien sea porque se piensa que, en general, todo apetito sexual y toda forma de satisfacerlo son normales, siempre y cuando no se afecte la libre voluntad de otras personas ni se someta a quienes, como los niños, carecen de ella. Pero también se piensa, como al parecer era el concepto de Freud, que toda sexualidad es perversa y es un campo en el que no puede hablarse de normalidad, ya que en el mismo, igual que en la guerra, todo se vale.
Es posible que las ideas tradicionales sobre la sexualidad, que distinguen lo aceptable y lo inaceptable, estén fundadas muchas veces en prejuicios, tabúes y apreciaciones erróneas, pero de ahí no se sigue que las ideas que están hoy día en boga sean más adecuadas para entender y manejar un fenómeno tan complejo, cuyas raíces encuentra Freud en una corriente oculta de naturaleza incierta, la libido, que se abre paso en un medio también oculto e incierto, el inconsciente, y se manifiesta de modo extraño en nuestro psiquismo y nuestras acciones.
Afirmar que toda orientación sexual es inocua no deja de ser bastante apresurado. Por ahí me encontré el caso de una francesa que dicta clases prácticas en universidades de su país acerca de la orientación sexual y cómo desarrollarla. Creo recordar que ella habla de más de medio centenar de orientaciones sexuales, lo que haría crecer el listado LGTBI como las cuentas de un rosario.¿Podríamos afirmar que todas ellas, como dijo Enrique Peñalosa en su campaña presidencial, dan gusto a unos y a nadie perjudican?
Pero satanizar todo o casi todo lo que tenga que ver con la sexualidad e imponer unas modalidades como normales, con exclusión y censura de todas las que se consideran anormales, también resulta excesivo. Es, en efecto, asunto en el que median consideraciones de caridad y de comprensión de las flaquezas de la condición humana. El pecado de la carne suele ser fruto de nuestra debilidad. Hay otros mucho peores, como la soberbia y todas las formas de egoísmo o de crueldad.
Las sociedades occidentales habían llegado a soluciones de compromiso o pragmáticas sobre estos temas, a través de la distinción entre el ejercicio privado y el público de la sexualidad: libertad en el primero, discreción en el segundo. Esas soluciones teminaronaceptándose tanto en lo moral como en lo jurídico e incluso en las reglas de urbanidad, con base en consideraciones de respeto: respeto hacia la intimidad de las personas, pero también respeto de ellas para con los demás.
Desafortunadamente, las fronteras entre lo privado y lo público no son precisas, de suerte que poco a poco se las ha venido corriendo hasta el punto de que nada quede dentro del “clóset” ni de la mancebía. Los del colectivo LGTBI no se contentaron con que se los tolerara, y se dedicaron a romper los diques, con la idea de implantar su estilo de vida en las sociedades. Se hizo cierto lo que en alguna oportunidad observó Borges cuando dijo que no tenía nada contra los homosexuales, exceptuando su prurito de convencernos de que lo suyo es lo mejor y el de tratar de imponérnoslo.
Uno de los límites generalmente aceptados tenía que ver con la protección de la inocencia de los niños. Pero, a partir de la idea freudiana de la perversidad infantil, el liberalismo libertario y el marxismo cultural, de consuno e impulsados por la Masonería, han resuelto dotar de contenidos explícitos los cursos de educación o instrucción sexual, los cuales se pretende impartir desde las más tiernas edades. Para darse cuenta de lo que ello significa, baste con mencionar lo que hizo el gobierno de Zapatero en España, lo que está haciendo el de Hollande en Francia, lo que ocurre en Suiza o, para no ir muy lejos, lo que Petro quiere imponer en Bogotá. Algunos me han dicho que es también lo que Fajardo pretende hacer en Antioquia, pero no me consta.
Bertrand Russell, que no era propiamente casto ni pudibundo, llamaba la atención sobre la necesidad de autocontrolar la sexualidad, no solo por consideraciones atinentes a la vida personal, sino a la de relación y la de las comunidades en general. Si se impone como regla el desenfreno sexual, al que somos tan propensos, el panorama de las sociedades cambiará por completo, con desmedro, ante todo, de los niños, las mujeres y las familias.
Es posible que lo de Sodoma y Gomorra sea mítico, pero también lo es que en efecto haya habido unas sociedades con tal grado de depravación que terminaran destruyéndose a sí mismas.
Para los gobernantes actuales el tema del crecimiento espiritual de las personas es de ínfima relevancia. Lo quieren excluir del sistema educativo y lo ignoran casi totalmente en la creación, la interpretación y la aplicación de la normatividad jurídica. A lo más, creen que es asunto meramente personal que no amerita que se lo considere en las políticas públicas. Ignoran los beneficios colectivos que se derivan de la espiritualidad de las personas. Y desconocen, además, los estropicios que se siguen de la corrupción de las costumbres.
Por supuesto que a ellos les resulta ajena la intrincada complejidad de las relaciones entre la vida sexual y el crecimiento espiritual, lo mismo que la necesidad que este tiene de un medio ambiente social adecuado. Reitero acá lo que en otra oportunidad he señalado fundándome en una observación de Santo Tomás de Aquino: si hoy consideramos indispensable para la calidad de vida un medio ambiente natural sano, más necesario aún es que contemos con un medio ambiente espiritual idóneo.
Los resultados del deterioro de lo que Jaspers llamaba el ambiente espiritual de nuestro tiempo están a la vista. Hace poco leí que en los Estados Unidos el número de suicidios ya supera los de muertes por accidentes o por enfermedades como el cáncer y las cardíacas. Los estudios clásicos de Durkheim, que retoma Emmanuel Todd en una obra digna de repasarse, “El Loco y el Proletario”, muestran que las tasas de suicidio, a las que hay que añadir las de internación psiquiátrica, las de alcoholismo y otras adicciones, las de agresiones o las de accidentes de tránsito, son indicativas de profundos malestares en el alma de las sociedades.
Todas estas consideraciones son despreciables para la Corte Constitucional, cuya única preocupación es ganar el aplauso de los libertarios que pregonan que las sociedades progresan marchando hacia el abismo.
¿En qué consiste, en últimas, la igualdad que se proclama respecto de todas las orientaciones sexuales?
No radica en los modos de practicarla, habida consideración de los condicionamientos anatómicos que imponen diferencias. Tampoco en sus resultados, pues la única que está abierta a la reproducción de la especie es la heterosexual.
El hedonismo que campea en la dirección de las colectividades reduce esa igualdad al placer que resulta de la pulsión satisfecha. Por consiguiente, al tenor de la tosca antropología de la Corte Constitucional, la dignidad humana estriba en las pulsiones que experimentamos y nuestra supuesta libertad para satisfacerlas. Como lo dio a entender una libertina en El Tiempo hace días, esa dignidad procede de que somos seres habitados por el deseo y con vocación de saciarlo. Cosa distinta del pensamiento clásico, que valoraba ante todo nuestra libertad para controlar racionalmente el huracán de las pasiones.
Pero los apologistas de los “amores extraños” no se ocupan de la oscuridad del mundo en que se introducen muchas veces los que quieren tener experiencias distintas, y el sufrimiento interior que padecen. Recomiendo a propósito de ello la lectura de los últimos libros de la serie “En busca del tiempo perdido”, de Proust, y un capítulo extremadamente tenebroso de su biografía escrita por George D. Painter. El mundo LGTBI, etc., no es lo idílico que pinta la propaganda. Suele ser, más bien, algo parecido a un infierno.
De la muy discutible tesis sobre la igualdad moral y jurídica de todas las orientaciones sexuales, no solo las de los LGTBI, sino también el donjuanismo, la zoofilia, el voyerismo y el medio centenar más que predica la profesora francesa, se ha pretendido deducir el reconocimento igualmente moral y legal de las uniones afectivas a que puedan dar lugar todas ellas.
A la gente se le ha dicho que el tema se refiere a las parejas de gays y de lesbianas que conviven armoniosamente como suelen hacerlo los cónyuges, es decir, con unidad de lecho, de mesa y de techo. Pero los principios tienen fuerza expansiva parecida a la de los gases, bajo el concepto de que donde haya la misma razón debe existir la misma disposición.
Por consiguiente, también habría que reconocerles igual condición a las uniones múltiples, tales como la poligamia, la poliandria, la unión de varios hombre y varias mujeres (“Friends”), o la perversa “trieja” que presentó al público la cadena Caracol hace algún tiempo con la explicación que daban tres degenerados acerca de cómo cómo compartían lecho, mesa y techo.
He visto en internet que en Francia y Australia ya hay personajes que muy seriamente afirman su propósito de contraer matrimonio con sus mascotas. En Holanda se ha creado una asociación para luchar por los supuestos derechos de los pedófilos, en tanto que en Alemania existe otra similar para la promoción de la zoofilia. Además, pululan las iniciativas más extravagantes acerca de las múltiples posibilidades de configuración de las uniones conyugales, tales como los matrimonios a prueba, de tiempo parcial (el semi-internado que se hecho corriente entre nosotros) o de duración limitada, así como las modalidades “swinger” que dieron lugar a alguna acción legal en Argentina, etc.
La Procuraduría General de la Nación, al glosar el fallo que motiva este escrito, observó que la Corte Constitucional está empeñada en unas peligrosas iniciativas de ingeniería social que no cuentan con el debido respaldo científico ni se sabe qué consecuencias podrían acarrear.
Como se dice coloquialmente, puso el dedo en la llaga. Las evidencias empíricas acerca de estas novedades institucionales no son contundentes. En realidad, ellas poco cuentan, pues de lo que se trata es de imponer un supuesto principio de dignidad humana, pero con un designio oculto que no es otro que la erradicación del Cristianismo y la instauración del Nuevo Orden Mundial (NOM).
La destrucción de una de las obras maestras de la Civilización Cristiana, la familia nuclear fundada en el matrimonio monogámico, heterosexual e indisoluble, está en la agenda de sus enemigos desde hace varios siglos. Recomiendo sobre el tema una obra esclarecedora como la que más:"The Broken Heart", de William J. Bennett.
Pero el asunto exhibe otras ramificaciones: como lo he señalado en otros escritos, el NOM pretende no solo limitar el crecimiento de la población humana, sino reducir drásticamente su tamaño.
Una de sus estrategias básicas consiste en disociar sexualidad y reproducción, estimulando la primera y restringiendo la segunda. El fomento de la homosexualidad se inscribe dentro de este propósito, cuya implementación se desarrolla a través de las organizaciones internacionales, los cuerpos legislativos, la burocracia gubernamental, los órganos judiciales, las ONG, los medios de comunicación, la cultura, el espectáculo y todos los demás instrumentos a su alcance. Hay una gran correa de transmisión de estas funestas inciativas: las logias masónicas. Quiénes la activan, es un misterio.
La ideología es apenas una pieza del engranaje puesto al servicio de una empresa verdaderamente demoníaca. No importan sus debilidades conceptuales. Basta con imponerla a título de verdad por medio de la propaganda. Convencida la gente de que hay que compadecer a los LGTBI porque la naturaleza no los dotó del don de la procreación, ni la historia los declara aptos para contraer vínculos conyugales dignos de encomio, lo que se sigue es corregir tanto la una como la otra mediante experimentos de ingeniería social como los que denuncia la Procuraduría igual que voz que clama en el desierto.
ke personaje tan ignorante........ no soy homosexual, pero decir que los gays imponen su estilo como el mejor.... ellos solo quieren ser tratados con los mismos derechos... aprobar reformas a su favor no significa que toda la sociedad tenga que volverse homosexual... de hecho nadie se vuelve asi, la gente nace con su orientacion sexual..... da pena leer este tipo de escritos promovidos por Uribe y firmado por un ignorante......
ResponderEliminar¡Excelente artículo, no apto para algunos neointelectuales EMBRUTECIDOS y SUPERFICIALES que firman como Anónimo y que no saben lo que dicen. Felicitaciones Doctor Vallejo y que ruede por toda la red. JUANFER
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