Hace algo más de 40 años, cuando me vinculé a la Facultad de Derecho de la UPB como profesor de Derecho Administrativo General, el inolvidable Rector magnífico por ese entonces, Mgr. Félix Henao Botero, después de brindarme una muy cordial bienvenida a la universidad, me dijo al despedirse, dándome unas palmadas en el hombro:”Recuerde, joven, mucho Derecho natural”.
Mgr. Henao tenía muy claro el concepto de que la universidad católica, máxime si ostenta el calificativo de pontificia, no solo tiene por cometido la preparación técnica de profesionales en los distintos ramos de la vida social, sino su formación espiritual de conformidad con los valores católicos.
Fiel a ese propósito, se esmeraba en que el profesorado y la orientación de los cursos universitarios respondieran a la doctrina de la Iglesia o, por lo menos, no entraran en contradicción con ella. Había tolerancia para los credos y las orientaciones filosóficas o políticas diferentes, pero bajo el supuesto de que quien hiciera parte del claustro entendiese su carácter confesional.
Para él, la universidad era el ámbito de un verdadero apostolado. Por eso, insistía en una concepción muy suya del carácter bolivariano, imbuído de cierta idea de Colombia y del espíritu de la catolicidad, y llamado, además, al ejercicio del liderazgo en todas las esferas comunitarias.Continuador esclarecido de la magna tarea que había iniciado Mgr. Manuel José Sierra, su predecesor, bajo su rectorado la UPB formó un presidente de la República y una nómina insigne de legisladores, ministros, magistrados, diplomáticos, gobernadores, diputados, alcaldes, dirigentes políticos y empresariales, profesionales, periodistas, etc., que dieron lustre a la universidad que los preparó y le prestaron eminentes servicios a la patria.
Aunque promovió la creación de facultades técnicas y humanísticas, para él la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas era, por así decirlo, su consentida. No solo con ella nació en 1936 la universidad como católica y bolivariana, sino que ahí estaba el nicho de pensadores y activistas católicos que quería que se proyectaran afirmativamente en la vida comunitaria.
Cuando inicié mi actividad profesoral, los paradigmas del pensamiento jurídico discurrían básicamente a través de tres grandes vertientes. La primera, el iusnaturalismo artistotélico-tomista, enriquecido con el aporte de una axiología espiritualista que aspiraba a sustentar racionalmente una jerarquía de valores objetivos coronada, en lo que atinente al universo jurídico, por la justicia. La segunda, el positivismo, principalmente de corte kelseniano. La tercera, en fin, inspirada en las ideas de Marx.
A la sazón, el pensamiento católico competía con los demás en condiciones relativamente ventajosas, pues era respetado en el mundo académico, tanto por la egregia tradición que lo sustentaba, como por la influencia cultural de la Iglesia y la pléyade de intelectuales que lo nutrían. Era, por así decirlo, un pensamiento vivo, actuante en la sociedad, eficaz. Era posible entonces iniciarse en el conocimiento de la Filosofía acudiendo a textos tan serios como los de I. M. Bochenski o Johannes Hessen, ambos sacerdotes católicos, o enseñar la Filosofía del Derecho siguiendo los dictados de Del Vecchio, Recaséns Siches, Welzel, Verdross, Villey, Goldschmidt y muchos otros más, todos ellos inspirados en las creencias cristianas, aunque con distintas orientaciones filosóficas, pues, a despecho de lo que comúnmente se opina, no hay ni ha habido en el Catolicismo un pensamiento único, como ahora se dice, sino una multiplicidad de tendencias cuyo denominador común es la fe en la Palabra de Dios, tal como se nos ha revelado en el Evangelio y nos la ha transmitido la tradición de la Iglesia.
Como es natural, sus contradictores lo atacaban con vehemencia, pero sabía defenderse con denuedo. Y algo numinoso lo dotaba de una fuerte atracción.
Recuerdo a propósito de ello el impactante episodio de la conversión de Manuel García Morente, de cuyas “Lecciones Preliminares de Filosofía” ingente provecho sacamos quienes abrevamos en ellas, o el valioso libro “Siete filósofos judíos encuentran a Cristo”, de J. M. Oesterreicher, que narra los itinerarios iones de Henri Bergson, Max Picard, Edmond Husserl, Paul Landsberg, Max Scheler, Adolf Reinach y Edith Stein. ¡Mientras que Martin Heidegger había anunciado tiempo atrás su ruptura con “el sistema del Catolicismo”, su maestro Husserl y su condiscípula Edith Stein se acercaban a él!
A lo largo del último medio siglo, los paradigmas jurídicos se han diversificado y han cambiado sensiblemente con el advenimiento de modas filosóficas que ya venían cobrando cuerpo en esos años, tales como la filosofía analítica, el positivismo del Círculo de Viena, el primero y el segundo Wittgenstein, la filosofía del lenguaje, las hermenéuticas, los estructuralismos, el grupo de Frankfurt, el neokantismo liberal de Rawls, las propuestas de Habermas, la Ideología de Género o el decontructivismo de la “French Connection”, entre otras. Cada una a su manera ha incidido en nuestras concepciones acerca del Derecho. Mejor dicho, ellas han revolucionado el pensamiento jurídico, estimulando las condiciones para el desarrollo y la implantación del Neoconstitucionalismo y el Nuevo Derecho.
Esta revolución se ha ensañado contra el pensamiento católico y su proyección en el universo jurídico, el iusnaturalismo espiritualista. No importa que en los últimos lustros este haya dado elocuentes muestras de vitalidad, con pensadores de la talla de John Finnis, Charles Taylor, Alasdair Macyntire, Javier Hervada, Carlos I. Massini y muchos más, pues el prejuicio anticristiano, y sobre todo anticatólico, hace que de entrada se niegue el acceso de todo pensamiento que se denuncie como religioso a esa especie de club aristocrático que parece ser el escenario de la “razón pública”.
De hecho, el Catolicismo ha dejado de ser actor principal en la cultura dominante y se ha convertido en una contracultura que se mira con desdén, se discrimina, se oprime e incluso se persigue. Como lo ha puesto de presente George Weigel, hoy en día se requiere coraje para ser católico.
En otra oportunidad he señalado que no obstante el ánimo de abrir la Iglesia al mundo que inspiró a San Juan XXIII al promover el Concilio Vaticano II, aquel no le correspondió abriéndose a ella. Por el contrario, el Catolicismo y, en general, el Cristianismo son hoy víctimas de una ominosa cristianofobia, de la que dan cuenta diversos sitios que pueden consultarse en internet y libros como “The Criminalization of Christianity”, de Janet L. Folger, o “Blood on the Altar-The Coming War Between Christian vs. Christian”, de Thomas Horn.
En este último, que salió hace poco al mercado, se menciona un informe de David Horowitz Center según el cual bajo el gobierno de Obama los Estados Unidos han pasado a ser el principal instigador de la persecución contra los cristianos en el mundo. Un cardenal norteamericano advirtió hace poco que en un futuro no muy lejano lo que les espera a sus correligionarios es la corona del martirio. En distintos lugares del globo ya esta es una terrible realidad. Y, para no ir muy lejos, el libro de Horn trae un mapa preparado por Pew Research Center en que aparece Colombia altamente hostil a la religión, debido tal vez a los desmanes de las FARC y el ELN.
Acerca del segundo paradigma, la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen, recuerdo que en los años sesenta del siglo pasado la revista “Estudios de Derecho”, de la Universidad de Antioquia, publicó una edición de homenaje al célebre iusfilósofo vienés. Luis Recaséns Siches escribió en dicha ocasión que el pensamiento jurídico del siglo XX se había desarrollado en pro o en contra de sus tesis, por lo que bien podría considerárselo como el jurista del siglo. Y, en efecto, por esa época había tanto defensores como detractores exaltados de sus enseñanzas. Los primeros lo seguían a pie juntillas en su culto por el derecho escrito y el poder de los llamados a crearlo. Sostenían a rajatabla la escisión radical entre el ser y el deber ser, por una parte, y la distinción entre la validez formal y la validez material del ordenamiento, por la otra. A su juicio, solo la primera correspondía al interés del jurista como tal. La segunda correspondería al dominio de la política y, por ende, de unas ideologías más o menos arbitrarias e irracionales.
Mas, por esos años, en virtud sobre todo del activismo de la Corte Suprema norteamericana y los Tribunales Constitucionales de la Europa continental, ya se estaba reconsiderando el papel que juegan en los ordenamientos positivos los llamados “principios y valores” que los inspiran desde la cúspide. Y, tal como lo enseña Dworkin en su “Filosofía del Derecho”, esos “principios y valores” no se formulan a partir de la estructura lógica acuñada por Kelsen, que distingue en la norma jurídica el supuesto de hecho, la consecuencia normativa y la cópula de deber ser que las enlaza a partir del principio de imputación, sino que su contenido es abstracto y su textura es abierta a múltiples determinaciones. Su origen no procede propiamente de la voluntad del constituyente o el legislador, sino del cuerpo social que se manifiesta por medio de la opinión pública. Esta, según ciertos desarrollos del pensamiento norteamericano, es la que en últimas decide sobre la creación, la interpretación y la aplicación del Derecho, tareas que, por consiguiente, se consideran eminentemente políticas.
De ese modo, la distinción tajante entre lo jurídico y lo político que se pretendía con la Teoría Pura termina diluyéndose, y el juez, sobre todo el constitucional, se convierte en un actor privilegiado del proceso político. No lo ata la letra de la Ley, sino su espíritu.
Pero ese espíritu no es el del iusnaturalismo espiritualista inspirado en la cosmovisión cristiana. En la noción moderna de espíritu no tienen cabida Dios, ni su providencia, ni la Ley Eterna que se proyecta en la Ley Natural, ni el orden querido por Él, ni el alma racional e inmortal, ni la conciencia individual que, por inspiración divina, distingue entre el bien y el mal. Todo eso se considera metafísico e irracional.
El ser espiritual de los modernos no es real, como sí lo era para los antiguos. Es un ser ideal, de consistencia meramente lógica, o un ser cultural que aporta sentido al acontecer humano. Por ejemplo, en la ontología de Popper se habla de un Mundo I, el de la naturaleza; un Mundo II, el de la interioridad psíquica; y un Mundo III, el de las ideas y los valores. Le falta un Mundo IV, que sería el de lo suprasensible, pues los prejuicios antimetafísicos y antirreligiosos lo excluyen de toda consideración.
El pensamiento jurídico se nutre necesariamente de una Antropología. Como lo pone de presente Malachi Martin en “The Decline and Fall of the Roman Church”, la Antropología cristiana, que representó una trascendental superación de la del mundo antiguo, inspiró una verdadera comunidad espiritual que, en el momento de su apogeo, se extendía desde el Círculo Polar Ártico hasta el norte de África, y desde Galway, en Irlanda, hasta Vladivostock en el lejano oriente y el este de Turquía en el medio oriente, con proyecciones en la América hispana y la portuguesa. Esa unidad reposaba sobre un cuerpo de pensamiento laboriosamente elaborado a lo largo de más de un milenio a partir de la Buena Nueva que nos trajo nuestro Redentor.
A partir del Renacimiento y la Reforma, pasando por la Ilustración, esa Antropología ha venido sufriendo duros embates hasta llegar a la situación actual, en la que solo parecen quedar como cascarones vacíos sus ideas sobre la dignidad, la libertad y la igualdad de la persona humana, a las que hoy se dota de significados muy diferentes de los que aquella había concebido.
Para entender la Antropología de los modernos, que no es una sola, sino algo muy variado, puede ser útil partir del paralelismo psicofísico que postulaba Descartes, según el cual el hombre es una máquina movida por un ángel. La máquina hace parte de la naturaleza; el ángel, en cambio, por así decirlo, se inserta en otra esfera ontológica. Para Descartes, esa esfera configuraba el ser espiritual de la cosmovisión cristiana. Pero sus herederos fueron desustancializándolo y privándolo de contenido hasta llegar a concebirlo como una pura forma vacía.
El Yo cartesiano, en efecto, evoluciona hacia el Yo trascendental kantiano, el espíritu subjetivo hegeliano y, a partir de estos, hacia el Dasein heideggeriano o la Nada sartreana, que no se vinculan a la naturaleza, sino a la cultura.
De ese modo, se desarrollan dos visiones contrapuestas, la del naturalismo materialista y cientificista, por una parte, y la del culturalismo o el historicismo, que sigue la consigna de que el hombre no es naturaleza, sino cultura, o más bien historia, según la conocida frase de Ortega.
El naturalismo ofrece varias vertientes: la fisicista (“El cerebro secreta pensamientos, como la caña, miel”: La Méttrie); la biologista (“El hombre no es un ángel caído, sino un mono erguido”: Linton); la psicologista (“El hombre es movido por sus pulsiones”: Freud y sus seguidores). Si es uno más en el abigarrado conjunto de la naturaleza, lo que rige al ser humano es ora el determinismo de la necesidad que a todos subyuga, bien la aleatoriedad o el capricho de los deseos que le impone el inconsciente.
Como en todas estas versiones la libertad es irreal e ilusoria, el culturalismo trata de salvarla acudiendo a distintos artilugios conceptuales. Kant ya lo había intentado por medio del recurso a la razón práctica: hemos de obrar como si fuésemos racionales y libres. La libertad, extraña al mundo natural, se mira como atributo de la persona humana, pero su valor queda referido al uso racional que hagamos de ella. La sujeción de la libertad humana a la racionalidad viene a ser una concesión que Kant le rinde al pensamiento clásico.
Pero el Yo que suponemos dotado de esos privilegios de racionalidad y libertad no es real, sino hipotético. No tardará en advertirse más adelante que es una ficción, una de esas mentiras útiles de que hablaba Platón. Para Hegel, será un momento en la evolución dialéctica de la Idea, el espíritu subjetivo que avanza hacia al espíritu objetivo. Y de ese modo, el Yo se hace histórico y se inserta en la cultura que le dicta sus contenidos. Pero la cultura no es una segunda naturaleza, como llegó a pensarse en Grecia, sino que se la concibe como algo desligado de esta, no sujeto a su legalidad y dependiente de su propia dinámica. La cultura, según se dice, es versátil, artificial, abierta a toda suerte de determinaciones. Ella incide sobre el hombre, pero al mismo tiempo es obra suya.
Estos planteamientos desembocan en el famoso dicho de Sartre, para quien “en el hombre la existencia precede a la esencia”. Aquella es , ciertamente, un dato de la realidad natural, pero se cree que lo que hace humano al hombre no es su naturalidad, sino su capacidad de hacerse a sí mismo, de darse su propia esencia de modo, más que libre, arbitrario. Cada uno es lo que hace, y aspira a emanciparse de Dios, de la realidad natural, de las tradiciones y de las convenciones artificiales de la sociedad, para tratar de ser él mismo. Su autonomía ya no está condicionada a la razón, como en Kant, sino a la voluntad. De hecho, según parece, a sus impulsos.
Desde luego que una será la concepción del Derecho que se desprenda de puntos de vista rigurosamente naturalistas sobre el ser humano, bien sean fisicistas, biologistas o psicologistas, y otra muy diferente la que resulte de adoptar los presupuestos culturalistas.
Pero las ideologías en que se inspira el pensamiento jurídico dominante en la actualidad no son muy rigurosas en eso de establecer distinciones necesarias para salvaguardar la coherencia. Unas veces conciben al ser humano como un sujeto de necesidades naturales, mientras que en otras ocasiones lo ven como sujeto cultural cuya realización conlleva su emancipación respecto de los condicionamientos y las exigencias de la naturaleza.
Digamos que a partir de la distinción entre naturaleza y cultura, tema que Kelsen trató en un libro que no tuvo la misma difusión que su “Teoría Pura del Derecho”, puede haber múltiples variaciones ideológicas. Pero, en razón de varios factores, ha terminado imponiéndose una ideología que es , más que liberal, libertaria.
El pensamiento liberal tiene inequívocas bases cristianas, si bien se alimenta de otras fuentes. Esa vinculación ab initio con el Cristianismo ha permitido que en los ordenamientos jurídicos liberales se conserven figuras acordes con la moralidad cristiana. Pero en los últimos tiempos se ha producido una ruptura radical con ella, que da lugar a una deriva libertaria excesivamente individualista.
Pues bien, lo que aquí llamo la deriva libertaria se acerca a otra deriva que se ha producido en el seno del marxismo, el tercer paradigma que atrás he mencionado. Muchos creyeron que este había quedado herido de muerte con la caída del imperio soviético y la transformación de China en una superpotencia capitalista, si bien de Estado. Pero el marxismo ha revivido en su aspecto cultural.
Como lo han señalado algunos observadores, el marxismo se impuso en la URSS y los países satélites sobre todo en la organización político-económica y en la jerarquía social, pero no del todo en el plano de las costumbres, que en buena medida siguieron siendo relativamente conservadoras, tal como lo demuestra la supervivencia de la religión en un país en que fue severamente perseguida durante más de setenta años. Por supuesto que el marxismo afectó el orden familiar y especialmente promovió el aborto a extremos tales que a ello se debe la despoblación del territorio ruso. Se dice que Rusia ha perdido por esa causa más población que la que fue sacrificada en la II Guerra Mundial. Pero hoy el régimen ruso se niega a sufrir las imposiciones de los promotores del Nuevo Orden Mundial en favor del aborto y la promoción de la homosexualidad. Por el contrario, aspira al aumento de número de hijos por familia y reprime con severidad la exhibición pública de las actitudes homosexuales.
Pero en los países occidentales, especialmente los Estados Unidos, la ideología marxista ha venido cobrando fuerza, paradójicamente, en las costumbres, aunque no en el régimen político y muchísimo menos en el económico. La educación norteamericana está prácticamente en manos de marxistas culturales cuya biblia ya no es “El Capital” ni el “Manifiesto Comunista”, sino “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado”. Su tema no es la comunidad de los bienes, sino la emancipación respecto de los condicionamientos familiares y sexuales impuestos por la moralidad cristiana. Ya no se habla de lucha de clases, sino de géneros. El papel opresor de los explotadores capitalistas y el oprimido de los proletarios lo cumplen en su orden, según ese desplazamiento conceptual, los varones y las mujeres. Y la familia tradicional ya no es el nicho amoroso que prepara a las nuevas generaciones para la vida, sino una institución opresora y explotadora llamada a desaparecer en aras de la emancipación humana.
La “ideología de género” se enmarca dentro estas tendencias. Una de sus premisas afirma que el sexo es una noción biológica, pero el género pertenece a la cultura. En el primero median elementos de la naturaleza, como la configuración anatómica y los procesos endocrinos, pero los roles sexuales, la identificación del objeto del deseo y todo lo que concierne a la orientación sexual, es algo que determina la cultura y puede modificarse ad libitum, de acuerdo con lo que cada uno elija.
Hay, pues, una revolución cultural en marcha en la que se conjugan el liberalismo libertario y el marxismo cultural, ambos de signo radicalmente anticristiano.
Esas ideologías se ven reforzadas por otras concepciones, como el cientificismo, el materialismo, el individualismo, el hedonismo o el relativismo moral rayano en el nihilismo que impera en las sociedades occidentales. Todo ello suscita un ambiente que en definitiva es hostil a la cosmovisión cristiana y favorece la persecución de que atrás he dado cuenta. Ya no se trata de restringir la religión al ámbito privado, como se pretendía en otras épocas, sino de erradicarla de la vida humana porque se la considera falsa, opresora y perjudicial en grado sumo para las sociedades y los individuos. De ese modo, las ideologías, todo lo inconsistentes y mal fundadas que se quiera, tienen vía franca en los espacios culturales. En cambio, se pretende silenciar la Palabra de Dios hasta en la intimidad de las conciencias.
Los paradigmas jurídicos hoy en boga proclaman la adhesión a tres nociones de clara raigambre cristiana: la libertad, la igualdad y la dignidad de la persona humana. Pero en el Cristianismo su sentido toca con el desarrollo espiritual del hombre, esto es, su evolución hacia estados superiores de conciencia que lo acerquen a Dios.
El pensamiento dominante hoy ha vaciado de estas nociones su sustancia espiritual, convirtiéndolas en comodines que justifican toda clase de desviaciones y extravagancias. Por ejemplo, destruir la vida que germina en el vientre materno llega a considerarse como un acto de dignidad de la mujer; autodestruirse consumiendo droga es ejercicio del libre desarrollo de la personalidad; exigir la asistencia al suicidio es proteger el derecho soberano de no vivir. Y así sucesivamente…
La dimensión espiritual del ser humano es un dato básico de la Antropología cristiana. El hombre solo se realiza a cabalidad si despliega su espíritu y lo proyecta en todo lo que hace y lo rodea. Es persona en la medida de su espiritualidad. Y esta no solo obra en su interior, sino que goza de una fuerza expansiva que penetra todo el tejido social y lo transforma vivificándolo. Pero al ser humano no se lo puede obligar a esta trascendencia. Es posible estimularla, promoverla, facilitarla, pero todo depende de su buena voluntad, de su libre disposición interior, de su apertura hacia lo infinito.
Pues bien, lo que pretenden las ideologías anticristianas es mutilar esa dimensión existencial o, al menos, reducirla a unas espiritualidades ligeras, cómodas e insulsas que no le impidan al individuo perderse en el mundo de los sentidos al que pretende llevarlo el hedonismo imperante.
En la Sociología del Conocimiento suele considerarse que las ideologías son útiles al servicio del control social y de finalidades colectivas que no siempre tienen que ver con la verdad. Esta es un valor secundario en ellas. Su valor es instrumental, pragmático. Y es lo que sucede en efecto con la ideología de género y sus afines, que sirven para la erradicación del Cristianismo y al mismo tiempo facilitar unos propósitos para los que este resulta por decir lo menos incómodo.
He insistido en otros escritos en recomendar la lectura de un texto esclarecedor que puede encontrarse en distintos sitios en internet:”The New Order of Barbarians”. En el sitio de Randy Engel se dice que después de leerlo le cambiará a uno totalmente la imagen del mundo en que vive. Y doy fe de ello. Su lectura me estremeció. Pude advertir, además, muchas tendencias que de otro modo no habría identificado. Ahí se ve claramente que tras la ilusoria defensa de la dignidad, la libertad y la igualdad que dicen promover las ideologías del libertarismo y el marxismo cultural, se esconde el ominoso propósito de reducir al mínimo la población humana, sin que importen los medios para lograrlo. Al tema me he referido varias veces en mi blog Pianoforte (jesusvallejo.blogspot.com)
Toda la revolución en la esfera de las costumbres tiene el propósito de separar la sexualidad de la procreación. El deseo sexual es muy difícil de erradicar, aunque se ha tratado de hacerlo mediante la adición de sustancias esterilizantes en el agua potable y en los alimentos. Además, mediante el estímulo del deseo resulta viable la manipulación de la vida de la gente. Parece más expedito controlar la reproducción, como lo demuestra el éxito de los programas que han reducido en muchos países la natalidad a niveles inferiores a los que se requerirían para mantener estable el tamaño de la población.
La oposición de católicos y evangélicos fue decisiva para frenar los programas de eugenesia de Hitler, mediante los cuales se pretendía la esterilización y la eliminación de individuos que los nazis consideraban inferiores e indignos de reproducirse. Esos programas no fueron invento suyo. Ya los habían puesto en práctica en los Estados Unidos los mismos que después organizaron la empresa abortista que ha dado muerte a casi sesenta millones de criaturas después de que la Corte Suprema declaró de modo torticero en 1973 que el aborto es un derecho constitucional de la mujer. Por consiguiente, la consigna hoy en día es atacar a católicos, evangélicos y todos los demás que representen obstáculos para estos proyectos. Las libertades de religión y de conciencia están por ello en grave riesgo.
Para la cosmovisión cristiana, la idea del bien se vincula con la plenitud de la vida, en tanto que la del mal se refiere a su deterioro y destrucción. Por eso, la Iglesia habla de que lo que está en marcha hoy es una “Cultura de la Muerte” que por distintos caminos atenta contra la vida humana. Impuesto culturalmente el aborto, resulta fácil entonces pensar en el infanticidio y la eutanasia. Y si de lo que se trata es de reducir el número de participantes en lo que S.S. Paulo VI llamó el “banquete de la vida”, ¿por qué no pensar en lo que ya alguno que se dice científico acaba de proponer acerca de las licencias para procrear? De hecho, es lo que sucede en China con la figura del hijo único y la obligación de abortar que se impone sobre los que se salen de la fila.
Dentro de ese prospecto mortífero se inscribe el de destrucción de la obra maestra de la civilización cristiana: la familia nuclear heterosexual y monogámica. Todo conspira hoy en contra suya. Desde hace tiempos se ha facilitado y estimulado su disolución. Ahora se pretende desacralizarla mediante su equiparación con uniones que otrora se consideraban aberrantes, pues la parodia es medio expedito para aniquilar las instituciones.
Parece sensato considerar que todo derecho individual, máxime si se lo declara fundamental, debe ser un medio para el bien tanto de sus titulares como de la comunidad. En otras palabras, los derechos deben sustentarse en consideraciones morales. Y estas versan sobre materias complejas en las que se ponen en juego múltiples circunstancias. El sentido de justicia tiene que discernir en toda situación lo atinente al individuo que la reclama, pero también lo que pueda afectar a terceros y a las comunidades.
Edgar Morin ha llamado la atención sobre este asunto crucial, mostrando que siempre será necesario sopesar los intereses individuales, los comunitarios y los de la especie. Ese discernimiento de lo complejo ya lo habían advertido Aristóteles y Santo Tomás de Aquino al examinar la virtud de la prudencia. Y el Aquinatense profundiza el tema con su insistencia en la virtud de la sindéresis.
La teoría de los derechos en boga admite que, en efecto, el reconocimiento de los mismos implica darles alcances morales. Pero acto seguido se procede a desvirtuar el significado de la moralidad, adhiriendo al relativismo moral y declarando que, como ninguna concepción de la moralidad puede invocar validez más allá de la adhesión que por obra de la fe le presten unos sujetos, la normatividad jurídica y, por ende, la autoridad pública deben adoptar como norma suprema de la moral la tolerancia de todo aquello que no haga daño a terceros sin su consentimiento. Lo censurable será entonces censurar los comportamientos de los demás. Lo inmoral no es dar mal ejemplo, sino el reproche a quien lo da.
Estas conclusiones se desprenden de un grave desconocimiento de la naturaleza de la moralidad, del papel que juega la autonomía del individuo en el despliegue de aquella y de las posibilidades de nuestra racionalidad. Su punto de partida es, en efecto, la tesis de que no hay una verdad moral accesible a nuestro conocimiento. Pero si ello es de ese tamaño, ¿por qué razón tenemos que admitir que la regla suprema y casi única de la moralidad sea la tolerancia? ¿Es esta una verdad moral, o simplemente una regla empírica tendiente a eliminar las controversias morales en las comunidades y permitirles a los libertarios que obren como les plazca?
El discurso sobre la tolerancia y la igualdad ubica en el mismo plano situaciones que ameritan tratamiento diferente. Es posible que cierta lectura de Kelsen haya difundido la tesis de que la normatividad jurídica solo autoriza o prohíbe comportamientos (“Lo que no está jurídicamente prohibido está permitido”), de modo que entre lo uno y lo otro no quepan otras opciones.
Se olvida que en todo ordenamiento se contempla lo que es encomiable, lo que es tolerable, lo que es desaconsejable y lo que es reprimible, siempre en función de las conveniencias colectivas.
Pero el bien común, que para los clásicos es concepto clave para predicar la racionalidad del universo jurídico-político, ya es apenas un convidado de piedra que se cree que no es digno de consideración al momento de definir asuntos de tanta importancia como, por ejemplo, la adopción por parte de parejas homosexuales, en lo que tampoco se piensa en el niño, pues lo que interesa es exclusivamente la autosatisfacción de los interesados en adoptar y golpe moral que se propina a la institución familiar.
Una vieja discusión que tuvo agrios ribetes en la Edad Media versa sobre si la normatividad, trátese de la jurídica o de la moral, se funda en la razón o en la voluntad.
Es bien conocida la postura que al respecto mostró Santo Tomás de Aquino con su definición de la Ley: “Ordenación de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene a su cargo el cuidado de los asuntos de la comunidad”.
El reconocimiento de cada derecho debe, por consiguiente, ponderar las razones para otorgarlo y regularlo, no solo en función de las aspiraciones de quienes lo piden, sino de los legítimos intereses de terceros y, sobre todo, de las comunidades.
Pero lo que se observa a menudo es el reclamo de falsos derechos o la idea de llevar al extremo derechos que convendría acotar cuidadosamente. Es la voluntad de ciertos grupos de presión que muchas veces acuden a la gritería e incluso a la violencia lo que termina imponiendo ciertos derechos. No es raro que la fuerza que los promueve radique en el deseo y, por lo tanto, en la oscuridad de las pulsiones del inconsciente.
So capa de la trajinada dignidad humana, termina sacralizándose el deseo. Los ejemplos abundan. Por ejemplo, ¿no se le ocurrió a la Corte Constitucional que por medio de un fallo de tutela había que modificar el régimen de suministro de fármacos para darle Viagra a un paciente que por obra de la diabetes sufría de impotencia? Había que sacrificar todo el ordenamiento para permitirle al diabético saciar su apetito sexual.
La revolución cultural en marcha a que me refiero hace parte de un programa de más amplio espectro: el Nuevo Orden Mundial (NOM).
Para impulsarla y llevarla a término se están empleando todos los medios imaginables. La educación, la comunicación social, el entretenimiento y la cultura en general están a su servicio, pues hay clara conciencia de que por estos conductos se llega eficazmente a las masas y es posible transformar sus actitudes, sus valoraciones y, en fin, sus mentalidades. La ONU y otras organizaciones internacionales, así como fundaciones que cuentan con abundantísimos recursos financieros son sus principales promotores. De ese modo, influyen en convenios y programas que vinculan jurídica o financieramente a los gobiernos para imponerles sus directrices.
En el orden nacional, las consignas se articulan por donde sea posible: Constitución, leyes, decretos, resoluciones o directrices ejecutivas, sentencias. Por ejemplo, cuando no se obtiene algo en la esfera legislativa, se acude entonces a la jurisdicción, preferiblemente la constitucional. Es el caso del matrimonio homosexual: el proyecto para regular este tipo de uniones se frustró en el Congreso; entonces, se optó por llevar el tema a la Corte Constitucional, que mediante un fallo abusivo desconoció el texto rotundo del artículo 42 de la Constitución y le fijó plazo al Congreso para que legislara al respecto. Como el Congreso no es presa fácil para estas iniciativas, a pesar de su claudicación al aprobar la reforma al Código Penal que introdujo el delito de hostigamiento, la Corte Constitucional es el escenario predilecto para iniciativas que se inscriben dentro de la agenda del NOM, como el aborto o la adopción por parte de parejas homosexuales.
Producido el fallo sobre al aborto, inmediatamente las autoridades administrativas en el ramo de la salud procedieron a expedir órdenes para obligar a entidades de salud y servidores de las mismas a ponerlo en ejecución, como si hubiese mediado concierto previo para el efecto.
Capítulo aparte merecen las iniciativas en torno de la instrucción sexual en las escuelas. Entre nosotros, el asunto se ha manejado por el ministerio de Educación, así como por las autoridades distritales, departamentales y municipales, por medio de cartillas de las que la opinión pública no se entera. En otros países, como Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Alemania, Suiza, España o Francia, se han suscitado ásperas discusiones al respecto.
El caso de Francia es ilustrativo, no solo por su palpitante actualidad, sino por el vigor con que las comunidades están reaccionando frente a programas que están dirigidos claramente a imponer la homosexualización de la sociedad a partir de la más tierna infancia.
Muchas voces sensatas han llamado la atención acerca de que estas iniciativas deberían decidirse a través de reformas constitucionales, preferiblemente por la vía del referendo, habida consideración de su impacto en la vida colectiva. Pero los promotores de esta revolución prefieren, como se dice coloquialmente, las travesías, que son expeditas y solo suscitan debates cuando ya se está en presencia de hechos cumplidos.
Pensar en todos estos temas desde la perspectiva católica entraña, sin lugar a dudas, ir en contravía de la Modernidad, la Postmodernidad o lo que se quiera. En realidad, es oponerse a los designios del Príncipe de este mundo. Y es en situaciones como las que presenciamos como se advierte la pertinencia del siguiente pasaje de Mt. 10:34,1:
“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”
Creo que las facultades de Derecho de las universidades católicas deben abrir espacios de reflexión sobre la responsabilidad que les incumbe en estos momentos en que seguir los dictados del Evangelio equivale a tomar la cruz de que nos habla el Señor.
Es una responsabilidad que se contrae, primero que todo, con los padres de familia y los alumnos, que aspiran a que se les imparta una formación que no solo respete su fe, sino la aquilate. Pero es también una responsabilidad respecto de la Iglesia que las patrocina; de los creyentes que confían en que los pensadores católicos los orienten, ilustren y defiendan; de las comunidades en general, que quiéranlo o no, necesitan la luz del Evangelio; y, por supuesto, es una responsabilidad ante Dios mismo.
Puede haber algunas iniciativas provechosas para estos espacios de reflexión.
Por ejemplo, hace algún tiempo convine con el padre Uribe Carvajal un programa para tratar sobre la espiritualidad en la política. El padre Uribe tenía una visión más amplia: la espiritualidad en cada una de las profesiones y, por supuesto, en la jurídica. Pero faltó el número necesario de interesados y hasta ahí llegó la iniciativa. Creo que hoy urge intentarla de nuevo.
En Chile tuve oportunidad de asistir a un evento de notable importancia que promovió la Universidad de Santo Tomás bajo el nombre de “Católicos y vida pública”. Es algo que aquí podría promoverse, así fuere en términos menos ambiciosos que los de quienes desarrollan este programa en distintos lugares del mundo.
Desafortunadamente, debido a dificultades domésticas, no he podido asistir a los últimos congresos de juristas católicos que se han celebrado en Bogotá bajo los auspicios de la Universidad Católica de Colombia, la de la Sabana y otras más. La UPB podría estimular a los abogados de nuestro medio que sientan el compromiso de dar testimonio de su fe en el Evangelio, para organizarse y hacerse sentir en la escena colectiva como juristas católicos.
También podría interesarse a medios de comunicación social importantes para que otorgaran a los juristas católicos la posibilidad de difundir sus opiniones sobre los temas que los inquieten.
No sobra recordar acá lo que dice el Evangelio:
Mateo 10, 24-33: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo".
¡Excelente! El Evangelio y el Derecho perfectamente van de la mano, unidos por la Justicia. Juanfer
ResponderEliminarExcelente artículo, como todos los suyos!!! 2.000 años de vigencia de las enseñanzas de nuestro Señor y del pensamiento de la Iglesia Católica, por ser la Verdad, han prevalecido contra efímeras y superficiales corrientes que desconocen lo trascendental y atentan contra la libertad, la igualdad y la dignidad humana.
ResponderEliminarAl respecto le recomiendo el artículo titulado "Enseñanza del derecho en la universidad pública y legítima laicidad" del profesor argentino Jorge Guillermo Portela, muy acorde con lo que propone en su columna.
ResponderEliminarSaludos cordiales