jueves, 27 de septiembre de 2012

Esas abortistas ávidas de sangre inocente

Sea por obra de la mala Constitución Política que nos rige, ya en virtud de un deplorable deterioro de nuestra institucionalidad, en las últimas semanas nos ha tocado presenciar un espectáculo bochornosos como el que más.

Se trata de la confrontación entre la Corte Constitucional y el Procurador General de la Nación, generada a partir del fallo de tutela de tres magistrados que, por el influjo de un grupo de presión abortista  liderado por Mónica Roa, les ordenaron al segundo y a dos de sus subalternas que se retractaran de los conceptos que habían emitido en torno de lo que por un hipócrita subterfugio se viene denominando como “derechos sexuales y reproductivos de la mujer”, en lugar de aborto a secas, y de los efectos de la famosas “pastilla del día después”, que los magistrados insisten en que se los llame “anticonceptivos” y la Procuraduría ha considerado como “abortivos”.

Este evento es uno más de los “choques de trenes” que se han hecho ya proverbiales en nuestra práctica institucional.

Como todos ellos, sus efectos en la salud de la república son desastrosos. De choque en choque llegaremos algún día a alguna solución de fuerza que terminaría dando al traste con nuestro ordenamiento  constitucional.

Por lo pronto, formularé algunas glosas sobre lo sucedido.

La primera tiene que ver con el procedimiento que ha dado lugar a la confrontación, esto es, la acción de tutela.

La pregunta obvia que uno se hace de entrada es:¿se dieron los supuestos constitucionales para el ejercicio de esta acción por parte de Mónica Roa y sus más mil compañeras probablemente no vírgenes ni mártires?

De lo que se ha publicado se colige que todas ellas consideran que las opiniones del Procurador y sus subalternas dizque vulneraron o amenazaron gravemente sus “derechos sexuales y reproductivos”, enmarcados dentro de conceptos más amplios como la vida digna, la salud y otros, de modo tal que las accionantes no tenían otra posibilidad efectiva de ampararlos, sino por medio de la acción de tutela.

Parece lógico inquirir si las peticionarias estaban dentro de las tres causales justificativas del aborto que por sí y ante sí, llevándose de calle la Constitución y la lógica, consagró un funesto fallo de la Corte Constitucional, de suerte que, por las opiniones de la Procuraduría, se les hubiese negado la posibilidad de interrumpir voluntariamente sus embarazos.

También parece lógico averiguar si estaban en plan de tener algún acceso carnal que se viera frustrado por la opinión de la Procuraduría acerca de los efectos abortivos del famoso fármaco, o si lo tuvieron y no pudieron tomarlo por miedo a que la justicia penal hiciese suya esa opinión.

No conozco el expediente sobre el que se produjo el fallo de los tres magistrados, pero albergo la idea de que pasaron por alto lo que el más modesto juez habría mirado de entrada, a saber, si se probaron los supuestos fácticos para el ejercicio de la acción.

Da la idea de que las accionantes ni siquiera se esmeraron en demostrar esos supuestos fácticos y que lo que hicieron, como suele ser ya de usanza, fue plantear unos supuestos hipotéticos, como los siguientes: “si yo quedara embarazada, las opiniones de la Procuraduría me impedirían acudir a la interrupción voluntaria de la gestación” o “si yo tuviera una cópula no podría impedir la concepción sobreviniente porque el Procurador opina que la “píldora del día después” es abortiva”.

Si un humilde juez hubiese otorgado el amparo bajo estos supuestos hipotéticos y en ausencia de todo elemento probatorio, habría hecho el hazmerreír y probablemente habría perdido el puesto o las posibilidades de ascenso en la carrera judicial. Pero si la que decide es nada menos que la Corte Constitucional, entonces hay que inclinarse ante su portentosa sabiduría.

Este asunto no habría ido más allá si hubiese mediado esta elemental reductio ad absurdum que acabo de sugerir y si no fuese porque había tras bambalinas otros ingredientes, como la presión del colectivo abortista, la ideologización de la justicia constitucional y el cometido político de oponerse a la reelección del procurador Ordóñez.

Digo, pues, que acá nos encontramos ante uno de los casos más aberrantes de distorsión y manipulación de la figura de la Tutela que haya sido dable conocer en los más de cuatro lustros que lleva de vigencia.

Veamos la segunda glosa que se me ocurre.

El fallo de los tres sapientísimos magistrados ordena que el Procurador y dos Viceprocuradoras se retracten de unas opiniones, y sugiere que, en virtud de tales retractaciones, las mil y más accionantes ya podrán follar a sus anchas sin temor a quedar en embarazo o, al menos, a no poder impedir su iniciación con la tal píldora, o a interrumpirlo, si derivare en alguna de las tres famosas causales.

Pues bien, ¿tanto poder tienen esas opiniones, tanto caso se le hace a la Procuraduría, tal capacidad tienen sus conceptos para hacer que la justicia penal se ajuste a ellos al pronunciarse sobre causales de justificación del aborto o de casos de uso de la “píldora del día después”? ¿Puede impedir la Procuraduría que las clínicas, los médicos y las droguerías atiendan a quienes demanden la “interrupción voluntaria del embarazo” o la mencionada píldora?

A primera vista, si uno cree que la Procuraduría está equivocada en un concepto dado, hay otros medios más razonables para pedirle que corrija sus apreciaciones e incluso están a la mano las acciones judiciales ordinarias.

Pero acá no se trataba de ser obsequiosos con el rigor jurídico, sino de darle  un “golpe de opinión” al Procurador.

Y acá viene la tercera glosa: la violación en que ha incurrido la Sala, esa sí grave y flagrante, de los derechos del Procurador a las  libertades de conciencia y expresión.

El fallo en comento no solo refuerza la ya ominosa tendencia de los jueces a la dictadura, sino que va más allá, al poner de manifiesto la persecución religiosa en contra de las creencias del Procurador, que son además las de la inmensa mayoría de los colombianos.

Casi al mismo tiempo, la Corte Constitucional, en otra decisión, dispuso que en los documentos oficiales no podrán mencionarse textos bíblicos ni de escrituras sagradas.

Estas dos providencias de la Corte Constitucional marcan pautas claras. So pretexto del carácter aconfesional o laico de la Constitución, se pretende que lo religioso y, específicamente lo cristiano y lo católico, queden relegados a la esfera íntima de la conciencia, de modo que no sean admisibles sus manifestaciones en la esfera de lo público.

Acá hay mucha tela para cortar y por ello será en otra oportunidad que me ocupe a fondo del asunto, pues no quiero fatigar al lector antes de exponer mi cuarta y, por ahora, última glosa.

Me refiero al tema de fondo de la discusión, que es el aborto.

Es tema en el que la discusión se mueve en un ambiente sórdido, pues, como escribí en Twitter, al debatirlo hay que enfrentar a esas abortistas ávidas de sangre inocente.

En mis Lecciones de Teoría Constitucional puse de manifiesto que la doctrina dominante en materia de derechos fundamentales ha perdido el norte moral.

Así se ve en todo lo que concierne al ámbito de las costumbres. Hasta la venerable noción de “buenas costumbres”, que tanta importancia tuvo en el derecho civil a lo largo de siglos, se ha visto relegada al “rincón de los recuerdos muertos”, de que habla un precioso tango de Homero Manzi. Ya ha perdido todo su vigor, pues ha sufrido el embate del relativismo moral que amenaza con desquiciar los cimientos de la civilización en que nacimos.

 

 

domingo, 9 de septiembre de 2012

Las Farc al asalto del poder

La historia es pródiga en casos de grupos minoritarios, pero audaces, decididos e implacables que han logrado tomar el poder en las sociedades gracias a la debilidad, la candidez, el descuido e incluso la traición de quienes tenían el deber de protegerlas.

Es lo que podría suceder en Colombia a raíz del desatinado diálogo que proyecta iniciar Santos con las Farc.

A nadie, salvo que se trate de los turiferarios del régimen, escapa que este proceso empezó mal.

En primer lugar, según dijo Chávez, fue Santos el que le pidió ayuda para convencer a las Farc a fin de que entrasen en tratativas con su gobierno con miras a la búsqueda de la paz. Dicho en pocas palabras, fue él quien izó la bandera blanca, ofreciéndoles prácticamente la rendición.

En segundo término, el Marco Jurídico para la Impunidad que aprobó el Congreso bajo una grosera presión de Santos, de entrada les puso a los subversivos en bandeja la Constitución. De ese modo, lo que  debía ser tema de discusión a lo largo del proceso se convirtió en presupuesto del mismo.

En tercer lugar, Santos comienza estas negociaciones cuando  su periodo presidencial tiene, como se dice entre nosotros, “el sol a sus espaldas” y su gestión ya no goza del apoyo que al principio le brindaron los colombianos, pues lo rodea  una opinión pública dividida que en buena parte se halla  indignada y asustada.

En cuarto lugar, los diálogos se iniciarán con las Farc recuperando terreno frente a un ejército desmoralizado porque, si bien cuenta con un gran apoyo dentro de las comunidades, las tres ramas del poder público se han negado a darle la protección jurídica que requiere frente a sus enemigos agazapados  en la judicatura y los órganos de control.

En fin, el Pacto de La Habana, suscrito dizque por “Plenipotenciarios” de Santos y de las Farc, en vez de tranquilizar, inquieta  por las gravísimas omisiones y concesiones que pone de manifiesto.

Así Santos diga con su habitual garrulería que en este proceso no se incurrirá en los errores de los que hubo en el pasado, con los que ya ha cometido se ve claro que ha quedado a merced de las Farc, las cuales le imprimirán la dinámica que deseen.

¿Qué quieren las Farc?

No es improbable que cuando el proceso haya avanzado lo suficiente, la consigna implícita que anime a sus negociadores sea, parafraseando la de los comunistas rusos en 1917,  la de “Todo el poder para las Farc”.

Las Farc siguen siendo una organización narco-terrorista animada por una obsoleta ideología de corte estalinista. Las autoridades no las han derrotado, sino que les han implorado que se sienten a dialogar. No son comunistas arrepentidos de su ideología y deseosos de convertirse así sea a la social-democracia u otras denominaciones de izquierda moderada. Por el contrario, creen a pie juntillas en los dogmas del totalitarismo y aspiran a imponer el modelo cubano de economía centralizada, planificada y estatizada, así como el régimen de Estado policíaco, democracia de partido único y severísimas restricciones de las libertades públicas.

¿Qué se podría negociar en materia de régimen político, social y económico que no implique el sacrificio de valores fundamentales para ellos y para nosotros? ¿Cómo dialogar mientras las Farc conserven el poder de atacar a las poblaciones, intimidar a las comunidades, cometer actos terroristas, continuar con la práctica de sus mal llamados ajusticiamientos, extorsionar a los empresarios, secuestrarlos, reclutar menores, ejercer el narcotráfico en todos sus aspectos, movilizar a sus milicias urbanas, presionar mediante la violencia a los negociadores del Estado, etc?

El propio Santos, no se sabe si por ingenuidad o por cinismo, ha alertado a los colombianos sobre la necesidad de la templanza frente al incremento de las agresiones tendientes a quebrar la capacidad de resistencia física y moral de las comunidades, sobre todo cuando se presenten dificultades en las negociaciones por exigencias desmedidas de las Farc.

Por otra parte, Santos no le ha explicado al país cuál sería el modus operandi para instrumentar los acuerdos a que eventualmente se llegaría a partir de esos diálogos.

Es claro, a la luz de nuestro ordenamiento institucional, que esos acuerdos tendrían que someterse a aprobación por parte del Congreso en lo que impliquen reformas constitucionales y legales, bien sea para que aquel decida sobre ellos directamente, ora para convocar al pueblo con miras a que sea este mismo el que los apruebe.

Si el término fijado para las negociaciones es de un año, su vencimiento se dará en octubre de 2013, en vísperas del comienzo de la campaña electoral para la elección de congresistas y la que sigue para elegir Presidente.

Los tiempos no dan para que el actual Congreso se ocupe de evacuar esos supuestos acuerdos, a menos que se utilice la vía rápida del referendo que prevé el artículo 378 de la Constitución, caso en el cual su celebración tendría que ser anterior a las elecciones.

Piénsese, pues, en la situación caótica que se presentaría con unas elecciones antecedidas por una campaña centrada en la discusión de esos eventuales acuerdos con las Farc y en las que éstas harían uso de todo su potencial de intimidación contra los partidos políticos, los sectores sociales y, por supuesto, los votantes mismos.

¿Piensa Santos que tendrá todo el poder jurídico y fáctico para imponer por sí y ante sí esos eventuales acuerdos, en los que desde ya podemos predecir que habrá claudicaciones humillantes y desastrosas para nuestra institucionalidad?

Dicen los mentecatos que llevan hoy la vocería del Estado que si este proceso conduce a soluciones negociadas representará ganancias inequívocas para Colombia, como si ya supieran qué es lo que se va a convenir. Agregan que si fracasa, será muy poco lo que se pierda. Cito, por ejemplo, lo que ha dicho el ya conocido por el público como Simón el bobito.

Pues bien, de antemano sabemos que lograr que las Farc acepten una solución negociada implicará tremendos sacrificios de toda índole, a punto tal que el expresidente Betancur ya ha dicho que a la paz hay que llegar a cualquier precio. Pero,¿cuál sería ese precio extremo?¿El de decirles a las Farc que ya ganaron y nos dejen algún irrisorio premio de consolación?

Lo que yo veo venir son los actos de fuerza, las tomas de pueblos y haciendas, las marchas populares, los paros cívicos y nacionales, las huelgas interminables y, en fin, la generación de un ambiente revolucionario acorde con las técnicas de agitación y movilización de masas que los subversivos han estudiado a lo largo de décadas, así como la debilidad de la respuesta de las autoridades, dizque para no afectar los diálogos ni quedar mal con facilitadores y acompañantes como los gobiernos de Venezuela y Cuba.

El expresidente Uribe, como voz que clama en el desierto, ha alertado sobre la estulticia que significa poner al lado de las mesas de negociación a los cómplices internacionales de las Farc, con capacidad de presionar a los representantes del gobierno a fin de que sean tolerantes con los desmanes de aquellas.

Se afirma por ahí que la presencia y el respaldo de la comunidad internacional son prenda de garantía de la corrección de los diálogos, pues las Farc quedarían muy mal frente a un mundo globalizado que ya no ve con buenos ojos el recurso a la fuerza para solucionar los conflictos políticos internos.

Pues bien,¿les duele a las Farc la mala imagen ante la comunidad internacional? ¿Se volvieron decentes de la noche a la mañana?¿Se pusieron la corbata para entrar a ese club?

Y,¿qué es en definitiva esa comunidad, sino una entelequia más o menos difusa, diríase que fantasmal, proclive a tolerar todos los atropellos que la Realpolitik encuentre que no sólo no puede impedir, sino que de algún modo les convienen a  los que la controlan?

Según Santos, los que lo criticamos somos como esos perros que salen a ladrarles a los caminantes intentando desviarlos de la ruta que llevan. Pero ya sabemos que él no se saldrá de la suya, pues su arrogancia y su frivolidad tienen inexorablemente trazado el camino de su tumba. Nada podemos hacer, salvo alertar y lamentarnos, pues no nos será posible ni siquiera prepararnos para el desastre.

Me decía antier un destacado ganadero:”¿a quién podría venderle hoy mis tierras y ganados, si todos los inversionistas están asustados con lo que se ve venir?” Y lo mismo están pensando los que tienen intereses en la minería, en los hidrocarburos, en la agricultura, etc.

Cuando aparezcan las iniciativas de las Farc, avaladas por las mesas que se van a instalar en todo el país, cundirá el pánico de los industriales, los comerciantes, los banqueros y hasta los dueños de los medios que hoy aplauden ciegamente las iniciativas de Santos. Entonces, habrá llanto y crujir de dientes.

¿Piensa Santos que cuando su contraparte, Timochenko, anuncia que los suyos han jurado vencer y vencerán, está simplemente pensando con el deseo y haciendo un discurso de ocasión para el gusto de la galería?

Guerra civil, golpe de Estado, dictadura de un lado o del otro, baño de sangre en los campos de Colombia, no son hipótesis alocadas en estos momentos, sino posibilidades ominosas que cobran viabilidad a partir de la ceguera de un gobernante irresponsable. Repito, no sería la primera vez que algo así sucediera en la historia.

martes, 4 de septiembre de 2012

Justicia+Solidaridad+Reconciliación= Paz

Hay una bella oración que se reza en Santa María de la Paz en la que se pide por la paz que es fruto de la justicia, la solidaridad y la reconciliación.

La paz social es un concepto difícil de definir, por cuanto todas las sociedades son competitivas y conflictivas, pero quizás pueda decirse que la hay cuando los distintos grupos que la conforman aceptan resolver sus conflictos reales o potenciales por la vía del diálogo y, en última instancia, por la de los procedimientos jurídicos.

En el primer caso, todos ellos admiten unas reglas de juego básicas para ventilar sus diferencias.

Cuáles deban ser esas reglas es uno de los temas fundamentales de discusión del pensamiento jurídico-político contemporáneo, tal como se ve en los escritos de Rawls o de Habermas, por ejemplo, en los cuales se privilegian los consensos como referentes supremos de la juridicidad.

En el segundo caso, las partes se someten a reglas que se crean y aplican por terceros en cuya imparcialidad todas ellas confían. Ahí entra en juego la idea del Estado como instancia suprema de solución de conflictos a través de la Regla de Derecho y la administración de justicia.

Puede considerarse que en estos casos se ponen en función, por una parte, la idea de autonomía y, por la otra, la de autoridad. Pero en ambos hay denominadores comunes de confianza, lealtad y seguridad de que lo que se resuelva será respetado por todos.

Muchos creen que la civilización consiste precisamente en que se decidan las diferencias entre los seres humanos por una de esas dos vías o por combinaciones de ambas. Pero cabe observar que también en los pueblos que se consideran primitivos obran eficazmente esos dos procedimientos, y que, en cambio, no siempre en las sociedades que se consideran a sí mismas civilizadas se les brinda a ellos el respeto que merecen.

Muy a menudo, en estas últimas la aceptación de los procedimientos supuestamente jurídico-racionales de prevención o solución de conflictos colectivos es más bien resultado de la imposición de unas partes sobre otras, que, en consecuencia, podrían sentirse discriminadas y  solo a regañadientes terminan sometiéndose a las decisiones que se adopten.

Menciono estas consideraciones a propósito de lo que hasta el momento se conoce acerca del acuerdo a que acaba de llegar el gobierno de Santos con las Farc para iniciar conversaciones con miras a la búsqueda de la paz en Colombia.

Se supone que el resultado óptimo de las mismas conllevaría que los alzados en armas terminarán renunciando al uso de las mismas y desmovilizando sus estructuras, de suerte que en adelante desarrollarán su actividad política con sujeción a los cánones del Estado de Derecho.

Tal como se lee en las publicaciones de hoy, Santos parece pensar que la vía de la paz no se articula a partir del reconocimiento por las Farc de la legitimidad del Estado colombiano ni de la Constitución que lo rige, lo que implicaría para los guerrilleros la sujeción a algún grado de normatividad superior, sino que ambos, autoridades del Estado y guerrillas, se consideran como partes de un conflicto que se sientan a dialogar en condiciones de igualdad jurídica en procura de soluciones de consenso.

Según esto, el tristemente célebre Timoshenko quizás tenga razón en lo que dice de refundar el país por ese camino, lo que significaría entonces que a partir de hoy toda nuestra institucionalidad quedará en veremos. Las Farc la rechazan abiertamente y Santos admite, como premisa de las negociaciones, ponerla entre paréntesis.

No es el mismo caso de 1990 con el M-19, cuando se sacrificó la Constitución de 1886 en aras de la reinserción de sus efectivos y los de otros grupos subversivos, pero sobre la base de que se sometieran al dictamen de las urnas en la elección de una asamblea constituyente y admitiesen, por ende, la supremacía del régimen constitucional.

Los presupuestos sobre los que ha montado Santos esta empresa temeraria darán pie para muchas discusiones. Yo me atrevo a juzgar que lo suyo es de una irresponsabilidad atroz, pero no es a ello a lo que quiero referirme por ahora, sino más bien a las condiciones que plantea la oración que cité arriba.

La primera de ellas es la justicia. No hay que ser muy profundo en el conocimiento del mundo del derecho para advertir que, en efecto, una paz sólida solo es viable a partir de una sociedad justa.

Pero acá comienza el Cristo a padecer, pues si algo hay que suscite opiniones encontradas es el concepto mismo de sociedad justa y el modo de alcanzarla.

Es más, las diferencias de fondo de los regímenes políticos proceden precisamente de las ideas encontradas de justicia en que cada uno se funda. Y lo que se va a enfrentar en las mesas de diálogo que se pretende instaurar es precisamente un concepto de justicia marxista-leninista con unos conceptos que los ideólogos de la guerrilla tildan de burgueses y retardatarios.

Además de la discusión global sobre la idea de justicia, hay otras más concretas que versan en torno de las reivindicaciones de las víctimas del conflicto.

El documento que publicó hoy El Tiempo pone mucho énfasis en las víctimas de supuestos atropellos de parte de las autoridades y de los grupos paramilitares. Pero sesga de un modo muy inquietante el tema de las víctimas de la violencia guerrillera. Y uno se pregunta si hay verdadera preocupación por hacerles justicia, ya que los corifeos de estos acuerdos insisten en que para el logro de la paz será necesario aceptar ciertos déficits y sacrificios en esta materia.

El reino de la justicia es complejo a más no poder y no es con apreciaciones simplistas como debe de abordárselo, pues aquellos con quienes no se obre justamente tenderán a rebelarse contra las estipulaciones que se adopten.

Hay que recordar que la justicia es asunto en el que entran en juego relaciones de la sociedad con los individuos y los grupos que la integran, así como relaciones intersubjetivas. No es, como tiende a creerlo el pensamiento dominante en la actualidad, un tema de derechos individuales absolutos, sino de un delicado equilibrio entre muchos actores sociales.

Ahora bien, esperar ideas razonables de justicia de parte de las Farc es del todo ilusorio. Pero quizás lo sea más esperarlas de Santos y su séquito de tahúres y aventureros.

La segunda condición de la paz es la solidaridad, que va más allá de la justicia, por lo menos si se la mira en sentido estricto.

Si la justicia tiene profundas connotaciones morales, mayores aún son las de la solidaridad, y acá también tiene uno el derecho de preguntarse qué tan dispuesta se halla una sociedad tan impregnada de valores de corte individualista, sobre todo en sus clases dirigentes, a aceptar limitaciones y hacer sacrificios en aras de acciones solidarias que favorezcan la paz social.

Queda la tercera condición: la reconciliación.

Esta condición es la que mayor calado moral tiene.

Puede haber, en efecto, una justicia más o menos convencional y utilitaria, en la que se acepten unos sacrificios a cambio de ciertas ventajas. Puede haber incluso la aceptación de cargas solidarias, también en función de cálculos de probabilidades, tal como lo propone la teoría de los juegos. Pero la reconciliación que resulta de perdonar lo ocurrido y mirar hacia adelante sin desconfiar en los enemigos del pasado reciente ni conservar respecto de ellos sentimientos de odio y de venganza, exige una muy severa disciplina espiritual a la que quizás no esté dispuesto un pueblo al que las clases dirigentes tienen cada vez más corrompido con los valores negativos que promueven los medios de comunicación social y las instituciones educativas.

Bien se advierte, pues, que en la búsqueda y el logro de la paz hay compromisos morales muy severos.

Y lo que uno echa de menos en la iniciativa de Santos es precisamente la idea de que la moralidad haya debido animarla desde un principio, pues nada ha habido más inmoral en la política colombiana, después de lo que sucedió con la financiación mafiosa de la campaña presidencial de Samper, que la traición y el engaño de Santos a su electorado.

Santos dice que este proceso no podrá dilatarse indefinidamente. Todo sugiere que quiere tenerlo listo para aspirar a la reelección en 2014, pero esta premura juega en contra suya y del país.

A las Farc les bastará aplicarle la estrategia del cansancio, pues es Santos el que tiene más necesidad de los acuerdos y, por consiguiente, más ganas de lograrlos. Y si le aplican además la estrategia del incremento de la violencia, el país naufragará, como lo temo, en un baño de sangre.

Hoy me permití recordar en Twitter lo que dijo Raymond Aron cuando Giscard anunció, luego de ganar las elecciones presidenciales francesas, que buscaría entenderse con los soviéticos: “Ese joven ignora que la historia es trágica”.

Santos ya no es joven, pero no ha madurado y se comporta como un adolescente dominado por un sentido lúdico de la existencia. Dicen algunos de sus allegados, en efecto, que es un ludópata. Y está jugando con la suerte de Colombia.