Constitución y Razón de Estado
Los juristas que oficiosa u oficialmente asesoraron a Santos en la solución de la grave crisis constitucional que se produjo a raíz de la reforma a la justicia, invocaron distintas consideraciones en apoyo de la decisión de objetar la reforma y revocarla en sesiones extraordinarias del Congreso.
Algunas de esas consideraciones fueron de orden jurídico y se basaron en una interpretación extensiva del artículo 167 de la Constitución, que autoriza al Presidente para objetar proyectos de ley aprobados por el Congreso, pero calla acerca de los actos legislativos reformatorios de la Constitución.
Se dijo entonces que se trataba de un vacío normativo susceptible de resolverse por analogía, extendiendo a los segundos una solución pensada para los primeros y citando para el efecto un artículo del Reglamento del Congreso que permite precisamente que se acuda a la analogía, pero en lo que no sea contrario a la Constitución.
Pues bien, como la solución de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias para decidir sobre una reforma constitucional va abiertamente contra textos nítidos de la Constitución, al “Sanedrín de las Raposas”, que diría Laureano Gómez, se le ocurrió entonces la gran idea de sostener que, en tratándose de un caso extraordinario en que está en juego la más elevada conveniencia nacional, el Presidente está autorizado, como dijo el gárrulo fiscal Montealegre, a imponer una “interpretación heterodoxa y progresista” de la Constitución.
Este planteamiento, sin embargo, está muy lejos de ser progresista.
Ya estaba presente en el derecho romano con la fórmula “Salus publica suprema lex esto”, que en buen romance dice: “La necesidad colectiva es la suprema ley”. Y su trasfondo no es otro que la “Razón de Estado”, que tantos abusos e iniquidades legitimó a lo largo de siglos y contra la cual se ha erguido el constitucionalismo moderno.
Dicho de otro modo, lo progresista no es, como cree el Fiscal, que la Razón de Estado vuelva por sus viejos fueros, sino, por el contrario, que se la domeñe y someta.
En efecto, el progreso constitucional que conlleva la madurez de la civilización política entraña la sujeción a derecho, tanto de las antiguas prerrogativas soberanas de los gobernantes, como de los poderes discrecionales que por la fuerza de los hechos todavía les restan.
De las primeras se ocupa el derecho constitucional; las segundas son tema muy importante de la evolución del derecho administrativo, tal como se advierte en la doctrina sobre la desviación de poder, que procura controlar las atribuciones discrecionales confrontándolas con los motivos y los fines que deben inspirar el buen servicio público.
Me interesa acá el tema constitucional.
Si el Presidente y el Congreso, de común acuerdo, pudieran decidir que para un caso dado no se aplicase la Constitución, ¿qué normatividad aplicarían entonces?
Peor todavía:¿quién y cómo decidiría que se está en presencia de un caso excepcional para el que no rigiera la Constitución, sino una normatividad ad-hoc?
En el evento de que se trata, el barullo lo armaron la prensa, las redes sociales y Santos, pero este resolvió decir después, en su discurso de instalación del Congreso, que fue la primera la que sobreestimó los vicios de la reforma de la justicia.
Entonces, la lectura normativa podría ser como sigue:
"Dado que la Gran Prensa declara por sí y ante sí que una reforma constitucional es inaceptable, el Presidente está en el deber de pedirle al Congreso que la revoque, así sea de modo extemporáneo, en sesiones irregularmente convocadas y sin que esté autorizado para ello por la Constitución”.
Lo progresista, lo heterodoxo, lo más ajustado a los supremos intereses de la nación será, por consiguiente, presumir que en el ordenamiento constitucional hay ciertas atribuciones implícitas que permiten dejarlo de lado y reemplazarlo por normas ocasionales que suplan sus vacíos o deficiencias para resolver situaciones insólitas o que por la presión de los medios así se las considere.
Pero si la Constitución depende del supremo arbitrio presidencial, ¿cuál será en últimas su fuerza normativa?
Volvemos así al realismo extremo de Karl Schmitt, que sostenía que el poder soberano dentro del Estado reside en la autoridad que de hecho sea capaz de decidir sobre las situaciones excepcionales a través de la legislación de emergencia o de altas medidas de policía.
Lo otro que se pone de manifiesto acá es el extremo poder que se les reconoce a los medios y específicamente a la Gran Prensa, lo que demuestra que nuestra democracia no es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, ni muchísimo menos el de la “Rule of Law”, sino el de otra entelequia: la opinión y, más concretamente, los que dicen orientarla y, en el fondo, la manipulan.
Señalemos otro lunar, que es más bien una verruga, en la faz de esta situación.
Se trata de que Santos y sus ministros son tan responsables como el Congreso y las Cortes por lo sucedido con la reforma judicial. Pero, por una extraña suerte de prestidigitación, los errores gubernamentales en tan delicada materia no sólo no le generaron responsabilidades jurídicas, sino que terminaron acrecentando peligrosamente sus poderes, al autoadjudicarse, dizque con miras a corregirlos, unas competencia en materia de reformas constitucionales que ningún gobierno ha tenido en toda la historia de la república.
Un viejo y sapientísimo principio jurídico reza que nadie puede beneficiarse de su propia iniquidad. Sin embargo, Santos yerra y extrae ventajas de sus entuertos.
¿Habrase visto algo más ofensivo para el buen gobierno y el buen orden de la comunidad en toda nuestra historia?
Le escuché ayer a Rafael Nieto Loaiza en una brillante disertación que hizo en la Universidad Pontificia Bolivariana para inaugurar el semestre académico de la Escuela de Ciencia Política, un inquietante comentario sobre las dimensiones de la crisis de la confianza ciudadana en la institucionalidad que registran las últimas encuestas, en las que todas las altas autoridades civiles salen mal calificadas.
Ese descontento tendrá, tarde o temprano, repercusiones en el orden constitucional.
Por consiguiente, es hora de ir pensando seriamente en hacer los ajustes que convengan, no sea que haya que hacerlos después de sopetón y a las volandas, incurriendo en las deplorables improvisaciones de que está plagada la Constitución de 1991.
¡Excelente! Para enmarcar y fijar en todas las facultades de Derecho del país.
ResponderEliminarJealbo
Veo en este artículo, del Dr. Jesús Vallejo Mejía, implícita una necesidad en la coyuntura política colombiana:
ResponderEliminarYa no es suficiente encontrar un buen gobernante o líder nacional (como lo fue y lo es Alvaro Uribe Vélez). Hace falta encontrar buenos diseñadores e ingenieros constitucionales y, además, un movimiento político que los reúna, les dé coherencia, y que convenza a la Nación de la necesidad de reformar nuestras instituciones políticas. Hecho esto, la gran reforma sería la base de la estabilidad y el desarrollo de la Nación.
Hoy en día todo es inestable y pende de un hilo. La buena obra de un buen gobierno, puede ser desecha de la noche a la mañana por cualquier incompetente que se haga con el poder.
Asi piensa un jurista, un constitucionalista, un hombre de bien, un humanista que sabe que es y para que sirve el Derecho, como Ud. Dr. Vallejo! Lejos de Ud. el frivolo gobierno del filipichin que despilfarro la herencia de ocho años de trabajo democratico por la seguridad, el crecimiento economico y la cohesion
ResponderEliminarsocial!
Muy interesante, Dr. Vallejo.
ResponderEliminarSantos decide que una reforma no es buena, y se arroga poderes extraconstitucionales para defender la Constitución, violándola.
El eximio Álvaro Uribe Vélez, politiquero mentiroso como pocos en la historia nacional, quiso implantar un "EStado de Opinión", figura fascista donde las haya.
Qué bueno sería leer sus autorizados conceptos (los suyos, Dr. Vallejo, no los del inmoral Uribe) sobre este "Estado de Opinión", semillero de los desafueros más inicuos contra el Estado de derecho, el constitucionalismo liberal y democrático y, en fin, el ciudadano decente.
Me suscribo de Vd., muy cordialmente,
A. A. de C.
Pero Uribe respetó la decisión de la Corte constitucional a pesar que la inmensa mayoría lo apoyábamos
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