lunes, 7 de octubre de 2013
miércoles, 4 de septiembre de 2013
Las trampas de la paz
Para decirlo en términos del finado Alfonso López Michelsen, Juan Manuel Santos fue elegido con un “mandato claro”, consistente en doblegar a las Farc y el Eln, rematando así la tarea iniciada por Álvaro Uribe Vélez, y salvaguardar la dignidad nacional frente a vecinos hostiles que sin recato alguno les han brindado refugio y hasta auxilio a los guerrilleros que pretenden imponernos un régimen totalitario.
En uno de los actos de traición más reprensibles que haya presenciado la historia colombiana, Santos decidió desconocer de modo rampante sus solemnes compromisos electorales, alegando que no es títere de nadie y puede gobernar como a bien tenga.
Todo indica que la traición al electorado se urdió desde la campaña presidencial con su hermano y el consejero Jaramillo Caro, quienes quizás le metieron en la cabeza que él estaba llamado por la historia a traernos la paz a los colombianos que hemos sufrido más de medio siglo de violencia promovida por los comunistas.
Esto trae a mi memoria lo que dijo Raymond Aron cuando supo que el recién elegido Giscard se proponía apaciguar a los soviéticos que amenazaban a Europa occidental con avasallarla con sus tanques en menos de una semana:"Ese joven ignora que la historia es trágica".
De Santos, cuya frivolidad es aterradora, bien podría decirse lo mismo. Engolosinado con su idea de convertirse en un personaje histórico, corre el riesgo de que la posteridad lo vea como una figura tragicómica.
Es risible que les diga a las Farc que se apuren en llegar a un acuerdo porque la oportunidad para ellas es “ahora o nunca”, pues bien se sabe que el de la prisa para exhibir un flamante compromiso de paz es él, que aspira a la reelección y no tiene otra carta para jugar que esa.
A toda costa aspira a que las Farc le firmen algo antes de que en noviembre se venza el término que tiene para anunciar si quiere que sus conciudadanos lo reelijan. Muy probablemente lo harán, pero bajo los términos que quieran imponerle, pues entienden que si Santos claudicó ante Chávez y Correa, nada le impedirá arrodillarse ente ellas.
Ese acuerdo se decidirá a puerta cerrada entre los negociadores de Santos y los de las Farc, que se hicieron llamar plenipotenciarios en el grotesco documento que protocolizó el inicio de las conversaciones en La Habana.
Es un acuerdo para el que conviene reiterar que Santos carece del mandato claro de la ciudadanía. Se lo estipulará a espaldas suyas y sin que tenga oportunidad eficaz de agregarle o quitarle un ápice. La aprobación que se ha dicho que deberá otorgar el pueblo se le presentará en los términos draconianos de “tómelo o déjelo”.
Los golillas de Santos aspiran a convenir con las Farc un articulado dizque bastante simple para que la gente no se enrede al votarlo, quizás con unos pocos textos que deberán pasar primero por el Congreso y la Corte Constitucional, según lo dispone el artículo 378 de la Constitución Política.
No se han dado cuenta de que si el acuerdo se firma en noviembre, la convocatoria a referendo tendría que tramitarse en medio de la campaña que rematará en marzo próximo con la elección de nuevos congresistas.
Para agilizar la aprobación popular del acuerdo con las Farc, sus consejeros llevaron a Santos a proponer la reforma de la ley estatutaria que prohíbe que los referendos se voten simultáneamente con las elecciones de congresistas o las presidenciales.
Ese proyecto, que trata de aprobarse a marchas forzadas en el Congreso, violentando los derechos de la oposición, tiene un cometido explícito y otro tan oculto como tramposo.
Santos y sus voceros han dicho que con ello se busca garantizar la participación copiosa de la ciudadanía, pues temen que. si el referendo se convoca como lo exige la ley estatutaria, tal vez no se logre el umbral que prevé la Constitución para que se lo apruebe.
Esta justificación es engañosa a más no poder, pues si algún tema sería capaz de convocar a la inmensa mayoría de los ciudadanos es precisamente el de un acuerdo de paz con los guerrilleros.
Sucede que hay un propósito que el gobierno no confiesa, porque es inconfesable.
En efecto, Santos y los congresistas de la U que traicionaron a sus electores no tienen otro programa para presentarse a elecciones que el acuerdo con las Farc. Entonces, pondrán a andar toda la maquinaria gubernamental con miras a presionar a la ciudadanía para que elija entre la paz que ellos representarían y la guerra que los escépticos y los enemigos del acuerdo, sobre todo los uribistas del Centro Democrático, estarían aupando.
Al lado de la maquinaria oficial estarían las Farc presionando por la fuerza de las armas a las comunidades para que voten en sí a la propuesta de referendo y por los candidatos amigos de la misma.
Queda claro, entonces, que en las elecciones operaría una auténtica tenaza Santos-Farc tendiente a forzar unos resultados favorables al acuerdo, bien sea por la presión mediática, por la compra de electores a cambio de favores oficiales o por la intimidación guerrillera.
Lo que no parecen haber previsto Santos y sus estrategas es la posibilidad de que el pueblo reaccione en contra, rechace la propuesta y se niegue a reelegir a los traidores, o que de la votación a favor y en contra resulte un empate técnico que haga políticamente inviable lo acordado con las Farc.
Santos y su claque andan diciendo que en aras de la paz habrá que tragarse unos cuantos sapos. Pero al tenor de la incompetencia de su equipo negociador, de la voracidad de las Farc y de la urgencia que él tiene de presentar algo para su reelección, lo que cabe esperar es que quieran que el país se trague la rana venenosa del Chocó, como lo escribí en Twitter esta mañana.
En tal caso, la disyuntiva para los ciudadanos no sería la de escoger entre la paz y la guerra, sino entre la rendición abierta o velada ante las Farc y la continuidad del actual estado de cosas.
Al país lo están engañando con el señuelo de una paz cosmética que, simple y llanamente, servirá para encubrir nuevas y quizás peores confrontaciones que las que hemos padecido.
Cierro con otra evocación del pensamiento de López Michelsen, quien decía que para negociar con las Farc sería necesario derrotarlas primero. Santos, con su prurito de pasar a la historia, no le dio tiempo al tiempo y corrió a presentarles la bandera blanca y tenderles el tapete rojo que les permitirá, como también lo dijo López, ganar en la mesa de negociación lo que no pudieron obtener en los campos de batalla.
Como dice atinadamente Rafael Nieto Loaiza, esperemos que cuando llegue ese momento estemos bien confesados.
lunes, 5 de noviembre de 2012
Convicciones, lealtad y gratitud
En Youtube quedan huellas de la discusión que dos personajes acerca de los que bien puede decirse “que entre el diablo y escoja” sostuvieron a través de la radio Caracol.
El debate enfrentó a Juan Manuel Santos y Darío Arismendi cuando aquel, en su campaña presidencial, se sirvió de un locutor que imitaba la voz de Uribe para invitar a que se votara por él.
Por esas mismas calendas, el propio Santos asumió el papel de Uribe para presentarse ataviado con sombrero aguadeño y poncho de algodón, el que los arrieros antioqueños llamaban mulera.
Arismendi, que no es conocido propiamente por sus escrúpulos, se escandalizó con esa burda patraña y le dijo a Santos públicamente que esa era una picardía. Santos respondió haciendo alarde de cinismo:"A mí me gustan las picardías".
El comportamiento de Santos durante su campaña presidencial mostró el talante moral de lo que iba ser su gobierno, duramente señalado por Luis Carlos Restrepo como “el gobierno de la mentira”. Hay que añadir que concomitantemente con ella, es el del disimulo, la deslealtad y la traición.
Bien dijo hace poco Oscar Iván Zuluaga, en declaraciones para El Espectador, que no le aceptó el ofrecimiento que le hizo del cargo de ministro del Interior porque “Uno en política tiene que tener convicciones, lealtad y gratitud”, que es lo que precisamente se echa de menos en Santos.
Ya la gente ha olvidado su falta de lealtad con Noemí Sanín y, por ende, con el Partido Conservador, cuando al tiempo que este la proclamaba como su candidata oficial, después de una ardua consulta popular, Santos le armó una disidencia con ayuda de Carlos Rodado y varios destacados personajes de la colectividad azul que hoy se arrepienten amargamente de ese mal paso que dieron.
El mismo Santos que en su deplorable discurso ante la U reclamó en fuertes términos la lealtad partidaria, alentó descaradamente la disidencia conservadora para minar así a su antagonista en la primera vuelta de la elección presidencial.
Es, además, el mismo que, según su portavoz oficial, la revista Semana, disgustado por el mal ambiente que encontró en el pasado evento de la U, "Al otro día llamó a Camilo Sánchez y concretó una comida que tenía pendiente con los 17 senadores liberales, a la cual asistió también el expresidente Gaviria", comida en la que "todo fue una luna de miel y todos quedaron felices"(Semana, Ed. 1592, p. 13).
Después de haberse atribuido mendazmente la paternidad del partido de la U, que dijo haber fundado para que sirviera de vehículo de sus ideas sobre la Tercera Vía, de haberlo declarado “su partido” y de haber exigido en duros términos lealtad para con él y obediencia para sus determinaciones estatutarias, en forma similar a lo que hace años se definió como una “disciplina para perros”, corrió a exaltar a los liberales haciéndose designar por Simón Gaviria como “jefe natural del partido”.
Es dudoso que en la historia de Colombia pueda haberse dado un caso semejante de promiscuidad política, como también es dudoso que el que les jura lealtad a todos pueda ser leal con alguno.
Comenté en Twitter que las palabras de Zuluaga que atrás cité iban dirigidas al “ojo de Filipo” de Santos, pues el distinguido aspirante a sucederlo en la jefatura del Estado, al hablar de convicciones, lealtad y gratitud como presupuestos necesarios para hacer política dignamente, le arrojó muy elegantemente un dardo mortal a quien ha dado muestras de carecer de todas tres.
En su excelente biografía de Rafael Reyes, recordaba Eduardo Lemaitre a esos jefes conservadores de la transición del siglo XIX al XX que hacían política sobre principios asentados firmemente en bases movibles.
El siglo XXI nos da en Santos una muestra cabal de esa caterva de políticos sin convicciones que con la misma retórica e igual tono afirmativo sostienen hoy la conveniencia o la necesidad de una línea de acción, y al otro día, sin ruborizarse, proclaman la contraria.
Santos no resiste la prueba de la “mortal doble columna”, pero se le da una higa que la practiquen, pues cree que el mundo de los políticos no se mueve por las convicciones, sino por la “mermelada” o el látigo de la “disciplina para perros”, y que a la opinión se la manipula por medio de una prensa y una dirigencia empresarial subyugadas y obsecuentes.
Sería interminable la lista de contradicciones en que ha incurrido Santos. Además, dadas las circunstancias actuales de postración moral de la política, ese ejercicio resultaría inocuo, pues solo a la indefensa gente del común, “el oscuro e inepto vulgo”, le molesta que la lleven a votar por unas consignas y los elegidos gobiernen con otras muy diferentes.
Es la gente sencilla la que se escandaliza con la incoherencia de los políticos, pero a estos no los inquieta el sentir popular, pues están convencidos de que los rebaños electorales terminarán obedeciendo a sus falaces consignas, salvo que los hechos tozudos las desvirtúen.
El pragmatismo extremo de esta “realpolitik” deteriora la institucionalidad de modo tal que, cuando llegan los momentos de crisis, fácilmente se viene abajo porque la gente ha dejado de creer en ella.
Santos, como los políticos de su estirpe, ignora que las instituciones reposan sobre fundamentos morales, representados precisamente por la coherencia y la lealtad que dan pie para que se consolide la confianza ciudadana. Cuando esta se pierde, la institucionalidad se hunde, como lo prueba con múltiples ejemplos la historia que Santos al parecer ignora o, al menos, desafía.
En un libro de Guglielmo Ferrero que debería de ser texto de lectura obligada para todos los que aspiren a entender la política y actuar en ella, “El Poder o los genios invisibles que gobiernan la ciudad”, el ilustre historiador italiano demuestra que la legitimidad que sostiene a las instituciones reposa sobre actos de fe, es decir, de confianza de las comunidades. Cuando esa fe se pierde, vienen las crisis de legitimidad que dan al traste con el orden político.
Nuestras instituciones son débiles en extremo y Santos no ha hecho otra cosa que degradarlas. El precio se pagará tarde o temprano.
martes, 30 de octubre de 2012
La mala hora de Santos
Según escribió Armando Benedetti en Twitter, hay que entender que Santos en su discurso ante la asamblea de la U solo pretendió defenderse del abucheo que sufrió de parte de sus malquerientes el pasado domingo.
Todo parece indicar que cambió su libreto después de enterarse del discurso de Uribe, del rechazo a la propuesta de apoyo a su plan de paz con las Farc y del clima adverso que en contra suya reinaba en el recinto. Y como no tenía un discurso alternativo escrito, decidió improvisar, como si la facilidad de palabra y el autocontrol fueran cualidades suyas.
Pues bien, al hacerlo incurrió en dos gravísimas equivocaciones, pues reaccionó dando muestras de que estaba descompuesto y no midió el alcance de lo que estaba diciendo.
El presidente Ospina Pérez, que era muy sabio, aconsejaba no tomar decisiones con rabia, pues generalmente de ellas hay que arrepentirse después, tal como le debe de estar sucediendo ahora a Santos con lo que de mala manera dijo en esa ocasión tan poco feliz para él.
Otro presidente sabio, Lleras Camargo, nunca improvisaba sus discursos, pues tenía clara consciencia de su responsabilidad no solo ante sus oyentes, sino ante el país y, desde luego, ante la historia. También hoy Santos debe de estar lamentando el haber dado rienda suelta a su poco atinada locuacidad en momentos en que toda Colombia estaba pendiente de sus palabras.
Ofuscado por su indignación, resolvió acusar a Uribe de prepararle una emboscada con sus partidarios. De ahí su queja sobre el arma oculta bajo el poncho y la acusación a su rival de comportarse como un “rufián de esquina”.
Acusar a Uribe de propinar golpes bajos a mansalva, es no conocerlo.
Por supuesto que tan desmedida imputación estaba condenada a caer en el vacío, habida consideración no solo de la personalidad y los antecedentes de Uribe, sino de las condiciones morales del propio Santos, que sí es dado precisamente al golpe artero, tal como lo pueden aseverar, entre muchos otros, Noemí Sanín, Luis Carlos Restrepo y, según dicen, el contra-almirante Arango Bacci.
Esa infame acusación de Santos contra Uribe fue torpe a más no poder, pues muchos recordaron de inmediato que estaba repitiendo con otras palabras lo que precisamente le achacó a él Luis Carlos Restrepo al hablar del fino caballero que bajo la manga guarda el puñal para clavarlo a traición. Olvidó, pues, que en casa de ahorcado no se mienta la soga.
Lo peor fue el lenguaje que utilizó para referirse a Uribe, al calificarlo como “rufián de esquina”.
Yo creo conocer algo de la historia del debate político en Colombia y no recuerdo que un presidente en ejercicio se hubiera referido a un contradictor suyo en términos tan ofensivos y de tan baja estofa.
Esta vulgaridad en el lenguaje es, en realidad, habitual en Santos, quien no ha ahorrado epítetos ofensivos para referirse a sus opositores: “perros”, “tiburones”, “mano negra” y algotro más.
Esta tendencia al insulto barato les ha hecho pensar a no pocos observadores que quizás la muy buena amistad que Santos tiene con Chávez ha incidido en el deterioro de su lenguaje, por aquello de que “al que entre la miel anda, algo se le pega”.
Bien se dice que la ausencia de razones induce la hipertrofia del lenguaje.
El discurso de Uribe fue demoledor por los hechos que expuso y las consideraciones que con base en ellos puso de manifiesto. Desde luego que no le faltó ironía, pero esta es manifestación de inteligencia a la que debe responderse con igual finura. Pero esta no es virtud del modo cómo se expresa Santos, que carece de la donosura que exhibía a raudales su tío abuelo, Eduardo Santos.
No obstante sus limitaciones en materia de expresión, Santos habría podido lucirse si hubiese tomado punto por punto las glosas que le formuló Uribe, mostrando la inexactitud de los hechos en que se basó o la improcedencia de sus razonamientos. Pero estaba enardecido, y un cerebro calenturiento no acierta a dar pie con bola, como se dice en el argot de los futbolistas.
Santos puede exhibir como trofeos las cabezas de los dirigentes de las Farc que ordenó “ejecutar”, según confesó en Kansas, pero hay unos hechos contundentes que muestran los retrocesos en materia de seguridad bajo su gestión. Uribe mencionó algunos de ellos, pero Santos no se dignó refutarlo, tal vez porque ni siquiera los conocía.
Si Santos siguiera la cuenta de Twitter que abrieron unos suboficiales y soldados que están muy descontentos con la situación del ejército, tal vez no se habría atrevido a poner como ejemplo de la alta moral de la tropa el de su hijo Esteban, al que ya graduó de Lancero y, según se dice, está preparando viaje para el Sinaí.
Santos se jacta de la normalización de sus relaciones con Chávez y con Correa, pero no explica el precio que ha pagado ni los riesgos a que está sometiendo al país en su trato con esos “nuevos mejores amigos”.
Por ejemplo, se ha tenido que tragar el sapo de la presencia pública de los jefes de las Farc y el ELN en Venezuela, sin decir ni mu, y ha salido a elogiar a Chávez como factor de estabilidad en la región, cuando a las claras no lo es, o a defender ante el mundo a la dictadura cubana, para escándalo de los demócratas que piden a gritos libertades para los perseguidos políticos en esa isla-prisión.
¿Qué diría Eduardo Santos si hubiera visto a su sobrino rompiendo lanzas en favor de dictadores caribeños, él que combatió con denuedo por el régimen de libertades y democracia en América Latina y desheredó a Enrique Santos Castillo por su apoyo a la causa franquista?
A Eduardo Santos se lo recuerda como adalid de la libertad de prensa en el continente.
Dio preciosísimos testimonios de dignidad y coherencia con sus ideas al enfrentarse al dictador Rojas Pinilla cuando en un arranque de arbitrariedad clausuró “El Tiempo”.
Y fue precisamente a raíz del homenaje que le ofrendó Alberto Lleras en el Hotel Tequendama cuando la opinión nacional se galvanizó contra los atropellos de Rojas y comenzó el imparable proceso de su caída. El verbo incandescente e inerme de Lleras tocó a somatén para incitar a la resistencia contra el tirano.
¡Qué vergonzoso contraste el que marca con su tío el Santos de hoy que trata de silenciar a los que se atreven a criticarlo, bien sea a través de la mezquina “mermelada” de que habló con obscenidad su exministro Echeverry, ya por obra de la presión ejercida por empresarios poco avisados que le prestan el servicio de forzar la salida de prestigiosos periodistas , tal como ocurrió con Ana Mercedes Gómez o su primo Francisco Santos!
La furia presidencial se desató sobre todo por las críticas que se han formulado en torno de sus volteretas y del proceso de diálogo con las Farc.
Hay muchísimos ciudadanos que consideran, yo creo que con muy buenas razones, que Santos los traicionó al seguir una líneas de acción política que estiman incompatibles con sus promesas de campaña.
En su prepotente fatuidad, Santos cree que de un plumazo les puede tapar la boca diciendo que no es así y que lo que está haciendo fue lo que se comprometió a realizar en el gobierno. Es la torpe estrategia del esposo infiel al que sorprenden con su amante: ¿de quién me hablan?¿en dónde está que no la veo?
Atando cabos, yo he llegado a la conclusión de que Santos se hizo elegir con una agenda oculta que por supuesto no les dio a conocer a sus electores. Pienso que ya desde la campaña misma andaba con la idea de entenderse con Chávez y con las Farc, así como la de reunificar a los liberales y entregarles el poder. Pero, si lo hubiera dicho, habría perdido las elecciones.
Es difícil encontrar en el DRAE palabras distintas de las de engaño, traición y otras semejantes, no menos duras, para calificar estos hechos. La gente de la calle no es muy sutil en el empleo del lenguaje y por eso trata a Santos con los más hirientes epítetos. El de Judas es suave si se lo compara con otros que se oyen por ahí.
Santos se declara ofendido por ello, pero desafortunadamente para él, resulta difícil convencer al colombiano de a pie de que no le pagaron el voto que en su favor depositó ingenuamente con un “paquete chileno” o lo que “El Nene del Abasto” llamaba el “cambiazo de Paco”.
No dejan de llamarme la atención los candorosos empresarios que salen a menudo, con libretos al parecer prefabricados, a aplaudir las iniciativas de Santos, pues pienso que no están dando buen ejemplo. En efecto, si en el mundo empresarial uno obrase con semejantes dosis de disimulo, para decirlo con un eufemismo, no podría hacer carrera, ya que de entrada suscitaría desconfianza.¿Por qué les piden entonces a las comunidades que crean en quien se hizo elegir probablemente con maniobras engañosas?
Sugiero a mis lectores que busquen en “El Tiempo” de ayer el excelente artículo que escribió Oscar Iván Zuluaga para justificar su escepticismo acerca de los diálogos que Santos ha iniciado con las Farc.
Al igual que muchísimos colombianos de buena voluntad, Zuluaga piensa que la paz es algo de suyo deseable, pero no del modo como pretende logarla Santos. Y lo mismo dijo Uribe en su discurso del domingo, con vehemencia, sí, pero también con sobra de razones.
Santos, en lugar de esmerarse en rectificar las apreciaciones de sus críticos, responde con agravios y baladronadas. No en vano lo llaman en Twitter “Santinflas”. Y, viéndolo el domingo pasado, no pude dejar de asociarlo con “El Siete Machos” que interpretó hace muchos años el histrión mexicano.
Santos cree tontamente que con hablar de que él representa el futuro la gente le va a extender un cheque en blanco para que gire sobre él como a bien tenga. Y asevera de modo irresponsable que, si fracasa el diálogo con las Farc, solo él sufrirá las consecuencias y al país no le va a pasar nada, cuando ya le están ocurriendo cosas muy graves y, según amenazan las propias Farc, las peores están por venir.
Yo he venido alertando en Twitter sobre los graves precedentes que se derivan de la concepción que tiene Santos acerca del juego político y el manejo de la institucionalidad.
Es mucho lo que tengo que decir al respecto.
Me limitaré por lo pronto a pedirles a mis lectores que abran la Constitución y lean el artículo 127, en la parte que dice que en general los empleados públicos sólo podrán participar en las actividades de los partidos y las controversias políticas “en las condiciones que señale la ley estatutaria”.
Como esta ley no se ha dictado, parece claro que Santos y la brigada de funcionarios que se hicieron presentes en la asamblea del Partido de la U el pasado domingo violaron la perentoria prohibición constitucional acerca de la participación en política.
Ahí le queda, apreciado Procurador Ordóñez, una buena tarea.
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