sábado, 30 de junio de 2012

Gato por liebre

La desfachatez de Juan Manuel Santos no tiene parangón en la historia política de Colombia.

Ni siquiera Ernesto Samper Pizano, que es de su misma catadura moral, llegó a tanto con aquello de que el dinero del narcotráfico entró a su campaña presidencial “a sus espaldas”.

Santos acaba de declarar que, con la abortada reforma judicial, el Congreso le metió “gato por liebre”. Insiste, pues, en que lo sucedido al término de la pasada legislatura fue obra de la mala fe de los congresistas, particularmente los de las comisiones de conciliación de Senado y Cámara, y que el Gobierno nada tuvo que ver con el estropicio.

La opinión nacional ve las cosas de otra manera, pues tiene claridad acerca de que los errores cometidos son atribuibles en conjunto al Congreso y al Gobierno.

Por eso, ambos salieron severamente castigados en las últimas encuestas que se publicaron en esta semana.

Si de “gato por liebre” se trata, tal es lo que Santos les metió a nueve millones de confiados colombianos que votaron por él hace dos años y hoy están cobrando conciencia no sólo del error que cometieron, sino del engaño a que se los sometió.

Trato de hacer memoria de algo semejante en nuestro devenir político y, francamente, no lo encuentro.

Hemos tenido presidentes de muchas clases: buenos, regulares y malos, ilustrados e ignorantes, idealistas y pragmáticos, brillantes y de pocas luces, avizores y miopes, pero me resulta difícil encontrar alguno que exhiba tan redomada mala fe, excepción hecha de Samper.

A tan deplorable condición, asocia Santos, por desventura, una temeraria ligereza para hablar, no obstante sus dificultades de dicción, que puede ocasionar desastres y en nada contribuye a apagar los incendios que él mismo ha ayudado a desatar.

“Tartamudo locuaz” llamó Jorge Zalamea en “El Sueño de las Escalinatas” a Laureano Gómez. Pero este era elocuente, incisivo, dialéctico, cultivado. No sucede lo mismo con Santos, que dice tonterías y hace malos chistes.

Todo esto daría pie para que los colombianos, que somos gocetas por condición, nos divirtiéramos a costa suya, pues reírnos de los presidentes es uno de nuestros más preciados deportes nacionales.

Pero el asunto no es para risa, pues envuelve aspectos de enorme gravedad.

Lo primero, el autismo presidencial.

Santos no parece darse cuenta cabal de lo que sucede en torno suyo ni de en qué país vive. Las cosas le resbalan, no se inmuta, las aborda con una frivolidad que espanta.

Lo segundo tiene que ver con su concepción del  mundo político.

Los que en el mismo actúan tienden a considerarlo como un gran escenario teatral y en buena medida están en lo cierto. Pero tras la apariencia está la realidad, que, como decía Lenin en célebre frase, “es tozuda”.

Pues bien, hay políticos que mantienen en la mira siempre los hechos, sea para preservarlos, ya para modificarlos, bien para revolucionarlos. Otros, en cambio, creen que lo importante son las apariencias, lo mediático, lo virtual. Y a esta mala categoría pertenece Santos.

Hay algo peor.

Los políticos, desde luego, son actores que desempeñan sus respectivos papeles ante el público. Unos de ellos son actores de carácter, como un Olaya Herrera, un López Pumarejo, el mencionado Laureano Gómez o los Lleras, por ejemplo. Pero los hay histriones, volatineros, comediantes de ópera bufa. Y, para mal de Colombia, a dicha especie pertenece Santos.

He citado en otras ocasiones un texto del Eclesiastés que advierte contra la puerilidad y la ligereza de los gobernantes en estos términos:

"10:16 ¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es muchacho, y tus príncipes banquetean de mañana! "

La fatuidad de que hace gala Santos lo muestra como un ser inmaduro, veleidoso, de poco carácter y no mucha ilustración, para quien la vida es ante todo un juego de ganar y de perder.

Gente que lo conoce considera que adolece de ludopatía. De ahí que exhiba como una gran virtud, a su mal juicio, la de ser un hábil jugador de póker. Y se cuenta que nombró a alguno de sus compañeros de juego para un cargo de gran responsabilidad dizque por haber sido el único que le ha ganado en las cartas.

Pues bien, de un jugador con alma de adolescente puede esperarse cualquier cosa.

Leí en esta semana una excelente entrevista que le hizo Edgar Artunduaga en Todelar a Roberto Gerlein, el decano de los senadores colombianos.

Gerlein lleva cuarenta años en el Congreso, lo que significa que pocos como él tienen un conocimiento tan detallado y de primera mano sobre lo que ha acontecido en este país a lo largo de cuatro décadas.

En sus declaraciones, se duele del modo como Santos ha manejado esta crisis que, a no dudarlo, es una de las más graves que hemos padecido en mucho tiempo. Y justifica lo que yo no he vacilado en llamar la abyección del Congreso, por el temor a que se lo cierre.

Recordemos algo que dijo Churchill de los que por cobardía eluden las confrontaciones, que se quedan con el pecado y sin el género.

Pues bien, Santos, con escandalosa desvergüenza, le ha echado toda el agua sucia de este bochornoso episodio institucional al Congreso. Y éste ha comenzado a reaccionar, tal como lo muestra la rechifla que sufrió el Ministro del Interior en la Cámara de Representantes al cierre de las sesiones espurias que dieron al traste con la dignidad del máximo cuerpo representativo del pueblo colombiano.

Puede suceder que la confrontación entre Santos y el Congreso vaya subiendo de punto, de suerte que en un momento dado se torne inmanejable.

Entonces, aquél, para el que, como he dicho, la Constitución es una baraja con cartas marcadas, no tendrá escrúpulo alguno para acudir ante el Sanedrín de las Raposas para que le den visto bueno a la clausura del cuerpo legislativo, so pretexto de la suprema conveniencia nacional.

La tormenta no ha pasado, como ladinamente pretende hacer creer Santos. Por el contrario, apenas comienza, porque los congresistas se sienten “humillados y ofendidos”, como en la novela de Dostoiewsky, y soplan en todo el ambiente de la república vientos de indignación que preludian que algo muy grave podría desencadenarse en cualquier momento.

¿Y a quién tenemos al timón?

Como dicen las beatas, que Dios nos encuentre confesados cuando todo eso ocurra.

martes, 26 de junio de 2012

A Santos hay que someterlo a juicio político por indignidad

La Constitución prevé la posibilidad de que se acuse al Presidente y los demás funcionarios cuyo juzgamiento concierne al Congreso, por la causal de indignidad por mala conducta(Art. 175-2)

Es la figura del “impeachment” del derecho anglosajón, que constituye una causal autónoma, diferente de las de delitos cometidos en ejercicio de funciones o de delitos comunes en que se incurra  mientras se esté en desempeño de los cargos respectivos.

Acá no se está en presencia de conductas tipificadas como delitos por los códigos penales, sino de de algo más amplio, de contenido moral y, si se quiere, de alta política.

La idea fundamental que la inspira postula que el ejercicio de los altos cargos del Estado no sólo ha de regularse a través de normas que precisen detalladamente atribuciones, procedimientos, formalidades, restricciones y demás pormenores de la función pública, sino de principios o criterios más amplios que protejan a las comunidades de los excesos en que fácilmente pueden incurrir los gobernantes en ejercicio de sus poderes discrecionales.

Podría decirse que, a mayor discrecionalidad, mayor posibilidad de abusar y, por consiguiente, también mayor posibilidad de controlar a los detentadores del poder político.

En el derecho administrativo, la doctrina, la jurisprudencia y la legislación han desarrollado la figura de la desviación de poder para que con base en ella se ejerza un control inequívocamente moral sobre los actos administrativos.

Se parte de la base de que el poder administrativo debe ejercerse con miras a la realización de los fines públicos para los cuales se lo ha establecido. Se llega incluso a considerar que cada competencia tiene fines propios que no pueden desbordarse, así haya de por medio consideraciones de interés general para salirse de ellas en los casos concretos.

Hay otras figuras interesantes en el derecho público, llamadas también a lograr la prevalencia del principio de moralidad administrativa que consagra el artículo 209 de la Constitución, como, por ejemplo, el respeto a la confianza legítima o la doctrina de los actos  propios.

Cito estas figuras porque en ellas  se ponen de manifiesto criterios de coherencia, de lealtad, de buena fe, de razonabilidad, de buen sentido, etc. que le dan tono moral a la gestión pública.

Un principio viejo de siglos señala que nadie puede invocar su propia iniquidad como fundamento del ejercicio de un derecho, ni abusar del mismo, ni incurrir en fraude a la ley, ni hacerlo valer de modo torticero.

Y es precisamente este modo el que preside la acción política de Santos, particularmente la que acaba de emprender para que el Congreso archive un acto legislativo que aprobó no sólo a ciencia y paciencia suyas, sino por su propia iniciativa.

Esa acción política comprende dos elementos que pugnan rotundamente con la juridicidad constitucional.

El primero, unas objeciones por inconveniencia e inconstitucionalidad que la Constitución no le otorga, encaminadas a forzar al Congreso al archivo de una reforma constitucional que ya se había aprobado y que no es susceptible de revertirse mediante ese procedimiento.

El segundo, entorpecer y dilatar una publicación que no depende de su arbitrio, pues una vez aprobada una reforma constitucional es su deber jurídico ordenar que se la publique en el Diario Oficial cuanto antes.

Lo que en el ejercicio de la abogacía sería sancionable a título de prácticas dilatorias, no puede ser de buen recibo si lo ejerce la máxima autoridad del Estado, que está llamada a dar buen ejemplo de acatamiento a la Constitución y las leyes de la República, tal como lo jura su titular cuando toma posesión de su cargo.

La violación de ese solemne juramento; las prácticas torticeras en que ha incurrido; la invitación a que se desconozca la Carta Fundamental con esguinces propios de rábulas y tinterillos; la presión sobre el Congreso para imputarle ante la opinión pública la carga de una mala decisión de la que mal puede declararse inocente; la elusión, en fin, de la responsabilidad que le compete por un ejercicio funambulesco impropio de la majestad de la Presidencia, todo ello podría configurar en cabeza de Santos la indignidad que la Constitución prevé para que el Senado lo destituya, previa acusación de la Cámara de Representantes.

Santander, al que con justicia se ha llamado el fundador civil de la República, dijo en ocasión memorable: “Si la Constitución trae el mal, el mal será”.

Pensaba, en efecto, que todo lo discutibles que fueran sus disposiciones, peor resultaría desconocerlas arbitrariamente.

Y es a tal arbitrariedad a lo que están invitando a Santos los que le dicen que la Razón de Estado prevalece sobre el ordenamiento, o los que, como el fiscal Montealegre, lo felicitan dizque por sus interpretaciones heterodoxas y modernas de la normatividad, en beneficio de la ampliación de sus poderes y a expensas de la representación popular.

Pienso que la crisis jurídico-política en que estamos por obra de quien se jacta de manejar la cosa pública con artes de tahúr, no se puede resolver dejando que la ignominia recaiga en su totalidad sobre el Congreso.

Santos tiene que responder por su indignidad y el modo de hacerlo es declarar a través de un juicio político que no merece la confianza que millones de colombianos le otorgaron al votar por él en los últimos comicios presidenciales.

domingo, 24 de junio de 2012

De tumbo en tumbo

Cuando estalló el escándalo de la reforma judicial, recibí la llamada de una amiga que estaba muy inquieta con el revuelo que se había producido y quería saber mi opinión sobre lo que estaba ocurriendo.

Esforzándome en resumir el caso, aventuré la siguiente hipótesis:

Santos buscaba a todo trance que se aprobara lo que los escépticos llamamos el  “Marco Jurídico para la Impunidad”, pero necesitaba comprar los votos del Congreso.

El precio del apoyo a tan discutible y poco discutida iniciativa que el Congreso evacuó a las volandas,  no solo consistió en prebendas burocráticas y presupuestales. Era necesario algo más sustancioso y pienso que para tal efecto se urdió la reforma de la justicia, con el objetivo de convertirla, como en efecto se hizo, en una reforma política.

Como las altas cortes empezaron a torpedearla , a alguien se le ocurrió sosegarlas con el halago de la prórroga del período de los actuales magistrados. Tapándoles la boca, el Congreso quedaría con las manos libres para modificar las materias de índole judicial que más le interesaba resolver.

Reitero que todo esto es hipotético, pero tal vez no sea fantasioso.

Lo he hilado a partir de hechos conocidos, sirviéndome además de los agudos y valerosos escritos que al tema de la reforma de la justicia le ha dedicado Ramón Elejalde Arbeláez en “El Mundo”.

Elejalde me abrió los ojos cuando escribió que a su juicio la reforma judicial era una piñata, advirtiendo al mismo tiempo que su trasfondo era una reforma política llamada a resolver principalmente los problemas judiciales de los congresistas.

Esos problemas son reales y muy graves.

Dejemos fuera de debate que los congresistas no son dechados de corrección y dejan no poco que desear, lo que ha dado pie para que la Fiscalía, la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y la Procuraduría los mantengan en la mira, a menudo seguramente con buenas razones.

Pero de ese modo se ha producido un desbalance de poderes en beneficio de la rama judicial y los organismos de control.

Ese desequilibrio afecta a todas luces la independencia de los congresistas, que viven temerosos de la politización de la justicia y la judicialización de la política.

Siendo objetivos, hay que reconocer que esa situación ameritaba regularse de manera que se pudieran evitar los excesos de una justicia politizada, preservando al mismo tiempo dentro de justos límites la necesaria inviolabilidad de los congresistas.

Pero, ¿quién osaría ponerle el cascabel al gato proponiendo reformas al fuero, a la pérdida de la investidura, etc., a sabiendas de que cualquier iniciativa en ese sentido sufriría de inmediato la satanización de parte de una prensa que goza excitando al público con escándalos y debates contra los políticos?

Pues bien, la ocasión la pintaron calva cuando el gobierno se empeñó en el malhadado proyecto de justicia transicional y la iniciativa de una reforma judicial.

Ni cortos ni perezosos, los congresistas aprovecharon la oportunidad para introducir, so capa de esta última, los dispositivos tendientes a solucionar sus propias inquietudes. Y lo hicieron a ciencia y paciencia del gobierno, que no tenía otro remedio que seguirles el juego si quería sacar adelante el primero de esos proyectos.

Digo, entonces, que las dos iniciativas iban de la mano.

Mi amigo Jorge Rafael Vélez dio en el clavo cuando me comentó que, a su juicio, lo que yo he llamado el “Marco Jurídico de Impunidad para los narcoterroristas” anduvo en paralelo con lo que a él se le ocurrió denominar el “Marco Jurídico de Impunidad para los congresistas”.

Ambos estaban hermanados y el gobierno dejó que se moviera el segundo a cambio de que le dieran gusto en el primero.

Los congresistas cumplieron lo suyo y, aparentemente, el gobierno se estaba allanando a dejarlos obrar a su amaño en la reforma judicial trocada en reforma política, sin importarle los llamados a la sensatez que se le hacían desde distintos frentes.

Pero algo sucedió el día jueves, luego de dársele el puntillazo final a la reforma con el visto bueno del ministro Esguerra.

Pienso yo que, alarmado por sus amigos de la Gran Prensa, Santos vio que lo que aprobó el Congreso causaría indignación y decidió entonces  ponerse a la cabeza de los indignados para no arriesgar la suya, prefiriendo sacrificar a su  ministro Esguerra y al Congreso dominado por la Mesa de Unidad Nacional, que ya podría llamarse más bien de Impunidad Nacional.

Como dije en Twitter, Santos resolvió pasar de Judas a Pilatos, lavándose las manos y echándole el agua sucia al Congreso.

Acudió a un expediente discutible como el que más, consistente en invocar la posibilidad de formular objeciones por inconstitucionalidad e inconveniencia contra un acto legislativo, atribución para la que no sólo no está autorizado por la Constitución, sino que la Corte Constitucional implícitamente ha considerado que  no cabe por no ser los actos legislativos materia de sanción presidencial. Así se desprende de las sentencias C-222 de 1997 y C-208 de 2005, entre otras.

Tratando de salvar su imagen ante el público, Santos  ha generado un embrollo jurídico-político de enormes proporciones y muy inquietantes repercusiones. Opino que busca ocultar sus errores de manejo legislativo con nuevos errores más graves aún. Por eso he titulado este artículo “De tumbo en tumbo”.

Pasemos por alto su problema de credibilidad frente al público, que a juzgar por lo que se lee en Twitter anda de mal en peor, y el de lealtad con su Mesa de Impunidad Nacional, que no es de poca monta, para concentrarnos en su decisión de no publicar lo que aprobó el Congreso y devolvérselo a este con objeciones.

Rafael Nieto Loaiza acaba de escribir que con esta decisión Santos está generando un galimatías jurídico. Ni más ni menos, pues con tesis que van y vienen las discusiones pulularán sembrando el desconcierto.

Ya he expresado en Twitter y en declaraciones para “El Colombiano” mi opinión sobre el tema jurídico.

La resumo: acto legislativo reformatorio de la Constitución y ley son figuras distintas. El primero es ejercicio del llamado poder constituyente secundario; la segunda, de la función legislativa. El Presidente en nuestro sistema es colegislador y por ese motivo los proyectos de ley requieren su sanción para convertirse en leyes. El poder de objetarlos es parte de de sus atribuciones legislativas. Para las reformas constitucionales, en cambio, no se requiere sanción. Los actos legislativos se perfeccionan cuando los apruebe el Congreso. El papel del Presidente se limita a ordenar su publicación en el Diario Oficial para que entren en vigencia.

No entremos, sin embargo, en esta discusión y concentrémonos en el caso concreto.

Siempre y cuando lo aprobado en la conciliación que suscitó la controversia esté debidamente firmado por los presidentes de Senado y Cámara y los respectivos secretarios, Santos de hecho procederá a devolverlo con objeciones.

En cuanto a la fundamentación jurídica, ya sus asesores han encontrado algún fallo que con base en la Ley 5 de 1992 le ofrece una remota viabilidad. Como él no es jurista y su formación más bien lo lleva a desdeñar los íntringulis del derecho, con esa opinión se jugará sus restos.

¿Qué podría sucederle?

La primera alternativa consiste en que el Congreso  responda que sus objeciones no son de recibo, bien porque constitucionalmente no proceden, ya porque el término para evacuarlas ya está vencido, dado que los actos legislativos deben debatirse en dos periodos consecutivos de una misma legislatura que ya pasó.

Con esta alternativa, el Congreso le devolvería el balón y el debate ya sería acerca de la publicación del acto legislativo.

La segunda alternativa, muy heterodoxa por cierto, sería que el Congreso abordara las objeciones.

Ahora bien, dada la controversia  tan pugnaz que se ha producido alrededor del asunto, probablemente las aceptaría, dejando incólumes las disposiciones no objetadas. Santos, en consecuencia, procedería a publicar el acto legislativo con exclusión de la parte objetada.

Después de ello, con toda seguridad habría demandas ante la Corte Constitucional, bien por vicios de trámite, ya porque se ponga en cuestión lo decidido acerca de las objeciones, ora por la nebulosa causal que remite al espíritu de la Constitución. Pero ya habría pasado esta tormenta.

Con esta alternativa, todos aparentemente saldrían airosos del incidente. Pero, no indemnes.

Santos tendría que pagarle un precio muy alto al Congreso por haberlo humillado y traicionado. Eso lo veremos cuando se discuta la reforma tributaria y entre en juego el tema de la reelección.

Y queda sobre el tapete un delicadísimo tema institucional, pues el cercenamiento del papel constituyente del Congreso le daría al Presidente un poder inaudito, el de paralizar las reformas constitucionales que no sean de su agrado.

Leí esta mañana unas muy juiciosas declaraciones que dio para El Colombiano mi apreciado discípulo y amigo, el consejero Marco Velilla, acerca de la desinstitucionalización que  estamos presenciando por obra de un gobierno que es muy poco respetuoso del derecho.

Este es tema que habré de examinar más adelante.

jueves, 21 de junio de 2012

Intolerancia soterrada

Llama la atención que algunos de quienes se quejan de la actividad política del expresidente Uribe y le piden que se calle, so pena de someterlo al ostracismo, se presenten como adalides de un pensamiento que, más que liberal, es libertario.

El libertario pretende reducir al mínimo las limitaciones que las normatividades imponen sobre el ejercicio de la libertad. Su divisa podría resumirse en la expresión “Prohibido prohibir”. De hecho, las únicas prohibiciones que tiende a aceptar son las que impiden que la libertad de unos penetre en la esfera de las libertades de otros.

Ocurre que la gente no suele cuidarse de las contradicciones de su pensamiento y sus actitudes, pues ello implica un ejercicio de disciplina que cree que coarta su espontaneidad.

Pero si se pretende ejercer un magisterio público, hay que esmerarse en exhibir un mínimo de coherencia, no sólo por consideraciones morales, sino en guarda del prestigio intelectual.

Si de un expresidente se espera que mantenga su actividad pública dentro de ciertos límites, lo propio cabe decir acerca de los que se presentan a sí mismos como orientadores de la opinión.

Este papel, indispensable para la buena marcha de la sociedad, debe ejercerse ante todo con dignidad intelectual.

¿Qué significa ello?

El poder que de hecho ejercen los intelectuales en las sociedades modernas se basa en la creencia en la fuerza del pensamiento, de las ideas, de la racionalidad. Al intelectual se le cree porque se piensa que su formación y su disciplina en las cosas de la mente le permiten ver más allá que el común de los mortales, a quienes las preocupaciones cotidianas les nublan el horizonte conceptual.

Para el hombre de la calle, este horizonte, como dijo Platón, es el de las meras opiniones, a las que adhiere sin mucho discernimiento, bien sea por interés, por pasión o incluso por desidia mental. El intelectual, en cambio, se ufana de que trata de ir al fondo de las cosas en procura de la verdad que anida tras las apariencias. El suyo aspira a ser un ejercicio de racionalidad.

Ese ejercicio se aplica en dos sentidos. El primero es la crítica de las opiniones corrientes, a las que somete a la prueba ácida que  procura desvirtuar sus fundamentos, su coherencia interna, su conexión con la realidad, su consistencia lógica. El segundo es muchísimo más complejo, pues no basta con destruir las creencias de la gente, sino que es preciso ofrecerle certezas, lo cual entraña una actitud constructiva.

¿Qué tan constructiva es la actitud de la intelectualidad colombiana? ¿Los repertorios de ideas que le ofrecen a la comunidad constituyen apenas meras opiniones un poco más sofisticadas, o han pasado por el tamiz de la madura reflexión?

Si ésta actuara en el caso que motiva estas consideraciones, partiría del examen previo de las responsabilidades que pesan sobre quienes han ejercido la suprema magistratura dentro del Estado.

Dado que ya gozaron de las mieles del poder, ¿deben ellos alejarse del mismo, guardar silencio, desentenderse de la suerte de la cosa pública?¿Pierden su derecho de participar en la vida comunitaria y su libertad de expresión?¿Quedan sometidos a una capitis diminutio que los pone por debajo de sus conciudadanos?

Bien se ve que, si tales son  las premisas que motivan a los que le piden al expresidente Uribe que se calle, lo que ahí se pone de manifiesto es un sartal de tonterías.

Cosa distinta es que se le recomiende prudencia en sus manifestaciones o se discuta el contenido de ellas.

Es lógico que a quienes han ejercido la jefatura del Estado se les exija una mayor responsabilidad en la manifestación de sus puntos de vista y la orientación de sus acciones políticas. Pero lo criticable es el sentido de unas y otras, no que se opine y se actúe.

Pues bien,¿opina y actúa el expresidente Uribe de un modo censurable per se?

Partamos de la base de que la política, por naturaleza, es un escenario de discusión y controversia.

Lo que hizo Uribe bajo su gobierno estuvo abierto a las más enconadas críticas, unas positivas que contribuyeron a mejorarlo y otras negativas que más bien entorpecieron la realización de sus propósitos.

Los expresidentes López Michelsen, Gaviria, Samper y Pastrana no se callaron la boca para criticarlo y combatirlo, con razón o sin ella. No recuerdo si a alguien se le ocurrió cercenarles su derecho de movilizar a la opinión para influir sobre sus decisiones. En todo caso, no lo hicieron los intelectuales que ahora fustigan a Uribe porque ejerce el mismo derecho.

Así la Gran Prensa pretenda hacernos creer que bajo Santos estamos en el mejor de los mundos posibles, su gestión abre muchos flancos a la crítica. Y si nos ufanamos de estar bajo un régimen de democracia y libertades públicas, parece razonable que haya espacio para que aquélla se ejercite.

El expresidente Uribe hace observaciones muy juiciosas sobre lo que está sucediendo en el país.

Por supuesto que pone en ellas su sello personal, que puede o no gustar. Pero las funda en hechos, en su experiencia como gobernante de un país complejo como el que más  y en previsiones que no sobraría evaluar. Lo razonable no es objetar lo que dice con base en argumentos ad hominem, sino en los hechos mismos, en la ponderación de los mismos, en la evaluación de lo que podría acontecer en el futuro, etc.

En suma, si se está en desacuerdo con lo que afirma o discute, lo racional es demostrarle que está equivocado.

No lo es, en cambio, exigirle que se calle y proponer que se lo someta al ostracismo.

La censura y la expulsión constituyen instrumentos propios de un régimen totalitario. El intelectual que las promueve termina clavándose el cuchillo a sí mismo.

Impresiona que estos llamados a la censura y el ostracismo provengan de un periódico que nació combatiendo los excesos de la Regeneración, que censuraba y desterraba sin misericordia a sus contradictores, y sufrió después la clausura por parte del dictador Rojas Pinilla, amén de los ferocísimos ataques  del “Capo” que ahora se presenta en la televisión como un Robin Hood, tal como lo exhibió la revista Semana hace treinta años en una de sus primeras ediciones.

Pero, como digo, la coherencia no es virtud que caracteriza a los intelectuales colombianos ni a los de otras latitudes. Debería caracterizarlos, pero el pedestal en que se encaraman los hace pensar que son distintos del resto de los mortales, y lo que exigen para éstos no parece aplicar para ellos mismos.

viernes, 8 de junio de 2012

Notas al margen

Amén de las controversias acerca de su contenido, el mal llamado Marco Jurídico para la Paz suscita otros debates que no sobra ventilar, pues también son importantes.

Comienzo por llamar la atención sobre el estilo político que se trasunta en la elaboración y la discusión de esa cuestionada iniciativa.

Se trata de una reforma constitucional susceptible de producir hondas repercusiones en la vida política de Colombia. No obstante, se la presentó casi subrepticiamente, sin que sus promotores, ni el propio gobierno que la apadrinó sotto voce, se hubieran tomado el trabajo de darle amplio despliegue en los diferentes escenarios de la opinión pública, como tampoco se han dignado dar respuesta clara a los graves interrogantes que voces tan autorizadas como la del expresidente Uribe le han formulado.

No puede dejar uno de poner de manifiesto la extrañeza que produce que un proyecto de esta índole no hubiera pasado primero por el tamiz de los partidos que integran la coalición gubernamental que se presenta como Mesa de Unidad Nacional, a los cuales se les presentó como un hecho cumplido, bajo la consigna de tómelo o déjelo y la amenaza de que, si optaban por la segunda opción, sufrirían los efectos del látigo burocrático.

Es significativo el caso del partido de la U, que en lugar de promover algún consenso con el expresidente Uribe y la opinión que él políticamente representa, resolvió de buenas a primeras imponerlo  autoritariamente bajo la figura del voto de bancada.

¿Qué sentido tiene entonces un gobierno de coalición?

Los malos efectos institucionales del manejo que Santos le ha dado a la fementida Mesa de Unidad Nacional se verán tarde o temprano, pues en el futuro los partidos tendrán que poner severas condiciones para entrar en coalición con otros.

No hay que ignorar que el debilitamiento de los partidos históricos ha impuesto en Colombia el régimen de coalición, que tiene sus propios requerimientos, no tanto de tipo jurídico constitucional, cuanto de orden político.

El primero de esos requerimientos es la lealtad, que en el estilo político de Santos brilla por su ausencia. El segundo versa sobre los consensos en el interior de las coaliciones, lo que también es ave rara bajo el actual gobierno.

Los formadores de opinión han pasado por alto una circunstancia que dentro de otros contextos habría dado lugar, por lo menos, a explicaciones y aclaraciones, cual es que el tema de la justicia transicional hubiera quedado en manos de un hijo de Samper, lo que le da a éste un juego político inusitado en esta materia.

¿Qué clase de pacto liga a Santos con Samper?¿Qué le está agradeciendo? ¿A qué se está comprometiendo con tan censurado actor  de nuestra vida política? ¿Qué papel entrará a jugar éste, a través de su hijo o de otras fichas suyas, en la aplicación de las disposiciones cuyo marco está al borde convertir el Congreso en norma fundamental?

Santos les está dando la razón a los críticos de la democracia representativa, que censuran la posibilidad que la misma abre de que los elegidos le den la espalda a su electorado y gobiernen de manera diferente a como prometieron.

También les otorga razón a los críticos de la Presidencia Imperial, que, no obstante los límites que trató de imponerle el Constituyente de 1991, sigue tan campante entre nosotros.

No menos inquietante es su concepción acerca de las relaciones con el Congreso, dado que, en vez de respetar su carácter de supremo representante de la voluntad popular, lo somete a una situación de denigrante vasallaje, forzándolo a que apruebe sus iniciativas explícitas o disimuladas so pena de excluirlo del festín de los puestos y los contratos.

A lo largo de muchos años de ejercicio del periodismo, principalmente en el área de la formación de opinión, Santos se presentó como crítico severo de las malas prácticas políticas en que ahora se exhibe como consumado maestro.

“¡Vivir para ver!”, según exclamó alguna vez Alfonso López Michelsen.

La opinión tiene certeza acerca de que en el  Marco Jurídico para la Paz hay gato encerrado.

Como se dice coloquialmente en Antioquia, sus iniciativas vienen “envueltas en huevo” y es probable que de ellas resulten cosas muy distintas de las que anuncian sus promotores.

Pero Santos se empecina en el disimulo. Por ejemplo, dice en Twitter que el proyecto no habla de indultos, amnistías ni elegibilidades, pero todo ello está en agraz en la distinción que se propone establecer entre medios judiciales y extrajudiciales para la solución del conflicto interno armado. Cuando se busque reglamentar esa distinción, lo mismo que los criterios de priorización y selección de casos, ahí aparecerán esos fantasmas, quizás en medio de difíciles circunstancias en que no sea posible exorcizarlos sin correr el riesgo de que los narcoterroristas extremen su crueldad.

La prudencia es virtud que se ejerce mediante la previsión inteligente de los efectos de las decisiones que se proyecte adoptar. Pero  Santos y sus agentes han decidido menospreciarla por andar a las carreras en asunto que amerita altas dosis de ponderación.

La única explicación posible de tan desatentada improvisación radica en que su tiempo corre a un ritmo diferente del de la guerrilla.

Como lo insinué en mi último artículo, los tiempos de aquél y de ésta son diferentes.

A Santos se le está agotando el suyo, pues está en vísperas de alcanzar la mitad de su periodo, cuando, según se dice en Colombia, tendrá el sol a sus espaldas y verá muy reducido su margen de iniciativa, a menos que pretenda hacer de su proyecto de paz el tema central de su campaña reeleccionista.

La guerrilla, en cambio, se puede dar el lujo de esperar. Por lo pronto, seguirá presionando con ataques inclementes en las regiones en que dice un torpe documento del Ministerio de Defensa que vive apenas el 1.5% de la población colombiana, así como con sus atroces bombas “lapa”, como la que utilizó para atentar contra Fernando Londoño e intimidar a la Cámara de Representantes.

El tiempo está de su lado y no sería extraño que para el próximo período presidencial quedase a cargo de la jefatura del Estado un simpatizante suyo y no un complaciente Santos.

Entonces, como dice el Evangelio, “vendrá el tiempo del llanto y el crujir de dientes”