viernes, 30 de diciembre de 2011

Muestras del mal

He escrito varios artículos sobre la trascendencia de la persona hacia estados superiores de espiritualidad que otorgan sentido pleno a la vida humana. Son los estados de santidad a que todos estamos llamados, si bien sólo podemos alcanzarlos mediante el auxilio de la Gracia. Por nuestros propios medios, apenas logramos elevarnos un poco sobre nuestro estado natural.

Esto es importante retenerlo, dado que hay una idea muy difundida según la cual la espiritualidad es asunto de técnicas de meditación, de ejercicios mentales y de actitudes positivas que nada tienen que ver con creencias y prácticas religiosas que más bien serían un lastre para su desarrollo. Pero si así fuera, las altas cumbres que han alcanzado los santos católicos estarían a disposición de los maestros espirituales a la moda y los que siguen sus pasos, a través de manuales que, por ejemplo, nos enseñaran en veinte lecciones cómo igualar a San Francisco de Asís, a San Pedro Claver, a San Vicente de Paúl, a Santa Teresa de Lisieux o a la Beata Teresa de Calcuta, etc.

A mis estudiantes solía decirles que todos tenemos la posibilidad de llegar a ser como San Francisco, pero ciertamente con la ayuda de Dios, o la de descender a los peores niveles, por debajo incluso de las bestias. A menudo les citaba el dicho de Pascal: “El hombre no es ángel ni bestia”.  Pero es en potencia  lo uno o lo otro, y en ello reside el drama de su libertad.

Como ejemplo de la segunda alternativa acostumbraba mencionarles el penoso ejemplo de Pablo Escobar.

Para exaltar a mis discípulas, les ofrecía el paradigma de la Beata Madre Teresa. Mas, para no ofender a alguna en particular, les presentaba un modelo imaginario de los extremos a que podría llegar la maldad de la mujer: el de la atroz Rosario Tijeras.

Traigo esto a colación porque hace unos días tomé un taxi para ir al centro de Medellín. Tenía una deuda pendiente con mi amigo Juan Hincapié, el de “Los Libros de Juan”, y quería pagarla antes de Navidad. Lo menciono debido a que el relato que sigue tiene dos colofones y uno de ellos toca precisamente con Juan. Además, me propongo escribir en otra ocasión sobre un tesoro que entre sus libros viejos encontré.

Pues bien, como de costumbre, me puse a charlar con el taxista, que resultó bastante locuaz. En un momento dado, me contó que vivió en Aruba varios años y allá se convirtió en el rey de los recicladores. Le pregunté cómo fue a parar a la isla y me contestó que tenía parientes que le dieron albergue para huir de sus enemigos en Medellín. Sentí curiosidad por las “culebras” que lo perseguían y, entonces, soltó la lengua para contar lo que sigue.

Comenzó su relato recordando que de niño había sido muy díscolo y proclive a hacer maldades. Desde los 10 años portaba armas de fuego y llegó a capitanear en el Inem de la avenida las Vegas una banda de 70 jóvenes delincuentes. La puso al servicio de los capos del narcotráfico y se convirtió en sicario de Pablo Escobar. Ascendió en la jerarquía del crimen organizado hasta el punto de tener bajo su control una zona de Medellín. Le tocó subir muchas veces a “La Catedral”, el sitio de reclusión que el capo convirtió en sede de sus fechorías, llevando gente que, según sus palabras, entraba caminando y salía después en bolsas que a él le tocaba botar al río.

Todo comenzó porque en Castilla, un barrio de la zona noroccidental de Medellín en donde vivía, un vecino tenía la costumbre de darle golpes en la cabeza cuando pasaba a su lado. Como vio en una película que alguien se defendía apretando entre el puño una piedra con la que le partía la cara a su contrincante, decidió hacer lo propio con el que lo molestaba. No sólo le partió la cara con la piedra, sino la cabeza.

Pasó en esos momentos por ahí el tristemente célebre Dandenys Muñoz Mosquera, alias “La Quica”, que hoy purga condena por la voladura del avión de Avianca. Muñoz se asombró de su coraje y le pidió que lo acompañara. Le regaló un arma de fuego para que en lo sucesivo no tuviera que defenderse con piedras, lo entrenó y lo hizo guardaespaldas suyo. Al pasar los retenes, él guardaba las armas, pues como era un niño no lo requisaban.

Me dijo: “Usted me pregunta por mis maldades. Pues le voy a contar que yo estaba al servicio de un lugarteniente de Escobar y en un partido de fútbol el árbitro pitó un penalty que no correspondía a la realidad. El jefe me dijo que había que matarlo, y así lo hice”.

Más adelante, añadió: “La última vez me encomendaron que matara a un personaje que estaba en un restaurante. Llegué con mi gente y como el hombre estaba reunido con otros seis, los matamos a todos. Nuestros jefes decidieron castigarnos porque se nos fue la mano. A mí me hirieron de siete balazos, pero me salvé. Al salir del hospital, me fui para Aruba, en donde estuve seis  años. Cuando regresé a Medellín me alejé de ese mundo, aunque a veces me buscan; pero yo les digo que soy hombre de paz y no quiero andar en peleas. Así se lo dije al que mató a un hermano mío por problemas que había entre ellos. Muchos de los que fueron mis compañeros están muertos, presos o desaparecidos”.

Mientras escuchaba estas historias, yo no sabía si bajarme del taxi o pedirle que alargara la carrera para dar pábulo a mi curiosidad. Pero no hice lo uno ni lo otro. Llegamos a lo de Juan, pagué y me despedí diciéndole que Dios le había dado una segunda oportunidad que no debía desaprovechar.

Le conté a Juan por las que acababa de pasar. Y Juan siguió con su propia historia, pues su padre, el célebre abogado Julio Hincapié Santamaría, fue asesinado a raíz de un pleito cuya contraparte era un personaje de apellido López, llamado “El Padrino”, que fue probablemente el iniciador del narcotráfico en Medellín y para quien trabajaba Pablo Escobar.

Dice Juan que un escritor muy conocido en el país tiene muchísimo material sobre Escobar, pero piensa dejarlo inédito. Dentro de las confesiones que le hizo el capo, hay una que coincide con las circunstancias del asesinato de su padre, lo que lo ha llevado a creer que Escobar conducía la Lambretta roja de donde se bajó el sicario que le disparó.

Juan conoció años después a un personaje que trabajó con Escobar y le contaba sobre la perversión que le tocó presenciar en la hacienda Nápoles. Por ejemplo, allá llegaban modelos, reinas de belleza, presentadoras de televisión, divas de la farándula, etc., atraídas por los montones de billetes que les ofrecían. Pero el precio que pagaban era oprobioso. La primera noche la pasaban con el capo y sus íntimos. La segunda ya era para el deleite de los segundones. Y en la tercera quedaban a merced de la soldadesca. Se ofrecían sumas exorbitantes a las que se atrevieran a hacer cosas tales como sexo oral con un caballo padrón o tragar cucarachas vivas…Y las descastadas peleaban entre ellas para que las eligieran para tan torpes menesteres.

El día de Navidad, una parienta que trabaja en la Fiscalía me contó que tuvo hace un tiempo su despacho en lo que fue la residencia de Escobar, el edificio Mónaco. Ahí hubo que hacer exorcismos, pues se presentaron casos espeluznantes. Por ejemplo, a una alta funcionaria se le apareció un espectro sin cabeza; un vigilante tuvo una visión que lo privó del susto y hubo que hospitalizarlo; mi parienta oyó pasos una noche en que no había nadie más adentro del edificio; y su hijita no quiso que la volviera a llevar a su oficina, porque, según le dijo, en ese lugar había “monstruos”.

Todo este relato ilustra sobre aspectos tenebrosos de los extremos de maldad a que puede llegar el ser humano.

El papa Benedicto XVI ha dicho que esas manifestaciones no son susceptibles de explicación natural. Sólo una realidad que supera los datos de la naturaleza puede darnos a entender por qué sucede el mal. Esa realidad es espiritual y, más precisamente, demoníaca, como bien los saben tanto quienes han sido víctimas de fenómenos de posesión u otros conexos, como los exorcistas que los enfrentan. Ni los neurólogos, ni  los psicólogos, ni los psicoanalistas, ni los psiquiatras , pueden dar razón de su ocurrencia, pues nada en el mundo natural ofrece analogías convincentes para explicarlos.

Esta mañana, uno de mis corresponsales de Twitter, @Mike_friesen, difundió este mensaje que viene oportunamente al caso: “Religion is lived by people who are afraid of hell. Spirituality is lived by people who have been through hell.-Richard Rohr”.

“La religión se vive por gente que le teme al Infierno; la espiritualidad, por gente que lo ha atravesado”. Esta reflexión de Richard Rohr es análoga a la que hace Papini al cierre de su presentación de “El Diablo”: “Se puede entrar al reino de Dios hasta por la puerta negra del pecado”.

En efecto, el mal nos revela la realidad del Infierno y de su patrón, el Demonio. Los que hemos experimentado el descenso a sus simas sabemos bien de qué se trata. Y sabemos bien, igualmente, que sólo por la Gracia de Dios no nos hemos hundido en él, en ese “mar profundo” que recuerda la intensa letra del tango “Madre”.

Ello significa que muchas veces, para poder apreciar la luminosidad de las altas esferas, es preciso haber conocido antes la pavorosa negrura de los abismos.

La espiritualidad exhibe, por consiguiente, dos caras: la del Bien y la del Mal. Es un mundo invisible que se pone de manifiesto en el mundo visible, pero es refractario a las mediciones y los experimentos de laboratorio. Pero ello no significa que lo sea a toda experiencia, tal como lo acredita en lo que a su lado oscuro concierne el padre Juan Gonzalo Callejas en su impresionante libro “En Contra de la Brujería”, que publicó recientemente Intermedio Editores en Bogotá.

Hace poco me permití “trinar” esta reflexión: el mal radical hace que muchos duden de Dios, pero acredita sin lugar a dudas la existencia del Demonio.

Agrego ahora que por esta vía oscura llegamos a establecer como requisito sine qua non de la racionalidad del mundo y, sobre todo, de nuestra existencia, la creencia en Dios, pues sin éste todo sería absurdo y tendríamos que admitir, como lo han hecho ciertas tendencias gnósticas, que su lugar lo ocupa una entidad maligna. Pienso que el argumento de razón práctica que esgrime Kant para defender la existencia de Dios y la supervivencia del alma después de la muerte del cuerpo, va en esta dirección: hay que suponer a Dios, porque de lo contrario habría que prosternarse ante el Demonio.

De hecho, abundan hoy en día los que han adoptado esta última alternativa. El satanismo y el luciferismo constituyen siniestras realidades de la sociedad contemporánea, aún en los países más avanzados. Malacchi Martin calculó que en  la última década del siglo pasado había más de ocho mil templos satánicos en Estados Unidos. Y en Europa occidental se mencionan numerosos casos que ilustran sobre su conspicua presencia en muchas partes. Llega a creerse, incluso, que la criptocracia que controla los hilos del poder en el mundo es de índole satánica. Tal es el tema del libro que varias veces he citado,  ”Blood on the Altar”, de Craig Heimbichner.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Reflexiones navideñas

Escribo hoy, 25 de diciembre, y el tema obligado toca con Nuestro Señor Jesucristo, cuyo nacimiento celebramos en este día.

Según leí esta mañana, los datos más recientes indican que en el mundo hay algo más de dos mil millones de cristianos, más de la mitad de los cuales hemos sido bautizados dentro de la Iglesia católica, apostólica y romana. El resto se distribuye entre protestantes (37%) y ortodoxos (12%). Al Cristianismo le sigue en importancia el Islam, con cerca de mil doscientos millones de fieles. Y en tercer lugar ubica el Hinduísmo, con unos ochocientos cincuenta millones de seguidores, casi todos residentes en la India.

Por supuesto que no todos los que figuramos como cristianos somos practicantes. Es difícil establecer porcentajes precisos que nos den idea acerca de la participación efectiva de los bautizados en las diversas comunidades cristianas, pero por distintas vías se sabe que su número tiende a reducirse en el mundo desarrollado, a la vez que se incrementa en los países en vía de desarrollo.

Los datos estadísticos se prestan a distintas interpretaciones.

Para los creyentes, las cifras indicativas de la incredulidad representan un fracaso atribuible en buena medida a los propios discípulos de Cristo, pero sobre todo a la humanidad misma, que en términos del Evangelio de San Juan se ha negado a recibir la luz  que anuncia  la Buena Nueva. Los no creyentes, en cambio, piensan que la reducción de las comunidades religiosas preludia la llegada de una época feliz en que la racionalidad y la tolerancia se impondrán sobre las tinieblas de la superstición y el fanatismo.

Observemos que unos y otros conciben la plenitud y  la frustración  de la condición humana en términos de luminosidad y oscuridad. Pero los respectivos conceptos de  lo luminoso y lo oscuro se oponen entre sí. La luz de los creyentes es oscuridad para los incrédulos, y viceversa.

Es interesante observar cómo los seres humanos interpretamos el mundo que nos rodea, y nos interpretamos a nosotros mismos, al tenor de categorías que tomamos del mundo físico y extrapolamos al espiritual. Lo luminoso y lo oscuro, lo puro y lo impuro, lo limpio y lo sucio, lo diáfano y lo turbio, etc., son polaridades que resultan de nuestro contacto con las cosas y condicionan nuestros conceptos morales, esto es, la percepción de lo valioso y lo disvalioso.

¿Cómo saber si nuestros pasos nos encaminan hacia la Luz y no hacia la Oscuridad?

La cuestión interesa tanto a la vida personal como a la colectiva. A cada uno de nosotros nos interesa saber si vamos o no por buen camino. Pero también atañe a las sociedades la identificación del Bien y el Mal y lo que a ellos conduce, pues si el Mal cunde, aquéllas se destruyen.

El pensamiento dominante hoy en día parte de premisas no sólo equivocadas, sino insostenibles y que él mismo no puede afirmar explícitamente sin riesgo de contradecirse y autodestruirse.

Según se afirma a troche y moche, estas categorías son subjetivas y se fundan en consideraciones que cada uno se hace en su intimidad, de suerte que lo que parece bueno para unos no lo es para otros, y lo que a los de acá les repugna, puede ser atractivo para los de acullá.

Resulta, empero, que todo lo que pensamos como bueno o malo da resultados en nuestras acciones y en nosotros mismos. Si nuestras opiniones se traducen en actitudes, palabras y acciones u omisiones, de ese modo influyen en nuestros semejantes e incluso en el desarrollo de nuestra personalidad. De ahí que, como dijo San Agustín, somos lo que amamos, es decir, lo que valoramos o aquello en que creemos, que es lo que nos define.

Sartre remata diciendo que somos lo que hacemos, pero esto depende precisamente de lo primero, o sea de nuestros valores y nuestras creencias.

Lo que pensamos que es luminoso u oscuro determina, por ende, el panorama de nuestro universo moral y los resultados efectivos de nuestro accionar en el mundo. Y estos resultados son reales, no imaginarios ni virtuales. El que busca la Luz por buen camino, la encuentra; pero, si la confunde, se pierde y  se frustra.

El Evangelio es tajante:”Por sus frutos los conoceréis”.Y en otro lugar añade:”¿Podrá por ventura un ciego guiar a otro ciego?”.

Todo esto apunta hacia la consideración de que los hechos señalan cuál es el camino de la realización plena de la persona humana, lo que la inunda de Luz y disipa la Oscuridad. Y esos hechos nos hacen ver que el mundo moral no es imaginario, sino que hay verdades morales y que éstas son decisivas para la perfección del hombre.

No hay tal, pues, acerca de que en este ámbito todo es del color del cristal a través del que se mire, pues los hechos muestran que las malas elecciones morales traen consigo consecuencias dañinas, en tanto que las buenas producen frutos halagüeños. Y esas malas elecciones no restringen sus malos efectos al ámbito privado de quienes las deciden, sino que se proyectan hacia los demás individuos y la totalidad del entorno social.

No cabe duda, entonces, de que la valoración del obrar humano da lugar por lo menos a tres clases de juicios, a saber: el que cada uno hace sobre sus resultados, el que cada uno de los demás elabora en torno de cómo podría afectarlo la acción del otro, y el juicio global que sobre todo los responsables de la buena marcha de la cosa pública formulas acerca de los efectos colectivos de las acciones individuales.

Esto lo vio con entera claridad Aristóteles, al sugerir que la justicia debe mirarse en las relaciones de la comunidad con los individuos, las relaciones de los individuos entre sí y las relaciones de cada uno de ellos con el todo social. Pero el individualismo moderno ha perdido de vista los aspectos intersubjetivos y colectivos de la moralidad, al tratar de reducirla al ámbito cerrado de la intimidad personal.

Ningún gobernante es capaz de ejercer su oficio pensando que los valores son del todo subjetivos y arbitrarios, de suerte que escapan de suyo a toda racionalidad. Su perspectiva no puede dejar de ser necesariamente global, lo que significa que debe partir de alguna noción indicativa de qué es lo bueno y lo malo para el conglomerado social.

Así las cosas, las grandes discusiones morales sobre lo que contribuye a la realización plena de la persona humana o a su frustración, esto es , sobre lo que en últimas es lo Bueno o lo Malo, se mueven en torno de lo que se considera que favorece la convivencia, lo que la perturba o lo que puede, según las circunstancias,  ser  indiferente en términos generales para ella.

Las políticas que promueven la difusión del ideario de la Ciencia y el descrédito del pensamiento religioso se fundan en que aquélla ilumina la acción humana, en tanto que el segundo la ofusca.

Hay pues detrás de todo ello unos juicios de valor acerca de los efectos del pensamiento científico y los del religioso sobre la vida humana. No se dice que cada uno es libre de optar por lo uno o por lo otro, tal como podría pensarse de acuerdo con las premisas de la ideología dominante , sino que en el conflicto entre lo científico y lo religioso debe prevalecer lo primero, porque es lo verdadero y diáfano. O sea, que la Ciencia es la Luz, mientras que la Religión es la Oscuridad.

Los grandes debates que enfrentan a nuestras sociedades en torno de las costumbres, especialmente las de la vida familiar y las sexuales, se mueven teóricamente a partir de premisas sobre la libertad de cada individuo de organizar su vida según le parezca y sin que nadie, ni siquiera la autoridad social, esté autorizado para imponerle sus pautas. Pero, bien miradas las cosas, se advierte que hay otras premisas implícitas, según las cuales podría pensarse que el orden familiar y el de la sexualidad son indiferentes para la colectividad, o que lo que a ésta precisamente le conviene es el desorden reinante en las costumbres.

Así las cosas, la fementida argumentación que dice partir de la base de la autonomía moral de cada individuo y el consiguiente relativismo en esta materia, sólo tiene fuerza en la medida que se considere que dicha autonomía no afecta el equilibrio  de la sociedad y más bien lo beneficia. Pero cuando se advierte que ella puede alterar su visión de la convivencia, sus ideólogos no vacilan en constreñirla, tal como sucede hoy en día con las leyes sancionatorias de lo que se considera que son comportamientos ofensivos para con las minorías raciales, sexuales o de otras clases.

Los promotores del NOM tienen, pues, su propia visión del Camino, la Verdad y la Vida, que se contrapone radicalmente a la que nos ofrece el Evangelio. Y la están imponiendo a fuerza de sofismas , a menudo por la fuerza sutil de las manipulaciones de todo género, cuando no por medios no muy alejados de la fuerza bruta.

Queda por ver, sin embargo, si sus frutos lo son de vida luminosa y plena, o más bien contribuyen a la destrucción de la humanidad.

Se trata, en síntesis, de establecer si la Luz que verdaderamente ilumina es la de Cristo, cuyo nacimiento recordamos hoy, o la del Gnosticismo y su secuaz, la Masonería.

Habrá que mirar entonces si el Evangelio es la guía moral por excelencia para la vida individual y la colectiva, a pesar de los fracasos y los extravíos de sus difusores, o si una Ciencia que por definición es ajena al mundo de los valores y por ende ciega, es capaz de guiar nuestros pasos por buen camino.

Vuelvo sobre uno de mis maestros a distancia, Claude Tresmontant, para recordar que en su gran libro “L’Enseignement de Ieschoua de Nazareth” (Editions du Seuil, Paris, 1970), sostiene que el Evangelio formula una verdadera Ciencia, la de la divinización del ser humano, o sea, la de su plenitud, la que nos lleva a  “ser perfectos como nuestro Padre Celestial lo es”.

Se trata de una Ciencia que va a lo profundo del fenómeno humano, no hacia  lo que es parcial o externo, sino lo que constituye su realidad última, su dimensión espiritual. Es, por otra parte, Ciencia avalada por la experiencia de muchísimos santos a lo largo de cerca de dos milenios, experiencia que suele ignorarse por los amos del pensamiento que dominan  las variadas disciplinas que se ocupan hoy de la mente, el cuerpo y el obrar humanos.

Es, pues, mucha la tela que hay para cortar acerca de estos tópicos.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Cedo la palabra

Para futura memoria, transcribo el excelente artículo que publicó hoy  en El Colombiano mi muy querida y admirada Ana Cristina Restrepo Jiménez.

Es una obra maestra que toca muchas fibras del alma y eleva los corazones.

Lo traigo  a colación porque ilustra sobre el tema de la santidad, al que me he venido refiriendo en mis últimos escritos. Lo que menciona Ana Cristina en su artículo es, precisamente, obra de quienes se esmeran en seguir el modelo de amor y entrega a los desvalidos que enseña el Evangelio. Es algo que sólo pueden llevar a cabo quienes están tocados por la gracia de una fe viva.

Acá va lo anunciado:

El buen ladrón

Ana Cristina Restrepo Jiménez | Medellín | Publicado el 7 de diciembre de 2011

El semblante de buena vida de Miguel jamás revelaría sus andanzas entre la mala muerte.
Trozo, bien afeitado y con olor a limpio, viste de negro y zapatos de color marrón, cuyas suelas conservan una fina capa de barro que delata el tipo de camino que recorren sus pies.
Su hogar, el barrio La Cruz -comuna 3-, es un impresionante mirador de Medellín a donde no llega el Metrocable. Cada ascenso exitoso de un microbús a esa cumbre es un récord no registrado por Guiness.
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Unas décadas atrás, de su natal Caucasia, Miguel Pérez partió para Santa Rosa y luego a Medellín, donde obtuvo una licenciatura en la Universidad Pontificia Bolivariana. Su fe, nada convencional, lo llevó a adoptar a Jesucristo y a Teresa de Calcuta como modelos de vida.
Miguel busca enfermos terminales en cárceles y hospitales. Acoge a los desahuciados -casi putrefactos- que son remitidos "para la casa"... aunque jamás hayan tenido una. Él paga el alquiler y la morfina, y depende de un grupo de voluntarios que limpian, cocinan y acompañan a los pacientes.
Le gusta cumplirles sus sueños postreros: desde un cigarrillo hasta un pedazo de sandía. Su lucha por asegurarles una muerte decente es otra forma de rechazar la precariedad de su existencia; por eso sostiene también un comedor comunitario para cuatrocientas personas y una escuela primaria.
La multiplicación de los panes parece un milagro de principiante cuando Miguel relata cómo consigue los almuerzos: algunos restaurantes le donan bolsas de huesos de pollo (para la sustancia del caldo); y doña Rosa, una abuela del barrio, en compañía de varias vecinas, fritan en fogón de leña los gordos y cordones de la carne, del mismo atado de desperdicios culinarios.
Donde comen doscientos, comen cuatrocientos.
La escuela Santa María de La Cruz (sin licencia de funcionamiento), orgullosa en su humildad, tiene tres salones para más de trescientos alumnos (en varias jornadas). No tiene ni un computador ni biblioteca. Le sobran, eso sí, parásitos intestinales, por la falta de buen servicio de acueducto y alcantarillado.
En el extremo norte -corregimiento de Santa Elena- hay un pequeño lote destinado, en los sueños de Miguel, para una placa polideportiva.
La alumna más joven es una criatura de cuatro meses, a quien su madre, de 14 años, arrulla entre las aulas y el patio.
"Los días más duros son los de reciclaje, pues las mamás no dejan venir a los niños a estudiar por mandarlos a ganarse unos pesos", se lamenta. Entonces, recibe la primera queja de la mañana de labios de una maestra: "Imagínese que Fulanita iba ayer, loma abajo, de la mano de un desconocido".
Pese a su aspecto saludable, este misionero de la Fraternidad de San Pío X fue hospitalizado en dos ocasiones. Es su corazón. Seguro que ya no le cabe en el pecho.
El botín del buen ladrón consiste en arrebatarles reclutas a las bandas callejeras por medio de la educación y la autogestión: "Sólo busco robarle muchachos a la violencia". Su obra, silenciosa, tiene nombre propio: Fundación Teresa de Calcuta de Medellín.
El cielo encapotado anuncia una tarde lluviosa. Abajo, en la ciudad de asfalto y revoque, quedan muchos asuntos por resolver...
Berenice López, mueca y carisucia, risa de cascabel, pica desde el patio de la escuela para despedirse de Miguel, con un abrazo genuino. Al igual que los demás niños, le dice: padre. Y es que, aunque ninguno lleve su apellido, todos son su semilla.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Las cartas sobre la mesa

Un muy amable lector que, por motivos del todo respetables, no da a conocer su nombre hace tres interesantísimas observaciones sobre mi último escrito, a las que, en la medida de mis capacidades y sin ánimo de polemizar, procuraré dar respuesta en esta oportunidad.

La primera tiene que ver con la presentación del modelo cristiano, según sus palabras, “como el mejor, el más deseable, ó, si se lleva al extremo, el único (el único que lleva verdaderamente a la santidad).”

Hace al respecto varias preguntas que invitan a la reflexión, a saber:

“¿Acaso no se puede ser santo en el paganismo?, ¿acaso no hubo santos paganos, y acaso no los hay hoy por hoy?, ¿Acaso no es posible encontrar el camino a la santidad en el interior de cada cual, sin haber en algún momento estado expuesto a cualquiera de las consignas cristianas?, ¿Acaso no puede el sentido común, junto con un profundo sentido de introspección, llevarnos a los altos niveles de santidad que usted atribuye al cristianismo?, ¿Acaso no se puede lograr todo lo anterior sin haber seguido nunca la voz del más popular de los profetas?”

Mi artículo iba encaminado a señalar lo que podría sucederle a la Civilización Occidental si desapareciera de su escenario la cosmovisión cristiana.

Otro amable lector, mi discípulo, colega y amigo Samuel Rodrigo Agudelo, extrae de dicho cuestionamiento la siguiente conclusión:

"Si de la mente y el obrar del hombre desaparecen progresivamente las nociones de santidad, caridad, penitencia, que son esenciales al espíritu del Cristianismo, lo que vendrá será un mundo sin amor.”

Hasta acá vamos solamente en un vaticinio sobre las consecuencias probables de la descristianización de la sociedad contemporánea, y no en la comparación de los ideales y, digámoslo así, las técnicas de la espiritualidad cristiana, con los de otros movimientos , salvo en lo concerniente al Neopaganismo que critico a fondo.

Uno podría decir en gracia de discusión que hay, en efecto, otros modos no necesariamente cristianos para acceder a ese estado de trascendencia espiritual que consideramos que es la santidad. De hecho, tal es la orientación que marcó el Concilio Vaticano II al abandonar el viejo dicho según el cual “Fuera de la Iglesia no hay salvación” y promover el diálogo ecuménico con otros credos religiosos.

No obstante, quedarían pendientes de solución dos cuestiones de  no poca monta, cual la de definir qué es lo específico de la espiritualidad cristiana, sobre todo la católica, y en qué medida esas notas distintivas permitirían predicar su superioridad respecto de las demás tendencias espirituales que obran en el mundo de la cultura.

Dicho de otro modo, las grandes preguntas inquieren acerca del porqué de seguir el Evangelio de Jesús y no más bien las enseñanzas del judaísmo, del budismo, del Corán o las de filósofos tanto clásicos como contemporáneos que, con base en la Razón, invitan a obrar con miras al logro de altos niveles de perfección moral.

Bien se ve que son temas que acá no puedo abordar con la profundidad y el detalle que ameritan. Pero, desde la perspectiva cristiana, haré solamente mención de un argumento de autoridad que ciertamente presupone la fe: la palabra de Cristo es palabra de Dios y no la de un profeta más, así se lo tenga en grande estima, ni la de un moralista que, a partir de la observación del fenómeno humano y el razonamiento sobre el mismo, ofrece unas recetas plausibles sobre cómo vivir mejor.

Citaré de nuevo a Chesterton: he adherido al Catolicismo porque es verdadero. Es la misma línea de San Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe y vanas serían  nuestras obras”.

Esa verdad no sólo es teológica, sino práctica. Por fuera de la Iglesia, ciertamente, pueden alcanzarse niveles de santidad admirables, pero resulta difícil afirmar que sean equiparables a los que han logrado los santos católicos. Y la razón es muy simple, aunque envuelve una enorme complejidad teológica: la santidad de San Francisco de Asís, la de San Juan de la Cruz, la de Santa Teresa de Ávila, la de Santa Teresita de Lisieux, la del Santo Cura de Ars o el Santo Padre Pío de Pietrelcina, la de Santa Faustina Kowalska y  la tantos más, reposa sobre un fenómeno exclusivo del Cristianismo, cual es la Gracia santificante.

En consecuencia, sólo por la Gracia de Dios y nuestra respuesta personal a ella manifestada en nuestra obras, podremos ir más allá de las altas cimas a las que podría conducirnos “el sentido común, junto con un profundo sentido de introspección”, tal como lo anota mi apreciado corresponsal.

La mística cristiana traspasa los linderos de la razón y por ese motivo se la ha considerado como una forma de locura. Y lo sería, en rigor, si no la avalara el conocimiento de una realidad que sobrepasa lo que está al alcance de sabios y doctores.

Debo admitir, por consiguiente, que el plano de esta discusión se halla en un nivel muy diferente al de los datos que nos ofrecen la realidad inmediata y nuestros razonamientos sobre la misma.

El segundo comentario de mi anónimo corresponsal señala que “no se debe temer por los juegos que se hagan con la civilización” a lo que agrega textualmente:

"Creo que no solo es necesario, sino que además, siempre lo hemos hecho, y siempre lo estamos haciendo. El cristianismo fue un juego en su momento, fue una apuesta, fue el sueño de unos cuantos, un proyecto que encontró su camino y logró masificarse como ningún otro fenómeno social antes visto. Pues bien, resulta que hoy en día no todo es neopaganismo del tipo relativista en lo moral que usted menciona, también hay un sinnúmero de esfuerzos de sincretismo, sincretismo de lo oriental con lo occidental, sincretismo de lo moderno con el conocimiento ancestral de los diversos pueblos indígenas, sincretismo también de las diferentes fuerzas paganas, que durante mucho tiempo han proliferado en paralelo al cristianismo. Todos, por supuestos, juegos de civilización, cada uno en su propio mérito.”

Reconozco que es un punto de vista no sólo inteligentemente expuesto, sino acorde con lo que podríamos llamar el espíritu de los tiempos, el sentir de nuestra época.

Pero también acá tendré que observar que la perspectiva cristiana aborda estas cuestiones situándolas en otros planos.

Por una parte, lo suyo es ir en contravía respecto del espíritu del Mundo. Por la otra, no comparte esa visión optimista del devenir de las civilizaciones, pues tiene claro que habrá un final de los tiempos, una época de confusión y de tribulaciones, una apostasía generalizada que al propio Jesucristo lo hizo preguntarse si a su regreso encontraría creyentes sobre la faz de la tierra.

Ese sincretismo que seduce a mi inteligente corresponsal nos suscita por ello enorme desconfianza, dado que lo vemos como signo ominoso de los anuncios del Apocalipsis.

El Neopaganismo que se reviste de atractivos ropajes va, en general, en contra de toda espiritualidad y si alguna promueve, es un deforme remedo de la misma.

Digo lo primero, por cuanto la educación y la propaganda dominantes se aplican ante todo a inculcar en las masas el hedonismo, la búsqueda del placer por el propio placer, las severas enseñanzas morales que fluyen del “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” o el “Haz lo que quieras”.

Sólo unos conceptos muy amplios de la espiritualidad y la santidad a que aquélla conduce permitirían clasificar estas tendencias neopaganas como representativas del impulso hacia lo alto que, según expresión de Ricoeur que suelo citar, es propio de la civilización. Más bien, esas tendencias buscan, consciente o inconscientemente, su destrucción.

Respecto de lo segundo, no ignoro que hay unas oscuras y siniestras tendencias, propiamente Luciferinas y Satánicas, que promueven una supuesta espiritualidad que se alcanzaría a través de los excesos de los sentidos, tal como lo expone Gabriel López Rojas en su varias veces citado libro que lleva por título “Por la Senda de Lucifer”.

A dichas tendencias, que proceden, entre otras, de la tradición gnóstica, me referí al escribir sobre “El Nuevo Orden de los Bárbaros” .

Dice, en fin, mi cordial antagonista:

“No solo es que algunas de estas nuevas formas de paganismo sean sanas, sino que además están emergiendo de una manera justificada. Me explico, razones tiene que haber para que el hombre moderno, y sobre todo, el hombre joven, esté desertando como lo está haciendo del cristianismo convencional. Y estas razones no son necesariamente la obra del demonio, como comentan antes que yo en este mismo blog. La pregunta más adecuada debe ser la siguiente: ¿Qué le pasa al hombre moderno que la iglesia le está generando tanto rechazo? Y, de seguido: ¿Es su culpa, o es culpa de la iglesia misma?”

No desconozco la enorme responsabilidad que le cabe a la Iglesia por la descristianización que vengo deplorando. A ella me he referido en mi artículo “La Puertas del Infierno”, y también volveré sobre el asunto una y otra vez, pues si no corrige el rumbo, no necesariamente en el sentido que quieren los tradicionalistas, sino en el de releer juiciosamente el Evangelio, se hará responsable de la perdición de muchísimas almas y del Mundo mismo.

Hoy sí que es pertinente pedirle al Señor que “Venga a nosotros tu Reino”, pues no pocos de los que se dicen sus emisarios lo están desquiciando tanto por activa como por pasiva.

Pero, aparte de esto, hay una culpa que no es de la Iglesia, sino de los responsables de la conducción de las sociedades y hasta de los propios individuos, por cuanto, como lo he dicho, el mensaje evangélico no atrae de suyo, dado que el llamado del Príncipe de este Mundo es muchísimo más seductor. Decirle, por ejemplo, sí a la sexualidad responsable y no a la promiscuidad, o sí a la maternidad y no al aborto,  implica un sentido de sacrificio que ni padres de familia ni educadores hoy  estamos estimulando entre los jóvenes, y así sucesivamente.

Y si se afirma, de acuerdo con el dogma dominante, que religión y moral son asuntos del resorte exclusivo de la intimidad de cada uno, referido tan solo  a la “Free Choice” que el ordenamiento social tiene que proteger, ¿por qué esperar que el hombre joven no abandone el Cristianismo en función del hedonismo imperante?

Soy consciente de que con estos planteamientos no puedo dar por finiquitado el debate que vengo comentando. Con ellos, a duras penas logro poner en blanco y negro algunos de los múltiples elementos conceptuales que involucra, o sea, mostrar mis cartas.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Jugando con la civilización

Según Chesterton, no podemos hablar propiamente de la Civilización Cristiana como una realidad histórica, sino como un proyecto inacabado y, en puridad de verdad, inalcanzable.

Los creyentes pedimos al rezar el Padrenuestro “Venga a nosotros tu Reino”, pero bien sabemos, tal como nos lo enseña el Evangelio, que el Reino de Dios está en el interior de cada uno de nosotros y desde ahí se proyecta hacia las comunidades y el mundo que nos rodea.

Sin embargo, sólo de los santos puede predicarse que dan sólido testimonio de la presencia de Dios en el plano existencial en que nos movemos. Los demás apenas exhibimos tenues señales de la acción redentora del Creador, que aspira a que todos elevemos nuestro espíritu hasta su presencia, pero sin lograrlo a cabalidad.

Ni siquiera en las comunidades religiosas se realiza satisfactoriamente el Reino de Dios. Muchísimo menos será posible afirmar que haya alguna formación político-social que merezca que se la identifique con el propósito de divinización del ser humano que anima a la Creación.

No obstante, la Civilización Occidental, desde sus orígenes hasta el Renacimiento, se desarrolló tratando de inspirarse en el Cristianismo.

A lo largo de unos mil años, la cultura, las costumbres, los ordenamientos morales y jurídicos, la organización política, el sistema económico, la familia y hasta la vida cotidiana de las gentes, sufrieron el influjo del pensamiento y la sensibilidad cristianos, si bien éstos tuvieron que convivir con los remanentes del mundo clásico y del mundo bárbaro.

La cristianización del uno y del otro nunca se afianzó del todo, pues siempre quedaron en las distintas comunidades tradiciones más o menos ocultas que eran refractarias a la hegemonía cristiana o actuaban dentro de ésta de manera solapada.

A partir del siglo XV, esas corrientes subterráneas fueron horadando paulatinamente los cimientos de la Cristiandad, primero a título de herejías o disidencias cristianas, luego como tendencias post-cristianas y, al final, como fuerzas radicalmente anti-cristianas que han terminado configurando lo que un obispo norteamericano recientemente denominó una “ateocracia”.


Toda sociedad global se inspira en alguna concepción del mundo que en sentido amplio puede considerarse como de índole religiosa. Así ocurre incluso con la contemporánea, que en buena medida pretende ignorar y hasta erradicar de su repertorio de ideas y valores los componentes religiosos, pero en el fondo adhiere a cierta religiosidad que no es osado calificar como neopagana.


Desde esta perspectiva, bien podría considerarse que en la actualidad la Civilización Occidental sufre una profunda división que afecta sus cimientos mismos. Esa división enfrenta a cristianos y neopaganos. Y aunque numéricamente los primeros parecen superar a los segundos, éstos controlan los hilos del poder en sus distintos escenarios. El neopaganismo, en efecto, reina en las elites occidentales.


No faltan los que saludan con entusiasmo esta evolución, pensando, quizás con exceso de optimismo, que con ella podría retornar triunfante el espíritu de la Antigüedad grecorromana o instaurarse un modelo más perfeccionado de la misma, como si aquélla suministrase un arquetipo de ordenación de las sociedades que fuera digno de seguirse, por lo menos en sus aspectos básicos.

Se olvida que el esplendor del mundo clásico sólo llegaba hasta una estrecha minoría, pues las grandes masas estaban sometidas a la más ominosa esclavitud.

Hay mucha tela para cortar alrededor de estos tópicos. Lo que me interesa debatir  en este momento toca con lo que se perdería si el Cristianismo desapareciera del mundo occidental.

No haré referencia a los tesoros artísticos, conceptuales y literarios que suelen identificarse sin más con la cultura, como si ésta no fuese algo de mayor calado que penetra las actitudes y los comportamientosde las personas.

Son precisamente estos últimos los que creo que merecen examinarse. La pregunta podría, entonces, plantearse de este modo:¿Cual sería el efecto para las sociedades de la desaparición de todo ingrediente cristiano en las actitudes y los comportamientos de los individuos?


La vida cristiana apunta hacia la santidad. Es, lo repito, un ideal difícil y quizás irrealizable para muchos, pero actúa en la vida práctica tratando de mejorar la calidad de las personas.

Pensemos, por consiguiente, en las consecuencias que acarrearía no sólo el que ya no hubiese santos, que todavía los hay, sino que nadie tratara de ser como ellos, así fuese de modo muy deficiente. Más precisamente, ¿cuáles serían los efectos que para las comunidades y los individuos podrían derivarse del hecho de que nadie se aplicara a obrar desinteresadamente en función de elevados ideales y con sentido místico? O mejor, ¿qué sucedería si toda la gente se comportara en razón de cálculos utilitarios, dando sólo lo correspondiente a lo recibido y tratando de sacar para sí la mejor tajada en todas las situaciones?

Los que se esmeran en ser mejores no sólo dan ejemplo que anima a otros a seguirlos. Hacen el bien, aportan en la medida de sus posibilidades a la calidad de vida de sus semejantes, colaboran con la obra del Creador.

Podrían multiplicarse las hipótesis en torno del deterioro que sobrevendría en todos los órdenes si de tajo se arrojasen por la borda las lecciones morales del Cristianismo.

Pensemos, por ejemplo, en la política. La tradición cristiana la concibe en función de un concepto venerable que cada vez se desconoce más, el de bien común. El pensamiento actual pretende sustituirlo por la utilidad pública, el interés social, la voluntad mayoritaria, los derechos despojados de todo sentido moral. Pero si se pierde de vista que la acción política debe promover el logro de bienes, necesariamente se la degradará, como en efecto viene sucediendo.

Otro aspecto de la cuestión se refiere a que si el gobernante deja de considerar que debe responder de sus actos ante instancias más altas, como la de Dios, probablemente fallen todos los demás frenos instituidos para controlarlo. La vieja idea cristiana según la cual los reyes debían responder ante su conciencia y, en últimas, ante Dios tal vez implicaba un mecanismo de control más eficaz que los frenos y contrapesas cada vez más sofisticados que contemplan los ordenamientos contemporáneos.

En lo que concierne al sistema jurídico, el pensamiento cristiano siempre sostuvo la idea de una justicia trascendente de orden natural, racional y, en últimas, divino, en la que aquél debe inspirarse.

La gran batalla del positivismo jurídico se libró para combatir esa idea, en aras de la autonomía del derecho frente a la moral. Pero pronto se vio que aquél no puede fundarse en sí mismo y que es necesario que se lo elabore teniendo en cuenta referentes superiores que le otorguen respetabilidad y fuerza de convicción racional.

Y como el pensamiento secular ya no acepta las categorías cristianas, ha tratado en vano de reemplazarlas con otras que carecen de la solidez de ellas. El humanismo laico que pretende ocupar el lugar del personalismo cristiano deriva en un relativismo que impide dar razón de los contenidos jurídicos. La justicia que debería inspirarlos no pasa de ser una convención e incluso una imposición.

¿Qué sucede cuando la economía se rige estrictamente por el cálculo racional, concebido éste en meros términos utilitarios también ajenos a todo sentido moral?¿No es elocuente al respecto el desorden en que se debate hoy la economía mundial?

Y qué decir de la familia y las costumbres sexuales, también cada vez más desordenadas.

A menudo les decía a mis estudiantes: piensen en lo que para ustedes representan sus hogares, el contar con padres que se esmeran en cuidarlos y sacarlos adelante a menudo heroicamente, el ejemplo y los consejos de los abuelos, etc.

Pero la fuerza moral de los hogares se robustece y actúa sobre la base de la abnegación, el sentido de responsabilidad para con los hijos que llegan al mundo, la fidelidad y el respeto, todo lo cual se torna en extremo difícil en medio del ambiente deletéreo que los libertarios pretenden imponer so pretexto de la sagrada autonomía de los individuos.

Admitamos en gracia de discusión que los cánones cristianos en estas materias son extremadamente exigentes, en especial los católicos. Pero sobre ellos se ha construído una civilización.

Preguntemos ahora si es posible edificar otra sobre los cimientos movedizos del relativismo moral que postula la regla masónica de “Haz lo que quieras”.

En fin, preguntemos por la desaparición de la virtud de la caridad, suplantada por una vaga filantropía, o la de la esperanza que se cifra
en el triunfo sobre la muerte que promete la resurrección del Señor.

Privemos a los pueblos de toda creencia en la vida futura y en la justicia divina, cercenémosles toda noción de lo sagrado, convenzámoslos del dogma sartreano que proclama que la vida es una pasión absurda, para luego interrogarnos acerca de cómo podríamos gobernarlos.Veremos entonces que lo que las elites occidentales proponen en materia de civilización no es otra cosa que un salto al vacío.

martes, 8 de noviembre de 2011

El Nuevo Orden de los Bárbaros

Hace varios meses les sugerí a mis lectores que entraran a un sitio de internet que contiene un documento estremecedor divulgado por la periodista norteamericana Randy Engel, quien dice que su lectura le cambió su modo de ver la vida.

Un amigo lo hizo traducir al castellano con el título que encabeza esta nota.

Se lo puede consultar en el siguiente enlace: https://docs.google.com/document/d/1vAhIxrt-QCa37Jv-KxGuCCjV9tQIIaL_u1mNWERZtl4/edit

Éditions Saint-Remi acaba de publicarlo en francés y ofrece un extracto que se puede leer en http://www.saintremi.fr/medias/extraits/le_nouvel_ordre_des_barbares_extrait.pdf

El documento contiene la transcripción que hizo el Dr.  Lawrence Dunegan de una conferencia que les dictó el Dr. Richard  Day a los estudiantes de Medicina de la Universidad de Pittsburg en 1969, en la que aquél anunció como cosa ya decidida, sin decir por quién o quiénes, todos los pasos de la profunda y devastadora revolución cultural que se ha llevado a efecto en las últimas décadas, a través de la que se han desmoronado los cimientos de la civilización cristiana en aras del NOM (Nuevo Orden Mundial).

En el sitio http://www.barruel.com/index.html, los interesados podrán enterarse de quiénes son los promotores de esta revolución, que para no pocos creyentes exhibe visos apocalípticos y pone de manifiesto que nos hallamos en el fin de los Tiempos.

Ahí se menciona a un tal Pierre Simon, quien dice:

“Después de 40 años, el combate que siempre hemos  librado es el mismo: contracepción, liberación de los comportamientos sexuales, aborto, homosexualidad y eutanasia”.

¿A quiénes se refiere?

Paul Gourdau, alto dignatario masónico, no deja lugar a dudas. Según cita que se encuentra en el mismo sitio, afirma:

“Es importante comprender hoy que el combate que se libra actualmente  condiciona el porvenir, más aún, el devenir de la sociedad. Él reposa sobre el equilibrio de dos culturas,: la una fundada sobre el Evangelio y la otra  sobre la tradición histórica de un humanismo republicano. Y estas dos culturas son fundamentalmente opuestas”.

El programa que enuncia Pierre Simon coincide paso a paso con los anuncios de “El Nuevo Orden de los Bárbaros”.

El punto de partida es la limitación de los nacimientos, fundada en la necesidad de poner coto a la explosión demográfica, que acaba de registrar el nacimiento del individuo humano número 7.000.000 ante el desconcierto y la alarma de la elite económica mundial.

Sobre el particular, se puede consultar un esclarecedor artículo que se encuentra en el siguiente enlace:

http://forosdelavirgen.org/35760/la-agenda-de-poblacion-de-la-elite-mundial-bajar-de-7-mil-millones-a-500-millones-2011-10-30/emailpopup/

Esta agenda de población no sólo tiende a que la misma no crezca, sino a reducirla a cifras extravagantes. Por ejemplo, Ted Turner, fundador de CNN, propone que esa reducción podría ser del 95% de los niveles actuales, algo más radical que el 90% que sugiere Gorbachov.

Se aduce que el planeta Tierra sólo estaría capacitado para alojar unos 500.000.000 de seres humanos, de lo que se sigue que el tamaño actual de la población hace imposible alimentarla y puede provocar además una crisis ecológica no sólo inmanejable, sino destructiva de nuestro habitat.

Los mayores obstáculos que se oponen a la reducción de la población son, por una parte, la fuerza del instinto de conservación de nuestra especie y, por otra, la que nos impele a reproducirnos. Por consiguiente, si este proyecto tratara de aplicarse por medios coercitivos, estaría abocado al más rotundo de los fracasos. De ahí que se lo esté instrumentando de modo paulatino, principalmente a través de la revolución cultural, cuyo medio más expedito es la propaganda que manipula las mentes y los comportamientos.

La consigna que la anima es esta:"Sexualidad sin reproducción; reproducción sin sexualidad”.

La primera parte de la consigna ya es una pauta cultural inamovible en muchas de nuestras sociedades. Por distintos medios se ha desligado el ejercicio de la sexualidad de los cánones morales que antaño la restringían, dándoles a los individuos la ilusión de libertad en lo que constituye el objeto más atractivo de su deseo y desligándolos de las responsabilidades que  tradicionalmente les acarreaba su satisfacción.

La revolución cultural pone por encima de todo el goce sexual, sin importar cómo, cuándo ni con quién o quiénes, salvedad hecha de algunos supuestos tabúes que todavía subsisten respecto de la protección de la inocencia y la integridad física de los párvulos. 

Este llamado a la promiscuidad es, por supuesto, incompatible con la estabilidad del vínculo matrimonial.

Dado que a éste  se lo pretende privar  de la función  reproductiva, la idea que se aspira a imponer al respecto es más bien la de su informalidad, transitoriedad y  versatilidad, de modo que al no pensárselo en función de la prole, quedaría tan sólo como algo meramente utilitario. De hecho, la unión conyugal ya se concibe ante todo en función de los bienes a repartir, la destinación de los beneficios de la seguridad social y las cargas pecuniarias que debe soportar cada parte en beneficio de la otra.

Lo anterior significa, lisa y llanamente, la destrucción de la idea de familia sobre la cuál se edificó nuestra civilización. Ahora se habla de familia monoparental, homoparental, etc., como si todas las variedades posibles de vínculo conyugal fuesen igualmente valiosas. Por ende, su carácter sagrado queda reducido a algo apenas convencional.

La revolución sexual lleva a cabo la consigna de las sectas ocultistas que actúan más allá de la Masonería regular, según la cual la ley suprema del obrar humano consiste en que cada uno haga lo que quiera. Dichas sectas adornan sus prédicas con la idea de una sexualidad sagrada que se vincula con las nociones de iluminación que ha cultivado el Gnosticismo a lo largo de siglos.

Es asunto que no puedo tratar ahora y lo remito, por lo pronto, a una fuente masónica insospechable, “Bajo la senda de Lucifer”, de Gabriel López Rojas, que mencioné en un escrito anterior. También recomiendo “Blood on the Altar-The secret history of the most dangerous secret society”, de Craig Heimbichner (Independent History and Research, Coeur d’Alene, Idaho, 2005), libro impresionante como pocos.

Esas ideas acerca de la sexualidad sagrada rematan en la apología de la homosexualidad, so  pretexto del ideal andrógino.

Desde el punto de vista práctico, esa apología de la relación homosexual conlleva la realización de la mencionada consigna de sexo sin reproducción, que satisface los apetitos carnales sin el riesgo de que aumente la población. No importan los otros efectos, como el sida, por ejemplo, pues “El Nuevo Orden de los Bárbaros” contempla las enfermedades y las adicciones como soluciones interesantes para aminorar la duración de la vida humana y asegurar la supervivencia de los más aptos.

Señalé en un artículo anterior sobre los argumentos en favor del aborto que, en últimas, este se impone como un medio de control natal que viene acompañado de implicaciones eugenésicas. Éstas tuvieron mucho peso en el trasfondo del famoso fallo Roe vs. Wade con el que la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos le dio arbitrariamente al aborto el carácter de derecho fundamental de la mujer.

Se quiere impedir que la especie humana se reproduzca libremente, sea por las buenas o por las malas. Lo primero se obtiene por obra de la propaganda, la educación y la promoción de contravalores culturales que poco a poco han ido produciendo cambios en la mentalidad de la gente. Pero hay también un plan B para imponer el control natal de modo coercitivo, como sucede en China con la política del hijo único y el aborto forzado. Y entre ambos extremos hay toda una gama de instrumentos tendientes a lo mismo, mediante los cuales se presiona más o menos discretamente la adopción de políticas y medidas que traten de impedir la llegada de indeseables a lo que el papa Paulo VI llamaba “el banquete de la vida”.

Stephen Knight, en “The Brotherhood-The explosive exposé of the secret world of the freemasons”(Granada Publishing, Londres, 1985), muestra cómo la Orden, que cuenta en Inglaterra con unos 700.000 afiliados, influye en todos los escenarios del poder en ese país, trátese del Parlamento, el Gobierno, la Iglesia, los partidos, las fuerzas armadas, la judicatura, la inteligencia, la policía, la banca, la prensa, los medios culturales, etc. Lo mismo sucede en no pocos países y sobretodo en el ámbito internacional, pues la ONU, en sus niveles altos tanto como en los mandos medios, está prácticamente bajo su control.

No es extraño, pues, que las consignas del NOM se estén imponiendo de modo concertado y simultáneo en todas las latitudes, sin que sea posible oponerse a ellas efectivamente. Ellas constituyen un pensamiento único que traduce lo políticamente correcto, fuera del cual se pierde toda visibilidad. En rigor, se las implanta en virtud de un sistema totalitario que depende de lo que Heimbichner cataloga como una criptocracia, es decir, un gobierno oculto que no es elegido por pueblo alguno y sin embargo los domina a todos.

Como las familias y las iglesias son las instituciones capaces de enfrentar a las criptocracias totalitarias, los esbirros de éstas se han empeñado en destruirlas o, por lo menos, debilitarlas.

La acción deletérea respecto de la familia es algo que ya no se discute. Todo conspira en contra suya y, como digo, lo que se busca que quede de ella es apenas un espejismo, una forma vacía.

Respecto de las iglesias, las acciones pretenden,  erradicar el sentimiento religioso y quitarles toda fuerza a las ideas que lo sostienen, así como penetrar en su interior con miras a controlarlas.

Ya me ocuparé del gran argumento que alega que en el espacio de la razón pública no pueden tener cabida las premisas religiosas, pues ello me obligaría a hacer una larga excursión por los vericuetos de la historia de las ideas.

Ese argumento ya ha convencido incluso a eclesiásticos como el jesuíta Novoa, que hace poco declaró que las políticas públicas en materia de aborto no pueden inspirarse en consideraciones religiosas, pues ello implicaría violar el principio de libertad de conciencia que consagró el Concilio Vaticano II. Por esa vía, se impone lo que el obispo James D. Conley acaba de llamar una ateocracia activamente hostil a la fe y las creencias religiosas, sobre todo las cristianas (vid.http://wdtprs.com/blog/2011/11/bp-conley-on-atheocracy-and-growing-hostility-to-religion/).

El otro recurso es la infiltración de las iglesias. La más refractaria a ello es la Católica. No obstante, se cree que en la alta jerarquía vaticana obra una logia que agrupa a cardenales y dignatarios de elevado rango. De ello se ha ocupado el padre Luigi Villa, cuyas denuncias alcanzan incluso a los papas Juan XXIII y Paulo VI.

Los interesados pueden consultar el libro de Pierre Virion que lleva por título “La Masonería dentro de la Iglesia” en el siguiente sitio: https://docs.google.com/open?id=0BzyESdUTh5baZjM0ODFlZGMtZDQ2ZS00ZWRjLWJjMGMtYTQ3NDQ3OTEwMmQ2

En “El Nuevo Orden de los Bárbaros” se anuncia el plan de sujeción de la Iglesia Católica al NOM, el cual, como todos los demás, se está cumpliendo meticulosamente de acuerdo con lo previsto. La meta es una religión mundial que se base no en la trascendencia de Dios, sino en la adoración del hombre. Es el humanismo que el citado Gourdau considera incompatible con el Evangelio.

Hace algunos años vi  “La invasión de los nuevos bárbaros”, una película canadiense que fue bien recibida por la crítica. Ignoro si la similitud con el título del documento que estoy comentando  es casual, pero lo cierto es que su tema coincide con el mismo. Trata, en efecto, de un enfermo terminal que explícitamente rechaza la asistencia religiosa y, después de una serie de peripecias, se somete alegremente a la eutanasia que le aplican unos amigos que lo sacan del hospital. El mensaje es nítido: la eutanasia es algo que ha de asumirse con alegría cuando ya no es posible seguir gozando de la vida. Lo mismo se dice en “El Nuevo Orden de los Bárbaros”: cumplido el ciclo, hay que cederles a otros el turno de vivir.

El capítulo X del libro de Heimbichner merece especial atención. Las manipulaciones genéticas que pretenden hacerse en nombre de la libre investigación científica y su aplicación para atenuar las dolencias de la humanidad, tocan con el propósito de llevar a cabo el “Proyecto Golem” que, inspirado en los delirios de los antiguos cabalistas, figura en la agenda de quienes han seguido los pasos de científicos satanistas como Jack Parsons. Recordemos que el Golem es una criatura fantástica que figura en el Sefer Yetzirah, el más viejo de los libros de la Cábala.

No sería extraño que la reproducción sin sexualidad que predica el documento de marras tenga que ver con estas fantasías, a las que se presta el mayor conocimiento que hemos adquirido a partir del desciframiento de la composición del ser humano.

Para terminar por ahora, me tomo la libertad de compartir con los lectores la tesis con que Pablo Victoria se doctoró con honores en la Universidad Complutense de Madrid, titulada “Los instrumentos del Nuevo Orden Mundial: el Derecho, la Economía, la Ciencia, el Lenguaje y la Religión en la sociedad del siglo XXI”(http://eprints.ucm.es/8583/1/T30695.pdf).

 

 

 

 

domingo, 9 de octubre de 2011

Coloquio sobre la justicia

El martes pasado tuve oportunidad de participar, en el programa Punto Crítico que dirige en Televida Juan Carlos Greiffenstein, en una amable conversación con mi colega abogado Eleázar Valencia sobre el tema de la justicia en Colombia.

El director del programa enfocó el asunto, por una parte, desde la distinción entre la justicia divina, la institucional de la sociedad y la individual o justicia por la propia mano, y, por otra, desde las percepciones que el público tiene acerca del aparato judicial, captadas a través de facebook y de entrevistas con gente de la calle.

La gran preocupación estriba en la poca fe que las comunidades tienen en el funcionamiento de la  administración de justicia entre nosotros, de la que dan reiterado testimonio las encuestas de opinión que se publican periódicamente.

Dichas encuestas señalan que la credibilidad de las Altas Cortes promedia más o menos el 50%, pero cuando a los encuestados se les pregunta por el sistema judicial en general, las cifras favorables descienden a algo así como el 25%.

Según mi criterio personal, la opinión favorable a las Altas Cortes se explica porque los medios suelen destacar con amplitud sus decisiones, sobre todo cuando las mismas producen efectos políticos de diversa índole.

Hay muchos fallos que impactan a la opinión, como los que versan acerca de derechos fundamentales, las limitaciones que se imponen  sobre los gobernantes, las responsabilidades a cargo de ellos, las indemnizaciones a que se condena al Estado, las sanciones a los agentes de la fuerza pública, etc., que dejan en el público la impresión de que los magistrados son independientes e imparciales, velan por el Estado Social de Derecho, se preocupan por la protección de los desvalidos, enfrentan a los criminales de todos los pelambres, etc., de modo que  podría hacerse cierto con ellos lo que acostumbraba a decir el presidente Santos Montejo en el sentido de que “hay luz en la poterna y guardián en la heredad”.

En otra ocasión he escrito sobre el peligroso contubernio de los medios y las autoridades judiciales, que deriva en la justicia mediática y politizada que estamos padeciendo, la cual, sin embargo, logra por ese motivo los modestos índices de apoyo que registran las encuestas.

Cosa distinta sucede con la percepción que tiene el hombre de la calle en torno de la justicia cotidiana, la llamada a resolver los problemas que se le presentan en sus diversos entornos, tales como el familiar, el vecinal, el laboral, el económico, entre otros, en los que no hay lugar para la demagogia, las declaraciones altisonantes o la taumaturgia jurídica, sino para la solución efectiva de las demandas de protección, de seguridad, de prontitud en las decisiones, de razonabilidad y eficacia de las mismas, etc.

Cuando las cosas se sitúan en escenarios en que no procede la panacea milagrosa de la acción de tutela, que permite que los jueces se presenten como dioses, empieza el Cristo a padecer. Y ahí le da a  la gente por refugiarse bien sea en la justicia divina, con cierto sentido de amarga resignación, o a confiar en la que en el programa se me ocurrió llamar la Justicia del Diablo, que es la que se imparte por la propia mano o, peor, por las estructuras criminales que pululan en todas partes y configuran lo que  podríamos denominar un sistema parajudicial, vecino del paramilitar.

Sobre la justicia por la propia mano, me limité a repetir lo que dicen las nociones elementales  del Derecho Político, esto es, que ella es la antesala de la anarquía.

Esto hay que recordarlo siempre. Si las autoridades legítimamente constituidas no satisfacen las demandas de justicia pronta, imparcial y eficaz que formulan las comunidades, se generan vacíos que inexorablemente tienden a llenarse por otros medios.

Leí en El Colombiano esta mañana un buen reportaje con el Alcalde de Medellín, Alonso Salazar Jaramillo, en el que éste denuncia no sólo la alianza de las bandas criminales con sectores políticos muy influyentes, sino lo difícil que les resulta a las autoridades luchar contra un fenómeno tan extendido  y perverso como la extorsión. Lo que dice Salazar es tremendo: cree que en Medellín, Barranquilla y Bogotá, por ejemplo, no hay negocio alguno que sea inmune a ese flagelo. Pero hay algo más: considera que no hay medios legales eficaces para controlarlo.

Al remate del programa hice tres observaciones que,a mi juicio, ameritan que se las examine más detenidamente.

La primera tiene que ver precisamente con la parajusticia, pues tanto en las ciudades como en vastas zonas aldeanas y rurales las comunidades están sometidas a bandas criminales que imponen a sangre y fuego su régimen de terror, sin que el Estado logre controlarlas a cabalidad.

Sin desconocer lo que bajo su administración hizo el ex-presidente Uribe en materia de seguridad democrática, hay que admitir que sus logros fueron parciales, aunque significativos, y que hay la sensación de que bajo Santos más bien ha habido un retroceso, por lo menos en lo que concierne a la percepción del público.

La segunda observación toca con las hondas discrepancias que median entre las concepciones éticas de nuestra clase dirigente, sobre todo la que controla el aparato judicial, y las de la gente del común.

Tal como pudo apreciarse en las entrevistas que los reporteros de Televida hicieron al azar en la calle, el pueblo sigue creyendo que sobre la justicia humana hay una justicia divina que debe servir de guía de aquélla. Esto  significa que, para aquél, los legisladores, administradores de la cosa pública, jueces y ciudadanos en general deben mirar más allá de la legislación positiva e inspirarse en los fundamentos éticos de la normatividad jurídica y de la autoridad pública. Pero nuestra dirigencia, sobre todo la que está en las Altas Cortes o las controla, ya no cree en Dios o, por lo menos, no cree que Él sirva de fundamento y garantía del orden ético.

Quiero llamar la atención, entonces, sobre el desfase o las discrepancias de fondo que hay entre la ética de las comunidades y la de los dirigentes, así como acerca de las consecuencias que pueden seguirse del ateísmo práctico de los últimos.

Es un tema sobre el que habré de volver después, dado que quizás ese ateísmo, que se viste bajo el ropaje del agnosticismo, está al servicio del satanismo, según lo denuncia Craig Heimbichner en su inquietante libro “Blood on the Altar- The secret history of the world’s most dangerous secret society”(Independent History and Research, Coeur d’ Alene, Idaho, 2005), que acabo de leer y comentaré en otra oportunidad. Los interesados pueden obtener información al respecto en www.RevisionistHistory.org.

El tercer tema se refiere al peligrosísimo enfrentamiento que estamos presenciando entre el aparato judicial y el aparato militar.

Es una verdad de a puño que la estabilidad del Estado de Derecho reposa sobre lo que el presidente López Michelsen llamaba el “binomio Corte Suprema-Fuerzas Armadas”, que en Inglaterra se ilustra diciendo que toda la armada de Su Majestad está al servicio del más humilde de los jueces, también de Su Majestad Británica.

Ese binomio se ha roto en Colombia y las consecuencias de esa ruptura tarde o temprano serán calamitosas para nuestras instituciones. Pero, ¿qué hacer con un aparato judicial ideologizado hasta la médula y colonizado por la izquierda?

No soy optimista sobre el futuro del Derecho y la Justicia entre nosotros. La sociedad colombiana es cada vez más compleja y carecemos no sólo de instrumentos conceptuales idóneos para abordar su problemática, sino de la fuerza social que sea capaz de enfrentarla. Así lo muestra a las claras la claudicación en que el Gobierno y el Congreso acaban de incurrir frente a la reticencia de las Altas Cortes para aceptar que se reforme a fondo el sistema judicial.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

En contravía de la Constitución

Hace unos días tuve oportunidad de participar en el evento que programó el Personero de Medellín para conmemorar el vigésimo aniversario de la entrada en vigencia de la Constitución Política de 1991.

Por distintos motivos, me había mostrado reacio a actuar en diversas celebraciones a las que fui invitado, pero en este caso medió la solicitud de mi buen amigo y ex-discípulo Andrés Úsuga, a quien no le podía decir que no.

No me arrepiento de haber dado el brazo a torcer, lo que no requirió mayor esfuerzo de parte de mi amigo, pues tuve el gusto de conocer al Personero, el Dr. Jairo Hernán Vargas, y algo de la muy encomiable labor que está llevando a cabo en una ciudad asediada por las bandas criminales y la ilegalidad en todas sus manifestaciones.

Me sentí, además, muy complacido de hablar ante un auditorio de líderes comunitarios, activistas de Derechos Humanos, funcionarios, abogados, estudiantes y, en general, gente del común, que recibieron con el mayor respeto las exposiciones de los conferencistas, a pesar del carácter polémico de algunas de ellas, incluyendo la mía.

Hube de señalar ante ellos que no hago parte de los nostálgicos de la Constitución de 1886, que ya ameritaba que se la actualizase y por la que nunca tuve especial reverencia, pues cuando se celebró su centenario dije que la obra constituyente que me parecía digna de encomio era más bien la de 1910, que le trajo a Colombia varias décadas de paz.

Puse de presente, eso sí, que yo he sido crítico pertinaz de lo que se hizo en 1991, a lo que en reiteradas ocasiones he dado en llamar el “Código Funesto”, tan perjudicial para Colombia como lo ha sido el Concilio Vaticano II para la Iglesia Católica.

Como hace 20 años escribí un texto denominado “El Estatuto del Revolcón”, que se publicó en una obra colectiva, “Doce ensayos sobre la Constitución de 1991”, me pareció oportuno volver sobre las críticas y los augurios que en ese entonces formulé, con el ánimo de hacer su evaluación a la luz de los acontecimientos de estas dos últimas décadas de la historia colombiana.

Esas críticas versaron sobre el modo como se convocó la Asamblea Constituyente, el trámite que ésta observó y las deliberaciones que concluyeron con la promulgación del nuevo texto constitucional, así como el contenido del mismo, que me atreví a calificar como una “Casa en el aire, pero en obra negra”, susceptible de hacer ingobernable a Colombia.

Recordé que en 1990 y 1991 se produjo una gravísima crisis constitucional que se abordó con lo que en un artículo de prensa llamé a la sazón como  los “tres golpes”: el del entonces presidente Gaviria contra la Constitución, el de la Asamblea Constituyente contra Gaviria y el de una y otro contra el Congreso.

En otro escrito de este blog me he ocupado de los acuerdos que se hicieron con el M-19 y posiblemente con los Cárteles del Narcotráfico para entregarles la institucionalidad por la vía de la negociación que condujo a la convocatoria y la elección de la Asamblea. Pero, aunque mi versión de los hechos tomó buena parte del tiempo asignado para mi conferencia, pasaré por encima de ella en esta oportunidad, pues me interesa más ocuparme de otros tópicos.

No entraré tampoco en el detalle del trámite y las deliberaciones, salvo para destacar la improvisación que reinó en las labores de la Asamblea, la cual condujo a que, llegada la fecha de expiración del término señalado para que expidiera una nueva Constitución, el texto no estuviera disponible, por lo cual se la firmó en blanco y se produjo un articulado final que trajo consigo una vergonzosa fe de erratas.

De todo esto da cuenta un excelente libro que se dio a la publicidad hace poco, “El Rostro Oculto de la Constitución de 1991”, escrito por el distinguido jurista e historiador samario, y mejor amigo, Óscar Alarcón Núñez.

A la audiencia se lo recomendé vivamente, y lo mismo hago ahora respecto de los lectores de este blog, con un solo comentario: el libro de Alarcón muestra a las claras que Colombia no tiene dirigentes serios y que los grandes problemas del país se manejan por ellos con una superficialidad que no vacilo en calificar como irresponsable.

Para evaluar el contenido de la Constitución y si mis aprensiones acerca de ella estaban justificadas hace dos décadas y siguen estándolo hoy, conviene contrastar los motivos que se invocaron para promoverla y la situación del país en los tiempos que corren, dejando constancia, desde luego, de que no todos los males que sufrimos son imputables a la obra de los constituyentes de 1991.

Acudo a mi memoria para destacar tres motivaciones que, a mi juicio, se invocaron profusamente para convencer al país de la necesidad urgente de modificar la Constitución por fuera de lo que un texto expreso de ella misma ordenaba, a saber: dejando de lado al Congreso y convocando a la ciudadanía para que eligiera una Asamblea Constituyente no prevista en los textos e incluso contraria a los mismos.

Cito, en primer lugar, algo que dijo por ese entonces Fernando Cepeda Ulloa, ex-ministro de la administración Barco y uno de los principales promotores del proceso constituyente de 1991. Palabra más, palabra menos, manifestó por ese entonces que era necesario desbloquear un país que estaba bloqueado por la Constitución vigente.

¿En qué consistía ese bloqueo? En que los intentos de reforma constitucional que se hicieron bajo los gobiernos de López Michelsen, Turbay y Barco se frustraron, los dos primeros, por obra de la Corte Suprema de Justicia, y el último, por obra del Congreso.

La primera, en mala hora, abandonó su tesis tradicional en cuya virtud no era competente para pronunciarse sobre la exequibilidad de actos legislativos reformatorios de la Constitución, sustituyéndola por otra muy discutible que tomó de Karl Schmitt, relacionada con la distinción entre el constituyente primario y el secundario, así como con los límites del segundo.

La Corte echó mano de uno de los ideólogos del nazismo para hacerle entierro de tercera a la iniciativa de López Michelsen, con el que tenía hebra cortada. Es un antecedente de confrontación entre el Gobierno y la Corte Suprema de Justicia que no sobra recordar, así sea a las volandas, para entender otro, de enorme gravedad, que se produjo hace poco entre el entonces presidente Uribe Vélez y la Corte actual.

La frustración de la reforma constitucional de Turbay tuvo otros ingredientes, pues no se basó en aspectos de fondo, sino procedimentales relacionados con el cómputo de las votaciones en una de las instancias del trámite del proyecto.

Pero lo más grave aconteció con la reforma de Barco, que naufragó a última hora por la iniciativa de convocar a la ciudadanía a una consulta plebiscitaria sobre el espinoso problema de la extradición de colombianos solicitados por autoridades extranjeras. A raiz de ello, el entonces ministro de Gobierno, Carlos Lemos Simmonds, se vio en la necesidad de retirar el proyecto para impedir que esa tenebrosa iniciativa fuese elevada al rango de canon constitucional.

Observo de paso que ese acto heroico de Lemos se vio luego desvirtuado por la Asamblea Constituyente que él mismo integró, la cual, ciertamente contra su voto, aprobó lo mismo que los narcotraficantes querían, es decir, la prohibición de la extradición de colombianos por nacimiento.

Con un Congreso y una Corte Suprema de Justicia desacreditados, se creía que era necesario acudir a otros procedimientos de modificación de la Constitución, así ésta no los contemplase ni avalase.

El segundo gran argumento para ello fue el de la paz. Había unos acuerdos, cuando no secretos, por lo menos sí discretos, con el M-19 y otros grupos subversivos, para promover reformas que facilitasen su inserción a la vida política regular, y se pensaba que no sería posible sacarlos adelante a través del Congreso. Por ese motivo, se presionó a la Corte Suprema de Justicia para que declarara la exequibilidad del extravagante decreto de estado de sitio mediante el cual el gobierno de César Gaviria aspiraba a que se convocara y eligiera la Asamblea Constituyente que suplantaría al Congreso en su atribución exclusiva de expedir nomas constitucionales.

Recuerdo que el hoy extinto magistrado Gómez Otálora, de cuyo voto dependía la viabilidad jurídica de ese decreto, le dio visto bueno aduciendo que el valor de la paz prevalecía sobre la letra de la Constitución. Claramente se advierte que sucumbió a las presiones que se ejercieron sobre la Corte diciéndole que, si ese decreto no se declaraba exequible, la responsabilidad de la frustración de la paz con el M-19 y otros sería exclusivamente suya.

Un tercer argumento se invocó para darle curso a la mal llamada “Séptima papeleta”, mediante la cual se exploraría el parecer del electorado para reformar la Constitución sin contar con el Congreso. Esa convocatoria se hizo so pretexto de instaurar en Colombia una democracia participativa de la que se esperaba el fortalecimiento de las instituciones a través de la savia de la voluntad popular y, por ende, una mayor transparencia de los procesos políticos y una mayor adecuación del Estado las demandas comunitarias.

Por esas calendas reinaba un muy justificado clima de escepticismo en torno de nuestro sistema democrático. La crisis de los partidos históricos era evidente, la clase política estaba desacreditada por la corrupción y el clientelismo, la compra de votos y otros mecanismos de distorsión de la voluntad popular hacían su agosto, etc.

En suma, hace 20 años el país estaba muy mal. La pregunta que cabe hacer ahora es si está mejor, y creo que a nadie se le ocurriría darle respuesta afirmativa.

En efecto, el país sigue bloqueado, con el agravante de que ahora se ven menos nítidas las soluciones institucionales; la tan ansiada paz sigue siendo aún más esquiva que antes; el sistema político en todas sus facetas, incluyendo el estamento judicial, está más corrompido que otrora.

Pero, mal que bien, Colombia no ha sucumbido. Desde este punto de vista, debo morigerar mis premoniciones catastróficas de hace 20 años. Igualmente, creo que hay figuras del nuevo ordenamiento que ameritan examinarse con mirada más positiva.

No obstante, sigo pensando que en 1991 adoptamos un mal ordenamiento político que ha desarticulado el sistema de los poderes públicos dando lugar a distorsiones muy inquietantes. De contera, creo que hoy resulta más difícil reformar a fondo la Constitución que en aquella época. Ya lleva 34 reformas que la han convertido en una colcha de retazos, pero lo fundamental, que son unos mecanismos idóneos de solución de conflictos políticos, resulta hoy impensable.

Piénsese tan sólo en las vicisitudes que está padeciendo el actual gobierno en relación con la reforma a la justicia. Ahí se pone de manifiesto una piedra de toque que ilustra a las claras sobre los cierres herméticos de nuestro sistema.

Tales cierres se dan en lo que la profesora Bernardita Pérez expuso de modo magistral al término de su conferencia, por cuanto la Corte Constitucional se ha autoerigido en un poder constituyente secundario que está por encima del Congreso y, digo yo, sobre el pueblo mismo.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Las raíces del libertarismo moderno

En varias oportunidades he señalado que las ideas que hoy están en vigencia y se toman por muchos como verdades a puño, son desarrollo de otras que comenzaron a difundirse en el siglo XIII a partir de discusiones teológicas propias de esos tiempos.

Se trata del debate entre intelectualistas y voluntaristas, por una parte, y del que enfrentó a realistas y nominalistas, por la otra.

El gran pensamiento medieval, que se pone de manifiesto en la obra de Santo Tomás de Aquino, siguió la tradición intelectualista de esa sagrada trinidad del pensamiento que integraron Sócrates, Platón y Aristóteles, según la cual la racionalidad humana participa de una razón universal que informa todo lo existente y se proyecta incluso en la acción del hombre.

De ahí, la posibilidad de conocer la información real que constituye la esencia de las cosas, así como la de formarnos ideas racionales acerca de la ética, la política y en, general, la dirección de la vida humana y la ordenación de las comunidades.

Con el advenimiento del Cristianismo, la razón de los clásicos se sitúa en Dios, fuente de todas las ideas y legislador universal que plasma aquéllas en todas las obras de su creación.

La tarea del conocimiento racional consistirá entonces en aprehender esas ideas que informan o estructuran cada ente y descubrir sus relaciones con el resto de la realidad.

Esas ideas son reales, bien sea que se las considere subsistentes en sí mismas y previas a la realidad empírica, como lo pensaba Platón, o como incorporadas en cada cosa en una unión indisoluble de forma sustancial y materia prima, como lo sostuvo Aristóteles. La divisa platónica se ha resumido en el postulado “universalia ante rem”, en tanto que la de Aristóteles se expresa como “universalia in rem”.

Tratándose del conocimiento moral, estos planteamientos parten de la base de que hay algo bueno y justo en sí, identificable racionalmente y formulable en enunciados generales. Eso bueno y justo en sí no sólo es racional, sino que es consustancial al intelecto divino de tal modo que Dios mismo no podría ordenar nada que fuese irracional. La Voluntad Divina sería ejecutora de la Razón Divina, de la misma manera que la voluntad de cada individuo debe ponerse al servicio de los dictados de su razón.

Estas concepciones, que fluyen de la más elevada especulación metafísica, penetraron el mundo de la cultura y suministraron las bases conceptuales de la Civilización del Occidente Cristiano. Se tradujeron, además, en vigencias sociales, es decir, en creencias comúnmente aceptadas por las comunidades para servir como bases de la ordenación social, la educación y la moralidad.

Los franciscanos ingleses, con buenas intenciones, pero sin calibrar las consecuencias de sus puntos de vista, se opusieron al realismo metafísico aduciendo que los universales que aquél situaba en la estructura misma de lo real eran apenas “flatum vocis”. Esto significa que los términos con que designamos lo abstracto y general son  palabras hueras y meros artificios mentales carentes de correspondencia alguna con la realidad, la cual consideraban constituida tan sólo por entes individuales y concretos. Es la postura de los nominalistas, que se resume en la expresión “universalia post rem”.

En el campo de la moral, estos planteamientos derivan en la negación de lo bueno y lo justo en sí, esto es, de la racionalidad de toda regla de ordenación y de comportamiento.

A través de un sofisticado discurso teológico, los nominalistas concluyeron que las reglas sólo pueden fundarse en actos de voluntad, mas no en ordenaciones racionales. Pero como eran creyentes cristianos, señalaron que la moralidad se basa en la Voluntad amorosa del Creador.

Según esto, nada habría bueno y justo por esencia, pues estas categorías dependen de decisiones soberanas de Dios, cuya libertad absoluta decide por sí y ante sí qué es lo ordenado, lo permitido y lo prohibido. Esto se traduce en el postulado, que es un dogma del pensamiento moderno, según el cual “no hay mala in se, sino mala prohibita”.

Richard M. Weaver, en “La ideas tienen consecuencias” (Ciudadela, Madrid, 2008), fija en este debate el comienzo de la disolución de la Civilización del Occidente Cristiano. Igual planteamiento se encuentra en “Seréis como dioses”, de Hans Graf Huyn, que comenté en escrito anterior.

En el campo de la Filosofía del Derecho, el célebre  profesor Michel Villey centró en la segunda mitad del siglo XX sus críticas al pensamiento jurídico moderno en los desarrollos de estos debates, cuyo conocimiento es indispensable para entender los puntos de vista enfrentados de los clásicos y los modernos.

Hace poco llegó a mis manos un texto de Filosofía y Teoría del Derecho que no vacilo en calificar como admirable, titulado “Tomás de Aquino en diálogo con Kelsen, Hart, Dworkin y Kaufmann”. Sus autores son Carlos Alberto Cárdenas Sierra y Edgar Antonio Guarín Ramírez, profesores investigadores de la Universidad Santo Tomás de Bogotá.

En la página 39 de la edición de 2006, se pone de manifiesto la contraposición fundamental que media entre el pensamiento del Aquinatense y el pensamiento contemporáneo. Transcribo el párrafo pertinente, en el cuál quedan claramente expuestas las posiciones enfrentadas. Dice así.

“La acción libre tomasiana no alude a la denominada “libertad de indiferencia”, que equivale a una libertad sin condiciones , desligada de cualquier limitación, es decir, absoluta, como querrían los nominalistas. Una libertad que niega la validez del principio operatur sequitur esse, esto es, que toda libertad está gobernada por la propia estructura natural. Para los nominalistas, al no haber realidad en los universales, no habría propiamente naturaleza humana, estatuto previo a la elección, condicionante de su sentido y dirección. Mediante la “libertad de indiferencia”, la acción libre equivale al poder de inventarse a sí mismo. De esta manera, los sujetos de la intersubjetividad crean sus condiciones sin referentes obligados; lo mismo podría hacer el legislador, a quien todo estará igualmente permitido”

Este texto muestra con envidiable claridad cuáles son los puntos básicos de confrontación intelectual entre los contemporáneos y los tradicionalistas. Aquéllos, precisamente en virtud de su contemporaneidad, llevan las de ganar en los debates académicos, mediáticos, políticos, judiciales, etc. La moda les da fuerza, así no los asista la razón ni, probablemente, el sentir de las comunidades.

Éstas, según creo, siguen adheridas a la cosmovisión cristiana. Pero las élites ya no lo están, y como controlan los mecanismos del poder, tales como la propaganda, los mass media, la industria de la cultura, lo que exaltan es esa “libertad de indiferencia”, a la que se  adjudica un valor absoluto, con menoscabo de la concepción de la libertad como instrumento condicionado por la realidad para la realización de los fines supremos del ser humano.

Esa concepción libertaria constituye el núcleo de la “Revolución silenciosa” a que me he referido en escritos anteriores, a través de la cual se aspira a entronizar la “Dictadura invisible” que también he mencionado en ellos.

No dejo de destacar el compromiso de la Universidad Santo Tomás con el pensamiento que la inspira, del cual deriva su misión pedagógica, pues contrasta con la indiferencia que otras universidades católicas, incluso de corte pontificio, han venido exhibiendo en torno de lo que constituye su razón de ser.

Esa tendencia resulta especialmente censurable  en tiempos como los que corren,  en que los promotores de la “Dictadura invisible” echan mano de todos los recursos a su alcance para desconceptuar, silenciar y erradicar el pensamiento que contribuyó decisivamente a forjar la civilización en que vivimos.

Ya tendré ocasión de referirme a esos “Civilisation killers” que menciona un elocuente escrito difundido hace poco por la Arquidiócesis de Washington.

martes, 13 de septiembre de 2011

Seréis como dioses

Lo que está sucediendo en la actualidad en el orden moral es consecuencia de procesos que se iniciaron desde hace varios siglos y poco a poco han erosionado las bases del ordenamiento de   la Civilización Cristiana hasta el punto de reducirlo a su mínima expresión.

“Seréis como dioses”, un importante libro de Hans Graf Huyn (El Buey Mudo, Madrid, 2010), se ocupa con envidiable lucidez de mostrar la evolución intelectual que ha conducido a desvirtuar en las sociedades occidentales toda idea de trascendencia divina y poner en el trono de Dios al hombre.

No es esta la oportunidad para examinarla en detalle.

Señalemos solamente que todo parte del nominalismo y el voluntarismo de los pensadores ingleses de fines de la Edad Media, a partir de los cuales se puso en tela de juicio el realismo metafísico de la tradición aristotélico-tomista, que situaba en la cúspide de la jerarquía de los entes a Dios, y se negó, además, la racionalidad del orden moral fundado precisamente en la Ley Eterna establecida por Aquél.

Lo primero deriva en el empirismo, el positivismo y el materialismo, así como en las corrientes que hoy en día todo lo fundan en la Filosofía del Lenguaje y la de la Cultura.

A lo largo de esa evolución, la idea de Dios se va difuminando, primero por obra del Deísmo volteriano, y luego cuando se lo considera, según la célebre expresión de Laplace, como una “hipótesis innecesaria”.

Un proceso paralelo va privando al Derecho de sus conexiones con la Moral y a ambos de su fundamento en la Ley Eterna.

Aunque ciertamente todavía a lo largo de los siglos XVII y XVIII se los sigue fundando en la Razón, ya no se trata de la Divina, sino de una brumosa entidad lógica, de la que la Idea hegeliana es uno de sus ejemplares y que en la filosofía alemana de los siglos subsiguientes continúa denominándose como Espíritu, pero sin reconocerle ninguna connotación de realidad.

La negación de la racionalidad de la Ley Eterna  conduce, por otra parte, al formalismo moral y jurídico propuesto por Kant y adoptado a  pie juntillas por sus seguidores. Ese formalismo es fiel a las ideas nominalistas y voluntaristas que niegan que haya algo intrínsecamente bueno y justo, por lo cual las calificaciones que acerca de esos términos hacemos se basan tan sólo en consideraciones extrínsecas.

Desde otro punto de vista, conviene señalar que el logicismo postulado por Kant y por Hegel, aunque con distinto sentido en uno y otro, desemboca  en el historicismo, que trae consigo necesariamente el relativismo, tanto gnoseológico como moral.

De ahí a la crisis de la Razón sólo media un paso que ya dieron los pensadores postmodernistas, según lo ilustra un excelente libro del profesor José Olimpo Suárez Ph.D. que publicó la UPB en Medellín hace pocos años. Sería bueno que lo leyeran muchos que dicen ser fieles devotos del pensamiento racional, pues entonces se darían cuenta de que lo que entienden por tal no ofrece los créditos que ingenuamente le asignan.

El resultado de estos desarrollos conceptuales es muy simple: ni el Derecho ni la Moral son racionales, o lo son apenas en cierto sentido que no atañe al fondo, sino apenas a la forma de los enunciados en que se expresan o consisten.La racionalidad de uno y otra será, a lo sumo, meramente formal e instrumental.

No hay, entonces, un orden racional de las sociedades, como lo pensaban los antiguos, pues toda normatividad humana será histórica, fruto bien sea de convenciones o de imposiciones autoritarias, pero no de una racionalidad intrínseca.

Observemos, por otra parte, que el magno edificio de la racionalidad clásica, trátese de la aristotélica con sus causas formales, materiales, eficientes y finales, o el de la leibniziana con su postulado de la razón suficiente, se resquebraja con la negación de la causalidad formal y la final que predica el cientificismo moderno, así como con la tesis según la cual el discurso racional se elabora a partir de reglas de formación que no tienen ningún asidero en la  realidad, motivo por el que se dice entonces que la verdad no se descubre, sino se construye, tema sobre el cual remito a un precioso libro de George Steiner, “Presencias reales”.

No hay, por consiguiente, verdades morales ni jurídicas, como tampoco una racionalidad que de suyo sustente la configuración de las instituciones sociales.

Nada de ello tiene fundamento en Dios, la naturaleza, la tradición ni una racionalidad supraempírica. Por consiguiente, los hombres crean las normas y configuran las instituciones como les plazca. Es la voluntad, trátese de la de todos, la de la mayoría o la de unos pocos, la que determina qué es lo bueno y lo justo o lo malo y lo incorrecto.

Le pido al lector que retenga esto último, pues en escritos posteriores mostraré hacia dónde conduce ese voluntarismo irracionalista.

Para ciertos filósofos de moda, la ordenación de la sociedad, de las relaciones interpersonales y de la conducta individual debe efectuarse a partir de procedimientos de diálogo y discusión que se enmarquen dentro de lo que hoy suele denominarse la Razón comunicativa, acerca de lo cual hay afinidades, pero también diferencias, en pensadores como Rawls, Habermas y Alexy, por mencionar a algunos de los más connotados.

Pero dichos procedimientos son formales e, incluso, artificiales, y no presuponen la racionalidad de los resultados en sí misma considerada. Dichos resultados serán racionales en la medida que los argumentos aducidos se ajusten a las reglas dialógicas, mas no por el vigor de sus premisas ni la coherencia de sus enunciados, ni muchísimo menos por su concordancia con la realidad. En el fondo, la fuerza de la argumentación derivará de procedimientos sofísticos y del peso social de las premisas que se aduzcan.

Los principios a priori de esos procedimientos dialógicos son la igualdad, la libertad y la autonomía moral de todos los seres humanos, en la que se funda su dignidad y, en último término, su divinización.

Pero, como lo consigné en otro escrito, libertad, igualdad y autonomía no se consideran dentro de contextos morales superiores, sino precisamente como los fundamentos mismos de la moralidad, que en tal virtud ya no estará integrada por reglas impuestas por las colectividades  sobre los individuos, sino por normas libremente aceptadas por éstos en función de sus diferentes modos de ver la vida. 

Siendo lo moral asunto del resorte exclusivo de la intimidad individual, como también la religiosidad, la moral social sólo tendrá un propósito: hacer compatibles las diversas moralidades individuales de modo que se respete el libre ejercicio cada una y se impidan las interferencias o colisiones que puedan derivarse de ahí.

Es paradójico que unos modos de pensamiento que niegan la metafísica o la reducen a su mínima expresión, y dicen ceñirse rigurosamente a los datos de la realidad positiva, postulen unos a prioris morales puramente lógicos y formales como principios ordenadores de la regulación de la conducta humana, de suerte que cuando se formula la pregunta inevitable acerca de cuáles son sus fundamentos, se responde que valen por sí mismos, como si ese valor no estuviera referido necesariamente a la realidad de la existencia humana.

Y para apuntalar la respuesta, se menciona la célebre falacia naturalista, diciendo con tono dogmático que lo normativo no puede fundarse en la realidad, como si las normas no hicieran parte de ella y fuesen puras entidades lógicas.

Es claro que lo que entienden por moralidad los filósofos de moda y sus seguidores, no coincide con lo que cree la gente del común, que a menudo sigue ligada a las viejas y muy arraigadas creencias acerca de un orden moral objetivo fundado en el Decálogo y la costumbre inmemorial, cuando no en lo que a ojo de buen cubero se considera que es el orden natural.