miércoles, 28 de septiembre de 2011

En contravía de la Constitución

Hace unos días tuve oportunidad de participar en el evento que programó el Personero de Medellín para conmemorar el vigésimo aniversario de la entrada en vigencia de la Constitución Política de 1991.

Por distintos motivos, me había mostrado reacio a actuar en diversas celebraciones a las que fui invitado, pero en este caso medió la solicitud de mi buen amigo y ex-discípulo Andrés Úsuga, a quien no le podía decir que no.

No me arrepiento de haber dado el brazo a torcer, lo que no requirió mayor esfuerzo de parte de mi amigo, pues tuve el gusto de conocer al Personero, el Dr. Jairo Hernán Vargas, y algo de la muy encomiable labor que está llevando a cabo en una ciudad asediada por las bandas criminales y la ilegalidad en todas sus manifestaciones.

Me sentí, además, muy complacido de hablar ante un auditorio de líderes comunitarios, activistas de Derechos Humanos, funcionarios, abogados, estudiantes y, en general, gente del común, que recibieron con el mayor respeto las exposiciones de los conferencistas, a pesar del carácter polémico de algunas de ellas, incluyendo la mía.

Hube de señalar ante ellos que no hago parte de los nostálgicos de la Constitución de 1886, que ya ameritaba que se la actualizase y por la que nunca tuve especial reverencia, pues cuando se celebró su centenario dije que la obra constituyente que me parecía digna de encomio era más bien la de 1910, que le trajo a Colombia varias décadas de paz.

Puse de presente, eso sí, que yo he sido crítico pertinaz de lo que se hizo en 1991, a lo que en reiteradas ocasiones he dado en llamar el “Código Funesto”, tan perjudicial para Colombia como lo ha sido el Concilio Vaticano II para la Iglesia Católica.

Como hace 20 años escribí un texto denominado “El Estatuto del Revolcón”, que se publicó en una obra colectiva, “Doce ensayos sobre la Constitución de 1991”, me pareció oportuno volver sobre las críticas y los augurios que en ese entonces formulé, con el ánimo de hacer su evaluación a la luz de los acontecimientos de estas dos últimas décadas de la historia colombiana.

Esas críticas versaron sobre el modo como se convocó la Asamblea Constituyente, el trámite que ésta observó y las deliberaciones que concluyeron con la promulgación del nuevo texto constitucional, así como el contenido del mismo, que me atreví a calificar como una “Casa en el aire, pero en obra negra”, susceptible de hacer ingobernable a Colombia.

Recordé que en 1990 y 1991 se produjo una gravísima crisis constitucional que se abordó con lo que en un artículo de prensa llamé a la sazón como  los “tres golpes”: el del entonces presidente Gaviria contra la Constitución, el de la Asamblea Constituyente contra Gaviria y el de una y otro contra el Congreso.

En otro escrito de este blog me he ocupado de los acuerdos que se hicieron con el M-19 y posiblemente con los Cárteles del Narcotráfico para entregarles la institucionalidad por la vía de la negociación que condujo a la convocatoria y la elección de la Asamblea. Pero, aunque mi versión de los hechos tomó buena parte del tiempo asignado para mi conferencia, pasaré por encima de ella en esta oportunidad, pues me interesa más ocuparme de otros tópicos.

No entraré tampoco en el detalle del trámite y las deliberaciones, salvo para destacar la improvisación que reinó en las labores de la Asamblea, la cual condujo a que, llegada la fecha de expiración del término señalado para que expidiera una nueva Constitución, el texto no estuviera disponible, por lo cual se la firmó en blanco y se produjo un articulado final que trajo consigo una vergonzosa fe de erratas.

De todo esto da cuenta un excelente libro que se dio a la publicidad hace poco, “El Rostro Oculto de la Constitución de 1991”, escrito por el distinguido jurista e historiador samario, y mejor amigo, Óscar Alarcón Núñez.

A la audiencia se lo recomendé vivamente, y lo mismo hago ahora respecto de los lectores de este blog, con un solo comentario: el libro de Alarcón muestra a las claras que Colombia no tiene dirigentes serios y que los grandes problemas del país se manejan por ellos con una superficialidad que no vacilo en calificar como irresponsable.

Para evaluar el contenido de la Constitución y si mis aprensiones acerca de ella estaban justificadas hace dos décadas y siguen estándolo hoy, conviene contrastar los motivos que se invocaron para promoverla y la situación del país en los tiempos que corren, dejando constancia, desde luego, de que no todos los males que sufrimos son imputables a la obra de los constituyentes de 1991.

Acudo a mi memoria para destacar tres motivaciones que, a mi juicio, se invocaron profusamente para convencer al país de la necesidad urgente de modificar la Constitución por fuera de lo que un texto expreso de ella misma ordenaba, a saber: dejando de lado al Congreso y convocando a la ciudadanía para que eligiera una Asamblea Constituyente no prevista en los textos e incluso contraria a los mismos.

Cito, en primer lugar, algo que dijo por ese entonces Fernando Cepeda Ulloa, ex-ministro de la administración Barco y uno de los principales promotores del proceso constituyente de 1991. Palabra más, palabra menos, manifestó por ese entonces que era necesario desbloquear un país que estaba bloqueado por la Constitución vigente.

¿En qué consistía ese bloqueo? En que los intentos de reforma constitucional que se hicieron bajo los gobiernos de López Michelsen, Turbay y Barco se frustraron, los dos primeros, por obra de la Corte Suprema de Justicia, y el último, por obra del Congreso.

La primera, en mala hora, abandonó su tesis tradicional en cuya virtud no era competente para pronunciarse sobre la exequibilidad de actos legislativos reformatorios de la Constitución, sustituyéndola por otra muy discutible que tomó de Karl Schmitt, relacionada con la distinción entre el constituyente primario y el secundario, así como con los límites del segundo.

La Corte echó mano de uno de los ideólogos del nazismo para hacerle entierro de tercera a la iniciativa de López Michelsen, con el que tenía hebra cortada. Es un antecedente de confrontación entre el Gobierno y la Corte Suprema de Justicia que no sobra recordar, así sea a las volandas, para entender otro, de enorme gravedad, que se produjo hace poco entre el entonces presidente Uribe Vélez y la Corte actual.

La frustración de la reforma constitucional de Turbay tuvo otros ingredientes, pues no se basó en aspectos de fondo, sino procedimentales relacionados con el cómputo de las votaciones en una de las instancias del trámite del proyecto.

Pero lo más grave aconteció con la reforma de Barco, que naufragó a última hora por la iniciativa de convocar a la ciudadanía a una consulta plebiscitaria sobre el espinoso problema de la extradición de colombianos solicitados por autoridades extranjeras. A raiz de ello, el entonces ministro de Gobierno, Carlos Lemos Simmonds, se vio en la necesidad de retirar el proyecto para impedir que esa tenebrosa iniciativa fuese elevada al rango de canon constitucional.

Observo de paso que ese acto heroico de Lemos se vio luego desvirtuado por la Asamblea Constituyente que él mismo integró, la cual, ciertamente contra su voto, aprobó lo mismo que los narcotraficantes querían, es decir, la prohibición de la extradición de colombianos por nacimiento.

Con un Congreso y una Corte Suprema de Justicia desacreditados, se creía que era necesario acudir a otros procedimientos de modificación de la Constitución, así ésta no los contemplase ni avalase.

El segundo gran argumento para ello fue el de la paz. Había unos acuerdos, cuando no secretos, por lo menos sí discretos, con el M-19 y otros grupos subversivos, para promover reformas que facilitasen su inserción a la vida política regular, y se pensaba que no sería posible sacarlos adelante a través del Congreso. Por ese motivo, se presionó a la Corte Suprema de Justicia para que declarara la exequibilidad del extravagante decreto de estado de sitio mediante el cual el gobierno de César Gaviria aspiraba a que se convocara y eligiera la Asamblea Constituyente que suplantaría al Congreso en su atribución exclusiva de expedir nomas constitucionales.

Recuerdo que el hoy extinto magistrado Gómez Otálora, de cuyo voto dependía la viabilidad jurídica de ese decreto, le dio visto bueno aduciendo que el valor de la paz prevalecía sobre la letra de la Constitución. Claramente se advierte que sucumbió a las presiones que se ejercieron sobre la Corte diciéndole que, si ese decreto no se declaraba exequible, la responsabilidad de la frustración de la paz con el M-19 y otros sería exclusivamente suya.

Un tercer argumento se invocó para darle curso a la mal llamada “Séptima papeleta”, mediante la cual se exploraría el parecer del electorado para reformar la Constitución sin contar con el Congreso. Esa convocatoria se hizo so pretexto de instaurar en Colombia una democracia participativa de la que se esperaba el fortalecimiento de las instituciones a través de la savia de la voluntad popular y, por ende, una mayor transparencia de los procesos políticos y una mayor adecuación del Estado las demandas comunitarias.

Por esas calendas reinaba un muy justificado clima de escepticismo en torno de nuestro sistema democrático. La crisis de los partidos históricos era evidente, la clase política estaba desacreditada por la corrupción y el clientelismo, la compra de votos y otros mecanismos de distorsión de la voluntad popular hacían su agosto, etc.

En suma, hace 20 años el país estaba muy mal. La pregunta que cabe hacer ahora es si está mejor, y creo que a nadie se le ocurriría darle respuesta afirmativa.

En efecto, el país sigue bloqueado, con el agravante de que ahora se ven menos nítidas las soluciones institucionales; la tan ansiada paz sigue siendo aún más esquiva que antes; el sistema político en todas sus facetas, incluyendo el estamento judicial, está más corrompido que otrora.

Pero, mal que bien, Colombia no ha sucumbido. Desde este punto de vista, debo morigerar mis premoniciones catastróficas de hace 20 años. Igualmente, creo que hay figuras del nuevo ordenamiento que ameritan examinarse con mirada más positiva.

No obstante, sigo pensando que en 1991 adoptamos un mal ordenamiento político que ha desarticulado el sistema de los poderes públicos dando lugar a distorsiones muy inquietantes. De contera, creo que hoy resulta más difícil reformar a fondo la Constitución que en aquella época. Ya lleva 34 reformas que la han convertido en una colcha de retazos, pero lo fundamental, que son unos mecanismos idóneos de solución de conflictos políticos, resulta hoy impensable.

Piénsese tan sólo en las vicisitudes que está padeciendo el actual gobierno en relación con la reforma a la justicia. Ahí se pone de manifiesto una piedra de toque que ilustra a las claras sobre los cierres herméticos de nuestro sistema.

Tales cierres se dan en lo que la profesora Bernardita Pérez expuso de modo magistral al término de su conferencia, por cuanto la Corte Constitucional se ha autoerigido en un poder constituyente secundario que está por encima del Congreso y, digo yo, sobre el pueblo mismo.

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