miércoles, 7 de septiembre de 2011

Todo es igual, nada es mejor

Las palabras clave del pensamiento social contemporáneo son igualdad y tolerancia. Ellas presiden todo el razonamiento moral, político y jurídico.

Así las cosas, ir contra esos principios configura hoy en día la más censurable inmoralidad.

El discurso político, por su parte, está impregnado de propuestas igualitarias y antidiscriminatorias.

Y, por supuesto, la normatividad jurídica, que es producto de las concepciones morales imperantes en las sociedades y de los proyectos políticos que logran imponerse en las mismas, por distintas vías se va poniendo a tono con las consignas ideológicas de moda.

En consecuencia, si uno pone en duda la validez, los contenidos o las consecuencias de distinta índole de estos principios, tal como los conciben las tendencias dominantes, aunque no sean las mayoritarias, se verá expuesto a distintas modalidades de ostracismo social, que van desde la indiferencia por lo que expone hasta el desprecio, el insulto y quizás la agresión.

No obstante ello, las opiniones corrientes sobre estos temas suscitan no pocos cuestionamientos desde el punto de vista conceptual.

Veamos algunos de ellos.

Para empezar, que se sepa, todas las concepciones morales establecen desigualdades y censuras que podrían hacer que se las motejara de intolerantes y discriminatorias, ya que ninguna de ellas prescinde de alguna idea sobre lo bueno y lo malo, lo admirable y lo censurable, lo digno de premiarse y lo que merece castigarse.

En síntesis, todas parten de la base de que hay valores y disvalores, así como jerarquías estimativas. De ahí se sigue que a los que se comporten bien se los ensalza y a los que se comporten mal se los repele.

Si se pierde toda noción de la diferencia entre el bien y el mal, simple y llanamente desaparece el sentido de la moralidad y ésta queda reducida a algo convencional y adventicio. Por eso, al tenor del relativismo moral que está de moda, algún filósofo que mencioné hace días en este blog ha resuelto proponer que se prescinda de esa categoría de la vida humana, tanto en sus aspectos individuales como en los comunitarios.

Si se aspira a que la igualdad y la tolerancia sean expresiones dotadas de sentido,  será necesario entonces contextualizarlas dentro de esquemas morales más amplios. Dicho de otro modo, la moralidad no puede reducirse a lo igualitario y lo tolerante, que son apenas aspectos de la vida de relación, pero no cubren la totalidad de ésta.

No cabe duda de que los valores de igualdad y tolerancia no son absolutos, sino relativos. Se hace menester, entonces, acotar sus respectivos ámbitos, trazando los límites que permitan hacerlas compatibles con otros valores significativos para la vida humana, que es la que en definitiva cuenta al momento de definir qué es lo moral.

Las nociones de lo bueno y de lo justo se vinculan con la idea de plenitud de la existencia humana, de realización cabal de la personalidad del hombre. Bueno y justo es todo lo que contribuye a esa realización. Malo e injusto, lo que la frustra, la tergiversa o la destruye.

Esa realización no es tarea exclusiva de cada individuo, pues depende, por una parte, de condicionamientos sociales y, por otra, de la cooperación. El individuo no se autoconstruye partiendo de cero, pues siempre obrará sobre las bases que le haya suministrado el esfuerzo de generaciones precedentes. Y tampoco se hace a sí mismo sin contar con sus semejantes o por encima de ellos, pues de todos recibe algo y algo a todos les aporta.

Dicho de otro modo, la realización de la persona humana es empresa que compromete la solidaridad del conglomerado social y cada uno de sus integrantes.

La igualdad y la tolerancia cobran sentido dentro de ese concepto de realización plena de la persona humana. Son, por así decirlo, instrumentos para lograrla, pero no se las puede considerar a partir de concepciones extremadamente individualistas, pues no sólo se requiere que se las armonice con las posibilidades de realización de todos los seres humanos, sino con el cuerpo social dentro del que se pretenda garantizarlas.

Por ejemplo, toda organización establece desigualdades entre los que mandan y los que obedecen. Así sucede en las familias, las empresas, las entidades públicas, las fuerzas armadas, las asociaciones comunitarias, etc., en donde las funciones, responsabilidades, cargas y beneficios de unos y otros son diferentes. Si se pretendiera imponer a todo trance el igualitarismo, tal vez habría que renunciar a la eficacia de las organizaciones, en detrimento de las ventajas que las mismas acarrean para mejorar la calidad de vida de los individuos o para la obtención de resultados que ellos necesitan directa o indirectamente.

Así como la acción política no puede renunciar a la formulación de prioridades, que de suyo implican entonces desigualdades o inequidades, tampoco la acción normativa puede abstenerse de discernir lo que es recomendable, lo que es indiferente y lo que es censurable. Si se premia al distinguido ciudadano o el trabajador ejemplar, ello implica dejar de lado al que se limita a obrar dentro de la aurea mediocritas y, por supuesto, al que sólo se distingue por hacer lo suyo de mala manera.

Si se extremase el ámbito de la tolerancia, habría que admitir toda clase de comportamientos y darles igual trato. Pero resulta que las comunidades sólo se integran si hay cierta homogeneidad entre sus miembros. Por eso hay una clara tendencia social hacia la uniformidad, tal como se advierte en todos los grupos, desde los más simples hasta los más complejos.

Esa tendencia se pone insoslayablemente de manifiesto en las sociedades tradicionalistas y las totalitarias. Pero no es ajena a las liberales, por la sencilla razón de que éstas no podrían existir sin la adhesión de la mayoría de sus integrantes a ciertos valores, rituales y modos de conducta comunitarios.

Se dice que la igualdad no puede examinarse en términos matemáticos, sino que debe ser objeto de ponderación, distinguiendo en ella su núcleo esencial y los aspectos accidentales.

Es algo que siempre me mueve a risa, pues el pensamiento jurídico contemporáneo, que es radicalmente anti-aristotélico y anti- metafísico, cuando tiene que aplicarse a un tema difícil echa mano sin sonrojo de las categorías del Estagirita y habla de lo sustancial y lo accidental como si fueran entidades objetivas, tal como lo pensaba Aristóteles, y no meros productos del imaginario jurídico-político, tal como lo creen los “maîtres à penser” de los tiempos que corren.

¿Qué es lo que hace iguales a todos los seres humanos y debe resguardarse por encima de toda normatividad?

La respuesta sólo puede darla una antropología filosófica bien estructurada que tome nota de la complejidad del ser humano y fundamente con solidez la categoría de persona. Y no creo que el naturalismo y el culturalismo que hoy dominan el panorama intelectual puedan resolver estas graves cuestiones.

Como son cuestiones disputadas, la solución queda en manos de los jueces, sobre todo los constitucionales. Por consiguiente, tal como lo propone el muy discutible realismo jurídico, los seres humanos seremos iguales ante el derecho en la medida que lo determinen las autoridades judiciales y tal como éstas lo impongan, según las ideologías que prevalezcan en ese medio.

Lo mismo sucede con los temas de tolerancia, discriminación, segregación, exclusión y otros afines.

Alguno ha dicho que no se debe tolerar lo intolerable. Pero,¿qué ha de entenderse por tal?

La definición en este caso también procede de la ideología de los jueces. Éstos, por ejemplo, son proclives a admitir que se debe tolerar a los blasfemos, dado que obran en desarrollo de su libertad de conciencia, pero, en cambio, se muestran severos contra los que nos atrevemos a pensar que la homosexualidad es un desorden que no debe estimularse ni parangonarse con la heterosexualidad.

Para dar apariencia racional a las decisiones judiciales en torno de estos delicados asuntos, se han puesto de moda las teorías procedimentales de la justicia, que no versan sobre qué es lo justo como tal, sino sobre los pasos que deben seguirse en las discusiones que sostienen legisladores y magistrados que aspiran a llegar a conclusiones formalmente justas.

Pero esas teorías suscitan distintas objeciones.

Las primeras de ellas tienen que ver con su carácter artificial, tal como se advierte en las consideraciones teñidas de garrulería que suele hacer nuestra Corte Constitucional en materia de tests de razonabilidad de disposiciones legislativas sometidas a su escrutinio.

Las segundas tocan con algo de mayor envergadura que  no puedo sintetizar aquí, a saber: el problema de si la racionalidad jurídica es meramente formal, como lo pretenden Kant y sus epígonos, o es material, como lo proclaman la tradición aristotélico-tomista y la axiología de Scheler y sus discípulos.

Diré, en síntesis, que los temas de igualdad y tolerancia no suelen manejarse hoy con arreglo a criterios racionales, sino con base en consideraciones ideológicas que bien se sabe que obedecen a presiones de grupos de interés.

Más que filosófica o jurídica, la teoría actual de los derechos fundamentales es sociológica o politológica. No es lo racional lo que cuenta al momento de identificar un derecho fundamental y sus contornos, sino la voluntad de poder, el esfuerzo de los abogados de cualquier causa para presentarla bajo el ropaje de los principios, así sea retorciéndoles el pescuezo.

Intelectualismo y voluntarismo es una polaridad que hunde sus raíces en el pensamiento de la Baja Edad Media y domina el panorama de la Moderna y la Post-moderna. Las tendencias actuales se inclinan con nitidez hacia el voluntarismo, lo que va en desmedro de la racionalidad del mundo jurídico.

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