martes, 24 de febrero de 2015

La historia vuelve a repetirse

Hace poco el Presidente de la Corte Suprema de Justicia alborotó el cotarro con unas declaraciones en que sostuvo que el ordenamiento jurídico no puede constituir un impedimento para el logro de la paz con las Farc.

Dijo literalmente:“Ninguna institución jurídica puede ser obstáculo ni camisa de fuerza para impedir la construcción de la paz”.

La reacción frente a este desaguisado no se hizo esperar y fue, como era de esperarse, vehemente a más no poder.

Destaco lo que al respecto dijo Mary Anastasia O’Grady en un artículo que publicó en Wall Street Journal:a) esta “declaración parece venir de un jurista que no cree en el estado de derecho”;b)" El afán de Bustos por calmar a las FARC es un indicio del declive de la democracia en Colombia”.(Vid. http://www.verdadcolombia.org/los-terroristas-de-colombia-quieren-amnistia-por-crimenes-de-guerra/).

Es poco probable que el magistrado Bustos haya reflexionado sobre los alcances de su declaración, pues de ella se sigue inequívocamente que para él los diálogos con la subversión son eminentemente políticos y no están sometidos en su desarrollo, su decisión final y su ejecución a la normatividad jurídica o al menos a la que pueda entrabarlos de algún modo.

Así las cosas, el Presidente de la Corte Suprema de Justicia parece adherir a la tesis de quienes ya andan diciendo por ahí que Santos goza de suyo de poderes amplios para aprobar y poner en ejecución lo que se acuerde en La Habana con las Farc.

Hay mucha tela para cortar alrededor de todo esto, como por ejemplo lo atinente a las relaciones entre Política y Derecho o a los poderes implícitos del Jefe de Estado, particularmente en un régimen presidencialista, por no hablar de la parte más difícil de la Filosofía del Derecho que es la concerniente a la estimativa o axiología jurídica.

Pero no es el caso de entrar ahora en esas materias, pues lo que me interesa es recabar en lo dicho por O’Grady acerca de la debilidad de nuestro estado de derecho y el declive de la democracia en Colombia.

Que yo sepa, nadie a traído ahora a cuento el funesto precedente que se sentó en 1990 para derribar la centenaria Constitución de 1886 y darle vía libre al proceso que culminó con la expedición de la de 1991 que todavía malamente nos rige.

Como por esas calendas se creía que el Congreso no podía reformar satisfactoriamente la Constitución y que aún en el caso de que lo hiciera se corría el riesgo de que la Corte Suprema de Justicia lo impidiese, tal como  ocurrió con reformas que se promovieron bajo los gobiernos de Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala, se fue aclimatando la idea de que ello solo sería posible acudiendo al pueblo, como titular del Poder Constituyente Primario.

Pero una disposición del Plebiscito de 1957 según la cual las reformas constitucionales solo podrían  decidirse por el Congreso mediante el procedimiento previsto en la Constitución, vedaba jurídicamente esa posibilidad.

Desde el gobierno de Virgilio Barco se urdieron distintas estrategias para aclimatar lo que evidentemente sería un golpe a la Constitución entonces vigente. Ese proceso se justificaba in péctore por la necesidad de facilitar los acuerdos con el M-19 y otros grupos subversivos que estaban negociando sigilosamente con el gobierno.

Más tarde, bajo el gobierno de César Gaviria, apareció otro ingrediente: la negociación con los narcotraficantes para prohibir constitucionalmente la extradición de colombianos.

En el trasfondo del ímpetu reformista obraba, además, la inquina del Nuevo Liberalismo, así como la de  las clases medias y altas, amén de  la prensa bogotana, contra la clase política que controlaba el Congreso.

Después de muchos ires y venires, el equipo que acompañaba a Gaviria creyó encontrar la vía jurídica indicada a través de un decreto legislativo fundado en las atribuciones del tristemente célebre artículo 121 de la Constitución. Aduciendo la alteración del orden público, el gobierno decidió llevarse de calle el ordenamiento constitucional para convocar a la ciudadanía para que manifestara si aprobaba que por medio de una Asamblea Constituyente se reformara el ordenamiento constitucional y, en caso afirmativo, procediera a elegirla.

Fue una maniobra digna de las raposas jurídicas que denostó Laureano Gómez en su célebre discurso contra Ospina.

Ese decreto tenía que someterse a la revisión oficiosa de la Corte Suprema de Justicia, que en términos generales había desarrollado un cuerpo de doctrina jurisprudencial bastante riguroso acerca de los alcances de los poderes gubernamentales dentro de la vigencia del estado de sitio.

Hubo intensos debates sobre el asunto y todo parecía indicar que el decreto iba a ser declarado inexequible. Entonces, se dejó venir la más inaudita de las presiones sobre los magistrados, advirtiéndoles sotto voce que la suerte de la paz de Colombia dependía de ellos y que no era el momento de apoyarse en remilgos jurídicos para frenar una iniciativa redentora para el país.

Haciendo uso de un derecho ciudadano, me atreví a enviar a la Corte un memorial de impugnación de ese decreto, que aparece publicado en los Anales del Congreso de aquella época. Mi argumento de fondo era muy simple: los decretos que se dictaran bajo el régimen del estado de sitio tenían que guardar conexidad directa con los motivos de quebrantamiento del orden público invocados expresamente para declararlo y estar orientados precisamente a superar esos motivos. Ahora bien,¿podía considerarse razonablemente que la Constitución era causante de la perturbación del orden  público y que destruyéndola el mismo quedaría restablecido?

La Corte se dividió a punto tal que la decisión quedaba pendiente de un solo voto, el del entonces magistrado Hernando Gómez Otálora, quien dirimió el asunto con idénticas consideraciones a las del actual magistrado Bustos: la paz es un valor supremo que prevalece sobre cualquier consideración jurídica. En tal virtud, apoyó la declaratoria de exequibilidad del decreto e hizo viable el proyecto político de Gaviria, que con la ordinariez que lo caracteriza había tomado el nombre del "Revolcón".

Al M-19 y compañía se les sirvió en bandeja la Constitución. Es cierto que no reincidieron en la acción violenta y, en general, han sido leales a la institucionalidad, excepción hecha de los desafueros del alcalde Petro.

Con todo,¿podemos afirmar sin ruborizarnos que la Constitución de 1991 trajo consigo la paz? ¿No ha coincidido su vigencia con la época más violenta de nuestra historia política? ¿Corrigió los vicios clientelistas y nos dotó de mejores instituciones legislativas, administrativas y judiciales? Pródiga en derechos,¿los ha garantizado satisfactoriamente?

Bolívar decía que la elecciones frecuentes son el azote de las repúblicas. So pretexto de profundizar la democracia, hemos multiplicado los procesos electorales y diluído el poder en un sinnúmero de instancias.¿Ha resultado de ahí un “buen gobierno”, que fue una de las banderas con que Santos pretendió darse a conocer y que, por supuesto, fiel a su talante ha traicionado descaradamente?

La paz es, a no dudarlo, un anhelo muy arraigado en los seres humanos. Si somos razonables, apetecemos la paz en nuestro interior, la paz con quienes convivimos, la paz en las sociedades en medio de las cuales transcurre nuestra existencia, la paz planetaria y diríase que incluso la paz cósmica. Pero no es fácil lograrla. No es en todo caso obra de charlatanes y saltimbanquis, ni se la obtiene, en el ámbito colectivo, prescindiendo de la juridicidad.

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