viernes, 4 de julio de 2014

Consideraciones sobre la institucionalidad colombiana (I)

Comparto con mis lectores la síntesis de la charla que di en Eafit por amable invitación de mi apreciado amigo Juan David Escobar Valencia acerca de nuestra institucionalidad.

 

Dividí la exposición del tema en tres secciones, a saber: 1) nociones básicas sobre la institucionalidad; 2) los ejes temáticos de nuestra institucionalidad política; 3) la crisis institucional que se avizora en nuestro país.

 

1) Introducción al tema de la institucionalidad

 

1.1 Las sociedades pueden considerarse bien sea como sistemas ordenados, ora como sistemas caóticos. El orden y el caos están presentes en todas ellas. Bastaría para aseverarlo la mirada desde arriba de cualquiera de nuestros centros urbanos, que, por una parte, ponen de manifiesto la existencia de regularidades, pero también, por otra, la manifestación de fenómenos inusitados que parecen escapar a las normatividades que las rigen.

 

Esta observación elemental da pie para afirmar que toda sociedad tiende a ordenarse de acuerdo con reglas de distintas clases, pero así mismo, tiende a desordenarse de diversas maneras.

 

En general, las sociedades conviven con ambas tendencias, pero hay que observar que solo les es posible subsistir si la primera prevalece sobre la segunda, es decir, si el orden se impone sobre el caos. De hecho, ninguna sociedad es capaz de soportar la anarquía. Donde esta se instaura, trae consigo la disolución del cuerpo social, su división, su absorción por otros o la dictadura.

 

Se atribuye a los escolásticos lo de que “la naturaleza le tiene horror al vacío”, y esto es singularmente cierto en lo que a la vida social concierne.

 

Aun en medio del caos y de las irregularidades, las relaciones sociales buscan ordenarse por medio de la creación de normas y, a través de estas, de instituciones, dentro de las cuales se destaca el Estado, al que justamente caracteriza Marcel Prêlot como “institución de instituciones”, no solo por su importancia dentro de la sociedad, sino porque él mismo alberga en sí una serie de instituciones de diverso orden. Su organigrama se estructura, en efecto, ordenando una pluralidad de cuerpos institucionales que es cada vez más compleja.

 

1.2 Las razones para preferir el orden al caos saltan a la vista. Aquel ofrece seguridad y, en últimas, paz. En el segundo, que Hobbes identificaba con el estado de naturaleza, en el que “el hombre es un lobo para el hombre”, la vida es según sus palabras "solitaria, pobre, sucia, brutal y breve".

 

Puede afirmarse que en buena medida la historia del pensamiento político gira en torno de la denuncia del desorden como fuente de desgracias sin fin y el intento de suministrar razones convincentes para la ordenación justa de las sociedades capaz de traer consigo la paz duradera.

 

La exaltación del orden es una de las características del conservatismo, cuyas manifestaciones extremas lo llevan a sacralizarlo y proclamar como máximo valor político la estabilidad de las instituciones. Hay también argumentos pragmáticos en favor de las mismas, como los que proveen algunos escritos recientes que destacan su  importancia para el desarrollo económico.

 

Pero en los tiempos modernos la institucionalidad tiene que habérselas la idea de que todo en la vida social está sujeto a cambios y que estos incluso pueden ser revolucionarios.

 

En el  pensamiento antiguo se consideraba a menudo que el cambio es síntoma de imperfección de las cosas y anuncia su descomposición. La idea moderna es otra: el cambio es progreso, mejoramiento, tránsito hacia  situaciones que se consideran más apetecibles. Llevada esta idea al extremo, proclama la revolución permanente.

 

Muchos fenómenos sociales parecen avalar la apreciación de que el dinamismo de las sociedades modernas no solo es inevitable, sino, en términos generales, deseable. Lo primero está fuera de toda discusión; lo segundo, en cambio, suscita controversias no siempre fáciles de resolver, como lo pone de presente Raymond Aron en “Progreso y Desilusión”.

 

En todo caso, este dinamismo le da su parte de razón al pensamiento antiguo. En primer lugar, porque es muestra de que, no obstante sus aspectos positivos, toda institución es imperfecta y merece cambiarse; en segundo lugar, porque los cambios pueden, en efecto, mejorarla, pero, también, corromperla. A mis estudiantes acostumbraba enseñarles que toda institución es infinitamente perfectible, pero también es infinitamente degradable. Evidencias de esto último aparecen por doquiera cuando se observan las distorsiones de la Constitución Política de 1991.

 

La ordenación institucional tiene que prever dispositivos para ajustarla a las nuevas realidades sociales. Pero los mismos no siempre son suficientes para encauzar el ímpetu revolucionario que, so pretexto de la instauración de ordenamientos más justos, suele destruir el edificio de la civilización y volver las cosas al deplorable estado de naturaleza que con tan sombrías tonalidades pintaba Hobbes.

 

Menciono al margen que en la teoría constitucional norteamericana es frecuente asignarle a la Corte Suprema la tarea de encauzar y modular los cambios, lo cual hace como intérprete de la Constitución al modificar su sentido sin tocar el tenor literal de los textos.

 

Ello obedece a las dificultades que entraban la reforma constitucional en los Estados Unidos. Pero, a partir de ahí, se ha desarrollado una cultura político-jurídica que pretende hacer del juez el árbitro supremo de la confrontación que se vive en todas las sociedades entre la estabilidad y el cambio.

 

Esta tensión dialéctica hace que el equilibrio entre el orden y el caos, favorable al primero, sea cada vez más incierto, sobre todo en sociedades que, como la nuestra, pugnan por sobrevivir en medio de agudos conflictos.

 

1.3 Las instituciones son formaciones más o menos estables y aparentemente objetivas que sirven de marco de la acción social.

 

Proceden de ideas-fuerzas que intentan plasmarse en la vida de relación. A partir de las ideologías que las inspiran y motivan, las instituciones van cobrando forma en reglas, estructuras y conductas. Estas son las que les dan vida, procurando llevar a la práctica los objetivos que justifican su creación.

 

Con las instituciones se aspira a que las ideas matrices se desarrollen de modo coherente en las normas llamadas a regular su ordenación, que las estructuras se organicen y funcionen de acuerdo con dichas normas, y que las actividades de la vida institucional se ajusten a las mismas.

 

Pero estas aspiraciones son ideales y distan en vario grado de darse en la realidad. En la práctica, hay discontinuidades, distorsiones e incluso contradicciones que dan  lugar a que se hable de la dialéctica de la normatividad y la facticidad, de la institucionalidad como debe ser y como es en realidad, y de qué es lo que debe prevalecer no solo en la teoría, sino en los hechos:¿la ordenación formal que Kelsen encuadraba dentro de la categoría de la validez, o los modos reales de interpretación y aplicación de aquella, que se enmarcan dentro del concepto de eficacia?

 

1.4 Las tensiones entre lo válido y lo eficaz se resuelven en el ámbito de la cultura.

 

Hay culturas que valoran la institucionalidad. Otras, en cambio, la menosprecian. Las primeras condicionan institucionalidades fuertes; las segundas dan lugar a institucionalidades débiles.

 

Cada sociedad puede clasificarse por el tipo de institucionalidad que la gobierna. Fuera de la clasificación que acabo de insinuar entre institucionalidades fuertes e institucionalidades débiles, cabe formular otras, como la de institucionalidades abiertas y cerradas, tradicionales y modernas, autoritarias y liberales, centralizadas y descentralizadas, entre otras.

 

En toda institucionalidad se advierte la presencia  de culturas  de diverso origen que bien pueden amalgamarse, conciliarse  o entrar en colisión. Esa diversidad cultural puede provenir de la historia, del sistema de clases, de las diferencias en los tipos de educación, de la inserción de unos grupos en culturas que se consideran más avanzadas o universales, de la persistencia de modos ancestrales, etc.

 

Esos dos fenómenos, el fundamento cultural de toda institucionalidad y la presencia de conflictos culturales en su interior, no pueden perderse de vista al examinar la idiosincrasia y los problemas que plantea cada ordenamiento.

 

Un tema de fondo es la concordancia entre el sistema institucional y la cultura popular. Si hay armonía entre ambos, aquel gozará de las ventajas que otorga la legitimidad, para cuyo entendimiento remito a la obra clásica de Guglielmo Ferrero, “El Poder-Los genios invisibles que gobiernan la ciudad”. La discordancia, en cambio, favorece la apatía, la desobediencia y, en últimas, la rebelión.

 

Es frecuente la desavenencia de la cultura popular con la de las  elites que controlan los dispositivos institucionales, lo que da lugar a distintos mecanismos de ajuste, pero también a respuestas de discriminación y represión.

 

1.5 Hay quienes creen que el vigor de las instituciones depende de las armas capaces de asegurar  que se impongan de grado o por fuerza (“El poder reside en la boca de los fusiles”, decía Mao) o de los intereses que pueden satisfacer, según ha pensado el utilitarismo de todos los tiempos.

 

Un examen más profundo de las realidades sociales, tal como lo acredita la historia, muestra que el asunto es más complejo y en últimas solo cabe explicarlo en función de un concepto que no siempre se entiende de modo cabal, el de legitimidad.

 

La legitimidad depende de unas creencias que no necesariamente son racionales. Mejor dicho, lo frecuente es que no lo sean, al menos en el sentido que los pensadores modernos entienden la racionalidad.

 

Esas creencias sustentan la fe en la autoridad  que las origina (legitimidad de origen), pero solo se mantienen si las instituciones realizan los valores que se espera de ellas (legitimidad de ejercicio).

 

Gozar de autoridad es mucho más que tener poder, pues aquella involucra connotaciones morales que no siempre rodean al segundo. Y, como lo señalé atrás, más que satisfacción de intereses utilitarios, que desde luego no dejan de ser importantes, las comunidades aspiran a que la institucionalidad realice valores, de acuerdo con tablas coronadas por la justicia y la paz, que constituyen el desiderátum del bien común.

 

Este venerable concepto clásico supera los modernos de utilidad pública e interés social, que no dejan de implicar cierto relativismo moral.

 

Hoy se cree en términos generales que la autoridad se funda en la voluntad popular y que su ejercicio a través de las instituciones debe orientarse hacia la satisfacción de las demandas comunitarias. De ahí que casi todos los Estados se autocalifiquen como democráticos, hasta el punto de considerarse que en la práctica hay sinonimia entre  régimen político y democracia.

 

Pero estas afirmaciones no pueden tomarse al pie de la letra, dado que del dicho al hecho hay  mucho trecho, lo que significa que el análisis institucional no puede quedarse en el nivel de la teoría y los enunciados ideales, sino que le corresponde descender al plano de las realidades empíricas, que muchas veces desmienten lo que postulan dichos enunciados.

 

Las discrepancias entre lo formal y lo material son tema obligado al momento de estudiar la institucionalidad de cada agrupación.

 

1.6 Si bien la institucionalidad es un fenómeno que aparece en todas las etapas de la evolución social, desde las comunidades más simples del mundo primitivo hasta las más complejas de la civilización actual, en esta exhibe rasgos peculiares, como su extensión, su profundidad y su racionalización.

 

En las sociedades primitivas y las tradicionales, la institucionalización no alcanza a cubrir toda la acción social y suele limitarse, de hecho e incluso de derecho, a algunos aspectos de la misma, abriendo de ese modo amplios espacios de autonomía personal y grupal. En esos espacios se manifiesta lo que los sociólogos llaman el poder difuso o anónimo, que reside en la masa social, así como el personalizado, que se atribuye a ciertos individuos en razón de lo que Max Weber, inspirado en un texto de San Pablo, llamaba los “carismas”.

 

La civilización moderna, en cambio, trata de institucionalizar prácticamente toda la vida social, de suerte  que ninguna acción individual o de grupo escape a su normatividad. Quiere ir más  allá y busca penetrar el mundo interior de las personas, sobre todo por medio de la instrucción pública y la manipulación de la propaganda. A través de  estos instrumentos se pretende condicionar las valoraciones, los deseos, los pensamientos, las emociones, las actitudes y, en general, las formas de vida de los individuos, con miras a controlarlos más eficazmente.

 

De ahí, las mencionadas notas de extensión y profundidad de su institucionalización, la cual se refuerza afirmando que el poder social ya no reside en la masa anónima del grupo ni en sujetos a los que por distintas consideraciones se les reconoce y adjudica dicho poder en las comunidades, sino en la institución misma, de la que los grupos y los individuos pasan a ser meros agentes operativos.

 

Aparejado con esa institucionalización del poder en la sociedad, va el propósito de su racionalización, a cuyo tenor aquella debe explicarse y justificarse ante el tribunal de la Razón (lo escribo con mayúscula, como se hacía en el siglo XVIII), así como ordenarse de acuerdo con sus dictados.

 

En términos generales, la institucionalidad de las sociedades primitivas y las tradicionales era consuetudinaria. Se configuraba por el decurso de la historia, con fundamentos mitológicos, religiosos o metafísicos, y modalidades más o menos caprichosas, de las que da cuenta la enorme variedad de configuraciones que investiga, entre otras disciplinas, la Antropología Política.

 

La Modernidad, en cambio,  pretende someter la ordenación social a criterios científicos y técnicos que son tema de una disciplina en etapa de construcción: la Ingeniería Social. De esta deriva otra, que también está en ciernes: la Arquitectura Constitucional.

 

1.7 Los ingenieros sociales pretenden imponer modelos de ordenación racional mediante técnicas de control de la conducta, partiendo de la base de la idea de la maleabilidad del individuo humano.

 

Tropiezan, sin embargo, con fuertes resistencias: la familia, la religión, las tradiciones y, en suma, la naturaleza humana misma.

 

Este conflicto se simplifica a través de la falsa dicotomía entre progresistas y reaccionarios que campea en el debate público y tiene un trasfondo bastante más complejo que el que suele admitirse en los medios académicos, políticos y de comunicación social.

 

Ese trasfondo toca con temas tan delicados como el de  si hay o no una naturaleza humana, el de la índole de la cultura y el papel que juega en los individuos y los grupos, el de las posibilidades de modelación de la personalidad humana y, en últimas, el de definir en qué consiste la realización plena de dicha personalidad.

 

El dictum de Mc. 2-27, según el cual “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”, plantea la cuestión del humanismo como alfa y omega de la institucionalidad. Se cree, en consecuencia, que su propósito último, lo que en el fondo la justifica, es la promoción del individuo humano, al que debe asegurarse, como ordena el art.16 de nuestra Constitución Política, “el libre desarrollo de su personalidad”.

 

¿Cuál es el ideal de perfección moral del individuo humano que daría lugar a calificarlo como plenamente realizado, es decir, como sujeto que ha desarrollado su personalidad?

 

Remito a una obra poco conocida de Crane Brinton, “Historia de la Moral Occidental”, para poner de relieve las diferentes visiones que se han dado a lo largo del devenir de nuestra civilización acerca de la personalidad ideal, la que se considera más lograda y debe estimularse en las sociedades a través de la educación, de la normatividad social y en general de la acción colectiva.

 

En la actualidad campean dos modelos aparentemente opuestos que se presentan como “progresistas”, pero exhiben  rasgos comunes a pesar de su aparente contradicción: el individualismo libertario y el totalitarismo comunista, disfrazado ahora bajo el rótulo de “Socialismo del Siglo XXI”.

 

Ambos comparten la idea de que la promoción de la libre realización del individuo humano entraña la emancipación de los determinismos o condicionamientos de todo género que imponen la naturaleza y la historia. Pero el primero sueña con cierto anarquismo moral como el que predican las sectas luciferinas, mientras que el segundo acaricia la utopía rousseauniana del reinado de  las virtudes cívicas que transforman a los individuos en ciudadanos que viven en función de la comunidad y no de sus intereses particulares. Uno y otro, en todo caso, se inspiran en la teoría del hombre secular, que según Paniker suele definirse como el integrante de una sociedad que se ha liberado del mito y de la metafísica (Paniker, Salvador:"Teoría del Hombre Secular”).

 

En síntesis, por una u otra vías se aspira a la edificación del “Reino de este mundo”, materialista, racional, privado de la dimensión espiritual y refractario a toda idea de trascendencia, sin otra esperanza que la de gozar del ahora, pues mañana moriremos y entonces todo acabará para nosotros.

 

¿Qué tan científicas y racionales son estas proyecciones de los ingenieros sociales que bajo distintos rótulos pretenden imponer sus puntos de vista acerca de la ordenación óptima de las comunidades?

 

Observaré, sin entrar en más detalles, que la racionalidad de que ahí se trata es la de los medios, es decir, la instrumental o técnica, y no la de los fines, que atañe a valores que la mentalidad dominante considera irracionales, subjetivos y más o menos arbitrarios. Es, entonces, una racionalidad parcial, incompleta, mutilada, que no puede dar razón, valga la redundancia, de la totalidad del fenómeno humano. De ahí que la célebre cuarta pregunta filosófica que planteaba Kant,"¿qué es el hombre?”, siga sin respuesta no solo filosófica, sino científica.

 

Las pretendidas respuestas científicas que condicionan la visión dominante hoy en día entre los ingenieros sociales y sus seguidores parecen ser más bien propias de una “religión secular”, tema sobre el que ha escrito Marc Angenot un importante libro titulado “Gnose et Millenarisme: Deux Concepts pour le 20ème siècle, suvi de Modernité et Sécularisation”.

 

Puede uno entonces preguntarse si se trata de respuestas emancipadas del mito y la metafísica, o más bien están inspiradas en nuevos mitos y en metafísicas que temen reconocerse como tales.

 

En los tiempos que corren, los presupuestos ideológicos con base en los cuales se crean, organizan y funcionan las instituciones, se presentan pues como sustitutos del pensamiento religioso. Así se los califique como racionales y científicos, el examen crítico de esos presupuestos muestra que en su naturaleza y sus técnicas participan de ciertas modalidades que censuran en aquel: están coloreados de tintes mitológicos; tienden a privilegiar lo conceptual sobre lo real; suelen ser excluyentes hasta el sectarismo, la intolerancia y el fanatismo.

 

1.8 Los presupuestos ideológicos de la institucionalidad se articulan en ejes temáticos que a su vez se formulan en modelos, conceptos y principios que sirven de base para las reglas y estructuras orgánicas dentro de las cuales aquella cobra vida.

 

Esos ejes temáticos no suelen inscribirse dentro de ideologías claras, coherentes y sistematizadas. Lo que las caracteriza más bien es la imprecisión de sus contornos, la vaguedad de sus enunciados, la fluidez de sus desarrollos.

 

¿Qué significa, en efecto, declararse conservador, liberal o socialista; republicano y demócrata; localista, nacionalista o globalista; en fin, humanista, como todos se autoproclaman hoy en día?

 

Para comprender esos ejes temáticos, hay que echar mano de la historia, de las circunstancias en medio de las cuales se originaron y han evolucionado, de las influencias intelectuales que han contribuido a su formulación, de los ajustes que han experimentado a lo largo de los años, de las confrontaciones y vicisitudes que han sufrido, de los modos como se los ha asimilado en las distintas culturas.

 

Los ejes temáticos integran lo que se denomina el sistema de legitimidad que es algo así como el alma de la institucionalidad. Son, por así decirlo, sus artículos de fe, sus dogmas, el credo que condiciona la unidad de sus fieles y estimula su obediencia, que según reflexión que hace Bertrand de Jouvenel es el gran misterio de la política.

 

Ese sistema de legitimidad se traduce en reglas que son como los planos de la edificación institucional. Suele decirse que ellas configuran el sistema de legalidad, pero esta expresión no es del todo exacta, pues realza su carácter jurídico y deja de lado o  subvalora las reglas morales y los usos o prácticas sociales que contribuyen de modo decisivo a la ordenamiento institucional.

 

En conclusión, el examen de  la institucionalidad entraña el de sus fundamentos ideológicos, así como el de las maneras como se formulan, regulan y ponen en práctica  los modelos, los conceptos y los principios que la presiden.(Continuará)

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