domingo, 1 de noviembre de 2015

Temas que se quedaron dentro del tintero

En mi intervención del jueves pasado en la Universidad Católica de Oriente, a la que me referí en mi último escrito, toqué algunos temas adicionales que, en razón de la brevedad, omití mencionar en el mismo, que fue tan solo una síntesis apretada de lo que allá expuse.

El punto de partida de mi deshilvanado discurso fue la tesis del filósofo Searle, quien sostiene a pie juntillas que somos bestias biológicas y nada más que eso.

Según su modo de ver, la armadura conceptual que requerimos para entender el mundo y entendernos a nosotros mismos está en la teoría cuántica, en lo que a lo físico atañe, y en la de la evolución, en lo concerniente a nuestra condición de seres vivos. A partir de ahí, todo es explicable, si bien él mismo encuentra graves dificultades para dar razón de los fenómenos culturales, los cuales relega, según el uso corriente, al mundo de lo imaginario.

Parece ser más coherente la tesis de Popper, quien postula que vivimos en tres mundos: el Mundo I, que es el de los objetos exteriores a nuestra mente; el Mundo II, que es el de los procesos mentales; y el Mundo III,que es el de los productos de la mente, esto es, el de  los famosos Imaginarios.

(Vid.https://es.wikipedia.org/wiki/Doctrina_de_los_tres_mundos_de_Karl_Popper).

Uno y otro descreen de lo que podríamos llamar Mundo IV, el de lo suprasensible o los objetos metafísicos, que constituyen precisamente el tema de la mística y son materia de creencias muy arraigadas en la humanidad a todo lo largo y ancho de su ajetreada historia.

Alfred Verdross, en su excelente “Filosofía del Derecho del Mundo Occidental”, enseña que nuestro pensamiento jurídico y moral parte de la base de lo que los antiguos griegos, especialmente Hesíodo,  postularon acerca de que la existencia del hombre no se rige por las leyes de la naturaleza, que privilegian la fuerza, sino por otras que se fundan en el principio de la justicia. Habitamos, desde luego, en el mundo natural que hoy se esmeran en explicar las teorías físicas y las biológicas, pero el mundo específicamente humano es otro, el de lo justo, lo bueno, lo santo.

Recordé en mi exposición el célebre pasaje en que Kant manifiesta que hay dos hechos que conmueven su mente: el orden maravilloso de la naturaleza que exhibe el cielo estrellado (ahí le rinde homenaje a Newton) y la presencia de la ley moral en el interior del hombre. Ahí contrapone la ley natural, que es determinista, inexorable y, por así decirlo, ciega, y la ley moral, que rige racionalmente el comportamiento libre del ser humano.

La idea de que habitamos en medio de dos mundos está nítidamente expuesta en los pensamientos de Pascal, quien dice que el hombre no es ángel ni bestia, pero puede ascender a la condición excelsa de aquel o caer en los abismos de la segunda.

La idea de los dos mundos también se desarrolla en los escritos de un pensador más reciente, Martin Buber. Y ella nos conduce al examen de un dato antropológico que Fray Dwight Longenecker considera al principio de su exposición sobre la fe católica a la que se convirtió desde el anglicanismo en 1995. Según su planteamiento, la existencia humana oscila entre dos polos: el de la luz y el de la oscuridad.(Vid.http://whyimcatholic.com/index.php/conversion-stories/anglican/136-anglican-convert-fr-dwight-longenecker).

Esta idea está en el núcleo del Evangelio de San Juan. Su Prólogo se recitaba al final de la misa, pero el nuevo orden litúrgico decidió prescindir de él, para pesar de Graham Greene, según lo cuenta el P. Leopoldo Durán en el libro sobre sus conversaciones sobre el célebre novelista, también convertido al catolicismo como Fr. Longenecker.

La idea formula  entonces no solo la distinción entre el mundo de la Luz y el de las Tinieblas, sino la confrontación de ambos, que para no pocos, como por ejemplo San Agustín, suministra la clave de la explicación de la historia del hombre. De hecho, cada biografía humana puede considerarse al tenor de esta dialéctica, la del ascenso hacia lo luminoso y el descensus ad inferos.

El relativismo moral que hoy predomina niega que haya verdades admisibles acerca de lo luminoso y lo tenebroso, es decir, del bien, que es plenitud de vida, y del mal, que es su frustración y su aniquilación. Niega, por consiguiente, que podamos formular enunciados verdaderos acerca del sentido último de la existencia humana, la cual, según se cree, transcurre en medio de una absoluta aleatoriedad, sin rumbo fijo ni propósito  plausible. A la racionalidad del mundo natural, que es presupuesto ineludible de la tarea científica, se contrapone el absurdo de la existencia humana que plantea, por ejemplo, Sartre en sus escritos (“El hombre es una pasión inútil”).

El pensamiento místico abre ventanas o, mejor, senderos de esperanza hacia una vida que no solo es mejor, sino plena de armonía, de paz, de amor y, en suma, de beatitud.

"La única verdadera tristeza es no ser santos", escribió León Bloy.

A propósito de ello, yo había leído en alguna parte que este pensamiento era de Charles Péguy, pero en un acto de corrección fraterna el P. Hernando Uribe Carvajal me sacó del error. Vaya en su homenaje esta referencia a su preciosísimo artículo de antier para El Colombiano acerca de la santidad: http://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/la-santidad-EG3008655

En mi disertación le propuse al auditorio un ejercicio. Pensemos, dije, en lo que sucedería si todos nos convenciéramos de que vivimos en una sola dimensión, un solo escenario, el que nos propone Searle para quien solo somos bestias biológicas movidas por el valor de lo útil. ¿Qué ocurriría entonces en las familias, en las comunidades, en el ámbito global y, por supuesto, en la vida de cada uno de nosotros?

Si rezamos a conciencia el Padrenuestro, al pedir “Venga a nosotros tu Reino” rogamos por un mundo mejor, diferente del que nos rodea, que no está muy lejos del que con sombríos tintes describe Hobbes al hablar de que "la vida en el estado de naturaleza "solitaria, pobre, asquerosa, bruta y corta" (Leviatán,Capítulos XIII–XIV).

Pero ese mundo mejor depende de nuestra conversión personal, pues, como lo anuncia el Evangelio, “El Reino de Dios ya está entre vosotros”(Lc  17, 20). No viene de fuera, no lo impone la autoridad del Estado ni ningún otro poder humano, sino nuestro impulso hacia lo alto auxiliado por la gracia.

Cité a propósito un pensamiento esclarecedor y rotundo de Paul Ricoeur, según el cual toda civilización surge precisamente del impulso hacia lo alto, sin el cual no asciende ni se sostiene. De ahí que todas se funden en creencias religiosas. Si estas decaen, las civilizaciones perecen.

Es lo que estamos presenciando. La gente se alarma porque tenemos gobernantes amorales, corrompidos y corruptores, mentirosos, traidores, codiciosos, preocupados por su provecho personal y desentendidos de la suerte de las comunidades.

¿Por qué sucede todo eso? Simple y llanamente, porque vivimos indiferentes a la Ley de Dios, a espaldas de ella e incluso en contra suya.

1 comentario:

  1. ¡Excelente artículo y mete miedo! El gran Leviatán,ese que creamos con nuestro primer "pecado" y del que no nos desprendemos...por el contrario lo adoramos y multiplicamos. Sí, perdimos el temor de Dios e inmediatamente involucionamos de hombres con vocación de ángeles imperfectos, a perfectas bestias inmorales y corruptas.
    Juanfer

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