jueves, 29 de abril de 2010

¿Cuál proyecto ético?

Antanas Mockus ha centrado su campaña electoral en el tema ético. Y su auge en las encuestas refleja las inquietudes que experimenta la sociedad colombiana en ese campo.

Que la gente del común se preocupe por la moralidad es, desde luego, digno de considerarse. Pero conviene preguntar cuáles son concretamente esas preocupaciones y de qué modo se aspira a resolverlas.

A juzgar por lo visto, leído y oído, Mockus se interesa ante todo por la ética pública, no por la privada.

Sigue en ello una orientación que tiene cierta fuerza sobre todo en los medios académicos, según la cual la ética privada pertenece al reino de la intimidad individual que no puede ser objeto de intromisiones por parte del poder público y, por consiguiente, de la normatividad jurídica. Pero, en cambio, la ética pública se inscribe en el ámbito de la ciudadanía, idea en torno de la cual se construye el imaginario democrático.

En efecto, se cree con buenas razones que la democracia sólo rinde sus frutos si se apoya en una ciudadanía activa, consciente de lo público y dispuesta a soportar las cargas que ello entraña en beneficio de la convivencia.

Reitero que estas ideas vienen de Rousseau, quien poco se interesaba en la moralidad privada, pero aspiraba a que los individuos pasasen de un estado de naturaleza egoísta y asocial a otro de ciudadanía en que sacrificasen sus propios intereses en función de los dictados de la Voluntad General.

Bueno es recordar que, según el punto de vista de importantes estudiosos del pensamiento contemporáneo, ahí se halla la matriz de la democracia totalitaria, que somete rigurosamente a los individuos a los dictados de la sociedad, sobre la base de que ésta no difiere de aquéllos y representa, además, la instancia dialéctica en que se supera el egoísmo en favor de la solidaridad.

Aunque los extremos totalitarios son algo así como la bestia negra para los pensadores liberales, que suelen poner el grito en el cielo cuando algo les huele a nazismo, fascismo o stalinismo, no deja de haber algo de razón en sus inquietudes sobre los gérmenes ideológicos que podrían suscitar precedentes que favorezcan las tendencias totalitarias dentro de la sociedad.

La verdad sea dicha, tal como lo vio Aristóteles en su momento y ha sido enseñanza de los grandes maestros a lo largo de los siglos, lo que mejor conviene a las sociedades es el equilibrio entre distintas tendencias, vale decir, la gran fórmula de los pesos y las contrapesas que tiempo después acuñó Montesquieu.

De ese modo, a la dictadura de la amoralidad privada que propone hoy el libertarismo, no sobra oponerle el contrapeso de la moralidad pública, que entraña que, al lado de los intereses individuales, hay otros muy valiosos de grupo e incluso unos globales, que convienen a la humanidad entera.

La fórmula de Mockus conlleva la sacralización de lo público.

Cuando dice que en su primer día de gobierno aspira a llevar un sacerdote a las cavas del Banco de la Republica para que asperja agua bendita sobre los caudales de la comunidad, de modo que los responsables de su manejo velen por ellos como si fuese algo sagrado, habla en serio. Igual sucede cuando sostiene que hay que insuflar en todos los ámbitos el respeto por la legalidad, generando una cultura de pago del IVA, de cumplimiento de las reglas de tránsito y, en últimas, de respeto por la vida, aunque no por la del que está por nacer, tema  éste que el atroz dogma que rige hoy en no pocas sociedades remite a la libre elección de la mujer en su fuero interno.

Pues bien, esa cultura promueve el culto por la ley, particularmente la escrita. Y en una sociedad dada a pensar más en cómo incumplirla que en obedecerla, ello representaría un avance monumental.

Los ciudadanos que saludan con profunda emoción patriótica la buena fortuna de la fórmula verde no deben de llamarse a engaño. Su visión más o menos laxa de la obligatoriedad de la norma legal tropezará con el rigor del compromiso mockusiano, un sí es no es pariente del celo de Robespierre por la Virtud de sus compatriotas.

Pero sus proyectos tendrán qué habérselas, a no dudarlo, con una cultura burocrática muy arraigada desde los tiempos coloniales, según la cual “Se obedece, pero no se cumple”, o peor, para que el cumplimiento se dé hay qué pagar peajes.

Sigo pensando que la personalidad de Mockus es fascinante, pero enigmática. Es más un pedagogo, aunque de manera que algo evoca a Simón Rodríguez, que el gobernante para un pueblo de demonios como el nuestro. Y de ser elegido, tarde o temprano entrará en conflicto con un Congreso que obedece a los viejos malos hábitos de la sociedad colombiana.

martes, 27 de abril de 2010

Las parcelas morales

Como lo dijo hace poco Fabio Echeverri Correa, cada uno tiene su propio código moral.

Sucede con frecuencia que los códigos individuales no coinciden con los de los demás. Pero el individualismo extremo que se pone de manifiesto en los proyectos libertarios le concede a cada código igual valor que a los restantes, siempre y cuando, según se dice, se apoye en algún argumento plausible. Echeverri, por ejemplo, es un rabioso argumentador en torno de sus propios intereses y su distorsionada visión del mundo. Pero argumenta, así sea alzando la voz y retorciéndole el cuello a la lógica.

A menudo, esos códigos individuales y sus proyecciones grupales incorporan visiones muy peculiares acerca de lo que se considera valioso y de la jerarquía de los bienes. De hecho, como lo sugiere alguno, cada individuo se puede definir en función de lo que cree, de lo que le aporta sentido a su vida. Es precisamente el tema del clásico de Spranger, “Formas de Vida”.

Lo que me interesa destacar aquí son las parcelaciones o fragmentaciones del sentido moral que se ponen de manifiesto en esos códigos.

Una distinción muy socorrida es la que se establece de modo tajante entre la moral pública y la privada, como si entre ambas mediase alguna frontera nítida y no hubiera múltiples interacciones. Así las cosas, no es raro encontrarse con sujetos que parecen intachables en lo público, pero son unos desastres en su vida privada, o viceversa.

Es el caso de quienes son malos esposos, malos padres, malos hijos, malos hermanos, etc., pero se jactan de ser excelentes ciudadanos. También es el de los que entran a saco en el tesoro público o venden sus actuaciones como funcionarios, so pretexto de sacar adelante a sus familias. Una situación extrema es la que se menciona respecto de los nazis que   eran amantísimos jefes de hogar, en su intimidad se solazaban recitando poemas de Goethe o escuchando música de Mozart, pero en sus jornadas de labor se aplicaban a perseguir, atormentar y matar judíos.

Rousseau ilustra sobre esta dicotomía. Su filosofía política gira en torno de la Virtud, pero no entendida en el sentido aristotélico de hábito que tiende a perfeccionar la naturaleza, sino en el de entrega sin concesiones a la comunidad a través de la asunción plena de los dictados de la Voluntad General y el sacrificio del interés individual. Esa prédica no lo inhibió para abandonar en los hospicios a las criaturas que engendró con su concubina, lo que hoy se llamaría su compañera sentimental.

No sobra preguntarse acerca de qué diferencia lo público de lo privado y cuáles son las interacciones posibles entre lo uno y lo otro.

A no dudarlo, esa distinción está fuertemente teñida de coloraciones ideológicas. El pensamiento liberal tiende a acentuarla, mientras que el totalitario la minimiza. Lo que hay en realidad son dos perspectivas que guardan, como dice Gurvitch, reciprocidades entre ellas, la de lo individual y la de lo colectivo.

Pero hay otras parcelaciones dignas de considerarse.

Está, por ejemplo, la que señala que la política no se rige por normatividades morales, las cuales, en cambio,sí imperan sobre los demás sectores de la vida. Pero también hay que considerar la de quienes dejan por fuera  de la moralidad a la economía, o la muy frecuente hoy que establece que la vida sexual no es tema suyo.

Dentro de esta tónica, se habla de que el aborto es un asunto  que atañe exclusivamente a la salud pública y no debe decidirse al respecto por consideraciones morales, como si no fuera, como diré en otra oportunidad, síntoma de una gravísima crisis de civilización, como lo es también el problema de la droga.

Se sabe de profesores que enseñan muy orondos los famosos imperativos categóricos kantianos y proclaman a voz en cuello que debe tratarse al prójimo como fin en sí mismo, sin someterlo a fines ajenos, pero acto seguido salen a seducir a sus discípulas.

No se trata sólo de hipocresía. Muchas veces sucede lo que comentaba alguna vez un apreciado colega, acerca de quienes adoptan como regla la de “ser conservadores en la casa, liberales en la calle y marxistas en la cátedra”, sin cuidarse mucho de la compatibilidad de esas actitudes.

La   doble o triple moral es, pues, más frecuente de lo que se piensa y muchas veces incurrimos en ello sin darnos mucha cuenta. Es, como dice el Evangelio, la actitud  del que ve la paja en el ojo ajeno y no advierte la viga en el propio.

Conviene recordar lo que también dice la Sagrada Escritura acerca de que lo bueno y lo malo proceden del corazón del hombre.

Todo esto hay que traerlo a cuento a propósito del debate moral que constituye hoy el centro de la campaña electoral en curso.Insisto en que se hace menester definir los términos del programa de transformación moral que se le está  proponiendo al país. Volveré sobre el asunto.

lunes, 26 de abril de 2010

El debate moral en la campaña política

Queda claro que el proyecto de Mockus está impregnado de propósitos morales. Al tenor de su discurso, lo que busca es una transformación moral de la sociedad colombiana, emprendida desde el Estado y con la colaboración de la ciudadanía.

Sus promotores ponen énfasis en ello, hasta el punto de que alguno, como Hernando Gómez Buendía hoy en El Colombiano, intenta establecer un rígido contraste entre el programa moralizador de Mockus y la política tradicional que a su juicio encarna Santos, el más fuerte de sus contendores.

Pero, ¿de qué moral se trata? ¿Cuál es el proyecto que pretende implantarse entre nosotros?

Los filósofos analíticos siguen la vieja consigna que reza “Definid y no discutiréis”. Pero en torno de la moral sus discusiones son interminables. Cuenta Popper en un escrito autobiográfico que en un coloquio informal con Wittgenstein acerca de este difícil asunto, el célebre autor del Tractatus terminó blandiendo su bastón para reforzar un argumento, lo que dio pie para que alguno de los partícipes comentara que ahí se daba un claro ejemplo de imperatividad moral. Y sobre este tópico, en algún texto sobre los días finales de Wittgenstein, se menciona que uno de sus colegas de Cambridge terminó afirmando que “Moral es lo que a uno le parece digno de admirarse”.

Habida consideración de estas dificultades conceptuales, en los últimos tiempos se ha pretendido obviarlas a través de un recurso aparentemente fácil. Dado que no puede haber vida individual ni colectiva que no venga orientada por una conciencia moral, pero dado igualmente que los contenidos de la misma se prestan a toda suerte de discusiones, se sugiere que la moralidad se establezca por medio de consensos de los individuos y los grupos, a los que se llegue por la vía de la argumentación. Los filósofos debaten acerca de cómo deben ser esos procesos consensuales, que tipos de argumentación son admisibles en ellos, cómo deben ser esos contenidos y cuál debe ser su grado de obligatoriedad.

Mockus, que es ateo, adhiere en principio a estas corrientes de pensamiento moral. Pero es consciente de que la moralidad se funda sobre enunciados que carecen de la evidencia de los axiomas matemáticos y se prestan a toda clase de interpretaciones si se los aborda con criterio racional. Según le escuché decir en la UPB, la moral debe sustentarse en tabúes consensuados en el seno de la sociedad y no derogables ni exceptuables por ella ni por los individuos.

De acuerdo con su planteamiento, el primero de esos tabúes se proclama así: ”La vida es sagrada”. Y haciendo gala de sus dotes pedagógicas, que combina con la lúdica, dio curso a un ejercicio colectivo en el que cada uno manifestaba su contento  porque se ha reducido la tasa de muertes causadas por accidentes de tránsito.El auditorio terminó aplaudiendo con efusividad, mientras Mockus daba vueltas por el escenario alzando las manos y recitando sus consignas.

Esta idea de la moralidad por consenso rompe, desde luego, con las nociones clásicas según las cuáles la moral se asienta en la tradición de cada sociedad, en actos de autoridad principalmente religiosa, en revelaciones venidas de lo Alto o incluso en la Razón, de la cuál ahora se descree.

Al parecer, de ese modo se respeta la autonomía moral de cada individuo, dándosele oportunidad para que exhiba sus argumentos y los confronte con los de los demás. Pero estos procedimientos, tal como los encuentra uno, por ejemplo, en Rawls o en Habermas, son artificiales y, además, inviables.

Todos ellos presuponen una disposición moral, la célebre buena voluntad de Kant, que no sería tema de consenso, sino punto de partida de  la discusión. O sea, que habría un concepto de lo bueno fundado en otra parte.

En Kant y sus seguidores, ese a priori no es otra cosa que la Buena Voluntad cristiana, aquélla que en el canto de los ángeles con ocasión de la Natividad promete la paz en la Tierra y la gloria en el Cielo. Más concretamente, esa disposición moral se traduce en la negación de sí mismo (“El que quiere salvar su alma la pierde”) y la entrega al servicio del prójimo (“Amaos los unos a los otros”). Pensar primero en sí mismo antes que en los demás es para Kant el origen del mal, según recuerda Richard J. Bernstein en un muy lúcido ensayo sobre el tema, en el que considera las visiones acerca del mismo a partir del filósofo de Könisberg  y hasta llegar a Freud.

Pues bien, esos a prioris o tabúes intocables que menciona Mockus, no son otra cosa que proyecciones de enunciados religiosos que hacen parte del fondo común tanto de las religiones superiores (Hinduísmo, Budismo, Taoísmo, Confucionismo, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo), como de las religiones tribales y las primitivas.

Pero si su índole es religiosa y sus contenidos no son evidentes a la luz de la racionalidad, habrá que convenir entonces que los argumentos en que se soporta la discusión moral están necesariamente influenciados por consideraciones religiosa,s o que ellos carecen de fundamentación racional.

Para salirse de estas dificultades, los moralistas de nuevo cuño se aferran a una noción kantiana, la de autonomía moral, pero la someten a tales tergiversaciones que terminan privándola de sentido.

Según dicha noción, el ser humano, a diferencia de los entes naturales, no está sometido a la búsqueda de fines fijados por Dios, la Naturaleza, la Historia ni la Razón, sino escogidos libremente por él mismo, de dónde surge ese dogma algo oscuro de la Modernidad que proclama que “El hombre es un fin en sí mismo y no puede ser utilizado para el servicio de fines de otros”.

La libertad, así concebida, sería la antesala del libertinaje, la anarquía y la supuesta barbarie primitiva, si no se la autolimitase por medio de una normatividad racional aceptada buenamente por el propio sujeto. De ahí surgen los famosos imperativos categóricos que no tienen fundamento teológico ni metafísico, sino meramente lógico. Por supuesto que en el pensamiento de Kant y sus seguidores tampoco tienen fundamento empírico.

En el fondo, lo que a través de ellos se plantea es lo siguiente: “La racionalidad de la acción humana sólo es predicable si ella se ajusta a los imperativos categórico; de lo contrario, será irracional”

Pero cuando se pregunta por el contenido de los  mandatos racionales, se contesta diciendo que ellos son puramente formales y hay qué contrastarlos frente a cada caso concreto, con miras a establecer si los criterios con que se pretende actuar se ciñen a la exigencia de ejemplaridad que proclama el primero de ellos y a la de respeto por el prójimo que emana del segundo.

Ahí es dónde empieza el Cristo a padecer, dado que las soluciones a cada problema pueden ser muy variadas y hasta contradictorias.

Maritain habla, con toda razón, de la dictadura de los imperativos categóricos kantianos. Los moralistas contemporáneos, que ya no creen en la Razón que sustenta enunciados dotados de necesidad lógica y validez universal, sino en diferentes racionalidades que dan pie a discursos cuya necesidad sólo puede establecerse dentro de las reglas fundantes de cada uno y que carecen de validez por fuera de sus respectivos ámbitos, se han alzado contra el rigor de esa dictadura.

Dicho en otros términos, han conservado de Kant la idea del valor de la libertad natural del hombre, pero despojándola de la idea de sus límites racionales. La autonomía moral en boca de ellos conduce necesariamente al relativismo y, por esta vía, al nihilismo.Pero como éste conlleva la irracionalidad y, por consiguiente, el desorden, aspiran a reconstruir la moralidad a partir de los acuerdos de sujetos que difieren sensiblemente en cuanto a sus consideraciones morales.

De hecho, en la  sociedad colombiana, fuera de la amoralidad que reina en no pocos sectores, hay severos desacuerdos que no resulta fácil superar. Por una parte, nos encontramos con la moralidad que mal que bien  se inspira en la tradición católica e incluso la cristiana, para no dejar por fuera a un creciente número de adeptos al Protestantismo. Por la otra, hay que mencionar el relativismo moral que prevalece sobre todo en capas ilustradas, sectores académicos y seguidores de la Modernidad y la Post-modernidad.

Los primeros cuentan con una tradición conceptual vieja de siglos, que se funda sobre todo en las Sagradas Escrituras. Los segundos están innovando en el mundo moral y se basan más en consideraciones ideológicas que elevan al rango de principios racionales, que en los datos de la experiencia, tanto individual como social.

Para eludir la consideración de dichos datos, hablan de una ética deóntica, que se basa en normas y principios considerados inmutables, y alegan que esas  normas y principios nada tienen que ver con las realidades humanas. Es el tema técnico de la famosa falacia naturalista.

Las discrepancias entre esos dos universos morales se pone de manifiesto sobre todo en materia de costumbres, específicamente las familiares y las sexuales, y en torno de éstas, en el espinoso tema del aborto.

No quiero fatigar al amable lector con la exposición de conceptos y enunciados filosóficos. Ya mi cara mitad me regañó porque  dijo que lo que vengo escribiendo es muy abstruso, pero así son, desafortunadamente,  los discursos sobre abstracciones.

Mi propósito es decirle que probablemente lo que Mockus, Fajardo, Peñalosa, Garzón y demás verdes consideran como un programa moral, es algo muy distinto de lo que el hombre de la calle, la madre de familia y la persona desprevenida podrían entender por tal.

Los catálogos de conductas encomiables o censurables varían sensiblemente de una concepción a la otra. Para los tradicionalistas, la informalidad en las relaciones familiares, los comportamientos desordenados, las uniones LGTB,  el aborto,el consumo de droga o la pornografía,  son censurables y deberían regularse con alguna severidad por la ley. Los modernistas o progresistas, en cambio, ven ahí expresiones de libertad personal respecto de las  cuáles hay que ser tolerantes. Censurarlas entrañaría entonces caer en actitudes de intolerancia que merecen reprimirse, como está sucediendo en otras latitudes respecto de los que afirman que el colectivo LGTB promueve causas inmorales, o lo que ya ocurre acá contra los médicos que invocan la objeción de conciencia para negarse a practicar abortos.

Cuando Mockus pregona que “La vida es sagrada”, probablemente no incluya dentro de dicha categoría a los seres humanos indefensos que se gestan en el vientre materno. Por lo menos, su compañero de fórmula es abortista a morir, tal como lo indican los tristemente célebres carteles que su compañera de vida hizo fijar en Medellín cuando él era su alcalde.

Estas discrepancias se proyectan en las concepciones educativas. La educación  es una cuando se considera que una vida sexual sana requiere cierto orden, cierta disciplina. Pero es otra muy diferente si se parte de premisas depravadas, como las que reinan hoy en España  con los programas de Educación para la Ciudadanía.

El tema familiar también se resiente por estas diferencias. La civilizaciones por regla general han privilegiado la familia legítima, a veces con ciertos excesos injustos. Pero en la Colombia actual, por ejemplo, la esposa legítima cada vez pierde más derechos respecto de las “otras”, porque, por una perversa  tendencia judicial, el factor que legitima los derechos no es el compromiso solemne de vida que se presenta entre los esposos, sino la relación sexual del adúltero con la que siente que le proporciona mayor placer.

Hace años, cuando Carlos Gaviria terminó su período en la Corte Constitucional, hizo algo así como una peregrinación por distintos lugares del país. Predicaba por ese entonces la necesidad de que los colombianos nos constituyésemos en sujetos morales. Parecía cargar en sus brazos un crío con esa denominación, pero, si bien se lo observaba, era algo así como Cocoliso, el bebé de Popeye, que fuma, bebe y dice obcenidades. En realidad, la criatura se acercaba más al Bebé de Rosemary, pues el sujeto moral de Gaviria estaba autorizado para drogarse, abortar, ejercer toda clase de prácticas sexuales desde que fuese con anuencia de sus copartícipes, pedir o ejercer sobre otros la eutanasia e, incluso, suicidarse cuando la vida le resultase ya despojada de halagos.

Sería conveniente que los verdes le dijeran al país si ese es el modelo de sujeto moral que proponen. Parafraseando lo que dijo Fabio Echeverri hace poco en la televisión, con la suficiencia que lo caracteriza, hay que ver si el código moral de los verdes tiene cierta coherencia y encaja con el del colombiano del común. Claro que el de Echeverri no es un código moral digno de seguirse, pues tal vez él sea el único que encaja en el mimo.

No dejo en este punto el tema moral. Me referiré después a otras incongruencias que aparecen de bulto en el debate moral que se adelanta en el escenario público. Hay que ocuparse, por ejemplo, de la moralidad de lo medios de comunicación social, que no es muy exquisita que digamos.

sábado, 24 de abril de 2010

Verde: ¿Color de Esperanza?

La campaña electoral en curso parece estar polarizándose en torno de lo que para los votantes significan Mockus y Santos.

El apoyo a este último se cifra casi exclusivamente en su compromiso con la seguridad democrática, que lo identifica con la continuidad del programa más exitoso del gobierno de Uribe. Los que siguen a Mockus, sin descreer de esta política, aspiran a que se le introduzcan cambios y, sobre todo, sueñan con un profundo cambio de estilo, que implica una transformación moral, en la vida pública.

Desde cierta perspectiva, lo de Santos traduce el miedo de la gente a que volvamos a los años aciagos en que la subversión parecía estar enseñoreada en los campos de Colombia y amenazaba con tomarse las ciudades. A Mockus lo acompaña, en cambio, un sentimiento positivo, la esperanza.

El miedo puede estar motivado en bases reales, pero es una emoción que, junto con el odio y la ira, les hace muchísimo daño tanto a los individuos como a las comunidades. Desafortunadamente, la barbarie de los subversivos, a quienes no es osado llamar narcoterroristas, ha suscitado en vastos sectores de nuestra sociedad un bloqueo emocional que no sólo dificulta el diálogo con ellos, sino la aceptación misma de la Izquierda como protagonista del juego político, ya que se la considera incapaz de someterse a sus reglas, que no son otras que las de la civilización.

Pero, de ese modo, fuera de que sus electores han quedado reducidos a dimensiones irrisorias, el país se ha acostumbrado a legitimar atropellos que también contrarían las reglas más elementales de la civilización política. Todos los episodios de paramilitarismo y de complicidad con sus estructuras y sus acciones por parte de dirigentes políticos y de personal de las fuerzas del orden, han sido posibles porque de alguna manera han contado por lo menos con la indiferencia de la ciudadanía.

Hay pasajes de la carta de Laura Montoya que se divulgó en esta semana que invitan a reflexionar sobre tan delicado asunto, pues ella anuncia ahí que no puede votar por Santos, dado que bajo su gestión se cometieron graves crímenes en Arauca, sin que él reaccionara para impedirlos o perseguirlos. También a él se le reprocha que no hubiera asumido como se debía la responsabilidad política por los falsos positivos.

El exceso de pragmatismo en la acción política hace que la gente reaccione a través de otro extremo, el del idealismo absoluto. Cuando los halcones se ceban en sus víctimas y no se arredran ante depredación alguna, el sentimiento moral se excita y busca la purificación, que lleva al punto que proclamaba Kant, según dicen algunos de sus exégetas: “Que todo perezca si así fuere menester para que se mantenga incólume el principio”.

Ya hay quienes comentan con preocupación que en torno de Mockus se podría estar gestando un peligroso mesianismo cuyas derivaciones serían impredecibles.

Por supuesto que la esperanza es necesaria para el bien de la colectividad. No debe olvidarse que en buena medida el prestigio de Uribe radica precisamente en que nos la devolvió a los colombianos. Como ha disminuído el peligro guerrillero, ya podemos pensar más serenamente, como dice Mockus, en seguridad con legalidad.

Pero sus promesas, expresas o tácitas, van más allá de la recuperación del imperio de la ley, que fue el tema central del programa que ofreció Alberto Lleras Camargo cuando se posesionó de la Presidencia el siete de agosto de 1958, pues Mockus plantea no sólo una revolución educativa, lo que en principio parece estar muy bien, sino una transformación moral de la sociedad colombiana cuyo delineamiento no es nítido.

Median, por otra parte, no pocas incertidumbres acerca del conflicto a que inevitablemente se vería abocado frente a un Congreso en el que sus fuerzas son muy débiles. Es tema que habrá que examinar más de cerca en otra ocasión.

jueves, 22 de abril de 2010

Ecos ruidosos del debate

A pesar de las limitaciones de los formatos que se han adoptado para llevar a cabo los debates televisados de los candidatos presidenciales, de lo dicho y alegado en esos escenarios van quedando temas sobre los que conviene volver.

En el que se celebró el domingo pasado, lo de nuestras relaciones con el vecindario ocupó, como es lógico, un espacio relevante.

No era para menos.

En general, a lo largo de nuestra historia las relaciones con los países vecinos han sido relativamente tranquilas, pero en los últimos tiempos se han alterado con motivo de la presencia guerrillera en zonas fronterizas y el grave asunto del narcotráfico, así como por el desplazamiento de colombianos hacia el exterior, amén de los cambios políticos  que se han producido tanto en Venezuela como en Ecuador.

Lo que encendió la discusión fue la pregunta que se formuló acerca de si los candidatos estarían dispuestos a repetir lo que Santos, como ministro de Defensa, autorizó que se hiciera para bombardear en territorio ecuatoriano el campamento que ahí tenían las Farc bajo el mando de Raúl Reyes.

No entraré en el detalle de lo que cada uno respondió. Más bien, daré mi opinión de simple ciudadano.

Para  el efecto, partiré de un hecho notorio, que es el apoyo no siempre soterrado con que la subversión cuenta en Venezuela y Ecuador, y del señalamiento de una cadena de equivocaciones en que ha incurrido el presidente Uribe en el manejo del tema del bombardeo al campamento de Reyes.

Un dato del que no se puede prescindir para el examen del asunto toca con la naturaleza y las proyecciones de la acción política que está desarrollando Chávez en Venezuela, que entrañan gravísimos riesgos para Colombia. Cuando el Presidente del vecino país dice que su modelo es Cuba, hay que creerle y tomarlo en serio. Lo mismo, cuando expone su ideal bolivariano y declara que las Farc son un ejército popular cuyos propósitos coinciden con dicho ideal. Y si entra en llave con Correa, Morales y Ortega, es claro que su propósito, como dijo hace un tiempo el Presidente del Perú, es cercar a Colombia.

Lo que se sigue de ahí es que esa llave aspira a que Colombia haga parte de sus integrantes. Como nuestro pueblo y nuestras autoridades no comulgan con esa versión espuria de la hermandad entre las naciones liberadas por Bolívar, entonces se aplican a debilitar nuestra institucionalidad mediante el apoyo a narcoterroristas que dicen compartir sus propósitos.

Chávez se arma literalmente hasta los dientes y crea una milicia bolivariana cuyo modelo parece copiado de las Farc, Habla de guerra cada que se le antoja, amenaza con los aviones rusos y ejerce la más grosera de las presiones sobre Colombia cuando, en ejercicio de nuestra precaria soberanía, tratamos de compensar el evidente desequilibrio en que estamos, a través de una muy modesta alianza con Estados Unidos.

Sus actitudes son cada vez más parecidas a las que asumió Hitler respecto de Checoeslovaquia y de Polonia en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, haciéndose  la víctima para disimular torpemente sus propósitos expansionistas.

Como a la gente hay que creerle lo que dice, según máxima cara a Laureano Gómez, cuando Chávez habla de eliminar el poderío norteamericano, que es un propósito que los hermanos Castro  no pudieron llevar a cabo, también se lo debe de tomar en serio, máxime cuando se ven sus alianzas con todos los enemigos actuales o potenciales del  Coloso del Norte.

Que quiere provocar un conflicto bélico en la región, es sólo asunto de tiempo. El día que los Estados Unidos tengan que confrontar a Irán, buscará el pretexto para invadir la Guajira o tomarse Arauca.

De ese modo, los colombianos  padecemos hoy la peor de las coyunturas  en toda nuestra historia, dado que Chávez no sólo nos mira como zorro a gallinero, sino como un obstáculo en su lucha contra el Imperio y eventualmente como un peligro para su alocado proyecto.

Debilitarnos, neutralizarnos y, en últimas, avasallarnos, he ahí sus consignas respecto de Colombia. Ecuador es apenas una ficha en su ajedrez, lo mismo que Nicaragua.

Pues bien, sería ingenuo pensar que Reyes carecía de protectores y otros cómplices en el alto gobierno ecuatoriano. En el  país vecino contaba con una especie de Cancillería en el exilio, a dónde iban y venían periodistas, estudiantes, activistas revolucionarios y, por qué no, posibles emisarios o portavoces de Correa. Pensar que los organismos de seguridad del Ecuador ignoraban sus actividades en ese país sería tomarlos muy poco en serio.

A la luz de estas consideraciones, no es difícil argumentar que Colombia ejerció el derecho a la legítima defensa y actuó dentro de los parámetros del estado de necesidad cuando decidió atacar el campamento de Raúl Reyes en territorio ecuatoriano.

Mas, para guardar tonta e inútilmente las formas, Uribe, Santos y la Cancillería resolvieron decirle mentiras a Correa y pedirle disculpas por la molestia que le ocasionaron.

Lo de las mentiras fue grotesco. Dijeron  que el operativo se estaba realizando en territorio colombiano y desde su espacio aéreo se dio respuesta a ataques que provenían del otro lado del río, en territorio ecuatoriano. Negaron lo que después se comprobó acerca del ingreso de la aviación y la infantería a dicho territorio con el propósito de dar cuenta de Reyes y su gente, así como de recoger toda la información que se pudiera, entro de la que providencialmente apareció el famoso computador. y, de contera, con hipócrita comedimiento le dijeron a Correa que lamentaban lo sucedido y le pedían perdón.

Lo que dejo expuesto en el párrafo anterior ha debilitado severamente la posición de Colombia, transformándola ante los ojos del mundo de víctima, que lo ha sido, en agresora, que mal podría serlo.

Si Uribe hubiese tenido  el coraje de decirle a Correa que consideraba que la presencia tolerada de Reyes en territorio ecuatoriano era un acto hostil que Colombia se había visto en  la imperiosa necesidad de  repeler, otro gallo cantaría hoy. Pero Correa, que es bastante ladino, puso el grito en el cielo diciendo que le habían dicho mentiras y lo habían agredido, y que tan cierto era que le pidieron perdón por lo que le hicieron.

En su momento, le escribí al Canciller recordándole la sentencia de la Corte de La Haya en el caso de Nicaragua frente a Estados Unidos por el apoyo de éstos a los Contra. La Corte condenó la intervención norteamericana en favor de los subversivos nicaragüenses por considerarla violatoria de elementales principios de Derecho Internacional. Y lo mismo podría invocarse respecto de las injerencias ecuatorianas y venezolanas en favor de las Farc y el ELN.

Colombia tiene que enfrentar esta dificilísima coyuntura no sólo con autoridad moral, que la viene desquiciando con un pésimo manejo politiquero de nuestra representacion en el exterior, o con un deplorable amiguismo como el que acaba de dar oportunidad para el envío con el rango de Consejero y Encargado de Negocios a Chile de un hablantinoso que se precia de tener compañías de ganado  tanto con el Presidente como con Salvador Arana, sino reforzando alianzas por doquiera y diciéndole al pan pan y al vino vino.

No basta con decir, como lo ha hecho Mockus, que debemos someternos a las formas del Derecho Internacional, pues éste no proscribe el recurso a la legítima defensa, ni con hablar con la jactancia que lo hace Santos, quien es coautor del grave estropicio diplomático en que incurrimos por mentirosos.

Tal vez los que tienen más claridad sobre este tópico sean Vargas Lleras y Pardo, aunque no puede desconocerse la valiosa experiencia de Noemí en la Cancillería y la que tuvo precisamente con Venezuela.

La cuestión es terriblemente delicada. Requiere unidad nacional y muchísima inteligencia, en todos los sentidos, para abordarla. Además, que ciertos periodistas, más interesados por lucirse que por estudiar y ponderar hechos que quizás desborden sus capacidades intelectuales, dejen de festinarlos.

La  pregunta que al respecto se les hizo a los candidatos fue irresponsable a más no poder. El que contestara que no repetiría lo de Raúl Reyes quedaría preso de sus palabras. Y al que dijese que sí o respondiese en forma dubitativa, se le vendría el mundo encima.

Poco hay que esperar, sin embargo, de unos medios tan frívolos como los que dominan el escenario de la opinión pública colombiana. Ya habrá oportunidad para discutirlo en detalle.

martes, 20 de abril de 2010

¿Quién miente?

El debate entre los candidatos presidenciales que se realizó el pasado domingo da pie para muchos comentarios.

Quizás el asunto de mayor relieve sea el enfrentamiento de Noemí con Santos por el modo desleal cómo éste ha obrado para debilitarla a través de lo que no he vacilado en calificar como un raponazo político.

Dijo Noemí que Santos ha ofrecido dádivas para conseguir apoyos y mencionó específicamente los casos de Darío Montoya y Carlos Rodado. Santos lo negó y anunció que se retiraría de la vida pública si se probara esa acusación, a lo que Noemí respondió que tendría entonces qué retirarse.

“Se salvó Colombia”, fue su exclamación al ver a su rival enredado en sus propias palabras.

Pero, como dijo alguna vez López Michelsen, las noches son del gato, de suerte que al amanecer del lunes ya estaba todo listo para desmentir a Noemí. Salieron entonces a hablar por la radio Darío Montoya, Carlos Rodado, Augusto López, José Obdulio Gaviria y Laura Montoya, hija del primero de los mencionados, para negar a rajatabla las acusaciones de Noemí.

Santos declaró después, con aire de triunfo, que Noemí es una mentirosa.

Pero si se examinan las declaraciones de ella, también para la radio, la opinión que uno puede formarse sobre el particular tal vez lo inclinen en favor de Noemí y en contra de Santos.

Como se dice en la jerga de los  procesalistas, las declaraciones de Noemí son responsivas acerca de las circunstancias de tiempo, modo y lugar, por lo menos en lo que atañe al tema de Darío Montoya. Sus contradictores han sido hábiles al circunscribir sus dichos al encuentro que tuvo lugar en casa de Augusto López, hoy anfitrión de Santos y tiempo ha furibundo partidario de Noemí contra Pastrana. Todos coinciden en que en esa ocasión Santos no le ofreció a Montoya el ministerio de Defensa, y es posible que así haya sido.

Lo que ocurre es que Noemí ofrece una versión más compleja y detallada del caso. Lo cuenta, como se dice, con pelos y señales. Anota circunstancias que van más allá del episodio de la reunión en casa de Augusto López, que simplemente dio lugar ahí mismo a que Darío Montoya elogiase la labor de Santos en el ministerio de Defensa. Lo de la sonsacada vino después, cuando se dieron cuenta de que Noemí andaba ofreciéndole la candidatura vicepresidencial.

Sería bueno que los interesados escucharan su versión para  los noticieros radiales de la W y  Caracol que se encuentran en sus respectivos sitios de internet.

Por supuesto que El Colombiano, que favorece el transfuguismo conservador, no reproduce hoy esas declaraciones y se limita a informar que está creciendo la brecha entre los candidatos uribistas. Si quisiera suministrarles una información más precisa a sus lectores, reproduciría el texto de las mismas para que ellos se formaran sus propios conceptos.

En síntesis, sobre lo de Montoya le creo a Noemí.

Acerca de Rodado, Noemí dijo que Santos le ofreció una embajada para premiar su transfuguismo. Desde luego que uno y otro lo niegan, pero Noemí afirma que todo el mundo en España sabía eso.

Es verdad que los rumores no sirven como medios de prueba. Pero los hechos notorios y los indicios sí lo son.

A raíz del triunfo de Noemí en la consulta conservadora, se produjo un fenómeno bastante extraño, el de la rodada, como  por arte de magia o de generación espontánea, de unos dirigentes conservadores, encabezados precisamente por Rodado, hacia la campaña de Santos.

No hubo, como ha sido de usanza en estos casos, algún manifiesto en que dieran razones para desconocer los resultados de la consulta conservadora y negar la legitimidad del triunfo de Noemí. Simple y llanamente, fueron apareciendo con declaraciones acerca de lo maravilloso que les parece Santos, con quien se tomaron una fotografía tomados de las manos.

Como es un hecho notorio que los políticos no dan puntada sin dedal, parece lógico pensar que alguien hizo el trabajo de convencerlos de darle la espalda a su partido e hincarse sumisamente a los pies del previsible triunfador. Cuando uno ve a Juan Gómez Martínez en esas, no  le queda otro remedio que pensar en Fabio Valencia Cossio y, por consiguiente, en los designios y manejos del alto gobierno, que ya se habían manifestado nada discretamente en torno de la fracasada aspiración de Arias.

Estas no son elucubraciones de un malpensado. Si algo se sabe de las intimidades del mundo político,  lógico es concluir que todo lo que en él sucede ha tenido algún proceso de germinación y maduración, así sea oculto y hasta protervo.

Las razones que ha expuesto Rodado para su rodada son muy poco convincentes y nada ejemplares. Algo dijo acerca de sus discrepancias con el director programático de la campaña de Noemí sobre un asunto que ya es de clavo pasado. Quizás alguna querella con el ex presidente Pastrana o cierto resquemor contra quien lo antecedió en la embajada en España puedan ofrecer una explicación más convincente de su extraño proceder. Y si a ello se agrega el tintineo de las treinta monedas, tal vez así se cierre lo que los penalistas denominan el círculo indiciario.

No sobra recordar lo de Bismarck acerca de que con la política sucede lo mismo que con las salchichas. La gente las disfruta, pero sin preguntarse cómo se las prepara. Lo que en esta campaña se cocina es como los chuzos que venden a la salida de les estadios, que pueden ser hasta de “calne le lata, la male lel latón”.

lunes, 19 de abril de 2010

Encuestas y Debates

Son dignos de considerarse los cambios que se han producido en las últimas décadas en el modus operandi de nuestras campañas presidenciales.

Hace años se las llevaba a cabo mediante giras a cuál más agotadora por “sendas, lomas y quebradas”, como reza el tango, en las que los candidatos recorrían prácticamente hasta el último rincón habitado de nuestra procelosa geografía, tragando polvo por caminos casi intransitables, comiendo de todo lo que daba la tierra, bebiendo los licores de las rentas departamentales y hasta los de los alambiques clandestinos, durmiendo en donde los sorprendieran las noches y poniendo en grave riesgo de irritación sus cuerdas vocales al perorar a grito herido en las plazas públicas.

La radio y los periódicos daban cuenta de sus movimientos y sus palabras. No todos los candidatos eran buenos oradores, pero tenían que intentarlo para no quedar mal ante las multitudes que reclamaban expresiones altisonantes que de tanto repetirlas entraban a la  Historia.

El evento más significativo era el cierre de campaña en algún sitio consagrado por la tradición. Su vigor se calibraba por las multitudes que se congregaban en  manifestaciones que presagiaban urnas repletas de votos.

En Medellín hicieron historia los eventos que llenaron la Plaza de Cisneros. Reza la tradición que sólo Olaya Herrera, López Pumarejo, Gaitán, Rojas Pinilla y Lleras Camargo lo lograron.

Hace años se exhibía una foto que tomó Jorge Obando de la manifestación de Olaya a principios de 1930, con gente encaramada en los techos porque no cabía en la plaza. Algunos optimistas o exagerados calculaban la concurrencia en más de cien mil personas. Pero así fuesen cincuenta mil, era mucho para una ciudad que a la sazón tendría cerca de doscientos mil habitantes.

Alfonso López Michelsen recordaba en alguna ocasión lo que fueron sus primeras campañas a fines de la década del cincuenta del siglo pasado, cuando le tocaba desplazarse en bus, en chalupa y hasta a lomo de mula, contrastando esa modestia de medios con los helicópteros que tiempo después se pusieron de moda y que él mismo utilizó en 1982 como beneficiario de los favores de Pablo Escobar Gaviria, según denunció en su oportunidad Iván Marulanda.

La radio les otorgaba a los candidatos y quienes les hacían campaña el don de la ubicuidad, porque a través de ella sus voces se escuchaban en esquinas, cafés, tiendas y hogares, cuando no en iglesias, como creo que  ocurría con los discursos de Laureano Gómez.

Recuerdo algo que en su momento me pareció admirable y todavía me conmueve. Promoviendo la elección de Guillermo León Valencia, Carlos Lleras Restrepo, que a la sazón era un fumador empedernido, sufrió un grave ataque al corazón en Montería. Lo trasladaron de urgencia a Bogotá y tuvo que guardar cama en un hospital. Pero ello no lo arredró. Conectado a una pipeta de oxígeno y con voz ahogada pero aún vigorosa, pronunció varios discursos desde la cama para defender el compromiso que el Partido Liberal había hecho con su socio el Conservador, frente a la acción deletérea que  con grave irresponsabilidad adelantaba Alfonso López  Michelsen. Creo que eso fue decisivo para galvanizar el apoyo de las bases liberales a Valencia.

Todavía en la década de los ochenta del siglo pasado hubo oradores de plaza dignos de admiración, como el finado Galán y el malogrado Santofimio, su antípoda moral. Pero, a raíz de la muerte de aquél, la campaña electoral que llevó a César Gaviria a la Casa de Nariño ya no pudo hacerse en plaza pública y quizás desde entonces, aunque por diversas razones, los candidatos ya se ven más en recintos cerrados o a través de la televisión.

En la actualidad, lo que mueve las campañas son las encuestas y los debates televisados. Ni los discursos, ni los editoriales de las periódicos, ni el recorrido entre circense y carnavalesco de los aspirantes por andurriales y villorrios, motivan ya de modo decisivo a los ciudadanos. De acuerdo con lo de que una imagen vale por mil palabra, dicho que en estos días ví que alguien atribuye a Napoleón, el voto se decide ante las cámaras de televisión y los debates que por ese medio se programan ofrecen hoy la mejor  oportunidad para dar cuenta de fortalezas y debilidades de los candidatos.

Pues bien, quería dedicar este escrito al debate televisado de anoche, pero el estro me llevó otros vericuetos, los de la añoranza. Tiempo habrá para considerar algunas de las graves opiniones que ahí se expusieron y  emitir  juicios de valor al respecto. Anticipo algunos: me impactó Vargas Lleras y he modificado sensiblemente, en su favor, mi juicio sobre Pardo, así como también un poco el que tenía sobre Petro.

sábado, 17 de abril de 2010

¿Proyecto inconcluso o promesa incumplida?

La seguridad democrática le ha dado al presidente Uribe no sólo una enorme popularidad, sino un destacado lugar en la historia colombiana.

Es prematuro afirmar, como lo hacen muchos entusiastas, que el suyo ha sido el mejor gobierno que hemos tenido, pues para decir esas cosas conviene esperar que pase el tiempo. Pero es indudable que hoy goza de gran reconocimiento y que hay mucha gente agradecida por haber arrinconado, como he dicho en otra ocasión, a los matones de la guerrilla.

No obstante sus logros en este campo, en la sociedad colombiana se está moviendo vertiginosamente lo que ha dado en llamarse una Marea Verde que, sin negar la necesidad de continuar la política de seguridad, reclama, como dicen que dijo Goethe en su hora final, “Luz, más luz”, vale decir, transparencia.

Lo que reclama la gente que descree de la candidatura oficial es que, por fin, se tome en serio la lucha contra la corrupción y la politiquería que figuraba en los 100 puntos de Uribe como uno de sus grandes propósitos.

Cierto es que esa aspiración es más difícil de lograr que poner en calzas prietas a los violentos, porque los vicios que con ella se pretende erradicar están más arraigados en nuestra cultura que la violencia misma, a la que hemos sido tan proclives a lo largo de nuestra historia como sociedad independiente, a punto tal que la celebración del Bicentenario quedaría incompleta si no dejásemos constancia de que la guerra civil que enfrentó a patriotas y realistas dio comienzo a una larga y penosa sucesión de episodios sangrientos que aún no terminan de reproducirse.

Hernando Gómez Buendía hizo alguna vez un deprimente examen de nuestra eticidad cuando dijo que entre nosotros fracasaron la ética espiritualista del Catolicismo, la republicana del Liberalismo y la solidaria del Socialismo, porque somos un país de rebuscadores para quienes el provecho inmediato, el cuarto de hora no desperdiciado y lo que el Código Civil llamaba, antes de que la Corte Constitucional lo declarase inexequible, las “granjerías infames”, trazan la ruta de su comportamiento.

Por ello, no he vacilado, parafraseando a Kant, en afirmar que somos un pueblo de demonios. Transformarnos en  sujetos morales representará una verdadera revolución.

Seríamos injustos si afirmásemos que Uribe nada ha hecho para corregir esos vicios ancestrales. Por el contrario, ha dado pasos firmes en ese sentido, como puede advertirse en la integración de su gabinete ministerial o en los directores de diversas dependencias estatales.

Pero, como suele suceder, a menudo lo que ha escrito con la mano lo ha borrado con el codo. Si bien resultaría excesivo acusarlo, como hizo alguna vez Adolfo Zaldívar respecto de sus rivales de la DC chilena, de estar “coludido con la corrupción”, cuesta trabajo entender sus simpatías hacia ciertos personajes que, por consideraciones de amistad personal o de cálculo político, han ocupado posiciones desde las cuales no sólo deterioran su imagen, sino que pueden hacer no poco daño. Por lo menos, acreditan que es poco selectivo en sus compañías.

Por ejemplo, cuando nombró a Carlos Julio Gaitán como embajador en Chile, Jaime Horta lo acusó, con valor que lo exalta, de haber frenado como ministro de Desarrollo las investigaciones que venía adelantando la Superintendencia de Sociedades para identificar la red de compañías del Cartel de Cali. La respuesta gubernamental fue de silencio absoluto, el  mismo que ha reinado en torno de las gravísimas acusaciones de Navas Talero por la contratación del Ministerio de Defensa cuando su titular era el hoy candidato oficial a la Presidencia de la República.

Pocos casos tan bochornosos ha habido como el del nombramiento de Salvador Arana como Consejero en Chile. Y como para no enmendar la plana, para el mismo cargo acaba de irse uno que dice ser socio de Arana en negocios de ganadería. Lo que pasa es que él mismo también dice ser socio del Presidente en ese ramo.

Cuando se produjo el escándalo de Noguera en el DAS, el Presidente respaldó a su funcionario diciendo que era un joven de apreciables condiciones personales, familiares y sociales, pero que si las acusaciones que se le estaban formulando tenían mérito, él saldría a reconocer su culpa in eligendo. Lo cierto es que Noguera sigue enredado y no sólo no ha habido admisión de responsabilidad política por haberlo llevado a tan influyente cargo, sino que el DAS es hoy la piedra en el zapato del Gobierno y su candidato oficial por las cosas tan horribles que se han cocinado en su interior y ahora están saliendo a flote.

El tema de la terna de la Fiscalía no es de los que elevan el ánimo. Cuando se lo menciona, los enemigos de la Corte Suprema de Justicia la emprenden contra ésta. Pero nunca ha habido claridad acerca de las consideraciones de política criminal que mediaron para que se la integrara como se hizo. Salió de ahí un tufillo de manipulación y desaliño nada agradable por cierto.

En su momento me permití advertirle al Presidente acerca de las peligrosas repercusiones que podría acarrear su conflicto con la Corte Suprema de Justicia. Él se defiende diciendo que se puede meter en todos esos pleitos porque no tiene rabo de paja. Puede  que así sea, pero los riesgos institucionales de esas contiendas saltan a la vista. Es algo sobre lo que habré de ocuparme en otra oportunidad.

Algún corresponsal de malas pulgas me ha escrito diciendo que mis críticas proceden de un ajuste de cuentas que pretendo hacerle al Presidente. Diré al respecto que mis motivos de queja se los expuse a él mismo en mensajes que algún día divulgaré y en carta que hace algún tiempo le dirigí a Jaime Jaramillo Panesso. Pero aunque algunos o muchos no lo crean, yo he experimentado en los últimos tiempos una evolución espiritual que me ha acercado a Dios, no el conceptual de los filósofos que nunca llegué a negar, sino el vivo de los creyentes, cuya presencia experimento en mi interior bajo el modo de la serenidad. Ello significa que me he despojado de odios y resentimientos, por lo cual todos los días rezo por quienes no me quieren y por los que tampoco quiero.

Le tengo simpatía personal al Presidente, aunque no conservo trato alguno con él. Pero no puedo dejar de reconocer, en aras a la verdad, que me produce la impresión de que él pertenece a la misma familia del personaje de Stevenson, el célebre y prístino  Dr. Jekill que se desdoblaba en un oscuro Mr. Hyde.

Si la Corte Suprema de Justicia ha pedido que se investigue penalmente al candidato oficial por sus actuaciones en el proceso Arango Bacci, si están sin responder las acusaciones de Navas Talero de que se hizo eco Gerardo Reyes en el Miami Herald, si flota en el ambiente lo de los sobornos denunciados en Alemania, si falta por definir la responsabilidad política por las supuestas dos mil víctimas inocentes de los falsos positivos, resulta lógico que muchos colombianos que están agradecidos por los logros del presidente Uribe, desconfíen al mismo tiempo del candidato oficial que al parecer garantiza la continuidad de ese confuso estado de cosas.

Lo de la Marea Verde surge de un sentimiento colectivo de frustración, sea de un proyecto inconcluso o de una promesa incumplida, acerca de la lucha contra la corrupción y la politiquería. Es algo que no se puede ignorar ni atribuir a siniestras o cándidas consignas de los que Plinio Apuleyo Mendoza llama con desdén unos bobitos. Éstos quizás adolezcan de falta de claridad y hasta de buen sentido realista en no pocas de sus propuestas. A veces le da a uno la sensación de que lo suyo podría ser un salto al vacío. Pero las concesiones que se han hecho a los que circunda la opacidad han dado lugar a que buena cantidad de colombianos cifre en ellos sus esperanzas, tal como lo indican las encuestas.

Sigo pensando que la de Noemí Sanín es la propuesta que mejor traduce esos anhelos de seguridad y transparencia, pero hay que ser realistas. De no cambiar las tendencias de que dan cuenta dichas encuestas, lo que le espera quizás sea una honrosa derrota, respecto de la cual conviene desde ya recordar  lo que dice el Evangelio: “Si el grano no muere…”

martes, 13 de abril de 2010

Momentos de efervescencia y calor

 

Los procesos electorales, sobre todo en países ubicados en el Trópico, suelen desenvolverse  en medio de un clima tórrido, adjetivo que el DRAE define como “Muy ardiente o quemado”.

Las dos expresiones vienen como anillo al dedo acerca de tales procesos, pues siempre dan lugar a que los ánimos se enardezcan y, además, a que de ahí resulten candidatos que se queman.

Se supone, a partir de la lógica de lo que debe ser la democracia (lógica deóntica), que las campañas electorales brindan ocasión para que cada elector, con cabeza fría y ánimo responsable, se ocupe de conocer la personalidad de  los candidatos, su experiencia, sus capacidades, sus propuestas, su entorno, sus posibilidades, etc., con miras a adoptar una decisión racional que conjugue las aspiraciones de la comunidad y las propias.

Pero el modo como se las adelanta es muy poco propicio para estimular lo que ciertos teóricos de las Ciencias Sociales se esmeran en examinar bajo los rótulos de la “Decisión” y la “Acción” racionales, eventos en los que los actores del juego comunitario se aplican a decidir y obrar conforme a los dictados tanto de la racionalidad instrumental como la de los fines o los valores.

La dinámica de las campañas va generando en la imaginación de la gente unos escenarios pasionales en los que alternan y compiten las Grandes Esperanzas con los Apocalipsis.

Así las cosas,  los candidatos terminan encarnando los sueños más felices y los miedos más intensos. De unos se predica, por consiguiente, que garantizarán la felicidad, la seguridad, la prosperidad, la honestidad, la transparencia y otros anhelos de las sociedades, mientras que de otros se afirma que traerán consigo males irremediables y funestos. Es la eterna lucha de la Luz contra las Tinieblas, que en estos escenarios cobra nuevas configuraciones.

Desafortunadamente, las discusiones sobre bienes y males casi siempre suscitan resonancias emocionales que enturbian el ejercicio sereno de la racionalidad.

Al fin y al cabo, no ha de ignorarse que nuestra percepción de valores y disvalores pasa por emociones cuyo origen no es racional e influyen inevitablemente sobre la actividad judicativa.

Además, el universo político se caracteriza por su opacidad, su complejidad, su aleatoriedad y su ambivalencia, lo cual significa que nunca podremos conocerlo tal como es, siempre tendremos que considerarlo a partir de sus contradicciones, jamás podremos prever su desenvolvimiento e,  inexorablemente, para realizar unos valores habrá qué sacrificar otros.

Si la lógica deóntica funcionara en las comunidades, la etapa previa a las elecciones debería ser de información adecuada para  la ciudadanía acerca de todos los datos significativos para decidir la votación, así como de deliberación juiciosa acerca de los aspectos favorables y desfavorables de las distintas propuestas.

Pero la lógica pragmática, que sólo atiende a lo que los filósofos llaman la facticidad, apunta hacia otros propósitos y se vale de otros medios. Según ella, de lo que se trata es de condensar todos los idearios en lemas o eslóganes (así figura en el DRAE) y de suscitar unas imágenes de los candidatos, bien sean favorables o desfavorables.

Las causas y quienes las promueven se tornan así en objetos de sacralización y de satanización. A los electores se los invita a seguir a los buenos y quemar, así sea figuradamente, a los malos, pero estas categorías son muy difíciles de encuadrar dentro del ámbito de la racionalidad.

Al tenor de la evolución del debate público hoy en Colombia, los temas en conflicto se centran principalmente en la seguridad y la moralidad. Los partidarios de Santos ponen énfasis en que él garantiza la consolidación de la primera dentro de la línea de los logros obtenidos por Uribe. Los que exaltan a Mockus depositan en él la esperanza de un gran cambio en la cultura cívica, un giro que nos eleve en el plano de esa transparencia que ha sido tan desdeñada en los tiempos que corren.

Pero, a la hora de la verdad, son muchas más las cosas que están en juego en estas elecciones, tanto en lo institucional, como en lo político, lo económico, lo cultural y, en fin, lo social.

Sobre todas ellas versan los programas de los candidatos, pero en realidad, más que en dichos programas, la decisión de los votantes por lo común se basa en sus lineamientos generales y en la opinión que se forman acerca de las competencias de aquéllos.

Esta mañana se decía en la W que en Colombia ningún candidato presidencial ha ganado las elecciones con un programa. Eso no es del todo cierto, pero tiene su parte de verdad. En efecto, si se miramos hacia el pasado, los triunfadores han logrado, por una parte, seducir a  los electores con ciertos rasgos de su personalidad; por otra, los han convencido, a través de algún mensaje simple, de su competencia para resolver problemas que también se enuncian de manera muy simple. Es, por ejemplo, el caso del “Sí se puede”, con que Betancur derrotó a López Michelsen; el del “Dale, rojo, dale”, que le dio el triunfo a Barco; o el de la “Dialéctica de la yuca”, que puso a Rojas Pinilla al borde de la recuperación del poder.

Uno advierte en los diálogos que sostiene en estos días o en los medios de comunicación, cómo se va calentando el ambiente y se van diciendo cosas que en circunstancias más tranquilas no se afirmarían. Por ejemplo, hace poco me tocó oír a alguien que pontificaba diciendo que tenemos que votar por el que mejor nos garantice nuestros intereses, a lo que hube de observar que si el pueblo llano se convenciera de esa tesis votaría en contra de los mismos. A otro que discurseaba acerca de que en campaña todo vale desde que sea efectivo para liquidar el adversario, le recordé la sabia admonición que le hizo a un amigo mío el finado e inolvidable  profesor Lucrecio Jaramillo Vélez: “Tú no eres malo; no digas sin discernimiento lo que los malos dicen de mala fe”.

En estos y otros eventos se pone de manifiesto que el mundo de los fines entraña tensiones muy difíciles de atenuar de modo racional, como las que oponen el interés privado o de grupo al interés colectivo,  las que enfrentan lo honorable con lo eficaz o, como diré en seguida, las que se dan entre lo público y lo íntimo.

Hay, por ejemplo, un tema de enorme gravedad sobre el que es poco viable el debate abierto y no hay manera de llegar hasta el fondo, cual es el del equilibrio que resulta de lo excelente, lo bueno, lo regular, lo malo y lo pésimo de cada candidato.

¿Cuáles son los defectos o los errores que definitivamente nos inhibirían desde el punto de vista moral para votar por alguno de ellos? ¿Cuáles tendríamos qué soportar en razón de las ventajas que nos ofrecen? ¿Cómo establecer un balance ecuánime entre sus vicios privados y sus virtudes públicas?

Por ejemplo, para muchos, la excesiva afición de Kennedy por las aventuras extramatrimoniales no parecía afectar sus condiciones de liderazgo ni su capacidad  para manejar dificilísimas coyunturas políticas, hasta que se supo que en medio de la crisis de los misiles estaba sometido a altas dosis de antibióticos para aliviar una enfermedad venérea. Es, por lo demás, el caso de la sifílis que afectaba al general Gamelin, quien tenía a su cargo la responsabilidad de defender a Francia en 1940, según lo recuerdan los autores de “Aquellos enfermos que nos gobiernan”.

Volviendo a Kennedy, se cuenta que en uno de sus devaneos machistas en la piscina de la Casa Blanca, bajo los efectos de la marihuana, le preguntaba riéndose a la cocotte que lo acompañaba: ”¿Qué sucedería si los rusos atacaran en este momento?”.

¿Sería pertinente investigar los hábitos privados de los candidatos? ¿Averiguar, por ejemplo, sobre sus antecedentes con el alcohol, la marihuana o la cocaína, o su dependencia de fármacos? ¿Las preferencias sexuales nos podrían indicar algo sobre  el carácter de cada uno de ellos?

Pienso, por ejemplo, en el sadismo de un célebre caudillo, que era conocido por le tout Bogotá en su época, pero nunca se ha discutido en público. ¿Cómo resolvería un personaje de esa índole un delicado problema de orden público?

Hacer estas preguntas parece hoy cosa de mal gusto y podría dar pie, dado el ambiente reinante, a que alguien se indispusiera. Pero el tema de fondo es si son o no son conducentes para calibrar las competencias de quienes aspiran al ejercicio de un poder que, no por limitado, es enorme y tiene severos efectos sobre nuestras vidas.

A la luz de lo que precede, conviene bajarle un poco el tono al discurso de las Grandes Esperanzas, como también al del Apocalipsis. Pero, en un momento dado, con plena lucidez, ejercer el derecho de votar en blanco o el de emitir un voto de protesta. Yo estoy preparando el mío.

Momentos de efervescencia y calor

Los procesos electorales, sobre todo en países ubicados en el Trópico, suelen desenvolverse  en medio de un clima tórrido, adjetivo que el DRAE define como “Muy ardiente o quemado”.

Las dos expresiones vienen como amillo al dedo acerca de tales procesos, pues siempre dan lugar a que los ánimos se enardezcan y, además, a que de ahí resulten candidatos que se queman.

Se supone, a partir de la lógica de lo que debe ser la democracia (lógica deóntica), que las campañas electorales brindan ocasión para que cada elector, con cabeza fría y ánimo responsable, se ocupe de conocer la personalidad de  los candidatos, su experiencia, sus capacidades, sus propuestas, su entorno, sus posibilidades, etc., con miras a adoptar una decisión racional que conjugue las aspiraciones de la comunidad y las propias.

Pero el modo como se las adelanta es muy poco propicio para estimular lo que ciertos teóricos de las Ciencias Sociales se esmeran en examinar bajo los rótulos de la “Decisión” y la “Acción” racionales, eventos en los que los actores del juego comunitario se esmeran en decidir y obrar conforme a los dictados tanto de la racionalidad instrumental como la de los fines o los valores.

La dinámica de las campañas va generando en la imaginación de la gente unos escenarios en los que alternan y compiten las Grandes Esperanzas con los Apocalipsis.

Así las cosas,  los candidatos terminan encarnando los sueños más felices y los miedos más intensos. De unos se predica, por consiguiente, que garantizarán la felicidad, la seguridad, la prosperidad, la honestidad, la transparencia y otros anhelos de las sociedades, mientras que de otros se afirma que traerán consigo males irremediables y funestos. Es la eterna lucha de la Luz contra las Tinieblas, que en estos escenarios cobra nuevas configuraciones.

Desafortunadamente, las discusiones sobre bienes y males casi siempre suscitan resonancias emocionales que enturbian el ejercicio sereno de la racionalidad.

Al fin y al cabo, no ha de ignorarse que nuestra percepción de valores y disvalores pasa por emociones cuyo origen no es racional e influyen inevitablemente sobre la actividad judicativa.

Además, el universo político se caracteriza por su opacidad, su complejidad, su aleatoriedad y su ambivalencia, lo cual significa que nunca podremos conocerlo tal como es, siempre tendremos que considerarlo a partir de sus contradicciones, jamás podremos prever su desenvolvimiento e,  inexorablemente, para realizar unos valores habrá qué sacrificar otros.

Si la lógica deóntica funcionara en las comunidades, la etapa previa a las elecciones debería ser de información adecuada para  la ciudadanía acerca de todos los datos significativos para decidir la votación, así como de deliberación juiciosa acerca de los aspectos favorables y desfavorables de las distintas propuestas. Pero la lógica pragmática, que sólo atiende a lo que los filósofos llaman la facticidad, apunta hacia otros propósitos y se vale de otros medios. Según ella, de lo que se trata es de condensar todos los idearios en lemas o eslóganes (así figura en el DRAE) y de suscitar unas imágenes de los candidatos, bien sean favorables o desfavorables.

Las causas y quienes las promueven se tornan así en objetos de sacralización y de satanización. A los electores se los invita a seguir a los buenos y quemar, así sea figuradamente, a los malos, pero estas categorías son muy difíciles de encuadrar dentro del ámbito de la racionalidad.

Al tenor de la evolución del debate público hoy en Colombia, los temas en conflicto se centran en la seguridad y la moralidad. Los partidarios de Santos ponen énfasis en que él garantiza la consolidación de la primera dentro de la línea de los logros obtenidos por Uribe. Los que exaltan a Mockus depositan en él la esperanza de un gran cambio en la cultura cívica, un giro que nos eleve en el plano de esa transparencia que ha sido tan desdeñada en los tiempos que corren.

Pero, a la hora de la verdad, son muchas más las cosas que están en juego en estas elecciones, tanto en lo institucional, como en lo político, lo económico, lo cultural y, en fin, lo social. Sobre todas ellas versan los programas de los candidatos, pero es lo cierto que, más que en dichos programas, la decisión de los votantes por lo común se basa en sus lineamientos generales y en la opinión que se forman acerca de las competencias de aquéllos.

Esta mañana se decía en la W que en Colombia ningún candidato presidencial ha ganado las elecciones con un programa. Eso no es del todo cierto, pero tiene su parte de verdad. En efecto, si se miramos hacia el pasado, los triunfadores han logrado, por una parte, seducir a  los electores con ciertos rasgos de su personalidad; por otra, los han convencido a través de algún mensaje simple de su competencia para resolver problemas que también se enuncian de manera muy simple. Es, por ejemplo, el caso del sí se puede, con que Betancur derrotó a López Michelsen; el del “Dale, rojo, dale”, que le dio el triunfo a Barco; o el de la “Dialéctica de la yuca”, que puso a Rojas Pinilla al borde de la recuperación del poder.

Uno advierte en los diálogos que sostiene en estos días o en los medios de comunicación, cómo se va calentando el ambiente y se van diciendo cosas que en circunstancias más tranquilas no se afirmarían. Por ejemplo, hace poco me tocó oír a alguien que pontificaba diciendo que tenemos que votar por el que mejor nos garantices nuestros intereses, a lo que hube de observar que si el pueblo llano se convenciera de esa tesis votaría en contra de los mismos. A otro que discurseaba acerca de que en campaña todo vale desde que sea efectivo para liquidar el adversario, le recordé la sabia admonición que le hizo a un amigo mío el finado e inolvidable  profesor Lucrecio Jaramillo Vélez: “Tú no eres malo; no digas sin discernimiento lo que los malos dicen de mala fe”.

En estos y otros eventos se pone de manifiesto que el mundo de los fines entraña tensiones muy difíciles de atenuar de modo racional, como las que oponen el interés privado o de grupo al interés colectivo,  las que enfrentan lo honorable con lo eficaz o, como diré en seguida, las que se dan entre lo público y lo íntimo.

Hay, por ejemplo, un tema de enorme gravedad sobre el que es poco viable el debate abierto y no hay manera de llegar hasta el fondo, cual es el del equilibrio que resulta de lo excelente, lo bueno, lo regular, lo malo y lo pésimo de cada candidato. ¿Cuáles son los defectos o los errores que definitivamente nos inhibirían desde el punto de vista moral para votar por alguno de ellos? ¿Cuáles tendríamos qué soportar en razón de las ventajas que nos ofrecen? ¿Cómo establecer un balance ecuánime entre sus vicios privados y sus virtudes públicas?

Por ejemplo, para muchos, la excesiva afición de Kennedy por las aventuras extramatrimoniales no parecía afectar sus condiciones de liderazgo ni su capacidad  para manejar dificilísimas coyunturas políticas, hasta que se supo que en medio de la crisis de los misiles estaba sometido a altas dosis de antibióticos para aliviar una enfermedad venérea. Es, por lo demás, el caso de la sifílis que afectaba al general Gamelin, quien tenía a su cargo la responsabilidad de defender a Francia en 1940, según lo recuerdan los autores de “Aquellos enfermos que nos gobiernan”.

Volviendo a Kennedy, se cuenta que en uno de sus devaneos machistas en la piscina de la Casa Blanca, bajo los efectos de la marihuana, le preguntaba riéndose a la cocotte que lo acompañaba:”¿Qué sucedería si los rusos atacaran en este momento?”.

¿Sería pertinente investigar los hábitos privados de los candidatos? ¿Averiguar, por ejemplo, sobre sus antecedentes con el alcohol, la marihuana o la cocaína, o su dependencia de fármacos? ¿Las preferencias sexuales nos podrían indicar algo sobre  el carácter de cada uno de ellos?

Pienso, por ejemplo, en el sadismo de un célebre caudillo, que era conocido por le tout Bogotá en su época, pero nunca se ha discutido en público. ¿Cómo resolvería un personaje de esa índole un delicado problema de orden público?

Hacer estas preguntas parece hoy cosa de mal gusto y podría dar pie, dado el ambiente reinante, a que alguien se indispusiera. Pero el tema de fondo es si son o no son conducentes para calibrar las competencias de quienes aspiran al ejercicio de un poder que, no por limitado, es enorme y tiene severos efectos sobre nuestras vidas.

A la luz de lo que precede, conviene bajarle un poco el tono al discurso de las Grandes Esperanzas, como también al del Apocalipsis. Pero, en un momento dado, con plena lucidez, ejercer el derecho de votar en blanco o el de emitir un voto de protesta. Yo estoy preparando el mío.

sábado, 10 de abril de 2010

Que el aire fluya

Al presidente Uribe hay que reconocerle grandes logros. Pero son muchos los errores y defectos que ha habido que tolerarle y hasta disimular o perdonarle en aras de la seguridad o de la simpatía que inspira.

El inventario, aún con cierta indulgencia, podría ser abultado y se entiende que en tratándose de juzgar obras humanas resulte inevitable que al lado de lo que parezca digno de alabanza  haya que mencionar también los aspectos oscuros, que no son pocos en estos ocho años de gobierno.

Me ha impresionado que en el ocaso de su gestión, en lugar de hacerles sentir a los colombianos que gracias a sus esfuerzos ya pueden votar libres de presiones y de temores por los que consideren los más indicados para guiar sus destinos, la línea de conducta que se deja entrever sea la de utilizar veladamente su influencia en favor de una candidatura que no es ciertamente popular.

He denunciado de modo vehemente la forma cómo, sin duda alguna con el visto bueno del gobierno, se ha pretendido desconocer el esfuerzo que hizo el Partido Conservador, el más leal de los socios de la coalición, para elegir su candidata presidencial, buscando deslegitimarla  y desorientar a sus huestes.

Hay en ello una oscura maniobra que suscita graves inquietudes acerca del tono moral de Uribe, Valencia Cossio y Santos, entre otros.

Uno de los flancos débiles del régimen de Uribe es la ausencia de  buen sentido en materia de responsabilidad política en el alto mando gubernamental cuando se trata de enfrentar los errores que se cometen. Los que pagan por ellos están casi siempre en segunda, tercera o cuarta fila, no los de arriba, que suelen lavarse descaradamente las manos u ocultar sus desaciertos con no poca desvergüenza.

En un sistema decente, una persona a la que la Corte Suprema ha pedido que se investigue por actuaciones que, por decir lo menos, parecen constitutivas de delito en relación con un sonado proceso penal, no podría aspirar a  la Jefatura del Estado sin antes haber ofrecido explicaciones satisfactorias.

Es el caso de Santos, a quien se está investigando por posibles delitos en que al parecer incurrió en torno del juicio contra Arango Bacci, asunto sobre el que ronda una sórdida comidilla. Agréguese a ello el tema de los falsos positivos, que es repugnante a más no poder, o lo que ha salido a flote sobre negociados en la adquisición de naves en Alemania.

Nada de eso lo deja a uno tranquilo ni le hace pensar, como dicen creerlo los tránsfugas conservadores, que estamos en presencia de un augusto y epónimo salvador de la Patria.

Hace varios años se presentó en Francia el caso de unos pacientes que fueron infectados por transfusiones de sangre contaminada. Como es lógico suponerlo, el ministro de Salud no fue quién obtuvo y manejó esa sangre, como tampoco hizo las transfusiones. El caso era típico de lo que los administrativistas denominan una falla del servicio. Pero ese ministro era el responsable del buen funcionamiento del mismo y, por consiguiente, hubo de renunciar por ese motivo.

Los precedentes entre nosotros son muy distintos, pues aquí la gente se cae de para arriba, siempre y cuando ya esté ahí. Nos falta mucha decencia y eso es lo que está echando de menos hoy la comunidad.

No es extraño, pues, el fenómeno de la Marea Verde que está obrando hoy en nuestro escenario político a raíz de la consolidación del tándem Mockus-Fajardo.

Mucha gente le dice a uno que, si bien a Uribe hay que agradecerle que hubiera arrinconado a los matones de las Farc y el ELN, convendría que a la Casa de Nariño entrara un viento fresco que airease su recinto. Hay, en efecto, ciertos vahos malolientes que en ella se respiran y que convendría despejar.

Ahí, como le dijo en alguna ocasión Don Quijote a Sancho, “Huele y no precisamente a ámbar”.

Piénsese, tan sólo, en el caso del hermano del ministro Valencia Cossio, sobre quien pesan graves acusaciones que hoy son tema de juzgamiento por la Corte Suprema de Justicia, y que es personaje sobre el que también recae el estigma de la mala fama por prácticas de que dan cuenta unas  grabaciones que hacen parte del archivo de la Fiscalía.

Es difícil entender que en medio de esta situación Valencia no sólo sea el encargado de manejar las relaciones con las altas Cortes, sino que al parecer haya intervenido en la confección de la terna para la elección de Fiscal, que es otro asunto que deja muy mal sabor, y así lo he dicho públicamente en varios foros a los que todavía amablemente se me invita.

Tampoco entiende uno que Mario Uribe Escobar, según se dice, sea beneficiario de cinco notarías, y que su parentela se jacte, según me lo ha contado alguien que hace parte del gremio notarial, de que esos despachos son de los Uribes.

En un escrito anterior expuse mi opinión sobre Mockus, cuya personalidad me parece fascinante. Fajardo no es santo de mi devoción, pero hay otros Santos que  me conmueven bastante menos.

Puede haber muchas inquietudes para resolver respecto de esta tendencia que se está haciendo presente con fuerza en nuestro escenario político, pero lo importante es destacar que hay una vigorosa inconformidad por la sentina que hiede en nuestras altas esferas, que más bien podrían motejarse de bajas, por lo menos desde la perspectiva del tono moral que reina en ellas.

Creo que Noemí Sanín debe de retomar el lenguaje de sus primeras incursiones en las competencias presidenciales, para así servir de caja de resonancia de  ese creciente anhelo comunitario que no quiere seguridad a costa de la decencia.

Bueno sería que volviera por los fueros morales que inspiraron antaño a los grandes de su Partido. No tiene nada que perder con ello, pues de sobra sabe que tiene el poder del Estado en contra suya por atreverse a manifestar sus disentimientos. Es preferible que enfrente una honrosa derrota que siembre las semillas de un renacer, a que, por guardar unas deplorables apariencias, asuma  la abyecta postura del perro que besa la mano del amo que lo está azotando. Eso lo puede dejar para los que mendigan puestos o van a la caza de los contratos.

jueves, 8 de abril de 2010

Cómo se evapora un ejército

Aunque el presidente Uribe termina su mandato gozando de unos elevados niveles de popularidad, es lo cierto que el proceso electoral en curso no derivará en su continuidad al frente del gobierno. Por consiguiente, a partir del próximo 7 de agosto una persona diferente tendrá a su cargo la responsabilidad de la conducción del Estado.

Sea quien fuere el que llegue, tendrá su propia percepción de las cosas, sus propios anhelos, su propio equipo, su propia idea de lo que podría representar su destino histórico.

Sin duda alguna , gravitarán en torno suyo el legado de Uribe y, sobre todo, su inevitable presencia en el escenario público. Pero en algún momento el elegido se dirá a sí mismo que el ocupante de la Casa de Nariño es él y no Uribe, respecto del cuál tendrá que ir marcando distancias.

Así las cosas, cuando la gente adhiere a cierto candidato pensando que está en frente del contemplado de Uribe o su más fiel intérprete, se equivoca de medio a medio.

Resulta preferible, entonces, considerar a cada uno de los aspirantes por lo que él mismo representa y ofrece, a sabiendas de que si afirma que él es la continuidad del actual mandatario, lo suyo apenas será una verdad a medias e, incluso, una gran mentira.

No cabe duda de que, en el estado actual de las cosas, la gran preocupación de mucha gente es por la continuidad de la seguridad democrática. Pero no es improbable que el próximo mandatario le introduzca ajustes, pues esa política no se inspira en una doctrina rígida, sino en la evaluación de circunstancias que son dinámicas. Además, habrá que enfrentar situaciones nuevas y corregir otras.

Lo que hasta ahora se ha denominado el uribismo es una coalición que, por obra de la improvidencia de su inspirador, va en camino de disolverse y será muy difícil de recomponer en los tiempos venideros.

En su desintegración no sólo obran apetitos enfrentados y opiniones divergentes, sino resquemores que quizá cueste años aliviar.

Con la sensatez que lo caracteriza, ha llamado la atención Alberto Velásquez Martínez en "La Lápida Azul" acerca de la nueva división que se ha abierto en el seno del Partido Conservador, cuyas proyecciones son imprevisibles.

Piénsese, además, en el ostracismo a que se ha sometido a un dirigente del nivel de Vargas Lleras, en las humillaciones que se le están infligiendo a Noemí Sanín o en la hipócrita satanización del PIN, para darse cuenta del enorme déficit, cuando no de grandeza, por lo menos sí de buen sentido que pesa sobre la actual coalición gobernante.

Agréguese a ello que, dada la composición del nuevo Congreso, la gobernabilidad en el próximo cuatrienio exigirá llegar a acuerdos de apariencia programática y contenido burocrático, lo que significa feriar el gobierno, a menos que se cuente con la fuerza política suficiente para enfrentar sus aspiraciones y arrostrar los riesgos de una gravísima crisis institucional.

Mal contados, los votos de Noemí, Vargas Lleras y el PIN suman unos tres millones de votos.  Agréguense a ese guarismo los más o menos dos millones de votos nulos en las pasadas elecciones. Piénsese, además, que para el triunfo de un candidato en segunda vuelta se necesitarán probablemente unos siete millones de votos, para luego preguntarse si esa cantidad se obtiene dividiendo, en lugar de sumando.

Uribe se empeñó a fondo en la reelección y no la obtuvo. Se empeñó luego en hacer elegir a Arias como candidato conservador y fracasó. A todas luces, aspira a entronizar a Santos y quizás ese nuevo empeño acarree una  nueva frustración que impida la continuidad de sus queridas políticas.

Tomo de un escrito de nuestro siglo XIX el título de esta nota, para recordar que todos los imperios son mortales y algunos se desmoronan de la noche a la mañana.

sábado, 3 de abril de 2010

Las Puertas del Infierno

Los escándalos sexuales en el interior de la Iglesia Católica impactan a los creyentes, pero también a los no creyentes.

Aunque para los primeros la Iglesia es una institución Divina, si bien integrada por seres humanos que no escapan a su condición de pecadores, los casos de pedofilia que se denuncian recurrentemente ponen de manifiesto una profunda crisis espiritual que apesadumbra tanto a la jerarquía como a los fieles.

La gravedad de la situación es inocultable y no admite atenuantes. Los culpables de estos casos aberrantes acumulan pecado tras pecado. A partir del desorden sexual, en sí mismo censurable, se dan la violación del voto de castidad, el agravio a la confianza depositada en ellos y, sobre todo, la lesión que de por vida se inflige a criaturas inocentes.

Todo ello suscita no sólo indignación, sino que provoca la duda entre los fieles. No pocos sienten la tentación de la pérdida de la fe cuando se enteran de que quienes dicen ostentar el carácter sagrado de ministros de Dios obran dando muestras de tamaña corrupción.

Como dice el Evangelio, los discípulos de Cristo y sus sucesores son la sal del mundo. Y si la sal se corrompe, ¿qué podrá esperarse del resto?

No es difícil para los creyentes ver ahí la obra del Demonio, como si el mismo quisiera poner a prueba la garantía que el Señor le prometió a su Iglesia al anunciar que las puertas del Infierno no prevalecerían contra ella.

Pero esta crisis también afecta a los no creyentes.

Unos de ellos, no obstante su escepticismo, ven en la Iglesia un referente moral que se desdibuja con  estos abusos. Muchos otros, en cambio, son sus enemigos y encuentran ahí motivos convincentes para sustentar no sólo sus críticas contra la institución eclesiástica, sino contra la religión en general.

Ahora bien, dentro de esos enemigos hay unos de buena fe y otros de redomada mala fe.

Este último suele ser el caso de los relativistas morales, que toleran todos los excesos y hasta los aplauden, pero los censuran con acrimonia si quienes incurren en ellos pertenecen a la Iglesia.

Por supuesto que los eclesiásticos que cometen estos abusos incurren en contradicción con lo que predican y dan pie, por consiguiente, a que se condene su doble moral, vale decir, su hipocresía, que es un vicio detestable como el que más. Sin embargo, como dijo La Rochefoucauld, aquélla “es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”. Por consiguiente, el hipócrita tiene por lo menos conciencia de que está obrando mal y trata de encubrir su delito.

Pero el relativista moral carece de toda razón al censurar al hipócrita o a cualquier otro vicioso. Si toda moral es relativa y depende del juicio personal de cada uno, el cual debe respetarse en obsequio a la libertad y por consiguiente a la dignidad humana, no hay criterio alguno que permita sustentar una valoración negativa acerca de lo que hacen esos malos clérigos.

Los relativistas morales, que son mayoría hoy en los medios académicos, políticos, judiciales, periodísticos, literarios, etc., se aterrorizan sin embargo frente a estas conclusiones y dicen que el mal en dichos casos radica en el perjuicio que se causa a los niños, a los que debe protegerse de las agresiones de los adultos.

Esto parece evidente. Lo es, desde luego, para quienes sostenemos  la posibilidad de  formular enunciados objetivamente verdaderos en materia de moral. Pero si quien hace estas afirmaciones es un relativista moral, a éste le toca aceptar que por lo menos en lo que afecte la inocencia, así como la integridad física y sobre todo la psíquica de los niños, sí cabe afirmar que hay límites infranqueables, normas inviolables y, en fin, verdades de a puño.

De ahí que uno de los dogmas del relativismo moral contemporáneo sostenga que todo lo que hagan en su intimidad los adultos suficientemente informados y dotados de libre albedrío debe respetarse como proveniente de su autonomía moral, de suerte que lo inmoral será  censurarlo. Pero si no se está en presencia de tales adultos, entonces la normatividad moral tendrá que ser otra, destinada precisamente a proteger a quienes adolezcan de cualquier tipo de incapacidad que afecte el libre ejercicio de su responsabilidad moral.

Pero, ¿cuál sería esa normatividad exigible para proteger la inocencia infantil, que al mismo tiempo sería del todo inadecuada para regular el comportamiento de los adultos?

Los relativistas morales suelen dejar este problema en manos de los psicólogos, que se convierten entonces en jueces de lo bueno y de lo malo, desbordando así los límites propios de la ciencia, que según el dogma dominante, sólo se ocupa de hechos y no de valores.

Ya se sabe qué es lo que en materia de educación sexual están proponiendo los psicólogos materialistas en España, que, por ejemplo, en la cátedra de Educación para la Ciudadanía sugieren que se enseñen las técnicas tanto heterosexuales como homosexuales, así como el fomento de la precocidad en las relaciones sexuales y el abandono de toda noción de responsabilidad en las mismas, salvo en lo que toque con las posibilidades de embarazo y de infecciones venéreas, asuntos que se resuelven con píldoras abortivas, preservativos y aborto mondo y lirondo.

De ello da buena cuenta la cartilla “Alí Baba y sus cuarenta maricones” que se distribuye entre los escolares españoles para imponerles la creencia en un ejercicio inocente de la homosexualidad.

A partir de estas premisas, ¿qué diferencia habría entre estimular las relaciones sexuales entre adolescentes e incluso preadolescentes, y censurarlas cuando en ellas intervenga un adulto?

Freud llamó la atención sobre los aspectos que él mismo consideraba perversos en la sexualidad infantil. Más tarde, los psicólogos materialistas dejaron de considerar que en la sexualidad hubiese aspectos perversos, a partir de lo cual llegaron a la conclusión de que toda manifestación de la sexualidad es natural y, por ende, normal. Y si los niños practican juegos sexuales entre sí, ¿qué mal hay en que en los mismos participen adultos?

Daniel Cohn-Bendit, el deplorablemente célebre Daniel el Rojo que lideró lo que Raymond Aron llamó en su momento “Las Saturnales de la Sorbona” en mayo de 1968, se jactaba no hace mucho de sus experiencias sexuales con niños de una institución educativa en que trabajó después de haber protagonizado esos famosos desórdenes.

No hay qué ignorar las relaciones de la Psicología con la Moral, pero quizás sea bastante aventurado dejar en manos de los psicólogos, que no se han puesto de acuerdo sobre los fundamentos teóricos de su disciplina, la tarea de discernir qué es lo bueno y lo malo para la formación de la niñez y la juventud.

Pero hay algo más sustancial para considerar sobre estos tópicos.

Todas las sociedades a lo largo de la historia que se conoce han regulado la sexualidad. Es cierto que las regulaciones al respecto han sido muy variadas, pero en las mismas suele plantearse, por una parte, que hay formas normales y formas anormales de ejercicio de la misma. Y de distintas maneras se han establecido pautas acerca de la precocidad, la promiscuidad, la intimidad, la oportunidad e incluso la fidelidad en materia de relaciones sexuales. En unas, las pautas han sido bastante rigurosas; otras, en cambio, se han inclinado hacia la tolerancia. Pero se cree que hay límites que ésta no puede desconocer sin que se corra el riesgo de la decadencia y la desintegración de la sociedad.

Pues bien  la sociedad occidental contemporánea  es la única que, por lo menos a lo largo de unos veinte siglos, ha adoptado la creencia de que, siempre que se trate de adultos de quienes se presuma la autonomía moral y obren en una relativa intimidad, la sexualidad sólo está sometida a los límites que los directamente implicados en ella acepten voluntariamente.

Lo de la intimidad es una concesión hipócrita que se hace a los viejos criterios de decoro, pudor y honestidad, pero los límites de este concepto son cada vez más laxos. Ya no se los considera de recibo en los espectáculos, ni en las playas, ni en ciertos sitios de esparcimiento.

Como la sexualidad tiene un carácter especialmente expansivo, la idea del autocontrol poco opera en su ejercicio. Y cada vez tiende a invadir más espacios, como se advierte en el ámbito de la publicidad. Fácilmente se llega, pues, a un pansexualismo, tal como sucede hoy en nuestras sociedades.

Se sigue de ahí que los niños están permanentemente expuestos a la agresión sexual procedente de la sociedad misma. De ahí resulta que las relaciones sexuales sean cada vez más tempranas, que abunden los embarazos indeseados de adolescentes, que la niñez esté ya privada de lo que antes se consideraban los dulces encantos de la inocencia, que muchos jóvenes no quieran comprometerse en matrimonio porque desconfían de la fidelidad de sus parejas, que la familia, en fin, experimente una crisis tan aguda como la que padece la Iglesia.

En síntesis, si son censurables con sobra de razones los actos perversos de los clérigos, también lo es la desorientación general de la sociedad contemporánea en lo que concierne a lo sexual.

No es por prejuicios moralizantes, sino por consideraciones tanto de mera supervivencia colectiva cuanto de calidad de vida que conviene pensar seriamente en ponerle término a la Revolución Sexual que psicólogos como Reich pensaron equivocadamente que contribuiría a hacer más libres y felices a los seres humanos.

Hace poco llamé la atención acerca de que el triunfo del Cristianismo en la sociedad romana y posteriormente en las sociedades paganas europeas implicó una verdadera revolución. Ahora se impone promover otra contra el materialismo reinante en nuestra civilización.

De hecho, los musulmanes ya la están intentando, pero con un sentido que choca con ideales de juridicidad,  libertad y democracia que consideramos inseparables de la concepción occidental de una sociedad civilizada.

No sobra señalar que esos ideales peligran también por obra de tendencias que actúan en la sociedad occidental misma, precisamente en torno de los llamados derechos sexuales y reproductivos que no dejan de exhibir inquietantes aristas totalitarias. Pero esto será tema de otros comentarios.