Queda claro que el proyecto de Mockus está impregnado de propósitos morales. Al tenor de su discurso, lo que busca es una transformación moral de la sociedad colombiana, emprendida desde el Estado y con la colaboración de la ciudadanía.
Sus promotores ponen énfasis en ello, hasta el punto de que alguno, como Hernando Gómez Buendía hoy en El Colombiano, intenta establecer un rígido contraste entre el programa moralizador de Mockus y la política tradicional que a su juicio encarna Santos, el más fuerte de sus contendores.
Pero, ¿de qué moral se trata? ¿Cuál es el proyecto que pretende implantarse entre nosotros?
Los filósofos analíticos siguen la vieja consigna que reza “Definid y no discutiréis”. Pero en torno de la moral sus discusiones son interminables. Cuenta Popper en un escrito autobiográfico que en un coloquio informal con Wittgenstein acerca de este difícil asunto, el célebre autor del Tractatus terminó blandiendo su bastón para reforzar un argumento, lo que dio pie para que alguno de los partícipes comentara que ahí se daba un claro ejemplo de imperatividad moral. Y sobre este tópico, en algún texto sobre los días finales de Wittgenstein, se menciona que uno de sus colegas de Cambridge terminó afirmando que “Moral es lo que a uno le parece digno de admirarse”.
Habida consideración de estas dificultades conceptuales, en los últimos tiempos se ha pretendido obviarlas a través de un recurso aparentemente fácil. Dado que no puede haber vida individual ni colectiva que no venga orientada por una conciencia moral, pero dado igualmente que los contenidos de la misma se prestan a toda suerte de discusiones, se sugiere que la moralidad se establezca por medio de consensos de los individuos y los grupos, a los que se llegue por la vía de la argumentación. Los filósofos debaten acerca de cómo deben ser esos procesos consensuales, que tipos de argumentación son admisibles en ellos, cómo deben ser esos contenidos y cuál debe ser su grado de obligatoriedad.
Mockus, que es ateo, adhiere en principio a estas corrientes de pensamiento moral. Pero es consciente de que la moralidad se funda sobre enunciados que carecen de la evidencia de los axiomas matemáticos y se prestan a toda clase de interpretaciones si se los aborda con criterio racional. Según le escuché decir en la UPB, la moral debe sustentarse en tabúes consensuados en el seno de la sociedad y no derogables ni exceptuables por ella ni por los individuos.
De acuerdo con su planteamiento, el primero de esos tabúes se proclama así: ”La vida es sagrada”. Y haciendo gala de sus dotes pedagógicas, que combina con la lúdica, dio curso a un ejercicio colectivo en el que cada uno manifestaba su contento porque se ha reducido la tasa de muertes causadas por accidentes de tránsito.El auditorio terminó aplaudiendo con efusividad, mientras Mockus daba vueltas por el escenario alzando las manos y recitando sus consignas.
Esta idea de la moralidad por consenso rompe, desde luego, con las nociones clásicas según las cuáles la moral se asienta en la tradición de cada sociedad, en actos de autoridad principalmente religiosa, en revelaciones venidas de lo Alto o incluso en la Razón, de la cuál ahora se descree.
Al parecer, de ese modo se respeta la autonomía moral de cada individuo, dándosele oportunidad para que exhiba sus argumentos y los confronte con los de los demás. Pero estos procedimientos, tal como los encuentra uno, por ejemplo, en Rawls o en Habermas, son artificiales y, además, inviables.
Todos ellos presuponen una disposición moral, la célebre buena voluntad de Kant, que no sería tema de consenso, sino punto de partida de la discusión. O sea, que habría un concepto de lo bueno fundado en otra parte.
En Kant y sus seguidores, ese a priori no es otra cosa que la Buena Voluntad cristiana, aquélla que en el canto de los ángeles con ocasión de la Natividad promete la paz en la Tierra y la gloria en el Cielo. Más concretamente, esa disposición moral se traduce en la negación de sí mismo (“El que quiere salvar su alma la pierde”) y la entrega al servicio del prójimo (“Amaos los unos a los otros”). Pensar primero en sí mismo antes que en los demás es para Kant el origen del mal, según recuerda Richard J. Bernstein en un muy lúcido ensayo sobre el tema, en el que considera las visiones acerca del mismo a partir del filósofo de Könisberg y hasta llegar a Freud.
Pues bien, esos a prioris o tabúes intocables que menciona Mockus, no son otra cosa que proyecciones de enunciados religiosos que hacen parte del fondo común tanto de las religiones superiores (Hinduísmo, Budismo, Taoísmo, Confucionismo, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo), como de las religiones tribales y las primitivas.
Pero si su índole es religiosa y sus contenidos no son evidentes a la luz de la racionalidad, habrá que convenir entonces que los argumentos en que se soporta la discusión moral están necesariamente influenciados por consideraciones religiosa,s o que ellos carecen de fundamentación racional.
Para salirse de estas dificultades, los moralistas de nuevo cuño se aferran a una noción kantiana, la de autonomía moral, pero la someten a tales tergiversaciones que terminan privándola de sentido.
Según dicha noción, el ser humano, a diferencia de los entes naturales, no está sometido a la búsqueda de fines fijados por Dios, la Naturaleza, la Historia ni la Razón, sino escogidos libremente por él mismo, de dónde surge ese dogma algo oscuro de la Modernidad que proclama que “El hombre es un fin en sí mismo y no puede ser utilizado para el servicio de fines de otros”.
La libertad, así concebida, sería la antesala del libertinaje, la anarquía y la supuesta barbarie primitiva, si no se la autolimitase por medio de una normatividad racional aceptada buenamente por el propio sujeto. De ahí surgen los famosos imperativos categóricos que no tienen fundamento teológico ni metafísico, sino meramente lógico. Por supuesto que en el pensamiento de Kant y sus seguidores tampoco tienen fundamento empírico.
En el fondo, lo que a través de ellos se plantea es lo siguiente: “La racionalidad de la acción humana sólo es predicable si ella se ajusta a los imperativos categórico; de lo contrario, será irracional”
Pero cuando se pregunta por el contenido de los mandatos racionales, se contesta diciendo que ellos son puramente formales y hay qué contrastarlos frente a cada caso concreto, con miras a establecer si los criterios con que se pretende actuar se ciñen a la exigencia de ejemplaridad que proclama el primero de ellos y a la de respeto por el prójimo que emana del segundo.
Ahí es dónde empieza el Cristo a padecer, dado que las soluciones a cada problema pueden ser muy variadas y hasta contradictorias.
Maritain habla, con toda razón, de la dictadura de los imperativos categóricos kantianos. Los moralistas contemporáneos, que ya no creen en la Razón que sustenta enunciados dotados de necesidad lógica y validez universal, sino en diferentes racionalidades que dan pie a discursos cuya necesidad sólo puede establecerse dentro de las reglas fundantes de cada uno y que carecen de validez por fuera de sus respectivos ámbitos, se han alzado contra el rigor de esa dictadura.
Dicho en otros términos, han conservado de Kant la idea del valor de la libertad natural del hombre, pero despojándola de la idea de sus límites racionales. La autonomía moral en boca de ellos conduce necesariamente al relativismo y, por esta vía, al nihilismo.Pero como éste conlleva la irracionalidad y, por consiguiente, el desorden, aspiran a reconstruir la moralidad a partir de los acuerdos de sujetos que difieren sensiblemente en cuanto a sus consideraciones morales.
De hecho, en la sociedad colombiana, fuera de la amoralidad que reina en no pocos sectores, hay severos desacuerdos que no resulta fácil superar. Por una parte, nos encontramos con la moralidad que mal que bien se inspira en la tradición católica e incluso la cristiana, para no dejar por fuera a un creciente número de adeptos al Protestantismo. Por la otra, hay que mencionar el relativismo moral que prevalece sobre todo en capas ilustradas, sectores académicos y seguidores de la Modernidad y la Post-modernidad.
Los primeros cuentan con una tradición conceptual vieja de siglos, que se funda sobre todo en las Sagradas Escrituras. Los segundos están innovando en el mundo moral y se basan más en consideraciones ideológicas que elevan al rango de principios racionales, que en los datos de la experiencia, tanto individual como social.
Para eludir la consideración de dichos datos, hablan de una ética deóntica, que se basa en normas y principios considerados inmutables, y alegan que esas normas y principios nada tienen que ver con las realidades humanas. Es el tema técnico de la famosa falacia naturalista.
Las discrepancias entre esos dos universos morales se pone de manifiesto sobre todo en materia de costumbres, específicamente las familiares y las sexuales, y en torno de éstas, en el espinoso tema del aborto.
No quiero fatigar al amable lector con la exposición de conceptos y enunciados filosóficos. Ya mi cara mitad me regañó porque dijo que lo que vengo escribiendo es muy abstruso, pero así son, desafortunadamente, los discursos sobre abstracciones.
Mi propósito es decirle que probablemente lo que Mockus, Fajardo, Peñalosa, Garzón y demás verdes consideran como un programa moral, es algo muy distinto de lo que el hombre de la calle, la madre de familia y la persona desprevenida podrían entender por tal.
Los catálogos de conductas encomiables o censurables varían sensiblemente de una concepción a la otra. Para los tradicionalistas, la informalidad en las relaciones familiares, los comportamientos desordenados, las uniones LGTB, el aborto,el consumo de droga o la pornografía, son censurables y deberían regularse con alguna severidad por la ley. Los modernistas o progresistas, en cambio, ven ahí expresiones de libertad personal respecto de las cuáles hay que ser tolerantes. Censurarlas entrañaría entonces caer en actitudes de intolerancia que merecen reprimirse, como está sucediendo en otras latitudes respecto de los que afirman que el colectivo LGTB promueve causas inmorales, o lo que ya ocurre acá contra los médicos que invocan la objeción de conciencia para negarse a practicar abortos.
Cuando Mockus pregona que “La vida es sagrada”, probablemente no incluya dentro de dicha categoría a los seres humanos indefensos que se gestan en el vientre materno. Por lo menos, su compañero de fórmula es abortista a morir, tal como lo indican los tristemente célebres carteles que su compañera de vida hizo fijar en Medellín cuando él era su alcalde.
Estas discrepancias se proyectan en las concepciones educativas. La educación es una cuando se considera que una vida sexual sana requiere cierto orden, cierta disciplina. Pero es otra muy diferente si se parte de premisas depravadas, como las que reinan hoy en España con los programas de Educación para la Ciudadanía.
El tema familiar también se resiente por estas diferencias. La civilizaciones por regla general han privilegiado la familia legítima, a veces con ciertos excesos injustos. Pero en la Colombia actual, por ejemplo, la esposa legítima cada vez pierde más derechos respecto de las “otras”, porque, por una perversa tendencia judicial, el factor que legitima los derechos no es el compromiso solemne de vida que se presenta entre los esposos, sino la relación sexual del adúltero con la que siente que le proporciona mayor placer.
Hace años, cuando Carlos Gaviria terminó su período en la Corte Constitucional, hizo algo así como una peregrinación por distintos lugares del país. Predicaba por ese entonces la necesidad de que los colombianos nos constituyésemos en sujetos morales. Parecía cargar en sus brazos un crío con esa denominación, pero, si bien se lo observaba, era algo así como Cocoliso, el bebé de Popeye, que fuma, bebe y dice obcenidades. En realidad, la criatura se acercaba más al Bebé de Rosemary, pues el sujeto moral de Gaviria estaba autorizado para drogarse, abortar, ejercer toda clase de prácticas sexuales desde que fuese con anuencia de sus copartícipes, pedir o ejercer sobre otros la eutanasia e, incluso, suicidarse cuando la vida le resultase ya despojada de halagos.
Sería conveniente que los verdes le dijeran al país si ese es el modelo de sujeto moral que proponen. Parafraseando lo que dijo Fabio Echeverri hace poco en la televisión, con la suficiencia que lo caracteriza, hay que ver si el código moral de los verdes tiene cierta coherencia y encaja con el del colombiano del común. Claro que el de Echeverri no es un código moral digno de seguirse, pues tal vez él sea el único que encaja en el mimo.
No dejo en este punto el tema moral. Me referiré después a otras incongruencias que aparecen de bulto en el debate moral que se adelanta en el escenario público. Hay que ocuparse, por ejemplo, de la moralidad de lo medios de comunicación social, que no es muy exquisita que digamos.