sábado, 5 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (II)

“DIOS, concédeme SERENIDAD para aceptar las cosas que no puedo cambiar; VALOR para cambiar las que puedo; y SABIDURÍA para reconocer la diferencia”.

Esta breve Oración de la Serenidad, que se dice que fue compuesta por Reinhold Niebuhr, el célebre teólogo protestante norteamericano, para muchos está casi a la par  del Padrenuestro.

Es evidentemente profunda y apunta hacia lo que podríamos considerar como la quintaesencia de la actitud espiritual ante la vida. Pide tres virtudes sin las cuáles no se logra trascender hacia los estados mentales superiores que la caracterizan: Serenidad, Valor y Sabiduría.

El relativismo moral contemporáneo, que sume al hombre corriente en un deplorable estado de confusión mental, ignora lo que todo ello significa. Lo que le brinda no es serenidad, sino crispación; lo hace débil ante sus pulsiones; lo priva del conocimiento de lo fundamental, aquella única cosa que es necesaria: la sabiduría que Dios les ha revelado a los humildes e ignorantes y la ha negado a sabios y doctores.

Hay un hecho que, como les gusta decir a los positivistas, es rotundo, tozudo. Consiste en esa actitud espiritual serena, benevolente y amorosa que unos pocos seres humanos exhiben. 

En algunos es un estado natural de inocencia, como el de ciertos personajes de Dostoievsky. Pienso en Alexis Karamazov, en el Príncipe Idiota, en esa Sonia que nubla mis ojos de lágrimas cuando la traigo a mi mente. Pero la gran mayoría de los mortales tenemos que esforzarnos, no siempre con éxito, en llegar hasta allí. El espíritu es una posibilidad, algo que está en potencia en cada uno de nosotros, una promesa de plenitud. Es lo que reiteradamente se denomina en el Evangelio como el Reino de los Cielos. Y para que la vida cobre sentido, es necesario cultivarlo, tal como lo recomiendan parábolas evangélicas tan dicientes como la del sembrador.

Pero, ¿es tan sólo un estado mental, un dato psicológico más o menos evanescente y de suyo condenado a la finitud?

Como Kant lo declaró incognoscible a la luz de la razón, sus epígonos han terminado afirmando que es irreal, inexistente, ilusorio.

Ahí es donde cobran fuerza investigaciones como las de Charles Tart, que mediante la aplicación del método científico aportan vigorosos  elementos de juicio que apoyan lo que la humanidad desde siempre ha creído respecto del mundo espiritual.

Es verdad que las creencias acerca de ese mundo son muy variadas y a menudo discordantes, pero en su transfondo hay un común denominador, la idea de una realidad invisible que interactúa con nosotros y hacia la cual nos dirigimos en esta vida.

En ellas juega su papel lo que Bergson llamaba la función fabuladora de la mente humana, que es, de cierta manera, una prodigiosa fábrica de mitos.

Sucede que es un mundo que sólo se abre a quienes tengan los ojos y los oídos suficientemente abiertos para captarlo. Vuelvo a Dostoievsky, que pone en boca del stáretz Zósima, para cerrar una discusión con cierta dama acerca de la existencia de Dios, estas sabias palabras que cito de memoria: ”Ame, ame intensamente, ame hasta lo infinito; entonces, no le quedará duda de la existencia de Dios”.

Leí hace años una entrevista con el compositor inglés John Tavener en que mencionaba la idea agustiniana del “órgano intelectivo del corazón, reservado a los que tienen fe”. Sólo a través de las razones del corazón se descorre el velo del misterio.

San Agustín, Pascal, ¡qué maestros!

Con frecuencia les decía a mis discípulos: me escucharán muchas veces hablar de Pascal; léanlo, que no poco aprenderán de él. Y el sabio de Hipona no dejaba de  acudir en mi ayuda para ilustrar alguna idea, como la de que, sin justicia, la organización política resulta ser, ni más ni menos, una banda criminal. Es tema de gran actualidad sobre el que después volveré.

Los enunciados filosóficos, las fórmulas científicas o el lenguaje corriente son incapaces de suministrarnos representaciones cabales de ese mundo velado a los razonadores de oficio y, por supuesto, a las mentes frívolas. Es el arte, son los símbolos, lo que nos permite llegar hasta él.

En una preciosa película germano-húngara, “El secreto de Beethoven”, se plantea la cuestión de saber para quién componía el sordo genial. ¿Quién sino Dios podría ser el destinatario de los cuartetos y sonatas de su última época o de la Novena Sinfonía?

La sabiduría es algo que difiere de la ciencia y de la técnica. Su objeto es otro y sus modos de abordarlo no son propiamente los de la experimentación en el laboratorio. Lo suyo está en la reflexión, la meditación, la oración e incluso en prácticas de disciplina corporal que facilitan la obra del espíritu.

Al parecer, todas las sociedades han mirado con respeto e incluso han fomentado la sabiduría espiritual. No así la sociedad occidental moderna, que a lo más la ha convertido en objeto de mercadeo con la abrumadora literatura de autosuperación que ocupa hoy en los estantes de las librerías el espacio que antes se reservaba a los libros sobre marxismo, o con la multitud de charlatanes que ofrecen cura espiritual en cinco lecciones. Se sabe incluso de modelos que ofrecen sus nombres tanto para la venta de productos cosméticos, como para promover cursos de espiritualidad, angelología o iluminación a través del Tarot. Y en los periódicos ha desaparecido el Evangelio del día, pero en cambio proliferan los horóscopos.

Recuerdo a propósito de ello la dificultad que tuve para convencer a una alumna, muy inteligente por cierto, de que la metafísica de Aristóteles no está emparentada con los libros de Regina Once.

Lo anterior señala la importancia de distinguir entre la sabiduría auténtica, la espiritualidad verdadera, y las supersticiones, la garrulería, las falsas promesas, los embustes. El Evangelio ofrece una fórmula infalible para hacer ese discernimiento:”Por sus frutos los conoceréis”.

Hace poco vi en la televisión a un político izquierdista que definía al Che Guevara como modelo de ética. Hay que perdonarlo porque no sabe lo que dice. O bien ignora la historia criminal del Che, o desconoce lo que es la ética.

Hoy suele hablarse de que la espiritualidad es independiente de la religión y que ésta, a su vez, poco o nada tiene que ver con la moralidad rectamente entendida. O sea, que se puede ser espiritual y moral sin ser religioso. Es tema sobre el que hay muchísima tela para cortar.

2 comentarios:

  1. Para comenzar por el final, igual escuché ese político de izquierda alabando al Che Guevara e idéntico fue mi desconcierto. Por lo demás, Dios es fe, razón por la cual, su inmaterialización ha sido el caldo de cultivo de tantas y tantas corrientes que solamente buscan un beneficio aprovechando el desconcierto que suele producir lo que no se ve. Dios es fe.

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  2. jejejje, viejito cacreco

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