miércoles, 16 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (IV)

La santidad es un fenómeno misterioso, pero real.

Es misterioso porque entraña la superación de lo que corrientemente se considera como el orden natural de las actitudes y los comportamientos humanos. De ahí que suela pensarse que los santos son excéntricos y tocados de la cabeza.

En todo caso, son distintos y es sabido que a todos  nos cuesta trabajo entender a los que se salen de los marcos ordinarios. En el mejor de los casos, suscitan admiración y hasta envidia, pero los individuos comunes y corrientes tendemos a considerar que no somos capaces de llegar hasta allá o que esa meta no es deseable para nosotros en particular. Y cuando defendemos nuestros comportamientos inadecuados, argumentamos que no somos ningunos santos.

Ahora bien, pese a la desconfianza, no siempre injustificada, respecto de la posibilidad de alcanzar ese estado, pues en ello no faltan los fraudes ni los malos entendidos, es un hecho que hay individuos humanos a los que indudablemente se les debe reconocer la santidad.

El fenómeno no es exclusivo de los católicos, pues se pone de manifiesto en todos los grupos auténticamente religiosos. Se destaca entre los primeros en razón de que la Iglesia desde hace muchos siglos se ha ocupado de exaltar a quienes han mostrado en sus vidas virtudes sobresalientes e incluso ha establecido procedimientos jurídicos  rigurosos para proclamar  su veneración, su beatificación y su canonización. Pero en todas partes se encuentran individuos extraordinarios, llenos de sabiduría y compasión, benevolentes, virtuosos, ejemplares, con envidiables paz interior y autodominio de sus instintos, sus deseos, sus motivaciones, sus actitudes, sus propósitos, sus palabras y sus acciones.

Ese estado no excluye el sufrimiento físico ni el espiritual, pero sí muestra unas actitudes inusuales de serena  fortaleza frente a ellos.

Es el estado de la trascendencia, así sea en el nivel intramundano. Si se proyecta más allá, es decir, en un nivel supramundano, es otro cantar.

En otro escrito señalé que hay individuos excepcionales que  diríase que por naturaleza gozan de ese estado de inocencia, pero en la gran mayoría de los casos ese trascender solamente se logra mediante arduos esfuerzos y a través del cultivo de  las virtudes, no sin crueles altibajos.

El Evangelio habla de la cruz que hay que sobrellevar para alcanzar el estado de beatitud. Y sus escenas finales muestran del modo más patético lo que significa esa carga de la cruz.

Pueden darse en ese estado de trascendencia fenómenos místicos muy variados, sobre los que hay suficiente documentación. Se  habla, además,  de hechos extraordinarios de orden físico, químico, biológico o psicológico que se asocian a los mismos.

Como los psicólogos solamente se ocupan en principio de lo corriente, que es más o menos mensurable por los procedimientos estadísticos, el tema de la santidad no suele entrar en el campo de sus estudios. Y a los psiquiatras el asunto les interesa desde el punto de vista de la patología, motivo por el cual sus investigaciones se centran en individuos que tienen que someterse a tratamiento por los graves desequilibrios que padecen. Pero de ahí a calificar de patológica toda santidad hay un trecho enorme, que solo se salta mediante generalizaciones abusivas.

Los corifeos del materialismo se atrincheran en los supuestos avances de la neurociencia en lo tocante al funcionamiento del cerebro, pensando que ella está en capacidad de dictaminar que todo lo que consideramos propio de la interioridad mental del ser humano y sus proyecciones  en la conducta y la creación cultural puede explicarse en función de impulsos eléctricos y reacciones químicas  en el sistema neuronal. Algunos van más allá y acuden a explicaciones fundadas en la teoría de la evolución. De ese modo, la genética y la neurología suministrarían todas las claves del fenómeno humano, de suerte que lo que el común de los mortales consideramos como propio de un principio espiritual que se manifiesta en cada uno de nosotros sería apenas un epifenómeno, una apariencia ilusoria de hechos que se dan en otro escenario meramente material.

Pero fuera de las dificultades conceptuales de varia índole que ofrecen estas explicaciones, amén de los argumentos duros que suministra la parapsicología en favor de esa presencia espiritual que actúa a través del sistema neurológico, hay que tomar nota de investigaciones que en este último nivel realizan entidades como el Instituto Mente y Vida  en orden a establecer cómo interactúan la mente y el cerebro, y cómo aquélla, para decirlo en términos algo imprecisos, contribuye a su configuración.

No entraré en los aspectos específicamente técnicos de una cuestión que es compleja de suyo y sobre la cual median todavía muchas discusiones. Lo interesante es que desde el punto de vista estrictamente científico la partida no la han ganado los materialistas.

Los interesados en los estudios de dicha entidad, que surgió de la iniciativa conjunta del  reputado científico chileno Francisco Varela y el Dalai Lama, pueden consultar al respecto, entre muchos otros, los siguientes enlaces de internet: http://www.selba.org/EspTaster/VisionMundo/VMHolistica/InstitMenteYVida.html; http://www.mindandlife.org/; http://laredeindra.blogspot.com/2009/04/budismo-y-neurociencia.html

Desde el punto de vista católico, la Universidad de Navarra ofrece un sitio muy completo en el siguiente enlace: http://www.unav.es/cryf/curso05jll.html

Si la mente es separable del cerebro y actúa sobre éste, entonces cobran fuerza las creencias religiosas acerca de la supervivencia del alma  después de la muerte corporal, la acción del espíritu sobre la materia e incluso la creación de ésta por una fuerza espiritual superior a la que podemos llamar Dios. El debate se aleja por consiguiente, de la teología y la filosofía para adentrarse en el terreno científico.

Un libro de divulgación escrito por Lynne McTaggart  y que lleva por título “The Field- The quest for the secret force of the universe” (Harper Collins, New York, 2008), del que ignoro si existe traducción castellana, se ocupa de lo que a su juicio constituye una revolución científica en marcha, que venía anunciándose desde hace años en libros como “La Gnose de Princeton”, de Raymond Ruyer (Fayard, Paris, 1974), publicado en castellano como “La Gnosis de Princeton” por la editorial Eyras en 1985.

Traduzco con cierta libertad la presentación que hace Mc Taggart  sobre dicha revolución en el prólogo de su libro:

“Estamos hoy al borde de una revolución – una revolución tan audaz y profunda como el descubrimiento de la relatividad por Einstein. En la última frontera de las ciencias están emergiendo nuevas ideas que desafían todo lo que creemos acerca de cómo funciona el mundo y cómo nos definimos a nosotros mismos. Los descubrimientos que se están llevando a cabo pueden acreditar lo que la religión siempre ha sostenido: que los seres humanos somos algo mucho más extraordinario que un conjunto de huesos y tejidos. En lo fundamental, esta nueva ciencia ofrece respuestas que han sumido en la perplejidad a los científicos a lo largo de siglos. En lo más profundo, se trata de una ciencia de lo milagroso…”(pág. XXIII).

Por consiguiente, la idea que sirve de sustento a toda religión, según la cuál hay un mundo tangible y otro intangible para los sentidos ordinarios del hombre, entre los cuáles se dan interacciones de distintas clases, ofrece, por lo menos, verosimilitud desde el punto de vista rigurosamente científico.

Volviendo al tema parapsicológico, del que a muchos teólogos y filósofos les daba cierta vergüenza ocuparse para apoyar sus reflexiones, el libro que varias veces he citado de Charles Tart, que no es ningún charlatán, suministra material de primera mano para robustecer esa idea fundamental.

Cosa distinta es la verdad de cada credo religioso en particular, con sus mitos, sus dogmas, sus doctrinas, sus rituales, sus normatividades, su organización y sus prácticas morales.

Aunque más que católico, me gusta denominarme como un papista algo liberal, dejaré de lado lo atinente a las creencias específicas del catolicismo, para ocuparme más bien de la realidad del espíritu y su vinculación con el fenómeno de la moralidad.

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