Por aquí, por allá
Haré referencia hoy a enunciados que he leído sobre todo en Twitter y merecen, a mi juicio, algún comentario.
Por ejemplo, a alguno se le ocurrió afirmar que los peores atentados contra la dignidad humana se han hecho Biblia en mano, dando a entender con ello que la lectura, la interpretación y la puesta en práctica de la Sagrada Escritura explican la intolerancia, el fanatismo, la discriminación, la opresión y otros males de las sociedades en que aquélla ha tenido influencia.
Se seguiría de ahí que ignorar sus enseñanzas suscitaría el respeto por las diferencias y la paz en las relaciones interpersonales.
Nadie podría negar que, en efecto, las creencias religiosas, tanto las cristianas como todas las demás, han generado a todo lo largo y ancho de la historia conflictos a menudo tan sangrientos como absurdos. Pero resulta discutible imputarlos exclusivamente a dichas creencias y su influjo sobre la conducta de los hombres, pues la agresividad y la conflictividad de nuestra especie tienen más bien origen en nuestra naturaleza misma.
Sucede que hay cierta corriente ideológica que parte del supuesto de la bondad innata del ser humano y pretende explicar sus rasgos censurables acudiendo a condicionamientos externos, tales como el carácter artificial y nocivo de la cultura y sus productos. Se trata de la idea rousseauniana según la cual “El hombre nace bueno, pero la sociedad lo corrompe”.
Es una idea que difícilmente puede sostenerse, dado que parte de la base de que lo social es algo distinto y hasta extraño a lo individual, como si pudiésemos encontrar algún sujeto humano que careciese de todo contacto con sus semejantes y al que fuese dable observar por dentro y por fuera a fin de pronunciarnos sobre sus cualidades morales y otras pertinentes.
Creo que parece más simple afirmar que las sociedades son corrompidas porque sus integrantes contienen ellos mismos gérmenes de corrupción.
Los que afirman que la intolerancia y sus secuelas son obra de las religiones olvidan que tal vez las peores muestras de intolerancia que se dieron en el siglo pasado, que fue sin lugar a dudas un siglo asesino, se dieron en regímenes totalitarios francamente antirreligiosos o, por lo menos, anticristianos. El fascismo y el nazismo bien podrían calificarse como neopaganos. Por su parte, el comunismo era y es decididamente ateo. No sobra recordar que los autores de “El Libro Negro del Comunismo” le adjudican la responsabilidad de no menos de cien millones de víctimas.
Corre parejas con esta idea que estoy comentando la de que la creencia en la verdad conduce necesariamente al totalitarismo, por lo cual, a fin de garantizar la libertad, es necesario optar por el relativismo.
Alguno dice explícitamente por ahí que se debe sustituir la enseñanza de la verdad por la del conocimiento crítico, como si ésta no postulase cierto criterio de lo verdadero y el modo de identificarlo.
Es cierto que la experiencia del totalitarismo ha llevado a pensadores tan influyentes como Karl Popper e Isaiah Berlin a sostener que la creencia en verdades absolutas conlleva la tentación de imponerlas por la fuerza, prescindiendo así del diálogo racional y el respeto por el pensamiento ajeno.
Pero, guardando las consideraciones que merecen esos distinguidos y meritorios maestros del pensamiento, cabe objetar de entrada que esos enunciados suyos aspiran, a su vez, al rango de verdades absolutas y, por consiguiente, también podrían ser fuente de tendencias totalitarias.
De hecho, los creyentes, sobre todo los católicos, estamos sufriendo hoy la opresión de un totalitarismo relativista que pretende excluírnos del espacio de la razón pública, aduciendo que las consideraciones religiosas y morales no pueden tener peso alguno en las decisiones políticas y la normatividad jurídica resultante de las mismas.
En estos días un trinador trajo a la memoria lo que dijo Bertrand Russell acerca de que el advenimiento de la ciencia trajo consigo la erradicación de la superstición. Me atreví a responderle que más bien lo que ha producido son nuevas supersticiones, como lo es en efecto la del cientificismo.
Un aspecto significativo de esta superstición es la creencia según la cual las decisiones políticas y las normas jurídicas pueden basarse exclusivamente en datos científicos, como si los mismos arrojasen criterios indiscutibles a la hora de pronunciarse sobre temas axiológicos. Y si éstos constituyen la materia propia de la política y el derecho, tal parecería más bien que los resultados de las ciencias positivas apenas son elementos, ciertamente importantes, que ameritan considerarse para lo que a dichas disciplinas concierne, pero no los únicos ni los determinantes.
Cuando el Evangelio, con su proverbial sabiduría, dice que “Sólo la Verdad os hará libres” y habla, además, del “Camino, la Verdad y la Vida”, señala que aquélla es elemento inexcusable de la realización plena de la persona humana. No podemos, por lo tanto, renunciar a alcanzarla, so pena de frustrar nuestra existencia.
A despecho de los alegatos de Popper, la ciencia positiva se basa en la idea de alcanzar verdades contundentes e irrefutables. Que lo logre, es cosa distinta. Pero, por lo menos, hemos de reconocer que nos aporta verdades definitivamente adquiridas, como la de que la Tierra gira alrededor del Sol o el agua hierve a cien grados de temperatura.
El gran debate versa más bien sobre la posibilidad de dar respuesta racional al cuarto gran interrogante de Kant:¿Qué es el hombre?
Pero, si confiamos en la posibilidad de que la observación y el razonamiento nos aporten conocimientos dotados de buenas bases acerca de la naturaleza, ¿por qué nos empecinamos en negar la posibilidad de alcanzar verdades morales sobre la realización plena de la persona humana y la buena ordenación de la sociedad con miras a ello?
Son temas que traigo a colación para invitar a que se reflexione sobre ellos.
@leorodriguezv:
ResponderEliminardoctor quizá le interese este libro
http://www.mediafire.com/?a464k4au9luep6f
un saludo,