viernes, 30 de diciembre de 2011

Muestras del mal

He escrito varios artículos sobre la trascendencia de la persona hacia estados superiores de espiritualidad que otorgan sentido pleno a la vida humana. Son los estados de santidad a que todos estamos llamados, si bien sólo podemos alcanzarlos mediante el auxilio de la Gracia. Por nuestros propios medios, apenas logramos elevarnos un poco sobre nuestro estado natural.

Esto es importante retenerlo, dado que hay una idea muy difundida según la cual la espiritualidad es asunto de técnicas de meditación, de ejercicios mentales y de actitudes positivas que nada tienen que ver con creencias y prácticas religiosas que más bien serían un lastre para su desarrollo. Pero si así fuera, las altas cumbres que han alcanzado los santos católicos estarían a disposición de los maestros espirituales a la moda y los que siguen sus pasos, a través de manuales que, por ejemplo, nos enseñaran en veinte lecciones cómo igualar a San Francisco de Asís, a San Pedro Claver, a San Vicente de Paúl, a Santa Teresa de Lisieux o a la Beata Teresa de Calcuta, etc.

A mis estudiantes solía decirles que todos tenemos la posibilidad de llegar a ser como San Francisco, pero ciertamente con la ayuda de Dios, o la de descender a los peores niveles, por debajo incluso de las bestias. A menudo les citaba el dicho de Pascal: “El hombre no es ángel ni bestia”.  Pero es en potencia  lo uno o lo otro, y en ello reside el drama de su libertad.

Como ejemplo de la segunda alternativa acostumbraba mencionarles el penoso ejemplo de Pablo Escobar.

Para exaltar a mis discípulas, les ofrecía el paradigma de la Beata Madre Teresa. Mas, para no ofender a alguna en particular, les presentaba un modelo imaginario de los extremos a que podría llegar la maldad de la mujer: el de la atroz Rosario Tijeras.

Traigo esto a colación porque hace unos días tomé un taxi para ir al centro de Medellín. Tenía una deuda pendiente con mi amigo Juan Hincapié, el de “Los Libros de Juan”, y quería pagarla antes de Navidad. Lo menciono debido a que el relato que sigue tiene dos colofones y uno de ellos toca precisamente con Juan. Además, me propongo escribir en otra ocasión sobre un tesoro que entre sus libros viejos encontré.

Pues bien, como de costumbre, me puse a charlar con el taxista, que resultó bastante locuaz. En un momento dado, me contó que vivió en Aruba varios años y allá se convirtió en el rey de los recicladores. Le pregunté cómo fue a parar a la isla y me contestó que tenía parientes que le dieron albergue para huir de sus enemigos en Medellín. Sentí curiosidad por las “culebras” que lo perseguían y, entonces, soltó la lengua para contar lo que sigue.

Comenzó su relato recordando que de niño había sido muy díscolo y proclive a hacer maldades. Desde los 10 años portaba armas de fuego y llegó a capitanear en el Inem de la avenida las Vegas una banda de 70 jóvenes delincuentes. La puso al servicio de los capos del narcotráfico y se convirtió en sicario de Pablo Escobar. Ascendió en la jerarquía del crimen organizado hasta el punto de tener bajo su control una zona de Medellín. Le tocó subir muchas veces a “La Catedral”, el sitio de reclusión que el capo convirtió en sede de sus fechorías, llevando gente que, según sus palabras, entraba caminando y salía después en bolsas que a él le tocaba botar al río.

Todo comenzó porque en Castilla, un barrio de la zona noroccidental de Medellín en donde vivía, un vecino tenía la costumbre de darle golpes en la cabeza cuando pasaba a su lado. Como vio en una película que alguien se defendía apretando entre el puño una piedra con la que le partía la cara a su contrincante, decidió hacer lo propio con el que lo molestaba. No sólo le partió la cara con la piedra, sino la cabeza.

Pasó en esos momentos por ahí el tristemente célebre Dandenys Muñoz Mosquera, alias “La Quica”, que hoy purga condena por la voladura del avión de Avianca. Muñoz se asombró de su coraje y le pidió que lo acompañara. Le regaló un arma de fuego para que en lo sucesivo no tuviera que defenderse con piedras, lo entrenó y lo hizo guardaespaldas suyo. Al pasar los retenes, él guardaba las armas, pues como era un niño no lo requisaban.

Me dijo: “Usted me pregunta por mis maldades. Pues le voy a contar que yo estaba al servicio de un lugarteniente de Escobar y en un partido de fútbol el árbitro pitó un penalty que no correspondía a la realidad. El jefe me dijo que había que matarlo, y así lo hice”.

Más adelante, añadió: “La última vez me encomendaron que matara a un personaje que estaba en un restaurante. Llegué con mi gente y como el hombre estaba reunido con otros seis, los matamos a todos. Nuestros jefes decidieron castigarnos porque se nos fue la mano. A mí me hirieron de siete balazos, pero me salvé. Al salir del hospital, me fui para Aruba, en donde estuve seis  años. Cuando regresé a Medellín me alejé de ese mundo, aunque a veces me buscan; pero yo les digo que soy hombre de paz y no quiero andar en peleas. Así se lo dije al que mató a un hermano mío por problemas que había entre ellos. Muchos de los que fueron mis compañeros están muertos, presos o desaparecidos”.

Mientras escuchaba estas historias, yo no sabía si bajarme del taxi o pedirle que alargara la carrera para dar pábulo a mi curiosidad. Pero no hice lo uno ni lo otro. Llegamos a lo de Juan, pagué y me despedí diciéndole que Dios le había dado una segunda oportunidad que no debía desaprovechar.

Le conté a Juan por las que acababa de pasar. Y Juan siguió con su propia historia, pues su padre, el célebre abogado Julio Hincapié Santamaría, fue asesinado a raíz de un pleito cuya contraparte era un personaje de apellido López, llamado “El Padrino”, que fue probablemente el iniciador del narcotráfico en Medellín y para quien trabajaba Pablo Escobar.

Dice Juan que un escritor muy conocido en el país tiene muchísimo material sobre Escobar, pero piensa dejarlo inédito. Dentro de las confesiones que le hizo el capo, hay una que coincide con las circunstancias del asesinato de su padre, lo que lo ha llevado a creer que Escobar conducía la Lambretta roja de donde se bajó el sicario que le disparó.

Juan conoció años después a un personaje que trabajó con Escobar y le contaba sobre la perversión que le tocó presenciar en la hacienda Nápoles. Por ejemplo, allá llegaban modelos, reinas de belleza, presentadoras de televisión, divas de la farándula, etc., atraídas por los montones de billetes que les ofrecían. Pero el precio que pagaban era oprobioso. La primera noche la pasaban con el capo y sus íntimos. La segunda ya era para el deleite de los segundones. Y en la tercera quedaban a merced de la soldadesca. Se ofrecían sumas exorbitantes a las que se atrevieran a hacer cosas tales como sexo oral con un caballo padrón o tragar cucarachas vivas…Y las descastadas peleaban entre ellas para que las eligieran para tan torpes menesteres.

El día de Navidad, una parienta que trabaja en la Fiscalía me contó que tuvo hace un tiempo su despacho en lo que fue la residencia de Escobar, el edificio Mónaco. Ahí hubo que hacer exorcismos, pues se presentaron casos espeluznantes. Por ejemplo, a una alta funcionaria se le apareció un espectro sin cabeza; un vigilante tuvo una visión que lo privó del susto y hubo que hospitalizarlo; mi parienta oyó pasos una noche en que no había nadie más adentro del edificio; y su hijita no quiso que la volviera a llevar a su oficina, porque, según le dijo, en ese lugar había “monstruos”.

Todo este relato ilustra sobre aspectos tenebrosos de los extremos de maldad a que puede llegar el ser humano.

El papa Benedicto XVI ha dicho que esas manifestaciones no son susceptibles de explicación natural. Sólo una realidad que supera los datos de la naturaleza puede darnos a entender por qué sucede el mal. Esa realidad es espiritual y, más precisamente, demoníaca, como bien los saben tanto quienes han sido víctimas de fenómenos de posesión u otros conexos, como los exorcistas que los enfrentan. Ni los neurólogos, ni  los psicólogos, ni los psicoanalistas, ni los psiquiatras , pueden dar razón de su ocurrencia, pues nada en el mundo natural ofrece analogías convincentes para explicarlos.

Esta mañana, uno de mis corresponsales de Twitter, @Mike_friesen, difundió este mensaje que viene oportunamente al caso: “Religion is lived by people who are afraid of hell. Spirituality is lived by people who have been through hell.-Richard Rohr”.

“La religión se vive por gente que le teme al Infierno; la espiritualidad, por gente que lo ha atravesado”. Esta reflexión de Richard Rohr es análoga a la que hace Papini al cierre de su presentación de “El Diablo”: “Se puede entrar al reino de Dios hasta por la puerta negra del pecado”.

En efecto, el mal nos revela la realidad del Infierno y de su patrón, el Demonio. Los que hemos experimentado el descenso a sus simas sabemos bien de qué se trata. Y sabemos bien, igualmente, que sólo por la Gracia de Dios no nos hemos hundido en él, en ese “mar profundo” que recuerda la intensa letra del tango “Madre”.

Ello significa que muchas veces, para poder apreciar la luminosidad de las altas esferas, es preciso haber conocido antes la pavorosa negrura de los abismos.

La espiritualidad exhibe, por consiguiente, dos caras: la del Bien y la del Mal. Es un mundo invisible que se pone de manifiesto en el mundo visible, pero es refractario a las mediciones y los experimentos de laboratorio. Pero ello no significa que lo sea a toda experiencia, tal como lo acredita en lo que a su lado oscuro concierne el padre Juan Gonzalo Callejas en su impresionante libro “En Contra de la Brujería”, que publicó recientemente Intermedio Editores en Bogotá.

Hace poco me permití “trinar” esta reflexión: el mal radical hace que muchos duden de Dios, pero acredita sin lugar a dudas la existencia del Demonio.

Agrego ahora que por esta vía oscura llegamos a establecer como requisito sine qua non de la racionalidad del mundo y, sobre todo, de nuestra existencia, la creencia en Dios, pues sin éste todo sería absurdo y tendríamos que admitir, como lo han hecho ciertas tendencias gnósticas, que su lugar lo ocupa una entidad maligna. Pienso que el argumento de razón práctica que esgrime Kant para defender la existencia de Dios y la supervivencia del alma después de la muerte del cuerpo, va en esta dirección: hay que suponer a Dios, porque de lo contrario habría que prosternarse ante el Demonio.

De hecho, abundan hoy en día los que han adoptado esta última alternativa. El satanismo y el luciferismo constituyen siniestras realidades de la sociedad contemporánea, aún en los países más avanzados. Malacchi Martin calculó que en  la última década del siglo pasado había más de ocho mil templos satánicos en Estados Unidos. Y en Europa occidental se mencionan numerosos casos que ilustran sobre su conspicua presencia en muchas partes. Llega a creerse, incluso, que la criptocracia que controla los hilos del poder en el mundo es de índole satánica. Tal es el tema del libro que varias veces he citado,  ”Blood on the Altar”, de Craig Heimbichner.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Reflexiones navideñas

Escribo hoy, 25 de diciembre, y el tema obligado toca con Nuestro Señor Jesucristo, cuyo nacimiento celebramos en este día.

Según leí esta mañana, los datos más recientes indican que en el mundo hay algo más de dos mil millones de cristianos, más de la mitad de los cuales hemos sido bautizados dentro de la Iglesia católica, apostólica y romana. El resto se distribuye entre protestantes (37%) y ortodoxos (12%). Al Cristianismo le sigue en importancia el Islam, con cerca de mil doscientos millones de fieles. Y en tercer lugar ubica el Hinduísmo, con unos ochocientos cincuenta millones de seguidores, casi todos residentes en la India.

Por supuesto que no todos los que figuramos como cristianos somos practicantes. Es difícil establecer porcentajes precisos que nos den idea acerca de la participación efectiva de los bautizados en las diversas comunidades cristianas, pero por distintas vías se sabe que su número tiende a reducirse en el mundo desarrollado, a la vez que se incrementa en los países en vía de desarrollo.

Los datos estadísticos se prestan a distintas interpretaciones.

Para los creyentes, las cifras indicativas de la incredulidad representan un fracaso atribuible en buena medida a los propios discípulos de Cristo, pero sobre todo a la humanidad misma, que en términos del Evangelio de San Juan se ha negado a recibir la luz  que anuncia  la Buena Nueva. Los no creyentes, en cambio, piensan que la reducción de las comunidades religiosas preludia la llegada de una época feliz en que la racionalidad y la tolerancia se impondrán sobre las tinieblas de la superstición y el fanatismo.

Observemos que unos y otros conciben la plenitud y  la frustración  de la condición humana en términos de luminosidad y oscuridad. Pero los respectivos conceptos de  lo luminoso y lo oscuro se oponen entre sí. La luz de los creyentes es oscuridad para los incrédulos, y viceversa.

Es interesante observar cómo los seres humanos interpretamos el mundo que nos rodea, y nos interpretamos a nosotros mismos, al tenor de categorías que tomamos del mundo físico y extrapolamos al espiritual. Lo luminoso y lo oscuro, lo puro y lo impuro, lo limpio y lo sucio, lo diáfano y lo turbio, etc., son polaridades que resultan de nuestro contacto con las cosas y condicionan nuestros conceptos morales, esto es, la percepción de lo valioso y lo disvalioso.

¿Cómo saber si nuestros pasos nos encaminan hacia la Luz y no hacia la Oscuridad?

La cuestión interesa tanto a la vida personal como a la colectiva. A cada uno de nosotros nos interesa saber si vamos o no por buen camino. Pero también atañe a las sociedades la identificación del Bien y el Mal y lo que a ellos conduce, pues si el Mal cunde, aquéllas se destruyen.

El pensamiento dominante hoy en día parte de premisas no sólo equivocadas, sino insostenibles y que él mismo no puede afirmar explícitamente sin riesgo de contradecirse y autodestruirse.

Según se afirma a troche y moche, estas categorías son subjetivas y se fundan en consideraciones que cada uno se hace en su intimidad, de suerte que lo que parece bueno para unos no lo es para otros, y lo que a los de acá les repugna, puede ser atractivo para los de acullá.

Resulta, empero, que todo lo que pensamos como bueno o malo da resultados en nuestras acciones y en nosotros mismos. Si nuestras opiniones se traducen en actitudes, palabras y acciones u omisiones, de ese modo influyen en nuestros semejantes e incluso en el desarrollo de nuestra personalidad. De ahí que, como dijo San Agustín, somos lo que amamos, es decir, lo que valoramos o aquello en que creemos, que es lo que nos define.

Sartre remata diciendo que somos lo que hacemos, pero esto depende precisamente de lo primero, o sea de nuestros valores y nuestras creencias.

Lo que pensamos que es luminoso u oscuro determina, por ende, el panorama de nuestro universo moral y los resultados efectivos de nuestro accionar en el mundo. Y estos resultados son reales, no imaginarios ni virtuales. El que busca la Luz por buen camino, la encuentra; pero, si la confunde, se pierde y  se frustra.

El Evangelio es tajante:”Por sus frutos los conoceréis”.Y en otro lugar añade:”¿Podrá por ventura un ciego guiar a otro ciego?”.

Todo esto apunta hacia la consideración de que los hechos señalan cuál es el camino de la realización plena de la persona humana, lo que la inunda de Luz y disipa la Oscuridad. Y esos hechos nos hacen ver que el mundo moral no es imaginario, sino que hay verdades morales y que éstas son decisivas para la perfección del hombre.

No hay tal, pues, acerca de que en este ámbito todo es del color del cristal a través del que se mire, pues los hechos muestran que las malas elecciones morales traen consigo consecuencias dañinas, en tanto que las buenas producen frutos halagüeños. Y esas malas elecciones no restringen sus malos efectos al ámbito privado de quienes las deciden, sino que se proyectan hacia los demás individuos y la totalidad del entorno social.

No cabe duda, entonces, de que la valoración del obrar humano da lugar por lo menos a tres clases de juicios, a saber: el que cada uno hace sobre sus resultados, el que cada uno de los demás elabora en torno de cómo podría afectarlo la acción del otro, y el juicio global que sobre todo los responsables de la buena marcha de la cosa pública formulas acerca de los efectos colectivos de las acciones individuales.

Esto lo vio con entera claridad Aristóteles, al sugerir que la justicia debe mirarse en las relaciones de la comunidad con los individuos, las relaciones de los individuos entre sí y las relaciones de cada uno de ellos con el todo social. Pero el individualismo moderno ha perdido de vista los aspectos intersubjetivos y colectivos de la moralidad, al tratar de reducirla al ámbito cerrado de la intimidad personal.

Ningún gobernante es capaz de ejercer su oficio pensando que los valores son del todo subjetivos y arbitrarios, de suerte que escapan de suyo a toda racionalidad. Su perspectiva no puede dejar de ser necesariamente global, lo que significa que debe partir de alguna noción indicativa de qué es lo bueno y lo malo para el conglomerado social.

Así las cosas, las grandes discusiones morales sobre lo que contribuye a la realización plena de la persona humana o a su frustración, esto es , sobre lo que en últimas es lo Bueno o lo Malo, se mueven en torno de lo que se considera que favorece la convivencia, lo que la perturba o lo que puede, según las circunstancias,  ser  indiferente en términos generales para ella.

Las políticas que promueven la difusión del ideario de la Ciencia y el descrédito del pensamiento religioso se fundan en que aquélla ilumina la acción humana, en tanto que el segundo la ofusca.

Hay pues detrás de todo ello unos juicios de valor acerca de los efectos del pensamiento científico y los del religioso sobre la vida humana. No se dice que cada uno es libre de optar por lo uno o por lo otro, tal como podría pensarse de acuerdo con las premisas de la ideología dominante , sino que en el conflicto entre lo científico y lo religioso debe prevalecer lo primero, porque es lo verdadero y diáfano. O sea, que la Ciencia es la Luz, mientras que la Religión es la Oscuridad.

Los grandes debates que enfrentan a nuestras sociedades en torno de las costumbres, especialmente las de la vida familiar y las sexuales, se mueven teóricamente a partir de premisas sobre la libertad de cada individuo de organizar su vida según le parezca y sin que nadie, ni siquiera la autoridad social, esté autorizado para imponerle sus pautas. Pero, bien miradas las cosas, se advierte que hay otras premisas implícitas, según las cuales podría pensarse que el orden familiar y el de la sexualidad son indiferentes para la colectividad, o que lo que a ésta precisamente le conviene es el desorden reinante en las costumbres.

Así las cosas, la fementida argumentación que dice partir de la base de la autonomía moral de cada individuo y el consiguiente relativismo en esta materia, sólo tiene fuerza en la medida que se considere que dicha autonomía no afecta el equilibrio  de la sociedad y más bien lo beneficia. Pero cuando se advierte que ella puede alterar su visión de la convivencia, sus ideólogos no vacilan en constreñirla, tal como sucede hoy en día con las leyes sancionatorias de lo que se considera que son comportamientos ofensivos para con las minorías raciales, sexuales o de otras clases.

Los promotores del NOM tienen, pues, su propia visión del Camino, la Verdad y la Vida, que se contrapone radicalmente a la que nos ofrece el Evangelio. Y la están imponiendo a fuerza de sofismas , a menudo por la fuerza sutil de las manipulaciones de todo género, cuando no por medios no muy alejados de la fuerza bruta.

Queda por ver, sin embargo, si sus frutos lo son de vida luminosa y plena, o más bien contribuyen a la destrucción de la humanidad.

Se trata, en síntesis, de establecer si la Luz que verdaderamente ilumina es la de Cristo, cuyo nacimiento recordamos hoy, o la del Gnosticismo y su secuaz, la Masonería.

Habrá que mirar entonces si el Evangelio es la guía moral por excelencia para la vida individual y la colectiva, a pesar de los fracasos y los extravíos de sus difusores, o si una Ciencia que por definición es ajena al mundo de los valores y por ende ciega, es capaz de guiar nuestros pasos por buen camino.

Vuelvo sobre uno de mis maestros a distancia, Claude Tresmontant, para recordar que en su gran libro “L’Enseignement de Ieschoua de Nazareth” (Editions du Seuil, Paris, 1970), sostiene que el Evangelio formula una verdadera Ciencia, la de la divinización del ser humano, o sea, la de su plenitud, la que nos lleva a  “ser perfectos como nuestro Padre Celestial lo es”.

Se trata de una Ciencia que va a lo profundo del fenómeno humano, no hacia  lo que es parcial o externo, sino lo que constituye su realidad última, su dimensión espiritual. Es, por otra parte, Ciencia avalada por la experiencia de muchísimos santos a lo largo de cerca de dos milenios, experiencia que suele ignorarse por los amos del pensamiento que dominan  las variadas disciplinas que se ocupan hoy de la mente, el cuerpo y el obrar humanos.

Es, pues, mucha la tela que hay para cortar acerca de estos tópicos.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Cedo la palabra

Para futura memoria, transcribo el excelente artículo que publicó hoy  en El Colombiano mi muy querida y admirada Ana Cristina Restrepo Jiménez.

Es una obra maestra que toca muchas fibras del alma y eleva los corazones.

Lo traigo  a colación porque ilustra sobre el tema de la santidad, al que me he venido refiriendo en mis últimos escritos. Lo que menciona Ana Cristina en su artículo es, precisamente, obra de quienes se esmeran en seguir el modelo de amor y entrega a los desvalidos que enseña el Evangelio. Es algo que sólo pueden llevar a cabo quienes están tocados por la gracia de una fe viva.

Acá va lo anunciado:

El buen ladrón

Ana Cristina Restrepo Jiménez | Medellín | Publicado el 7 de diciembre de 2011

El semblante de buena vida de Miguel jamás revelaría sus andanzas entre la mala muerte.
Trozo, bien afeitado y con olor a limpio, viste de negro y zapatos de color marrón, cuyas suelas conservan una fina capa de barro que delata el tipo de camino que recorren sus pies.
Su hogar, el barrio La Cruz -comuna 3-, es un impresionante mirador de Medellín a donde no llega el Metrocable. Cada ascenso exitoso de un microbús a esa cumbre es un récord no registrado por Guiness.
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Unas décadas atrás, de su natal Caucasia, Miguel Pérez partió para Santa Rosa y luego a Medellín, donde obtuvo una licenciatura en la Universidad Pontificia Bolivariana. Su fe, nada convencional, lo llevó a adoptar a Jesucristo y a Teresa de Calcuta como modelos de vida.
Miguel busca enfermos terminales en cárceles y hospitales. Acoge a los desahuciados -casi putrefactos- que son remitidos "para la casa"... aunque jamás hayan tenido una. Él paga el alquiler y la morfina, y depende de un grupo de voluntarios que limpian, cocinan y acompañan a los pacientes.
Le gusta cumplirles sus sueños postreros: desde un cigarrillo hasta un pedazo de sandía. Su lucha por asegurarles una muerte decente es otra forma de rechazar la precariedad de su existencia; por eso sostiene también un comedor comunitario para cuatrocientas personas y una escuela primaria.
La multiplicación de los panes parece un milagro de principiante cuando Miguel relata cómo consigue los almuerzos: algunos restaurantes le donan bolsas de huesos de pollo (para la sustancia del caldo); y doña Rosa, una abuela del barrio, en compañía de varias vecinas, fritan en fogón de leña los gordos y cordones de la carne, del mismo atado de desperdicios culinarios.
Donde comen doscientos, comen cuatrocientos.
La escuela Santa María de La Cruz (sin licencia de funcionamiento), orgullosa en su humildad, tiene tres salones para más de trescientos alumnos (en varias jornadas). No tiene ni un computador ni biblioteca. Le sobran, eso sí, parásitos intestinales, por la falta de buen servicio de acueducto y alcantarillado.
En el extremo norte -corregimiento de Santa Elena- hay un pequeño lote destinado, en los sueños de Miguel, para una placa polideportiva.
La alumna más joven es una criatura de cuatro meses, a quien su madre, de 14 años, arrulla entre las aulas y el patio.
"Los días más duros son los de reciclaje, pues las mamás no dejan venir a los niños a estudiar por mandarlos a ganarse unos pesos", se lamenta. Entonces, recibe la primera queja de la mañana de labios de una maestra: "Imagínese que Fulanita iba ayer, loma abajo, de la mano de un desconocido".
Pese a su aspecto saludable, este misionero de la Fraternidad de San Pío X fue hospitalizado en dos ocasiones. Es su corazón. Seguro que ya no le cabe en el pecho.
El botín del buen ladrón consiste en arrebatarles reclutas a las bandas callejeras por medio de la educación y la autogestión: "Sólo busco robarle muchachos a la violencia". Su obra, silenciosa, tiene nombre propio: Fundación Teresa de Calcuta de Medellín.
El cielo encapotado anuncia una tarde lluviosa. Abajo, en la ciudad de asfalto y revoque, quedan muchos asuntos por resolver...
Berenice López, mueca y carisucia, risa de cascabel, pica desde el patio de la escuela para despedirse de Miguel, con un abrazo genuino. Al igual que los demás niños, le dice: padre. Y es que, aunque ninguno lleve su apellido, todos son su semilla.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Las cartas sobre la mesa

Un muy amable lector que, por motivos del todo respetables, no da a conocer su nombre hace tres interesantísimas observaciones sobre mi último escrito, a las que, en la medida de mis capacidades y sin ánimo de polemizar, procuraré dar respuesta en esta oportunidad.

La primera tiene que ver con la presentación del modelo cristiano, según sus palabras, “como el mejor, el más deseable, ó, si se lleva al extremo, el único (el único que lleva verdaderamente a la santidad).”

Hace al respecto varias preguntas que invitan a la reflexión, a saber:

“¿Acaso no se puede ser santo en el paganismo?, ¿acaso no hubo santos paganos, y acaso no los hay hoy por hoy?, ¿Acaso no es posible encontrar el camino a la santidad en el interior de cada cual, sin haber en algún momento estado expuesto a cualquiera de las consignas cristianas?, ¿Acaso no puede el sentido común, junto con un profundo sentido de introspección, llevarnos a los altos niveles de santidad que usted atribuye al cristianismo?, ¿Acaso no se puede lograr todo lo anterior sin haber seguido nunca la voz del más popular de los profetas?”

Mi artículo iba encaminado a señalar lo que podría sucederle a la Civilización Occidental si desapareciera de su escenario la cosmovisión cristiana.

Otro amable lector, mi discípulo, colega y amigo Samuel Rodrigo Agudelo, extrae de dicho cuestionamiento la siguiente conclusión:

"Si de la mente y el obrar del hombre desaparecen progresivamente las nociones de santidad, caridad, penitencia, que son esenciales al espíritu del Cristianismo, lo que vendrá será un mundo sin amor.”

Hasta acá vamos solamente en un vaticinio sobre las consecuencias probables de la descristianización de la sociedad contemporánea, y no en la comparación de los ideales y, digámoslo así, las técnicas de la espiritualidad cristiana, con los de otros movimientos , salvo en lo concerniente al Neopaganismo que critico a fondo.

Uno podría decir en gracia de discusión que hay, en efecto, otros modos no necesariamente cristianos para acceder a ese estado de trascendencia espiritual que consideramos que es la santidad. De hecho, tal es la orientación que marcó el Concilio Vaticano II al abandonar el viejo dicho según el cual “Fuera de la Iglesia no hay salvación” y promover el diálogo ecuménico con otros credos religiosos.

No obstante, quedarían pendientes de solución dos cuestiones de  no poca monta, cual la de definir qué es lo específico de la espiritualidad cristiana, sobre todo la católica, y en qué medida esas notas distintivas permitirían predicar su superioridad respecto de las demás tendencias espirituales que obran en el mundo de la cultura.

Dicho de otro modo, las grandes preguntas inquieren acerca del porqué de seguir el Evangelio de Jesús y no más bien las enseñanzas del judaísmo, del budismo, del Corán o las de filósofos tanto clásicos como contemporáneos que, con base en la Razón, invitan a obrar con miras al logro de altos niveles de perfección moral.

Bien se ve que son temas que acá no puedo abordar con la profundidad y el detalle que ameritan. Pero, desde la perspectiva cristiana, haré solamente mención de un argumento de autoridad que ciertamente presupone la fe: la palabra de Cristo es palabra de Dios y no la de un profeta más, así se lo tenga en grande estima, ni la de un moralista que, a partir de la observación del fenómeno humano y el razonamiento sobre el mismo, ofrece unas recetas plausibles sobre cómo vivir mejor.

Citaré de nuevo a Chesterton: he adherido al Catolicismo porque es verdadero. Es la misma línea de San Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe y vanas serían  nuestras obras”.

Esa verdad no sólo es teológica, sino práctica. Por fuera de la Iglesia, ciertamente, pueden alcanzarse niveles de santidad admirables, pero resulta difícil afirmar que sean equiparables a los que han logrado los santos católicos. Y la razón es muy simple, aunque envuelve una enorme complejidad teológica: la santidad de San Francisco de Asís, la de San Juan de la Cruz, la de Santa Teresa de Ávila, la de Santa Teresita de Lisieux, la del Santo Cura de Ars o el Santo Padre Pío de Pietrelcina, la de Santa Faustina Kowalska y  la tantos más, reposa sobre un fenómeno exclusivo del Cristianismo, cual es la Gracia santificante.

En consecuencia, sólo por la Gracia de Dios y nuestra respuesta personal a ella manifestada en nuestra obras, podremos ir más allá de las altas cimas a las que podría conducirnos “el sentido común, junto con un profundo sentido de introspección”, tal como lo anota mi apreciado corresponsal.

La mística cristiana traspasa los linderos de la razón y por ese motivo se la ha considerado como una forma de locura. Y lo sería, en rigor, si no la avalara el conocimiento de una realidad que sobrepasa lo que está al alcance de sabios y doctores.

Debo admitir, por consiguiente, que el plano de esta discusión se halla en un nivel muy diferente al de los datos que nos ofrecen la realidad inmediata y nuestros razonamientos sobre la misma.

El segundo comentario de mi anónimo corresponsal señala que “no se debe temer por los juegos que se hagan con la civilización” a lo que agrega textualmente:

"Creo que no solo es necesario, sino que además, siempre lo hemos hecho, y siempre lo estamos haciendo. El cristianismo fue un juego en su momento, fue una apuesta, fue el sueño de unos cuantos, un proyecto que encontró su camino y logró masificarse como ningún otro fenómeno social antes visto. Pues bien, resulta que hoy en día no todo es neopaganismo del tipo relativista en lo moral que usted menciona, también hay un sinnúmero de esfuerzos de sincretismo, sincretismo de lo oriental con lo occidental, sincretismo de lo moderno con el conocimiento ancestral de los diversos pueblos indígenas, sincretismo también de las diferentes fuerzas paganas, que durante mucho tiempo han proliferado en paralelo al cristianismo. Todos, por supuestos, juegos de civilización, cada uno en su propio mérito.”

Reconozco que es un punto de vista no sólo inteligentemente expuesto, sino acorde con lo que podríamos llamar el espíritu de los tiempos, el sentir de nuestra época.

Pero también acá tendré que observar que la perspectiva cristiana aborda estas cuestiones situándolas en otros planos.

Por una parte, lo suyo es ir en contravía respecto del espíritu del Mundo. Por la otra, no comparte esa visión optimista del devenir de las civilizaciones, pues tiene claro que habrá un final de los tiempos, una época de confusión y de tribulaciones, una apostasía generalizada que al propio Jesucristo lo hizo preguntarse si a su regreso encontraría creyentes sobre la faz de la tierra.

Ese sincretismo que seduce a mi inteligente corresponsal nos suscita por ello enorme desconfianza, dado que lo vemos como signo ominoso de los anuncios del Apocalipsis.

El Neopaganismo que se reviste de atractivos ropajes va, en general, en contra de toda espiritualidad y si alguna promueve, es un deforme remedo de la misma.

Digo lo primero, por cuanto la educación y la propaganda dominantes se aplican ante todo a inculcar en las masas el hedonismo, la búsqueda del placer por el propio placer, las severas enseñanzas morales que fluyen del “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” o el “Haz lo que quieras”.

Sólo unos conceptos muy amplios de la espiritualidad y la santidad a que aquélla conduce permitirían clasificar estas tendencias neopaganas como representativas del impulso hacia lo alto que, según expresión de Ricoeur que suelo citar, es propio de la civilización. Más bien, esas tendencias buscan, consciente o inconscientemente, su destrucción.

Respecto de lo segundo, no ignoro que hay unas oscuras y siniestras tendencias, propiamente Luciferinas y Satánicas, que promueven una supuesta espiritualidad que se alcanzaría a través de los excesos de los sentidos, tal como lo expone Gabriel López Rojas en su varias veces citado libro que lleva por título “Por la Senda de Lucifer”.

A dichas tendencias, que proceden, entre otras, de la tradición gnóstica, me referí al escribir sobre “El Nuevo Orden de los Bárbaros” .

Dice, en fin, mi cordial antagonista:

“No solo es que algunas de estas nuevas formas de paganismo sean sanas, sino que además están emergiendo de una manera justificada. Me explico, razones tiene que haber para que el hombre moderno, y sobre todo, el hombre joven, esté desertando como lo está haciendo del cristianismo convencional. Y estas razones no son necesariamente la obra del demonio, como comentan antes que yo en este mismo blog. La pregunta más adecuada debe ser la siguiente: ¿Qué le pasa al hombre moderno que la iglesia le está generando tanto rechazo? Y, de seguido: ¿Es su culpa, o es culpa de la iglesia misma?”

No desconozco la enorme responsabilidad que le cabe a la Iglesia por la descristianización que vengo deplorando. A ella me he referido en mi artículo “La Puertas del Infierno”, y también volveré sobre el asunto una y otra vez, pues si no corrige el rumbo, no necesariamente en el sentido que quieren los tradicionalistas, sino en el de releer juiciosamente el Evangelio, se hará responsable de la perdición de muchísimas almas y del Mundo mismo.

Hoy sí que es pertinente pedirle al Señor que “Venga a nosotros tu Reino”, pues no pocos de los que se dicen sus emisarios lo están desquiciando tanto por activa como por pasiva.

Pero, aparte de esto, hay una culpa que no es de la Iglesia, sino de los responsables de la conducción de las sociedades y hasta de los propios individuos, por cuanto, como lo he dicho, el mensaje evangélico no atrae de suyo, dado que el llamado del Príncipe de este Mundo es muchísimo más seductor. Decirle, por ejemplo, sí a la sexualidad responsable y no a la promiscuidad, o sí a la maternidad y no al aborto,  implica un sentido de sacrificio que ni padres de familia ni educadores hoy  estamos estimulando entre los jóvenes, y así sucesivamente.

Y si se afirma, de acuerdo con el dogma dominante, que religión y moral son asuntos del resorte exclusivo de la intimidad de cada uno, referido tan solo  a la “Free Choice” que el ordenamiento social tiene que proteger, ¿por qué esperar que el hombre joven no abandone el Cristianismo en función del hedonismo imperante?

Soy consciente de que con estos planteamientos no puedo dar por finiquitado el debate que vengo comentando. Con ellos, a duras penas logro poner en blanco y negro algunos de los múltiples elementos conceptuales que involucra, o sea, mostrar mis cartas.