He escrito varios artículos sobre la trascendencia de la persona hacia estados superiores de espiritualidad que otorgan sentido pleno a la vida humana. Son los estados de santidad a que todos estamos llamados, si bien sólo podemos alcanzarlos mediante el auxilio de la Gracia. Por nuestros propios medios, apenas logramos elevarnos un poco sobre nuestro estado natural.
Esto es importante retenerlo, dado que hay una idea muy difundida según la cual la espiritualidad es asunto de técnicas de meditación, de ejercicios mentales y de actitudes positivas que nada tienen que ver con creencias y prácticas religiosas que más bien serían un lastre para su desarrollo. Pero si así fuera, las altas cumbres que han alcanzado los santos católicos estarían a disposición de los maestros espirituales a la moda y los que siguen sus pasos, a través de manuales que, por ejemplo, nos enseñaran en veinte lecciones cómo igualar a San Francisco de Asís, a San Pedro Claver, a San Vicente de Paúl, a Santa Teresa de Lisieux o a la Beata Teresa de Calcuta, etc.
A mis estudiantes solía decirles que todos tenemos la posibilidad de llegar a ser como San Francisco, pero ciertamente con la ayuda de Dios, o la de descender a los peores niveles, por debajo incluso de las bestias. A menudo les citaba el dicho de Pascal: “El hombre no es ángel ni bestia”. Pero es en potencia lo uno o lo otro, y en ello reside el drama de su libertad.
Como ejemplo de la segunda alternativa acostumbraba mencionarles el penoso ejemplo de Pablo Escobar.
Para exaltar a mis discípulas, les ofrecía el paradigma de la Beata Madre Teresa. Mas, para no ofender a alguna en particular, les presentaba un modelo imaginario de los extremos a que podría llegar la maldad de la mujer: el de la atroz Rosario Tijeras.
Traigo esto a colación porque hace unos días tomé un taxi para ir al centro de Medellín. Tenía una deuda pendiente con mi amigo Juan Hincapié, el de “Los Libros de Juan”, y quería pagarla antes de Navidad. Lo menciono debido a que el relato que sigue tiene dos colofones y uno de ellos toca precisamente con Juan. Además, me propongo escribir en otra ocasión sobre un tesoro que entre sus libros viejos encontré.
Pues bien, como de costumbre, me puse a charlar con el taxista, que resultó bastante locuaz. En un momento dado, me contó que vivió en Aruba varios años y allá se convirtió en el rey de los recicladores. Le pregunté cómo fue a parar a la isla y me contestó que tenía parientes que le dieron albergue para huir de sus enemigos en Medellín. Sentí curiosidad por las “culebras” que lo perseguían y, entonces, soltó la lengua para contar lo que sigue.
Comenzó su relato recordando que de niño había sido muy díscolo y proclive a hacer maldades. Desde los 10 años portaba armas de fuego y llegó a capitanear en el Inem de la avenida las Vegas una banda de 70 jóvenes delincuentes. La puso al servicio de los capos del narcotráfico y se convirtió en sicario de Pablo Escobar. Ascendió en la jerarquía del crimen organizado hasta el punto de tener bajo su control una zona de Medellín. Le tocó subir muchas veces a “La Catedral”, el sitio de reclusión que el capo convirtió en sede de sus fechorías, llevando gente que, según sus palabras, entraba caminando y salía después en bolsas que a él le tocaba botar al río.
Todo comenzó porque en Castilla, un barrio de la zona noroccidental de Medellín en donde vivía, un vecino tenía la costumbre de darle golpes en la cabeza cuando pasaba a su lado. Como vio en una película que alguien se defendía apretando entre el puño una piedra con la que le partía la cara a su contrincante, decidió hacer lo propio con el que lo molestaba. No sólo le partió la cara con la piedra, sino la cabeza.
Pasó en esos momentos por ahí el tristemente célebre Dandenys Muñoz Mosquera, alias “La Quica”, que hoy purga condena por la voladura del avión de Avianca. Muñoz se asombró de su coraje y le pidió que lo acompañara. Le regaló un arma de fuego para que en lo sucesivo no tuviera que defenderse con piedras, lo entrenó y lo hizo guardaespaldas suyo. Al pasar los retenes, él guardaba las armas, pues como era un niño no lo requisaban.
Me dijo: “Usted me pregunta por mis maldades. Pues le voy a contar que yo estaba al servicio de un lugarteniente de Escobar y en un partido de fútbol el árbitro pitó un penalty que no correspondía a la realidad. El jefe me dijo que había que matarlo, y así lo hice”.
Más adelante, añadió: “La última vez me encomendaron que matara a un personaje que estaba en un restaurante. Llegué con mi gente y como el hombre estaba reunido con otros seis, los matamos a todos. Nuestros jefes decidieron castigarnos porque se nos fue la mano. A mí me hirieron de siete balazos, pero me salvé. Al salir del hospital, me fui para Aruba, en donde estuve seis años. Cuando regresé a Medellín me alejé de ese mundo, aunque a veces me buscan; pero yo les digo que soy hombre de paz y no quiero andar en peleas. Así se lo dije al que mató a un hermano mío por problemas que había entre ellos. Muchos de los que fueron mis compañeros están muertos, presos o desaparecidos”.
Mientras escuchaba estas historias, yo no sabía si bajarme del taxi o pedirle que alargara la carrera para dar pábulo a mi curiosidad. Pero no hice lo uno ni lo otro. Llegamos a lo de Juan, pagué y me despedí diciéndole que Dios le había dado una segunda oportunidad que no debía desaprovechar.
Le conté a Juan por las que acababa de pasar. Y Juan siguió con su propia historia, pues su padre, el célebre abogado Julio Hincapié Santamaría, fue asesinado a raíz de un pleito cuya contraparte era un personaje de apellido López, llamado “El Padrino”, que fue probablemente el iniciador del narcotráfico en Medellín y para quien trabajaba Pablo Escobar.
Dice Juan que un escritor muy conocido en el país tiene muchísimo material sobre Escobar, pero piensa dejarlo inédito. Dentro de las confesiones que le hizo el capo, hay una que coincide con las circunstancias del asesinato de su padre, lo que lo ha llevado a creer que Escobar conducía la Lambretta roja de donde se bajó el sicario que le disparó.
Juan conoció años después a un personaje que trabajó con Escobar y le contaba sobre la perversión que le tocó presenciar en la hacienda Nápoles. Por ejemplo, allá llegaban modelos, reinas de belleza, presentadoras de televisión, divas de la farándula, etc., atraídas por los montones de billetes que les ofrecían. Pero el precio que pagaban era oprobioso. La primera noche la pasaban con el capo y sus íntimos. La segunda ya era para el deleite de los segundones. Y en la tercera quedaban a merced de la soldadesca. Se ofrecían sumas exorbitantes a las que se atrevieran a hacer cosas tales como sexo oral con un caballo padrón o tragar cucarachas vivas…Y las descastadas peleaban entre ellas para que las eligieran para tan torpes menesteres.
El día de Navidad, una parienta que trabaja en la Fiscalía me contó que tuvo hace un tiempo su despacho en lo que fue la residencia de Escobar, el edificio Mónaco. Ahí hubo que hacer exorcismos, pues se presentaron casos espeluznantes. Por ejemplo, a una alta funcionaria se le apareció un espectro sin cabeza; un vigilante tuvo una visión que lo privó del susto y hubo que hospitalizarlo; mi parienta oyó pasos una noche en que no había nadie más adentro del edificio; y su hijita no quiso que la volviera a llevar a su oficina, porque, según le dijo, en ese lugar había “monstruos”.
Todo este relato ilustra sobre aspectos tenebrosos de los extremos de maldad a que puede llegar el ser humano.
El papa Benedicto XVI ha dicho que esas manifestaciones no son susceptibles de explicación natural. Sólo una realidad que supera los datos de la naturaleza puede darnos a entender por qué sucede el mal. Esa realidad es espiritual y, más precisamente, demoníaca, como bien los saben tanto quienes han sido víctimas de fenómenos de posesión u otros conexos, como los exorcistas que los enfrentan. Ni los neurólogos, ni los psicólogos, ni los psicoanalistas, ni los psiquiatras , pueden dar razón de su ocurrencia, pues nada en el mundo natural ofrece analogías convincentes para explicarlos.
Esta mañana, uno de mis corresponsales de Twitter, @Mike_friesen, difundió este mensaje que viene oportunamente al caso: “Religion is lived by people who are afraid of hell. Spirituality is lived by people who have been through hell.-Richard Rohr”.
“La religión se vive por gente que le teme al Infierno; la espiritualidad, por gente que lo ha atravesado”. Esta reflexión de Richard Rohr es análoga a la que hace Papini al cierre de su presentación de “El Diablo”: “Se puede entrar al reino de Dios hasta por la puerta negra del pecado”.
En efecto, el mal nos revela la realidad del Infierno y de su patrón, el Demonio. Los que hemos experimentado el descenso a sus simas sabemos bien de qué se trata. Y sabemos bien, igualmente, que sólo por la Gracia de Dios no nos hemos hundido en él, en ese “mar profundo” que recuerda la intensa letra del tango “Madre”.
Ello significa que muchas veces, para poder apreciar la luminosidad de las altas esferas, es preciso haber conocido antes la pavorosa negrura de los abismos.
La espiritualidad exhibe, por consiguiente, dos caras: la del Bien y la del Mal. Es un mundo invisible que se pone de manifiesto en el mundo visible, pero es refractario a las mediciones y los experimentos de laboratorio. Pero ello no significa que lo sea a toda experiencia, tal como lo acredita en lo que a su lado oscuro concierne el padre Juan Gonzalo Callejas en su impresionante libro “En Contra de la Brujería”, que publicó recientemente Intermedio Editores en Bogotá.
Hace poco me permití “trinar” esta reflexión: el mal radical hace que muchos duden de Dios, pero acredita sin lugar a dudas la existencia del Demonio.
Agrego ahora que por esta vía oscura llegamos a establecer como requisito sine qua non de la racionalidad del mundo y, sobre todo, de nuestra existencia, la creencia en Dios, pues sin éste todo sería absurdo y tendríamos que admitir, como lo han hecho ciertas tendencias gnósticas, que su lugar lo ocupa una entidad maligna. Pienso que el argumento de razón práctica que esgrime Kant para defender la existencia de Dios y la supervivencia del alma después de la muerte del cuerpo, va en esta dirección: hay que suponer a Dios, porque de lo contrario habría que prosternarse ante el Demonio.
De hecho, abundan hoy en día los que han adoptado esta última alternativa. El satanismo y el luciferismo constituyen siniestras realidades de la sociedad contemporánea, aún en los países más avanzados. Malacchi Martin calculó que en la última década del siglo pasado había más de ocho mil templos satánicos en Estados Unidos. Y en Europa occidental se mencionan numerosos casos que ilustran sobre su conspicua presencia en muchas partes. Llega a creerse, incluso, que la criptocracia que controla los hilos del poder en el mundo es de índole satánica. Tal es el tema del libro que varias veces he citado, ”Blood on the Altar”, de Craig Heimbichner.