jueves, 1 de diciembre de 2011

Las cartas sobre la mesa

Un muy amable lector que, por motivos del todo respetables, no da a conocer su nombre hace tres interesantísimas observaciones sobre mi último escrito, a las que, en la medida de mis capacidades y sin ánimo de polemizar, procuraré dar respuesta en esta oportunidad.

La primera tiene que ver con la presentación del modelo cristiano, según sus palabras, “como el mejor, el más deseable, ó, si se lleva al extremo, el único (el único que lleva verdaderamente a la santidad).”

Hace al respecto varias preguntas que invitan a la reflexión, a saber:

“¿Acaso no se puede ser santo en el paganismo?, ¿acaso no hubo santos paganos, y acaso no los hay hoy por hoy?, ¿Acaso no es posible encontrar el camino a la santidad en el interior de cada cual, sin haber en algún momento estado expuesto a cualquiera de las consignas cristianas?, ¿Acaso no puede el sentido común, junto con un profundo sentido de introspección, llevarnos a los altos niveles de santidad que usted atribuye al cristianismo?, ¿Acaso no se puede lograr todo lo anterior sin haber seguido nunca la voz del más popular de los profetas?”

Mi artículo iba encaminado a señalar lo que podría sucederle a la Civilización Occidental si desapareciera de su escenario la cosmovisión cristiana.

Otro amable lector, mi discípulo, colega y amigo Samuel Rodrigo Agudelo, extrae de dicho cuestionamiento la siguiente conclusión:

"Si de la mente y el obrar del hombre desaparecen progresivamente las nociones de santidad, caridad, penitencia, que son esenciales al espíritu del Cristianismo, lo que vendrá será un mundo sin amor.”

Hasta acá vamos solamente en un vaticinio sobre las consecuencias probables de la descristianización de la sociedad contemporánea, y no en la comparación de los ideales y, digámoslo así, las técnicas de la espiritualidad cristiana, con los de otros movimientos , salvo en lo concerniente al Neopaganismo que critico a fondo.

Uno podría decir en gracia de discusión que hay, en efecto, otros modos no necesariamente cristianos para acceder a ese estado de trascendencia espiritual que consideramos que es la santidad. De hecho, tal es la orientación que marcó el Concilio Vaticano II al abandonar el viejo dicho según el cual “Fuera de la Iglesia no hay salvación” y promover el diálogo ecuménico con otros credos religiosos.

No obstante, quedarían pendientes de solución dos cuestiones de  no poca monta, cual la de definir qué es lo específico de la espiritualidad cristiana, sobre todo la católica, y en qué medida esas notas distintivas permitirían predicar su superioridad respecto de las demás tendencias espirituales que obran en el mundo de la cultura.

Dicho de otro modo, las grandes preguntas inquieren acerca del porqué de seguir el Evangelio de Jesús y no más bien las enseñanzas del judaísmo, del budismo, del Corán o las de filósofos tanto clásicos como contemporáneos que, con base en la Razón, invitan a obrar con miras al logro de altos niveles de perfección moral.

Bien se ve que son temas que acá no puedo abordar con la profundidad y el detalle que ameritan. Pero, desde la perspectiva cristiana, haré solamente mención de un argumento de autoridad que ciertamente presupone la fe: la palabra de Cristo es palabra de Dios y no la de un profeta más, así se lo tenga en grande estima, ni la de un moralista que, a partir de la observación del fenómeno humano y el razonamiento sobre el mismo, ofrece unas recetas plausibles sobre cómo vivir mejor.

Citaré de nuevo a Chesterton: he adherido al Catolicismo porque es verdadero. Es la misma línea de San Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe y vanas serían  nuestras obras”.

Esa verdad no sólo es teológica, sino práctica. Por fuera de la Iglesia, ciertamente, pueden alcanzarse niveles de santidad admirables, pero resulta difícil afirmar que sean equiparables a los que han logrado los santos católicos. Y la razón es muy simple, aunque envuelve una enorme complejidad teológica: la santidad de San Francisco de Asís, la de San Juan de la Cruz, la de Santa Teresa de Ávila, la de Santa Teresita de Lisieux, la del Santo Cura de Ars o el Santo Padre Pío de Pietrelcina, la de Santa Faustina Kowalska y  la tantos más, reposa sobre un fenómeno exclusivo del Cristianismo, cual es la Gracia santificante.

En consecuencia, sólo por la Gracia de Dios y nuestra respuesta personal a ella manifestada en nuestra obras, podremos ir más allá de las altas cimas a las que podría conducirnos “el sentido común, junto con un profundo sentido de introspección”, tal como lo anota mi apreciado corresponsal.

La mística cristiana traspasa los linderos de la razón y por ese motivo se la ha considerado como una forma de locura. Y lo sería, en rigor, si no la avalara el conocimiento de una realidad que sobrepasa lo que está al alcance de sabios y doctores.

Debo admitir, por consiguiente, que el plano de esta discusión se halla en un nivel muy diferente al de los datos que nos ofrecen la realidad inmediata y nuestros razonamientos sobre la misma.

El segundo comentario de mi anónimo corresponsal señala que “no se debe temer por los juegos que se hagan con la civilización” a lo que agrega textualmente:

"Creo que no solo es necesario, sino que además, siempre lo hemos hecho, y siempre lo estamos haciendo. El cristianismo fue un juego en su momento, fue una apuesta, fue el sueño de unos cuantos, un proyecto que encontró su camino y logró masificarse como ningún otro fenómeno social antes visto. Pues bien, resulta que hoy en día no todo es neopaganismo del tipo relativista en lo moral que usted menciona, también hay un sinnúmero de esfuerzos de sincretismo, sincretismo de lo oriental con lo occidental, sincretismo de lo moderno con el conocimiento ancestral de los diversos pueblos indígenas, sincretismo también de las diferentes fuerzas paganas, que durante mucho tiempo han proliferado en paralelo al cristianismo. Todos, por supuestos, juegos de civilización, cada uno en su propio mérito.”

Reconozco que es un punto de vista no sólo inteligentemente expuesto, sino acorde con lo que podríamos llamar el espíritu de los tiempos, el sentir de nuestra época.

Pero también acá tendré que observar que la perspectiva cristiana aborda estas cuestiones situándolas en otros planos.

Por una parte, lo suyo es ir en contravía respecto del espíritu del Mundo. Por la otra, no comparte esa visión optimista del devenir de las civilizaciones, pues tiene claro que habrá un final de los tiempos, una época de confusión y de tribulaciones, una apostasía generalizada que al propio Jesucristo lo hizo preguntarse si a su regreso encontraría creyentes sobre la faz de la tierra.

Ese sincretismo que seduce a mi inteligente corresponsal nos suscita por ello enorme desconfianza, dado que lo vemos como signo ominoso de los anuncios del Apocalipsis.

El Neopaganismo que se reviste de atractivos ropajes va, en general, en contra de toda espiritualidad y si alguna promueve, es un deforme remedo de la misma.

Digo lo primero, por cuanto la educación y la propaganda dominantes se aplican ante todo a inculcar en las masas el hedonismo, la búsqueda del placer por el propio placer, las severas enseñanzas morales que fluyen del “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” o el “Haz lo que quieras”.

Sólo unos conceptos muy amplios de la espiritualidad y la santidad a que aquélla conduce permitirían clasificar estas tendencias neopaganas como representativas del impulso hacia lo alto que, según expresión de Ricoeur que suelo citar, es propio de la civilización. Más bien, esas tendencias buscan, consciente o inconscientemente, su destrucción.

Respecto de lo segundo, no ignoro que hay unas oscuras y siniestras tendencias, propiamente Luciferinas y Satánicas, que promueven una supuesta espiritualidad que se alcanzaría a través de los excesos de los sentidos, tal como lo expone Gabriel López Rojas en su varias veces citado libro que lleva por título “Por la Senda de Lucifer”.

A dichas tendencias, que proceden, entre otras, de la tradición gnóstica, me referí al escribir sobre “El Nuevo Orden de los Bárbaros” .

Dice, en fin, mi cordial antagonista:

“No solo es que algunas de estas nuevas formas de paganismo sean sanas, sino que además están emergiendo de una manera justificada. Me explico, razones tiene que haber para que el hombre moderno, y sobre todo, el hombre joven, esté desertando como lo está haciendo del cristianismo convencional. Y estas razones no son necesariamente la obra del demonio, como comentan antes que yo en este mismo blog. La pregunta más adecuada debe ser la siguiente: ¿Qué le pasa al hombre moderno que la iglesia le está generando tanto rechazo? Y, de seguido: ¿Es su culpa, o es culpa de la iglesia misma?”

No desconozco la enorme responsabilidad que le cabe a la Iglesia por la descristianización que vengo deplorando. A ella me he referido en mi artículo “La Puertas del Infierno”, y también volveré sobre el asunto una y otra vez, pues si no corrige el rumbo, no necesariamente en el sentido que quieren los tradicionalistas, sino en el de releer juiciosamente el Evangelio, se hará responsable de la perdición de muchísimas almas y del Mundo mismo.

Hoy sí que es pertinente pedirle al Señor que “Venga a nosotros tu Reino”, pues no pocos de los que se dicen sus emisarios lo están desquiciando tanto por activa como por pasiva.

Pero, aparte de esto, hay una culpa que no es de la Iglesia, sino de los responsables de la conducción de las sociedades y hasta de los propios individuos, por cuanto, como lo he dicho, el mensaje evangélico no atrae de suyo, dado que el llamado del Príncipe de este Mundo es muchísimo más seductor. Decirle, por ejemplo, sí a la sexualidad responsable y no a la promiscuidad, o sí a la maternidad y no al aborto,  implica un sentido de sacrificio que ni padres de familia ni educadores hoy  estamos estimulando entre los jóvenes, y así sucesivamente.

Y si se afirma, de acuerdo con el dogma dominante, que religión y moral son asuntos del resorte exclusivo de la intimidad de cada uno, referido tan solo  a la “Free Choice” que el ordenamiento social tiene que proteger, ¿por qué esperar que el hombre joven no abandone el Cristianismo en función del hedonismo imperante?

Soy consciente de que con estos planteamientos no puedo dar por finiquitado el debate que vengo comentando. Con ellos, a duras penas logro poner en blanco y negro algunos de los múltiples elementos conceptuales que involucra, o sea, mostrar mis cartas.

3 comentarios:

  1. Extracto de "JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL
    Miércoles 31 de mayo de 1995"


    "Dado que Cristo actúa la salvación mediante su Cuerpo místico, que es la Iglesia, el camino de la salvación está ligado esencialmente a la Iglesia. El axioma extra Ecclesiam nulla salus ―"fuera de la Iglesia no hay salvación"―, que enunció san Cipriano (Epist. 73, 21: PL 1.123 AB), pertenece a la tradición cristiana y fue introducido en el IV concilio de Letrán (DS 802), en la bula Unam sanctam, de Bonifacio VIII (DS 870) y en el concilio de Florencia (Decretum pro jacobitis, DS 1.351)

    Este axioma significa que quienes saben que la Iglesia fue fundada por Dios a través de Jesucristo como necesaria tienen la obligación de entrar y perseverar en ella para obtener la salvación (cf. Lumen gentium, 14). Por el contrario, quienes no han recibido el anuncio del Evangelio, como escribí en la encíclica Redemptoris missio, tienen acceso a la salvación a través de caminos misteriosos, dado que se les confiere la gracia divina en virtud del sacrificio redentor de Cristo, sin adhesión externa a la Iglesia, pero siempre en relación con ella (cf. n. 10). Se trata de una relación misteriosa: misteriosa para quienes la reciben, porque no conocen a la Iglesia y, más aún, porque a veces la rechazan externamente, y misteriosa también en sí misma, porque está vinculada al misterio salvífico de la gracia, que implica una referencia esencial a la Iglesia fundada por el Salvador.

    La gracia salvífica, para actuar, requiere una adhesión, una cooperación, un sí a la entrega divina. Al menos implícitamente, esa adhesión está orientada hacia Cristo y la Iglesia. Por eso se puede afirmar también sine Ecclesia nulla salus ―"sin la Iglesia no hay salvación"―: la adhesión a la Iglesia-Cuerpo místico de Cristo, aunque sea implícita y, precisamente, misteriosa, es condición esencial para la salvación.

    5. Las religiones pueden ejercer una influencia positiva en el destino de quienes las profesan y siguen sus indicaciones con sinceridad de espíritu. Pero si la acción decisiva para la salvación es obra del Espíritu Santo, debemos tener presente que el hombre recibe sólo de Cristo, mediante el Espíritu Santo, su salvación."

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  2. Del Concilio de Florencia-Basel-Ferrara llevado a cabo en los años 1431-1445, nos viene el siguiente decreto:

    (El Concilio) "Firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse participe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles, a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica".

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  3. Respetado Señor Vallejo

    Soy Secretario General de la Asociación Colombiana de Juristas Católicos. Me gustaría contactarlo pronto para hacerle una invitación. Le ruego un correo electrónico al cual pueda escribirle.

    N. Romero juristascatolicos@gmail.com

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