miércoles, 7 de diciembre de 2011

Cedo la palabra

Para futura memoria, transcribo el excelente artículo que publicó hoy  en El Colombiano mi muy querida y admirada Ana Cristina Restrepo Jiménez.

Es una obra maestra que toca muchas fibras del alma y eleva los corazones.

Lo traigo  a colación porque ilustra sobre el tema de la santidad, al que me he venido refiriendo en mis últimos escritos. Lo que menciona Ana Cristina en su artículo es, precisamente, obra de quienes se esmeran en seguir el modelo de amor y entrega a los desvalidos que enseña el Evangelio. Es algo que sólo pueden llevar a cabo quienes están tocados por la gracia de una fe viva.

Acá va lo anunciado:

El buen ladrón

Ana Cristina Restrepo Jiménez | Medellín | Publicado el 7 de diciembre de 2011

El semblante de buena vida de Miguel jamás revelaría sus andanzas entre la mala muerte.
Trozo, bien afeitado y con olor a limpio, viste de negro y zapatos de color marrón, cuyas suelas conservan una fina capa de barro que delata el tipo de camino que recorren sus pies.
Su hogar, el barrio La Cruz -comuna 3-, es un impresionante mirador de Medellín a donde no llega el Metrocable. Cada ascenso exitoso de un microbús a esa cumbre es un récord no registrado por Guiness.
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Unas décadas atrás, de su natal Caucasia, Miguel Pérez partió para Santa Rosa y luego a Medellín, donde obtuvo una licenciatura en la Universidad Pontificia Bolivariana. Su fe, nada convencional, lo llevó a adoptar a Jesucristo y a Teresa de Calcuta como modelos de vida.
Miguel busca enfermos terminales en cárceles y hospitales. Acoge a los desahuciados -casi putrefactos- que son remitidos "para la casa"... aunque jamás hayan tenido una. Él paga el alquiler y la morfina, y depende de un grupo de voluntarios que limpian, cocinan y acompañan a los pacientes.
Le gusta cumplirles sus sueños postreros: desde un cigarrillo hasta un pedazo de sandía. Su lucha por asegurarles una muerte decente es otra forma de rechazar la precariedad de su existencia; por eso sostiene también un comedor comunitario para cuatrocientas personas y una escuela primaria.
La multiplicación de los panes parece un milagro de principiante cuando Miguel relata cómo consigue los almuerzos: algunos restaurantes le donan bolsas de huesos de pollo (para la sustancia del caldo); y doña Rosa, una abuela del barrio, en compañía de varias vecinas, fritan en fogón de leña los gordos y cordones de la carne, del mismo atado de desperdicios culinarios.
Donde comen doscientos, comen cuatrocientos.
La escuela Santa María de La Cruz (sin licencia de funcionamiento), orgullosa en su humildad, tiene tres salones para más de trescientos alumnos (en varias jornadas). No tiene ni un computador ni biblioteca. Le sobran, eso sí, parásitos intestinales, por la falta de buen servicio de acueducto y alcantarillado.
En el extremo norte -corregimiento de Santa Elena- hay un pequeño lote destinado, en los sueños de Miguel, para una placa polideportiva.
La alumna más joven es una criatura de cuatro meses, a quien su madre, de 14 años, arrulla entre las aulas y el patio.
"Los días más duros son los de reciclaje, pues las mamás no dejan venir a los niños a estudiar por mandarlos a ganarse unos pesos", se lamenta. Entonces, recibe la primera queja de la mañana de labios de una maestra: "Imagínese que Fulanita iba ayer, loma abajo, de la mano de un desconocido".
Pese a su aspecto saludable, este misionero de la Fraternidad de San Pío X fue hospitalizado en dos ocasiones. Es su corazón. Seguro que ya no le cabe en el pecho.
El botín del buen ladrón consiste en arrebatarles reclutas a las bandas callejeras por medio de la educación y la autogestión: "Sólo busco robarle muchachos a la violencia". Su obra, silenciosa, tiene nombre propio: Fundación Teresa de Calcuta de Medellín.
El cielo encapotado anuncia una tarde lluviosa. Abajo, en la ciudad de asfalto y revoque, quedan muchos asuntos por resolver...
Berenice López, mueca y carisucia, risa de cascabel, pica desde el patio de la escuela para despedirse de Miguel, con un abrazo genuino. Al igual que los demás niños, le dice: padre. Y es que, aunque ninguno lleve su apellido, todos son su semilla.

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