domingo, 11 de marzo de 2012

Desviaciones peligrosas

Se habla de dos inquietantes distorsiones del sistema judicial que contribuyen al deterioro de la institucionalidad en los tiempos que corren: la judicialización de la política y la politización de la justicia.

La primera alude al hecho de trasladar al escenario judicial el debate político, sobre todo el de la baja política a través de la cual se busca producir cambios en las constelaciones de poder, destruir el prestigio de los protagonistas, entorpecer las acciones, influir sobre los procesos electorales, etc.

La segunda suele ser resultado de la primera y se da cuando las autoridades judiciales se convierten ellas mismas en agentes políticos, no sólo para ponerse al servicio de causas partidistas, sino del incremento de su propio poder hasta el punto de configurar lo que no pocos observadores han considerado como la dictadura de los jueces.

Estas dos tendencias son claramente visibles en Colombia hoy por hoy y plantean graves amenazas institucionales.

Como bien lo señalan los estudiosos de la política, ésta exhibe una cara de lucha por el poder en la sociedad en todos los frentes y prácticamente por todos los medios.

Una de las tareas de la civilización consiste precisamente en someter esa lucha a reglas que traten de minimizar los efectos perniciosos de la competencia y extraigan de ella lo que conviene, vale decir, el triunfo de las ideas, las personas y las estructuras más aptas para el bien común. Pero no es tarea fácil, pues siempre estará presente la tentación de considerar que en la política, como en el amor, todo vale y todo se puede.

Los escenarios propios de la controversia política están en los parlamentos, los partidos, las organizaciones cívicas, la prensa, los cenáculos, los clubes, los cafés y, en general, los espacios abiertos a la sociabilidad, si bien se considera que algunos de ellos deberían excluirla en aras de su propia conservación. Por ejemplo, en ciertos círculos sociales se piensa que no es de recibo discutir de política ni de religión, porque estos temas introducen fisuras capaces de disolverlos. Y, en términos generales, se cree que el púlpito debe ser ajeno a los debates partidistas, aunque es algo que amerita examinarse considerando distintos matices.

Pues bien, en lo que concierne a la civilización política, hay bastante consenso acerca de la necesidad de que los jueces estén por encima de las controversias partidistas, de modo que no se presten a ser instrumentos de los grupos que pugnan por el poder. Y se espera además que éstos limiten sus confrontaciones a los espacios que les son apropiados, sin ir más allá de los mismos, dado que el extralimitarlos podría ser perjudicial para todos.

En una democracia, el supremo juez de las disputas políticas es el electorado, al que le corresponde resolver sobre las líneas de acción, los dirigentes o los equipos que, por gozar de su confianza, merecen seguir adelante.

Pero hay protagonistas que tratan de impedirles a otros el acceso al escenario electoral, o de descreditarlos ante el público, o de vedarle a éste la posibilidad de decidir, a través de procedimientos que les dan a los jueces el poder de pronunciar la última palabra acerca de asuntos que deberían ser del resorte de la decisión ciudadana.

En los últimos años hemos presenciado varias  controversias políticas que han terminado desatándose en los medios judiciales. Por ejemplo: las discusiones sobre la narcopolítica durante el gobierno de Samper, así como las de la parapolítica, la reelección, el DAS, el programa AIS o la aplicación de la Ley de Justicia y Paz,  en el de Uribe.

En todos estos eventos, los interesados en obtener ciertos propósitos se esmeraron, con buenas razones o sin ellas, en construir casos susceptibles de dar lugar a la apertura de procesos jurídicos y no políticos, por lo menos en teoría.

Independientemente de si se justificaba o no llevar todas estas controversias al ámbito judicial, en varias de ellas lo que se vio fue que lo que unos actores tenían perdido en los escenarios de decisión propiamente políticos, quisieron recuperarlo por la vía de los pleitos. O sea, que la batalla política se transformó en batalla judicial.

Ahora bien, cuando los jueces quedan encargados de dirimir las controversias políticas a las que se dan tintes jurídicos, sus poderes, desde luego, se incrementan y tienden a darles protagonismo político, con todo lo que ello entraña.

Aquí hay que considerar especialmente dos aspectos de la cuestión. El primero, que el protagonismo político de la judicatura trae para ésta tentaciones difíciles de resistir. El segundo, que la hace objeto de las controversias partidistas, en la medida que ella misma se va convirtiendo, deliberada o inconscientemente, en una facción más a la que hay que apoyar o combatir según los intereses que se tengan.

Pues bien, es dudoso que la Fiscalía, la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia, por no mencionar otras autoridades judiciales, hayan resistido a la tentación de convertirse ellas mismas en actores del juego político, pero es tema que tendré que examinar por separado más adelante. Y puesto que han descendido del alto sitial en que quiso ubicarlas la Constitución, han quedado expuestas a los mandobles de los contrincantes, quienes les han perdido el respeto.

Este es otro tema que merece consideración especial. Lo he dicho y lo reitero: es urgente recuperar la respetabilidad de las instituciones, sobre todo las judiciales.

El respeto recíproco que se deben las autoridades entre sí y el que los gobernados les deben a aquéllas, es algo que no depende de la normatividad, pero la condiciona de modo inexorable. En otras palabras,  no cabe imponerlo por la fuerza coercitiva que el Estado pone al servicio del ordenamiento jurídico, sino que surge de la confianza de las comunidades y el comportamiento decoroso de quienes ejercen las funciones públicas; pero si desaparece o se debilita, se produce un déficit de legitimidad, es decir, de la fuerza en que en últimas reside el poder de las instituciones.

La respetabilidad es una condición moral que va más allá de la juridicidad y sin la cual ésta no logra consolidarse ni mantenerse.

El activismo de la Corte Constitucional ya ha dado sus malos frutos y, no sin razón, acaba de denunciar Rafael Nieto Loaiza que, en virtud de fallos como el que recientemente pronunció sobre el aborto, vivimos hoy en medio de la arbitrariedad jurídica.

De la Corte Suprema de Justicia, ni qué decir. José Obdulio Gaviria afirma a rajatabla que configura un partido que le hizo oposición al gobierno de Uribe, y creo que los hechos no lo desmienten.

Acerca de la Fiscalía, me limitaré, por lo pronto, a señalar que, fuera de ser uno de los grandes fracasos de la Constitución de 1991, representa hoy un factor de zozobra para los derechos de la ciudadanía.

Ojalá que Santos haga caso a lo que le advirtió hace poco El Colombiano en un severo editorial, a saber: que en la elaboración de la terna para la elección de nuevo Fiscal piense en los altos intereses del Estado y no en componendas politiqueras como las que dieron lugar a la oscura elección de Vivian Morales.

A propósito de ello, el encargo que acaba de hacer la Corte Suprema de Justicia deja muchísimo que desear, pues no faltan los que piensan con buenas razones que la Fiscalía no sólo continuará bajo el control  del samperismo, sino también quedará bajo el del tristemente célebre Colectivo de Abogados que actúa dentro del esquema de la combinación de las formas de lucha que aspira a dar al traste con nuestro sistema de gobierno e imponernos una dictadura comunista.

3 comentarios:

  1. "Una de las tareas de la civilización consiste precisamente en someter esa lucha a reglas que traten de minimizar los efectos perniciosos de la competencia y extraigan de ella lo que conviene, vale decir, el triunfo de las ideas, las personas y las estructuras más aptas para el bien común"
    Extracto lo anterior del texto valioso del doctor Jesús Vallejo Mejía con la única finalidad de resaltar que aquello es lo que menos le interesa a la clase política en general, que, contrario a la preconización del altruismo como esencia de ella, solamente el egoísmo los mueve, su propio bienestar personal. El pueblo, para ellos, es lo de menos; es lo que menos les interesa pasada sí le época electoral; ni que decir de las ideas que, en estricto sentido del ejercicio de la política como servicio social que termina siendo, no existen, ya que estas en complemento tendrían solamente como meta como garantizar la armonía, el bienestar y la paz de aquel constituyente que los eligió, pero no, no les importa, por lo que todo debería de revaluarse. Cómo impedir que soterradamente se estructuren esos contubernios cuando la elección de los grandes dignatarios provienen por designación entre ellos mismos, para la final elección por quienes fueron acomodados en las mismas condiciones. Yo te nombro, tu me nombras y como es así a nadie le daremos vía libre si se nos coloca como un palo en la rueda, luego, por todos los mecanismos lo sacaremos; y tan fácil que resulta, porque en el juego de la política mas temprano que tarde se encuentran en el camino para acomodar las cargas. Y, como nos encontramos en un País donde de pregona el respeto a las decisiones judiciales, qué camino mas eficaz para estructurar una vindicta resulta ser. Y la revaluación así parezca descabellada tiene visos justos: porqué -a titulo de ejemplo- aceptar una sentencia judicial cuando es evidente y notoria su ilegalidad?

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  2. El problema de la judicialización de la política que, creo, es el sometimiento del contenido de los asuntos políticos, es decir, propios del ejercicio legítimo de la rama ejecutiva o de la legislativa, a la revisión de los jueces, obedece al fracaso de la jurisprudencia constitucional para delimitar lo que es político de lo que es simplemente jurídico. Este problema actualmente ha adquirido unas dimensiones monstruosas, porque las altas cortes, aprovechando esta falencia de la jurisprudencia constitucional han asumido el conocimiento de actos políticos como si fueran simplemente actos jurídicos y los juzgan de acuerdo a su criterio. De esta manera, reemplazan las decisiones que tomaron los gobernantes de Colombia por sus decisiones judiciales. Es así que la Ley de Justicia y Paz, propuesta por el gobierno y aprobada por el Congreso, dejó de ser efectiva porque, tanto la Corte Constitucional como la Corte suprema de Justicia cambiaron su espíritu y la volvieron difícil de aplicar, prácticamente inaplicable. Esta inaplicaabilidad de la Ley de Justicia y Paz es, según parece, una de las causas del incremento de las “Bacrim”.

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  3. Cuando los colombianos tengamos una justicia respetable los problemas de inseguridad y violencia que hoy nos aquejan empezarán a ser controlados con efectividad. Los gobiernos de turno han tratado de brindar seguridad a la población colombiana con medidas de gobierno, lo cual está bien pero es insuficiente. Por ejemplo, el enérgico gobierno de Álvaro Uribe condujo con inteligencia y gran audacia las fuerzas armadas y policiales del país, que actuaron con contundencia contra las diferentes manifestaciones del crimen organizado, reduciendo así los niveles de inseguridad a un mínimo no visto en muchas décadas.

    Sin embargo, existía un cuello de botella para la política de seguridad del gobierno de Álvaro Uribe, que era el de la debilidad de las instituciones judiciales. Al mismo tiempo que las fuerzas de seguridad, en su lucha contra la delincuencia, ponían innumerables casos, para que sean investigados y juzgados, a disposición de los jueces, fiscales y magistrados de la República, éstos dejaban en el aire o en la impunidad la mayoría de esos casos. El resultado de esta omisión judicial ha sido, y será siempre si no corregimos el problema, el rebrote de la inseguridad y la delincuencia. Problema este que se agrava aún más cuando el gobierno también es débil e incompetente, como lo es el actual gobierno.

    La justicia es respetable cuando los jueces y fiscales demuestran, en el ejercicio de sus funciones, que son imparciales y que brindan garantías para que se lleve a cabo un juicio justo. Es respetable cuando los justos no le temen por su arbitrariedad sino, por el contrario, se sienten seguros de que la justicia les brindará la oportunidad de probar su inocencia. Cuando los fiscales y magistrados no demuestren odio por personas o funcionarios a quienes tienen que juzgar, o absolver. Cuando los criminales si le temen a la justicia porque saben que donde quiera que ellos estén, la justicia les exigirá cuentas, a través de procedimientos claros pero inexorables. Cuando la gente común y corriente, del campo y la ciudad, no tengan que abandonar sus lugares de habitación o perder sus buenas costumbres porque quienes delinquen contra ellos no son llamados por los fiscales y jueces, a pagar por sus ofensas a los demás.

    La justicia colombiana no es poderosa ni fuerte, es débil, incapaz de cumplir sus funciones. Arbitrariedad no significa fortaleza. Una justicia arbitraria no es respetable…

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