viernes, 30 de marzo de 2012

Glosas a dichos lanzados al aire

“Página en blanco” es un excelente programa cultural que transmite, bajo la dirección de mi muy querida Ana Cristina Restrepo, la emisora de la Cámara de Comercio de Medellín.

Hace poco entrevistó Ana Cristina a un destacado escritor que, al hablar de su carrera literaria, aprovechó la oportunidad para contar algo de sus recuerdos familiares y emitir a las volandas ciertas opiniones en torno de la época en que nos ha tocado vivir.

Me llamaron la atención algunos de sus conceptos, de los cuales me valgo para formular aquí varias glosas, pues me parece que en ellos se pone de manifiesto con entera nitidez  una discutible visión del mundo que prevalece hoy en los medios educados y, a partir de ellos, trata de imponerse en todas la esferas de la vida social.

Sostuvo el entrevistado que, gracias a los ideales de la Ilustración, en los tiempos que corren se ha venido experimentando un apreciable progreso moral que se pone de manifiesto en la condición de la mujer, de las minorías sexuales  y, en general, de quienes antaño sufrían restricciones de distinto género en razón de sus preferencias vitales.

Pues bien, cabe preguntarse si la igualdad, la tolerancia y el espíritu libertario que se invocan para relajar la fuerza de viejas normatividades sociales en materia de costumbres y de ordenación de la vida familiar pueden, en efecto, interpretarse como progresos morales, o más bien suscitan inquietudes válidas acerca de sus consecuencias para la vida individual y la comunitaria.

Para abordar la cuestión, conviene ponerse previamente de acuerdo acerca de lo que debe entenderse por progreso y, más específicamente, por moralidad.

Es sabido que la Ilustración difundió una idea del progreso que todavía pesa sobre mucha gente como explicación del devenir histórico y, sobre todo, como componente de la “buena conciencia” acerca de la evaluación de las sociedades modernas y de los ideales que se cree que las animan.

Esta fe en el progreso de las sociedades humanas es rasgo común que comparten las corrientes liberales y las marxistas, trátese de comunistas o de socialistas. Su contenido toca ante todo con el desarrollo de las ciencias y de las técnicas, sobre las cuales reposa el innegable bienestar material de que hoy disfrutamos.

Pero este desarrollo exhibe también facetas oscuras o, por lo menos, grises, incluso desde  puntos de vista que podríamos considerar como materiales u objetivos.

Esas facetas tienen que ver principalmente con las funestas posibilidades de la violencia, cuya peor manifestación es la guerra, y con la destrucción de nuestro hábitat.

Pero también se refieren a  otros aspectos muy delicados, tales como la manipulación de las masas y de los individuos a través de distintos medios de control, como los que se ejercen a través de la propaganda.

Se trata de aspectos que ponen en duda los progresos institucionales de que solemos jactarnos, como la expansión de las libertades políticas, los derechos fundamentales o los dispositivos democráticos.

Digamos pues que los progresos en las ciencias y las técnicas nos hacen la vida más fácil y hasta agradable en algunos sentidos, pero a cambio de severas amenazas contra ella misma y su calidad.

Cuando reflexionamos sobre ellos, no deja de venir a la memoria aquel escrito pesimista en que Leopardi, al comentar que alguno se esmeraba en inventar la máquina capaz de prolongar la vida de los hombres hasta hacerlos inmortales, preguntaba si más bien sería preferible que aplicara sus esfuerzos en orden a hacerlos más felices.

El entrevistado de Ana Cristina puso como ejemplo de momentos felices que transcurrieron en la biblioteca de su padre, las borracheras con sus amigos, sus deleites con la marihuana o los encuentros sexuales con su novia.

La felicidad para él se cifra, en buena medida, en goces de esa índole, aunque no de modo exclusivo, pues es claro que simplemente los presentó a título de ejemplo, sin agotar la lista de satisfacciones que alguien dado a cultivar tendencias disolutas puede obtener a partir de las ventajas materiales que ponen a su disposición tanto el progreso de la sociedad, como  la relajación de los frenos que imponía la moralidad tradicional. Uno de ellos era precisamente el respeto por la sacralidad de la casa paterna. Otro, el no vanagloriarse de las transgresiones.

De todas maneras, lo que acá se evidencia es cierto concepto de moralidad que la vincula con la felicidad, la satisfacción de los deseos y lo que sobre todo los marxistas proclaman bajo el concepto de emancipación humana.

Es precisamente a la luz de este concepto como debe entenderse la idea de que la desaparición de los frenos y las coerciones sociales conlleva progresos morales.

Moral es, dentro de este contexto, todo ejercicio de libertad, toda manifestación de espontaneidad, todo despliegue de la propia naturaleza, toda creatividad y, en fin, todo lo que contribuya a hacer efectiva la promesa de la serpiente: “Y seréis como dioses”.

Esta concepción de la moral  está muy lejos de la que ha prevalecido a lo largo de siglos, que la refiere a lo que contribuye a que los seres humanos seamos mejores personas y a que nuestra vida de relación sea armónica. Lo primero alude al cultivo del espíritu; lo segundo, a las virtudes sociales.

El Cristianismo combina estos dos elementos de la moralidad al enseñar que la trascendencia espiritual que nos lleva hacia Dios sólo se logra por medio del amor al prójimo. De ahí, los mandamientos supremos de amar a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.

Pero la idea de moralidad que campea hoy por hoy ignora todo sentido de trascendencia espiritual. Es, además, una idea radicalmente individualista, hedonista y, en últimas, materialista. Su compromiso social se limita a tolerar al otro, para que éste, como contraprestación, lo tolere a uno, de suerte que cada quien viva su propia vida como a bien lo tenga, sin interferencia ni presiones externas.

La moral deja así de concebirse en función de la rectitud de la conducta, pues se pretende que derive de los acuerdos a que lleguen los individuos en sus relaciones recíprocas.

Esto tiene especial relevancia en la vida familiar y las costumbres sexuales, en donde desaparecen las nociones de orden, de responsabilidad, de abnegación y en general todas las que impliquen constreñimiento, para sustituirlas por las que emanen de convenios aceptados por las partes de cada relación.

La naturaleza y los efectos de esta auténtica revolución moral, que como lo ha observado algún inteligente observador del mundo contemporáneo, Lipovetsky, aspira a que se haga el tránsito de la moralidad fundada en el deber a la inspirada en el placer, no alcanza a avizorarse a cabalidad por la mayoría de la gente. Muchos, como el entrevistado en comento, la saludan con entusiasmo y han terminado viéndola como una halagüeña evolución de las conciencias. Pero su trasfondo no lo deja a uno tranquilo del todo.

En efecto, mediante ella se han puesto en acción las consignas del Thelema, que es asunto del que me ocuparé en mi próximo escrito.

1 comentario:

  1. Se le ha atribuido al movimiento de la Ilustración todo el bien que las sociedades actuales tienen: progreso material, ciencia, democracia, derechos humanos y libertades, entre muchas otras buenas consecuencias. Se ha llegado al extremo de que en muchas universidades, entre ellas la Universidad de Nariño, se ha considerado que todo lo ocurrido antes de la Ilustración no tiene importancia, por ser solo atraso, oscurantismo y barbarie.

    Como resultado de semejante visión del mundo, hemos perdido de vista el legado de la humanidad de más de 4.000 años, y nos hemos conformado con aprender lo que ha ocurrido tan solo en los últimos 250 años.

    En materia de moralidad, me parece que era más digno, más loable, lo que existía como regla general antes de la Ilustración, y que a partir de esta solo existe como excepción: el cultivo del espíritu y el valor de la armonía social. Se consideraba, entonces, bueno, la justicia y la valentía. Hoy en cambio, se considera bueno, en lo privado, el placer sin límites y la ausencia total de sufrimiento.

    Alguien era más feliz si era justo y valiente; hoy, alguien es más feliz si goza de una vida desenfrenada y si evita toda clase de atividades arriesgadas. Hoy la cobardía se ha vuelto virtud.

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