domingo, 13 de julio de 2014

Consideraciones sobre la institucionalidad colombiana (II)

2.Principios básicos de ordenación del Estado colombiano

 

2.1 La ordenación institucional del Estado en Colombia se articula, como he dicho, alrededor de lo que podría denominarse unos ejes temáticos en los cuales se desarrollan los principios fundamentales de la Constitución.

 

Esos ejes temáticos son, en mi opinión, los siguientes:

 

-El Estado Constitucional.

 

-El Estado Nacional.

 

-El Estado Republicano.

 

-El Estado Democrático.

 

-El Estado Pluralista y Laico.

 

-El Estado promotor de la Justicia y el Bien Común.

 

-El Estado garante de la Dignidad de la Persona Humana.

 

-El Estado articulado a través de la Separación y la Colaboración de Poderes dentro del esquema del Régimen Presidencialista.

 

-El Estado Descentralizado con Autonomía de sus Entidades Territoriales.

 

-El Estado con Gobierno Controlado y Responsable.

 

-El Estado Social de Derecho.

 

2.2 Cada uno de esos ejes temáticos da lugar al examen acerca de cómo se formulan los principios respectivos; cuáles son sus antecedentes históricos y sus fundamentos ideológicos; cómo los desarrollan la legislación y la jurisprudencia; cómo se relacionan unos con otros; cómo se los lleva a la práctica; cómo, en fin, se los vive en el medio social.

 

Por supuesto que todo ello entraña un vasto programa que, desafortunadamente,  no creo que se haya llevado a cabo todavía, no obstante la gran cantidad de publicaciones que se encuentran en el mercado bibliográfico acerca de la Constitución vigente y las que la precedieron.

 

Es interesante destacar que estos ejes temáticos se inscriben en términos generales dentro de ideas y desarrollos institucionales preponderantes en la Civilización Occidental Moderna, lo cual significa que es ya muy poco lo que le deben a nuestro pasado colonial y mucho, en cambio, sobre todo al constitucionalismo norteamericano, el francés y el español, los cuales han sufrido distintas adaptaciones a nuestro medio. No podemos hablar, salvo en algunos casos, de la originalidad de nuestros aportes a la ordenación constitucional.

 

Desde luego, varios de estos postulados, no obstante su carácter exógeno, han arraigado por obra del tiempo en nuestra cultura jurídico-política y hacen parte de una tradición constitucional que se ha venido configurando a lo largo de dos siglos con distintas variaciones y evoluciones. Es una tradición que paso a paso ha asimilado ideas que se han abierto camino en el constitucionalismo moderno y contemporáneo.

 

También interesa destacar que, al lado de la acusada tendencia a imitar o adaptar instituciones foráneas, obra un cierto sincretismo ideológico que combina aportes conservadores, liberales y socialistas.

 

Aunque la Constitución invoca la legitimidad democrática, pues proclama que ha sido expedida por el Pueblo de Colombia en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, lo cierto es que, por una parte, ellos fueron elegidos con una votación bastante precaria y, por otra, el modus operandi de su convocatoria y la asunción de sus poderes fue fruto de lo que alguna vez denominé “los tres golpes”, a saber: el que dio el presidente Gaviria contra la Constitución de 1886 con la complicidad de la Corte Suprema de Justicia; el que dio la Asamblea Constituyente contra el presidente Gaviria al declararse soberana; y el que la misma Asamblea dio contra el Congreso, al decretar su revocatoria.

 

El contenido de la Constitución no fue tema de la breve campaña que precedió a la elección de los delegatarios. Fue surgiendo, más bien, de las mesas de trabajo que funcionaron en distintos lugares para recoger iniciativas comunitarias y de las discusiones que llevaron a cabo dichos delegatarios en torno de los proyectos que iban elaborando en forma individual o colectiva. Hubo, en efecto, interesantes aportes individuales que enriquecieron el contenido de la Constitución.

 

Me dijo un delegatario que, como ningún grupo tenía mayoría en la Asamblea, para conquistar los votos de los sectores minoritarios hubo que entrar en transacciones con ellos, motivo por el cual no pocas iniciativas suyas terminaron imponiéndose a cambio de que apoyaran las de los sectores más influyentes. De ahí. ciertas peculiaridades de lo que terminó aprobándose como texto constitucional.

 

Se ha afirmado que la convocatoria de la Asamblea Constituyente fue fruto de la iniciativa de distintos sectores, entre ellos la juventud universitaria, que cuajó en una consulta popular irregular destinada a legitimarla. Parece más válido pensar que se trató de un hecho político creado por medios poco ortodoxos, como la presión sobre la Corte Suprema de Justicia, para validar tanto los acuerdos con el M-19 y otros grupos subversivos, como unos posibles pactos secretos con capos del narcotráfico, tendientes a resolver el delicado asunto de la extradición a los Estados Unidos.

 

Señalo, en fin, que en buena medida las soluciones constitucionales proceden más bien de los mundos académico, judicial, periodístico o político, que de las bases populares o lo que ahora tiene a llamarse las instancias comunitarias de la sociedad civil, que terminan adaptándose a lo que en los diferentes escenarios de la elite se conviene como si procediera de la voluntad popular.

 

Pasaré revista, a vuelo de pájaro, sobre cada uno de los mencionados ejes temáticos.

 

2.2 El Estado Constitucional.

 

Hans Kelsen demostró que todo Estado es de derecho y ninguno carece de Constitución. Pero no todos se estructuran y funcionan con el mismo grado de sujeción a la normatividad.

 

El constitucionalismo liberal, que surgió de lo que Hosbaum llamó las “revoluciones burguesas”, impuso la idea de que la Constitución debe constar en textos jurídica y políticamente destacados que sirvan de fundamento de validez de todo el ordenamiento jurídico estatal, a los que la normatividad inferior debe ceñirse lo más estrictamente posible, y protegidos a través de dispositivos que les confieran cierta intangibilidad y garanticen su supremacía. De ese modo, la Constitución se erige en  norma fundamental reguladora de la organización y el funcionamiento del poder público, y es un instrumento básico de racionalización del poder.

 

El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano proclamó que “La sociedad que no tiene asegurada la garantía de sus derechos, ni tiene determinada la separación de poderes, carece de Constitución”.

 

La garantía de los derechos es el propósito básico de la Constitución, la separación de poderes, el instrumento por excelencia del control del poder, de acuerdo con la conocida máxima de Montequieu: “Todo el que ejerce el poder tiende a abusar de él; para que eso no suceda, es necesario que el poder controle al poder, mediante un sistema de frenos y contrapesas”.

 

Pero el constitucionalismo liberal tendía a adjudicarle a la Ley, como expresión de la voluntad soberana, la regulación de los derechos. Las tendencias actuales buscan restringir el papel del Legislador, sobre la base de que la consagración constitucional, todo lo abstracta que parezca, brinda elementos suficientes para que los operadores jurídicos, especialmente los jueces, reconozcan y apliquen los derechos que ameritan protección destacada, ateniéndose directamente a los textos de la Constitucional.

 

En este sentido, se habla del tránsito del Estado de Derecho al Estado Constitucional, y así se ha establecido tanto en el articulado de la Constitución Política, como en la práctica judicial.

 

El inciso primero del artículo 4 de aquella es contundente:”La Constitución es norma de normas. En todo caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley u otra norma jurídica se aplicarán las disposiciones constitucionales”.

 

Esto ha llevado a hablar de la constitucionalización de las ramas del derecho, pues cada una de ellas se estructura con base en normas explícitas o implícitas de la Constitución que deben obedecerse rigurosamente.

 

La Constitución no solo rige la organización y el funcionamiento del poder público, sino toda la vida de relación de los individuos y los grupos que ellos forman voluntariamente, como sucede con el núcleo familiar y las asociaciones de toda índole.

 

Lo que precede es apenas un resumen de la doctrina jurídico-política generalmente aceptada en muchas latitudes. Pero es susceptible de algunas glosas que paso a resumir.

 

Ante todo, está lo que el profesor Lowenstein llamaba la desvalorización funcional y la pérdida de prestigio de la Constitución. Una y otra conspiran para distorsionar la normatividad constitucional y debilitar su eficacia.

 

Estas patologías obedecen en buena medida a la falta de técnica jurídica de que adolecen muchos textos constitucionales, por defectos en su redacción e incluso en su concepción misma, debidos a su carácter declamatorio que halaga la emoción, pero enreda el intelecto.

 

Ese carácter declamatorio es propio de textos que no se redactan como normas, sino como principios abstractos, a través de los que se cuelan los sesgos ideológicos y los fallos de oportunismo político que han convertido a los jueces constitucionales en verdaderos dictadores.

 

2.3 El Estado Nacional.

 

Un célebre jurista francés del siglo XIX, Esmein, decía que “el Estado es la personificación jurídica de la Nación”.

 

Hacía suyas, de esa manera, las pretensiones del nacionalismo: Cada nación tiene derecho de organizarse como Estado; cada Estado debe contar con el soporte sociopolítico de un grupo nacional.

 

El nacionalismo ostenta las características de una religión secular, de suerte que ha llegado a considerarse que la Nación es el Dios de la Modernidad. En buena medida, ha reemplazado al Dios del Cristianismo. 

 

El Preámbulo de la Constitución Política proclama que esta tiene por objeto fortalecer la unidad de la Nación, tratando de dar continuidad en parte a la fórmula que adoptó la Constitución de 1886, cuyo artículo primero rezaba:"La Nación colombiana se reconstituye en forma de república unitaria".

 

Esa reconstitución se hizo para superar la fragmentación a que había dado lugar la Constitución federalista de 1863. Pero la Constitución Política de 1991 introdujo variaciones que, en el fondo, contribuyen a mitigar el nacionalismo de la de 1886.

 

Así, en lugar de establecer que la soberanía reside esencial y exclusivamente en la nación, como lo dispuso el texto de 1886, el artículo 3 del ordenamiento actual la radica en el pueblo, sin perjuicio de volver sobre la noción de soberanía nacional en los artículos 12 y 217, ni de señalar como fin esencial del Estado la defensa de la independencia nacional (art. 2) o declarar la propiedad nacional sobre el territorio, los bienes públicos que de él hacen parte y los patrimonios arqueológico y cultural (arts. 63, 72 y 102).

 

Es muy significativo el artículo 7, según el cual “El Estado reconoce la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”.

 

Unidad en la diversidad parece ser uno de los grandes lemas de los tiempos que corren, pero quizás haga parte apenas del catálogo de buenas intenciones que preside lo que ha dado en llamarse lo “políticamente correcto”, dado que la historia muestra que las nacionalidades se han configurado a partir de cierta coerción sobre las particularidades regionales y locales.

 

Remito a la poco conocida obra de Hans Kohn sobre “El Nacionalismo, su significado y su historia”, en la que muestra que el fenómeno nacional no obedece a una ampliación espontánea del horizonte comunitario, como si se tratase de un círculo concéntrico derivado del crecimiento natural a partir de la familia, la localidad y la región, sino a algo novedoso que entraña la simpatía, no por los propios o cercanos, sino por los extraños y lejanos.

 

 

El nacionalismo, que en sus modalidades liberal, conservadora, nazi-fascista y comunista, dominó el pensamiento político a lo largo del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, ha sufrido en los últimos tiempos el impacto, por una parte, de los internacionalismos y, por otra, de los regionalismos y localismos.

 

La comunidad internacional ya no se concibe como un subproducto de las naciones soberanas, sino como una entidad con su propia fuerza y sus propios objetivos. Así juristas como Kelsen la pensaran como una comunidad con características similares a las primitivas, la experiencia de los últimos 50 años enseña que cada vez cobra más cuerpo y, por ende, más independencia respecto de las comunidades nacionales. Muchos piensan que el Nuevo Orden Mundial que está en marcha tiene por objeto la instauración de un gobierno que reine sobre todo el planeta.

 

De todo ello se hace eco la Constitución cuando remite al ordenamiento internacional en materia de derechos humanos (art. 93), diluye el vínculo de nacionalidad (art.96) y abre las puertas a la llamada supranacionalidad (art. 227), pensando sobre todo en la integración con los demás países de América Latina y el Caribe.

 

Hay, pues, unos procesos incipientes pero llenos de virtualidades hacia el futuro que tienden a la absorción de la comunidad nacional colombiana por parte de unidades más amplias que ya no serían de índole nacional, sino global.

 

Al mismo tiempo, la comunidad nacional sufre la presión de regionalismos y localismos que, so pretexto de conservar la unión en medio de la diversidad, podrían más bien debilitarla.

 

Esas tendencias hacen presentes en la Constitución tanto con el reconocimiento de la autonomía de las entidades territoriales, como con la profusión de estas, los derechos otorgados a comunidades étnicas (indígenas y negritudes), particularmente en los artículos 10, 68, 72 y 176 (Vid. Sent.  T-1045A/10, Corte Constitucional), así como los regímenes especiales para el Archipiélago de San Andrés y Providencia o las zonas de frontera (art. 289).

 

Nuestro sistema político se inclina, según lo anterior, hacia una forma atenuada de Estado nacional.

 

2.4 El Estado Republicano.

 

La vieja contraposición entre monarquías y repúblicas ha perdido actualidad por sustracción de materia, pues las monarquías en estado puro que aún quedan son muy pocas. La gran mayoría de los regímenes que hoy existen son republicanos.

 

También carece de actualidad la distinción entre repúblicas aristocráticas y democráticas, dado que casi todos los regímenes se identifican con las segundas.

 

No obstante, vale la pena detenerse en un aspecto del republicanismo que es materia de diversos análisis en el pensamiento contemporáneo: la ciudadanía.

 

La idea republicana parte de que el cuerpo político -la “res publica”- es asunto de todos. En consecuencia, involucra la responsabilidad y la participación de cada uno de sus integrantes, que son los ciudadanos, los que hacen parte de la ciudad.

 

El totalitarismo, que es invento moderno, lleva esta idea al extremo. “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada sobre ni contra el Estado” decía Mussolini, desarrollando planteamientos hegelianos que, desde cierta perspectiva, proceden de Rousseau, el padre de la democracia totalitaria.

 

En efecto, Rousseau, que no era propiamente paradigma de virtudes privadas, pone la virtud en el centro de su pensamiento; pero su concepto de virtud tiene que ver con las virtudes ciudadanas, las públicas, las externas. Su ideal es transformar los individuos en ciudadanos capaces de sacrificar sus intereses particulares en beneficio de las causas colectivas. De esa manera, creía posible lograr que la voluntad general fuese a la vez la de cada uno y la de todos.

 

Esa fusión de las voluntades individuales en la voluntad general no es otra cosa que un totalitarismo. Pero hay una vertiente más suave que permite conciliar la ética de la ciudadanía con el individualismo liberal, a partir de la distinción entre los ámbitos de la intimidad y de la sociabilidad, es decir, de lo privado y lo público. El primero es el recinto de los derechos, el segundo, el de los deberes.

 

“Todas las personas tienen derecho a su intimidad personal y familiar”, proclama el artículo 15 de la Constitución Política. Es un derecho que se vincula con otros, como el libre desarrollo de la personalidad (art. 16),  la libertad de conciencia o la libertad religiosa (art. 19). Da pie, además, para otros desarrollos, como los derechos sexuales y reproductivos.

 

Pero, al mismo tiempo, el artículo 95 de la Constitución trae un listado de deberes y prohibiciones que tiene que ver con la inserción en la comunidad nacional. Según el texto, todos los colombianos tenemos “el deber de engrandecerla y dignificarla”. Y el artículo 258 declara que “el voto es un derecho y un deber ciudadano”. En fin, el artículo 209 consagra como uno de los principios rectores de la función administrativa el de moralidad.

 

Las tendencias doctrinarias y jurisprudenciales se inclinan hacia una permisividad cada vez mayor en lo que a los comportamientos privados atañe, pero también hacia mayores exigencias acerca de la moralidad cívica.

 

Esto plantea la cuestión del límite entre la moralidad privada, que se considera inviolable, y la moralidad pública, que como digo se piensa que es asunto en el que la normatividad jurídica se inclina hacia el rigor. Pero, dónde empieza la una y dónde termina la otra es tema que, en últimas, queda deferido al arbitrio judicial.

 

Esta disociación entre la moralidad pública y la privada establece una distinción arbitraria que ignora qué es en el fondo la moralidad y desconoce que entre esos dos ámbitos se dan múltiples interrelaciones. Resulta difícil, en efecto, sostener que se puede ser intachable en lo público si se es disoluto en lo privado, y que la corrupción de las costumbres individuales solo tiene efectos en la vida individual, mas no en la colectiva.

 

Por eso, Horacio decía:”¿De qué sirven las vanas leyes si las costumbres fallan?”.

 

Esto lo decía para referirse al deterioro de la moralidad en las postrimerías de la república romana, que en sus momentos de esplendor derivaba su fuerza de la conjunción de virtudes cívicas y virtudes privadas.

 

La opinión corriente hoy en día cree de manera insensata que se puede promover un ideal de buen ciudadano que excluya, por sustracción de materia, al buen padre de familias, el buen esposo, el buen hijo y, en suma, el hombre de bien.

 

Hoy, cuando escribo estas notas, publica El Colombiano un precioso escrito del padre Hernando Uribe Carvajal que me atrevo a mencionar aquí, por la luminosidad que arroja sobre la naturaleza del mundo moral: http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/E/etica_es_comportamiento/etica_es_comportamiento.asp

 

2.5 El Estado Democrático.

 

El artículo 1 de la Constitución Política declara que Colombia es un Estado social de derecho organizado en forma democrática y participativa. Reitera así lo que enuncia en el Preámbulo acerca del propósito que animó a los constituyentes de establecer “un marco jurídico democrático y participativo”. Como observé atrás, el artículo 3 deposita la soberanía exclusivamente en el pueblo, agregando que de él “emana el poder público” y que “la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece”.

 

Uno de los propósitos principales del movimiento que dio lugar a la expedición de la Constitución en 1991 fue el de promover el tránsito de una democracia meramente representativa a una participativa que abriera amplio espacio a la manifestación de la voluntad popular. El capítulo I del Título IV se ocupa precisamente de las formas de participación democrática, tema sobre el que se vuelve XIII en torno de la reforma de la Constitución. Y dentro de esta tónica se inscribe, además, la insistencia en articular distintos mecanismos de democracia regional y local que desarrollan el concepto de autonomía de las entidades territoriales.

 

La lectura de los textos da a entender que se quiso profundizar en el ideal de democracia que planteó el presidente Lincoln en su célebre discurso de Gettysburg:"Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.

 

Dos motivos, entre otros, llevaron a este importante cambio constitucional: la captura de las instituciones por una clase política corrompida que hizo del clientelismo el factor fundamental de su poder; la necesidad de superar el cierre que impuso un bipartidismo más que centenario para frenar nuevas corrientes políticas, sobre todo de tendencia izquierdista.

 

Observo, al margen, que a la luz de los acontecimientos recientes, ese primer propósito se frustró; el segundo, en cambio, dio lugar, en efecto, a la erosión del bipartidismo, que ha sido reemplazado por un esquema de dispersión de fuerzas políticas que deja mucho que desear. Con todo, no se logró la incorporación de todas las fuerzas contestatarias y, por consiguiente, la anhelada paz con las organizaciones subversivas que sirvió de leitmotiv para que la Corte Suprema de Justicia diera su aval a la convocatoria de la Asamblea Constituyente. Las Farc y el Eln no solo demandan mayor “apertura democrática”, sino que quieren todo el poder para ellos. Alegan que son el pueblo en armas.

 

 

Los debates acerca de cuál es la verdadera democracia y cómo se la estructura en la práctica son interminables. No es esta la oportunidad de abordarlos. Baste con señalar que la definición lincolniana es muy efectista, pero irreal, pues como observa Raymond Aron en “Democracia y Totalitarismo”, en ninguna parte del mundo el pueblo se gobierna a sí mismo, ya que toda sociedad se mueve en torno de la distinción entre gobernantes y gobernados, esto es, entre elites y masas. El tema básico no es, entonces, si el pueblo se gobierna a sí mismo, sino el grado de apertura de las elites gobernantes, que es asunto que desborda el marco constitucional y se inscribe dentro de condicionamientos culturales.

 

De ahí, el interés que reviste la distinción que formula C. J. Friederich entre la democracia como forma política y como forma de vida. Esta es condición necesaria de aquella.

 

Cabe entonces plantear la cuestión de si la  nuestra exhibe las características que se esperan de una sociedad democrática, lo cual, a mi juicio, suscita muchas dudas.

 

Es interesante observar que en el pensamiento político actual aparece reiteradamente la preocupación por la crisis de las democracias, los defectos que las mismas padecen y las soluciones que serían más deseables para acercar los sistemas reales a lo que se cree que sería el ideal. Pero pocos se preguntan hoy en día si, en sí misma considerada, la idea democrática sustenta la posibilidad de un gobierno óptimo de las comunidades. A menudo se echa mano del escepticismo de Churchill cuando afirmaba que “la democracia es el peor de los regímenes políticos, exceptuados los demás”.

 

En varios artículos de este blog me he ocupado de los vicios de que adolece nuestra democracia, a propósito de las recientes elecciones presidenciales y de congresistas. A ellos remito en gracia de brevedad.

 

Hay tres observaciones generales que considero pertinentes por ahora, a saber:

 

-Nuestro régimen democrático, a la usanza de los paradigmas occidentales, adolece de los defectos propios de un individualismo extremo que ignora el peso de las familias y los cuerpos intermedios en la comunidad política. El ciudadano puede o no votar, lo hace sin información y deliberación suficientes, sufre presiones y halagos de varia índole, vende su voto …

 

-La relación política se establece básicamente a través de partidos, movimientos y grupos significativos de ciudadanos, que tienen el monopolio de las postulaciones de candidaturas, así como las ventajas de financiación estatal y acceso a medios de comunicación o el control de la organización electoral, a lo que se agrega lo que en escandalosa conversación de Juan Manuel Santos con dirigentes conservadores denominó las “municiones” para la guerra política, o lo que uno de sus ministros llamó la “mermelada”.

 

-La ley no escrita que vincula los resultados electorales al dinero que se invierte en las campañas, en cuya virtud la democracia se transforma en plutocracia. Esta, como es bien sabido, controla los medios de comunicación y, de ese modo, condiciona la “voluntad popular”.

 

Es evidente que el organigrama real de la distribución del poder en la sociedad está muy alejado del que parece derivarse de los textos constitucionales. No es osado, por consiguiente, afirmar que la soberanía del pueblo es uno más entre los mitos políticos que pueblan el espectro ideológico de nuestro tiempo.

 

En el fondo, es la noción misma de soberanía la que está en crisis como instrumento explicativo y justificativo del poder del Estado, del régimen democrático y la fuente última del Derecho.

 

Otro concepto que está en crisis es el de representación. En teoría, dadas las dificultades de todo orden para que el pueblo se gobierne a sí mismo, deben ordenarse las cosas para que en nombre suyo lo hagan representantes idóneos. Pero, según lo expuesto, dichos representantes terminan capturando el poder popular y representándose a sí mismos, fuera de que, por obra de los sistemas electorales, siempre quedarán sin vocería suficiente los sectores minoritarios de la opinión.

 

Las críticas a la democracia representativa han dado lugar a que se piense en implementar mecanismos de democracia participativa, que se acercaría más al ideal de democracia directa. Tal fue una de las motivaciones principales de nuestro proceso constituyente de 1991. Pero la Constitución, la Ley Estatutaria que la desarrolló en este punto y la jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre la materia, han puesto cortapisas que de hecho reducen significativamente su eficacia. Así se ha visto ahora, a raíz de las dificultades para encontrar una fórmula jurídica adecuada acerca de la participación de la ciudadanía para efectos de aprobar lo que llegue a acordarse con las Farc y el Eln en llos procesos de diálogo con sus dirigentes.

 

Por otra  parte, como lo ha puesto de presente Fareed Zacaria en “The Future of Freedom: Illiberal Democracy at Home and Abroad”, el abuso de los mecanismos de la democracia participativa en los Estados Unidos suscita muchas dudas sobre la bondad de la extensión de esta figura.

 

Acorde con el escepticismo de Churchill, Popper ha observado que a su juicio la ventaja que ofrece la democracia sobre otras formas políticas es la posibilidad de salir de malos gobiernos, ya que sus periodos son limitados. A esto alude la fórmula del gobierno alternativo que era de usanza en las primeras constituciones modernas, en virtud de la cual la oposición tenía la posibilidad institucional de convertirse en gobierno a través del ejercicio honorable de las reglas del juego político, el “Fair Play” del que se ha ufanado la tradición británica.

 

Lo que acaba de suceder entre nosotros con los muy discutibles procedimientos de que se valió Juan Manuel  Santos para hacerse reelegir, siguiendo con ello la tendencia que se ha impuesto en Venezuela, Argentina, Ecuador, Nicaragua y Bolivia, por no hablar de lo que sucede en otras latitudes, muestra que la democracia no protege de suyo contra los malos gobiernos, en la medida en que estos tengan la posibilidad de apoyarse en los estratos más incultos de la población.

 

Esto ha dado lugar a que en los últimos tiempos se hable de la presencia de “democracias iliberales”. Conviene señalar que los idearios democrático y liberal no son en sí mismos coincidentes. No tienen los mismos orígenes ni los mismos fundamentos ideológicos. De hecho, desde finales del siglo XVIII y a lo largo tanto del siglo XIX y el XX hubo pugnas entre ellos, de las que dan cuenta, entre otros, los escritos de Benedetto Croce y Guido de Ruggiero sobre el liberalismo. La democracia liberal es apenas una modalidad, que se contrapone a la totalitaria que estudió Jacob Talmon en un libro que ya es clásico:"Los Orígenes de la Democracia Totalitaria”.

 

Como una variante “suave” de esta, ha surgido la democracia “iliberal”, que mantiene en apariencia las formas liberales, pero distorsionándolas de tal modo que que se vuelven ineficaces en la práctica, pues en el fondo es hostil al pensamiento que las inspira.

 

 

 

2.6 El Estado Pluralista y Laico

 

El artículo 1 de la Constitución Política califica de “pluralista” la democracia que proclama. Y el inciso 2 del artículo 12 remata diciendo que “Todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley”.

 

El pluralismo se opone al totalitarismo. Reconoce como natural y conveniente que haya diversidad de opiniones, de intereses, de agrupaciones dentro del Estado. Su fundamento radica en la libertad y en la idea de que el Estado no puede monopolizar todas las funciones sociales, no solo porque no sería capaz de ello, sino porque ese extremo sería perjudicial para la comunidad.

 

De ese modo, se reivindica la vieja idea católica de los cuerpos intermedios que se sitúan entre los individuos y las familias, por una parte, y el cuerpo político, por la otra. Esos cuerpos intermedios están llamados a satisfacer las necesidades que individuos y familias no pueden resolver adecuadamente por sí solos. Al Estado le correspondería, en razón del llamado principio de subsidiariedad, atender todo aquello que los individuos, las familias y los cuerpos intermedios no estén en capacidad de manejar, lo hagan insuficientemente o, por consideraciones de bien común, no convenga que asuman ellos.

 

Esta visión se opone a la que los revolucionarios franceses, siguiendo a Rousseau, pretendieron imponer, al tenor de la cual entre el cuerpo político y los individuos no debería haber instancias intermedias que se consideraban alienantes. Lo que a la postre mostró ser verdaderamente ruinoso para las libertades fue, más bien, esa idea que abrió el camino para que se instaurara la democracia totalitaria.

 

Los derechos de libre asociación (art. 38) y sindicación (art. 39), así como el régimen de partidos y movimientos políticos (arts. 107 a 111) y el de servicios públicos (art. 365) se hacen eco de este pluralismo en la Constitución.

 

El principio del Estado laico se inscribe también dentro de esta tendencia.

 

Según este principio, no hay religión oficial y ninguna goza de la especial protección del Estado.

 

Pero la fórmula que lo consagra en el artículo 12 atrás mencionado no puede interpretarse, como pretenden ciertos sectores doctrinales y jurisprudenciales, con los criterios que prevalecen sobre todo en los Estados Unidos y en Francia.

 

Como es bien sabido, la Constitución norteamericana fue probablemente la primera que declaró la neutralidad del Estado frente a la religión. Su Primera Enmienda dice al respecto: "El Congreso no hará ley alguna con respecto a la adopción de una religión o prohibiendo el libre ejercicio de dichas actividades”.

 

Este texto ha dado lugar a variados y contrapuestos desarrollos jurisprudenciales, algunos de los cuales llegan al extremo de afirmar que en virtud de lo que ordena en el debate público son del todo inaceptables los argumentos basados en premisas religiosas e, incluso, toda manifestación de creencias y actividades de dicho género es inadmisible en el espacio público.

 

Sobre este delicado asunto, remito al libro “The Criminalization of Christianity”, de Janet L. Folger, que he comentado en otra ocasión en este blog. Pero hay algunos fallos recientes de la Corte Suprema de Justicia indican cierta corrección de esta tendencia.

 

La Constitución norteamericana no es antirreligiosa. Su neutralidad en la materia obedece más bien al hecho de que en las 13 colonias no había una iglesia dominante, sino varias, lo que de hecho imponía el pluralismo. No faltan, sin embargo, los que consideran que el deísmo masónico de buen número de Padres Fundadores dejó su impronta en ella.

 

El caso francés es muy diferente, tal como lo evidencia el libro de Jean Sévillia, “Quand les catholiques étaient hors la loi”, al que creo haber hecho alusión en otra oportunidad. La Ley de Separación de la Iglesia y el Estado del 9 de diciembre de 1905 no fue fruto de una evolución pacífica, sino de un cuarto de siglo de rabiosa persecución masónica contra la Iglesia que ha tenido como resultado la descristianización de Francia (Vid. http://bibliothequedecombat.wordpress.com/2014/07/11/en-france-leglise-conciliaire-est-deja-morte/).

 

El caso colombiano es diferente. El Preámbulo de la Constitución Política, si bien reitera la fórmula de la Constitución norteamericana y la de nuestra Constitución de 1863 que aluden al Pueblo como suprema autoridad legitimadora del poder constituyente, invoca, como fórmula transaccional respecto del orden anterior, “la protección de Dios”.

 

Por consiguiente, la nuestra no es una Constitución atea, agnóstica ni excluyente de lo religioso en la escena pública. Y si bien es cierto que destronó a la Iglesia Católica del sitial que desde 1886 ocupaba, consagrando una libertad religiosa que de hecho existía desde muchas décadas atrás, al declarar en su artículo 70 que “La cultura en todas sus manifestaciones es fundamento de la nacionalidad” y que “El Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas las que conviven en el país”, al tiempo que en el artículo 72 dispone que “El patrimonio cultural de la Nación está bajo la protección del Estado”, veda toda política de erradicación del sentimiento religioso y las tradiciones católicas que hacen parte sustancial de la cultura colombiana.

 

A la luz de estas disposiciones, no serían de recibo en nuestro país las medidas tendientes a retirar del espacio público los símbolos religiosos entrañablemente apreciados por las comunidades, o prohibir en el mismo las celebraciones católicas que hacen parte de la cultura popular.

 

Tampoco son de recibo las restricciones a la libertad de conciencia que el fanatismo de género pretende imponer en contravía del texto expreso del artículo 18 de la Constitución Política, que a la letra dice:

 

“Se garantiza la libertad de conciencia. Nadie podrá ser molestado por razón de sus convicciones o creencias ni compelido a revelarlas ni a actuar contra su conciencia”.

 

2.7 El Estado promotor de la Justicia y el Bien Común.

 

Las proclamas del Preámbulo y de los artículos 1, 2, 133, 365 y otros más aluden a los fines del Estado, que se resumen en el concepto de bien común.

 

Una larga tradición que remonta al nacimiento mismo de la especulación política en la Grecia clásica enseña que la racionalidad del poder solo puede establecerse a partir del examen de los propósitos que lo animan, que no deben ser otros que el servicio de las comunidades, el bien común.

 

Como es el pensamiento católico el que se ha encargado de mantener viva en nuestra civilización esta noble idea, no han faltado los intentos de degradarla, privándola de sus ingredientes morales y sustituyéndola por expresiones que se consideran más realistas, tales como las de interés general (art. 1), utilidad pública o interés social (art. 58), las cuáles pretenden darles gusto ora a los utilitaristas, ya a los socialistas. Pero, afortunadamente, el artículo 133 reprodujo la fórmula tradicional que ordena que los cuerpos colegiados de elección popular deberán actuar consultando la justicia y el bien común.

 

En la doctrina social católica se define el bien común como “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten, ya sea a la colectividad  como así también a sus miembros, alcanzar la propia perfección más plena y rápidamente”(Pontificio Consejo Justicia y Paz, 2005, n. 164)(Vid. http://www.iese.edu/research/pdfs/di-0937.pdf).

 

Se ha dicho que en el origen del pensamiento ético se halla la idea de la búsqueda de la excelencia, de la perfección.

 

La exhortación de Mt. 5, 48 (“Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”), está presente, bajo diversas modalidades, en todo movimiento del espíritu humano hacia la obtención de la sabiduría y la plenitud de la trascendencia  que de ella se sigue (Vid. Roger Walsh, “The World’s Great Wisdom-Timeless Teachings from Religions and Philosophies”, Suny Press, NY, 2014).

 

Dice Walsh con sobra de razones que “la suerte de nuestra especie y de nuestro planeta puede depender de darle a la sabiduría una posición más destacada en en la vida personal y la pública”(p. 1), después de señalar, citando a T. S. Eliot, que sabiduría no equivale a conocimiento ni a información. Observo de pasada que los redactores del Preámbulo de nuestra Constitución Política parecen haber valorado  más el conocimiento que la sabiduría, pero esta queda reflejada en el texto constitucional, como he dicho, en la fórmula que mantiene la referencia a la justicia y el bien común.

 

El relativismo moral imperante ha difundido la tesis de que el bien no es susceptible de aprehensión racional, esto es, que no cabe subsumirlo, en términos cartesianos, dentro de ideas claras y distintas, dado que es asunto de preferencia subjetiva, de sensibilidad o de emoción, e incluso de apetencia o deseo. La diversidad de apreciaciones sobre lo que es bueno o malo impide entonces la formulación de una ética que desborde la descripción y la explicación causal de valoraciones, actitudes, comportamientos y costumbres, tratando de ir más allá en búsqueda de su justificación racional.

 

Pero, de ese modo, el cuerpo político y la normatividad jurídica que el mismo pretende imponer pierden todo sustento racional. Mejor dicho, su racionalidad sería apenas la de los nudos hechos: son como son, y basta. El poder se impone, de grado o por fuerza, y  pare de preguntar. Sirve a unos en detrimento de otros, porque así es.

 

El libro de Walsh, junto con muchos otros que sería prolijo traer a colación aquí, se rebela contra ese punto de vista que amenaza con la destrucción de nuestra especie y el mundo que nos rodea. Hay una ciencia que puede aprenderse estudiando las grandes religiones, sus tradiciones, las filosofías y las psicologías que de ellas se desprenden y las acompañan (p. 3). Esa ciencia puede dar respuesta a tres preguntas básicas.

 

-¿Qué es la sabiduría?

 

-¿Cómo se la cultiva?

 

-¿Cuáles son sus implicaciones para los individuos, la sociedad y el mundo?

 

En el Preámbulo de la Constitución Política se proclama que por medio de ella se busca garantizar “un orden político, económico y social justo”, vale decir, que con espíritu de sabiduría dé a cada cual lo suyo en las relaciones de la comunidad con sus integrantes, las de estos entre sí y las de todos con aquella.

 

La captación de lo justo es privilegio de los hombres sabios, a quienes en todas las agrupaciones tradicionalmente se les ha reconocido autoridad moral. Pero nuestras instituciones políticas no están diseñadas para que los llamados a decidir sobre la suerte de la sociedad estén dotados de sabiduría. Lo usual, más bien, es que tengan la sagacidad de las serpientes, la versatilidad de los camaleones y la voracidad de los lobos.

 

En “La Filosofía Política de Santo Tomás de Aquino” (p. 185), recuerda Eustaquio Galán y Gutiérrez algunos dichos de la sabiduría salomónica que vienen aquí como anillo al dedo:

 

-"El gobierno de los malos es la ruina de los hombres”, porque la maldad de los tiranos impide a los súbditos el perfeccionamiento de las virtudes.

 

-“Cuando los malos asuman el gobierno, el pueblo gemirá como caído en esclavitud”.

 

-“El mal príncipe es para el pueblo empobrecido como un león rugiente y un oso hambriento”.

 

-“Da lo mismo estar sujeto a un tirano que a un animal enfurecido”.

 

Precisa Galán “que lo esencial de la tiranía, según Santo Tomás, consiste en que el poder sea ejercitado en provecho particular de quien gobierna, con olvido del bien común”(p. 194).

 

A poco de escribir estas notas, leo en El Colombiano un excelente artículo de Juan David Escobar Valencia que muestra los efectos deletéreos que para las sociedades representa el hecho de que los peores lleguen a ejercer los altos cargos dentro del Estado. Invito a mis lectores a leerlo en http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/D/darwin_en_politica/darwin_en_politica.asp.

 

Llama la atención que el texto constitucional se esmere en proclamar que “Todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano” (art. 79), algo que hoy se considera políticamente correcto, y se desentienda, en cambio, de la conservación y el incremento de un medio anímico igualmente sano, porque es también políticamente correcto, en aras de la libre escogencia de las opciones morales y de la neutralidad del derecho frente al mundo moral, dar malos ejemplos; promover la corrupción de las costumbres; alentar a los depravados; pervertir a niños y jóvenes con la hipersexualización de la cultura; divertirlos con la violencia; ofrecer la droga como alivio para la presión que la sociedad contemporánea ejerce sobre los individuos;  y premiar a los malvados, exaltándolos, a sabiendas de sus defectos y sin considerar si exhiben virtudes que los contrarresten, a las más altas posiciones de mando dentro de la sociedad.

 

La Constitución Política se ocupa del desarrollo integral de los niños (art. 44), la formación también integral de  los adolescentes (Art. 45), y  al derecho de toda persona a la educación, que “formará al colombiano en el respeto a los derechos humanos, a la paz y a la democracia {…} para el mejoramiento cultural, científico, tecnológico y para la protección del ambiente” (Art. 67), pero echa de menos la promoción de los altos valores del espíritu, los que configuran la sabiduría.

 

Ahora bien, según observa Paul Ricoeur en texto que menciono en mis “Lecciones de Teoría Constitucional”, la civilización nace de un impulso hacia lo alto. En consecuencia, perdido ese impulso, se degrada y desaparece.

 

Como lo diré en la tercera parte de estas notas, nuestra civilización política, la muy tenue de los colombianos, de la que Marco Palacios ha dicho que es apenas una delgada capa que nos recubre deficientemente, ha perdido toda impulsión hacia lo alto. Está degradada y en proceso de descomposición.

 

2.8 El Estado garante de la dignidad de la Persona Humana.

 

El artículo 1 de la Constitución declara que el Estado colombiano se funda sobre el respeto a la dignidad humana. Lo corrobora el artículo 5: “El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona y ampara a la familia, como institución básica de la sociedad”. Más adelante, el artículo 94, después de un largo listado de derechos y garantías, expresa: "La enunciación de los derechos y garantías contenidos en la Constitución y en los convenios internacionales vigentes, no deben (sic) entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ellos”.

 

Nuestra Constitución Política es quizás la más generosa del mundo en materia de derechos y garantías. Los hay para todos los gustos y da pie para clasificarlos en varias categorías con miras a definir las condiciones jurídicas de su protección. Esta cuenta con un precioso aunque abusado instrumento: la acción de tutela.

 

Contrasta, desde luego, esta ampulosa manifestación de beatería jurídica y fetichismo constitucional, con la trágica realidad que se vive en Colombia. Ya lo había advertido este escribidor cuando en un ensayo publicado a raíz de la expedición de la nueva Constitución se atrevió a decir que, como en la conocida canción de Escalona, la Asamblea Constituyente nos ofreció “una casa en el aire”, pero “en obra negra”.

 

Hay tres nociones que es preciso examinar: la de persona humana, la de su dignidad, y la de derechos inherentes a ella.

 

En un diálogo de Eugenio Trías con Rafael Argullol, recuerda ese brillantísimo pensador peninsular que la noción de persona procede de los estoicos y tiene un denso contenido ético que a su juicio es indispensable rescatar en estos tiempos de crisis espiritual.

 

La axiología alemana de la primera mitad del siglo pasado hablaba de la persona como el sujeto abierto a la captación y realización de valores. Pensadores católicos del siglo XX, como Maritain y Mounier, desarrollaron un pensamiento similar, el primero, sobre bases tomistas; el segundo, bajo la influencia fenomenológica: la persona es el individuo que trasciende hacia una dimensión espiritual. No es naturaleza simple y llana, lo que es el individuo, sino naturaleza, por así decirlo, transfigurada que se abre a los demás y a su Alfa y Omega: Dios.

 

Kant desarrolló una concepción antimetafísica de la persona, al considerar simplemente un hecho:  "la persona moral es el sujeto racional libre, bajo el imperio de las leyes éticas"(Vid.http://www.filosofia.org/aut/003/m49a1297.pdf).

 

Sea que se la mire desde la perspectiva metafísica, ya desde la del criticismo kantiano, la idea de persona está referida, en todo caso, a una dimensión ética.

 

Pero, de hecho, en buena medida la regulación jurídica se desentiende de estas distinciones y toma nota, simple y llanamente, del individuo como tal, independientemente de si se sujeta o no al imperio de las leyes éticas.

 

Más consecuentes fueron los redactores de la “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano” y los de la “Declaración Universal de los Derechos del Hombre”, aunque esta última utiliza indistintamente las expresiones individuos, seres humanos y personas.

 

La idea de dignidad de la persona humana se ha difundido a partir de una reflexión que hace Kant: las cosas tienen precio; no así, las personas, que tienen dignidad. Su valor es, por consiguiente, infinito.

 

“Desde Kant, el término 'persona' sirve, además, para designar, en todos los niveles de la cultura general alemana, que todo ser humano es "un fin en sí mismo", es decir, una realidad por derecho propio y con una dignidad específica, con independencia de su clase, ideología, religión, raza o nación, y del grado de impedimentos con que se encuentre desde el comienzo de su  existencia”(Vid. Heinrich Kanz-Immanuel Kant http://www.ibe.unesco.org/publications/ThinkersPdf/kants.pdf)

 

No es difícil rastrear los orígenes cristianos de esta valoración del ser humano como “fin en sí mismo” y titular de una dignidad que hace de él un sujeto dotado de valor absoluto. No es sino leer el Evangelio de San Juan o las Epístolas de San Pablo para darse cuenta de ello, motivo por el cual Nietszche lo calificó como un “cristiano alevoso”.

 

Pero, dado el talante antimetafísico y logicista del pensamiento kantiano, la cuestión asume en este otras coloraciones: la dignidad del hombre se funda en su racionalidad, su libertad y su cualidad de sujeto en cuyo interior se hace presente la ley moral.

 

Ya Aristóteles reconocía que la condición de animal racional le da preeminencia al hombre respecto de los demás seres de la naturaleza, si bien pensaba que no todos los seres humanos son igualmente racionales y que el déficit de racionalidad justifica tratos desiguales. Son el Estoicismo y el Cristianismo los que promueven la idea de que todos somos racionales e iguales. Esta última no deja de ser una idea metafísica (la igualdad esencial, más allá de las diferencias que evidentemente existen entre los individuos). Pero no son la racionalidad y la igualdad las determinantes de la dignidad, sino la libertad de obrar trazándose sus propios fines y ajustándolos a la ley moral presente en su interioridad.

 

Los seres vivos actúan de modo finalístico, pero es un modo trazado de antemano por su naturaleza y al que no pueden escapar. El hombre, en cambio, elige libremente sus fines, que son muy variados. Pero esos fines solo son racionales si se ajustan a la ley moral, libremente asumida pero presente en su conciencia. Y también acá resuenan ecos del pensamiento clásico, tal como fue transmitido y reelaborado  por el pensamiento cristiano.

 

La variación estriba en que, según Kant, la conciencia no recibe la impronta de la ley moral por obra de Dios, sino de un modo misterioso que se pone de manifiesto en los famosos imperativos categóricos de la razón práctica, tan dictatoriales y  arbitrarios, según Maritain, que Hegel llegó a decir que Robespierre, el sanguinario promotor de la virtud cívica, era “Kant en acción”.

 

Los neokantianos coinciden en que la dignidad es un valor. Por consiguiente, lo que de ella se diga entraña juicios de valor, que según el dogma kantiano no pueden sustentarse en hechos, habida consideración del abismo lógico que separa el ser del deber ser. Y la opinión corriente hace todo lo contrario, afirmando que la dignidad humana reposa lógicamente sobre la calidad de sujeto moral.

 

Me he detenido en esta fatigosa reseña para mostrar, por una parte, que el dogma de la dignidad de la persona humana se elabora a partir de una compleja y quizás incorrecta argumentación filosófica,y que, por otra, en últimas su fundamento es religioso, específicamente judeo-cristiano o, quizás, principalmente cristiano.

 

Hay fundamentos más plausibles y menos comprometidos tanto desde el punto de vista teológico como el filosófico. Tal es el caso de la piedad o la caridad, que justifican la consideración para con el que sufre, el débil, el menesteroso. En otros casos, la justificación habría que buscarla en datos antropológicos que, en buena medida, dan cuenta de la naturaleza humana, e incluso en consideraciones pragmáticas sobre lo que más pueda convenirles a las sociedades o sobre lo que estas en capacidad de garantizar.

 

Tal es sentido de la encuesta que realizó la Unesco entre pensadores de distintas vertientes culturales y doctrinarias, con miras a sentar las bases de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que aprobó la ONU en 1948 (Vid. “Los Derechos del Hombre”, Editorial Laia, Barcelona, 1976).

 

En mis “Lecciones de Teoría Constitucional” llamé la atención sobre la respuesta que dio Gandhi a la solicitud que le hizo Julián Huxley para que colaborara con tan importante esfuerzo. Alegando su física falta de tiempo para evacuar el encargo, se limitó a decir algo que vale por todo lo que se dijo en el libro, a saber:

 

“De mi ignorante pero sabia madre aprendí que los derechos que pueden merecerse y conservarse proceden del deber bien cumplido. De tal modo que somos solo acreedores del derecho a la vida cuando cumplimos el deber de ciudadanos del mundo. Con esta declaración fundamental, quizá sea fácil definir los deberes del Hombre y la Mujer y relacionar todos los derechos con algún deber correspondiente que ha de cumplirse. Todo otro derecho será una usurpación por la que no merecerá la pena luchar”(ps. 33-4).

 

Observo que acerca del tema de la dignidad se ha producido una alarmante devaluación del concepto. Como digo, en parte su origen es religioso y ha tenido un importante desarrollo en la filosofía cristiana, tal como lo pone de presente Javier Hervada en  “La Dignidad y la libertad de los Hijos de Dios” (Vid.http://dspace.unav.es/dspace/bitstream/10171/6488/1/IV-DIGNIDAD.pdf). Pero, en la práctica, la dignidad se ha convertido en un comodín que sirve para justificarlo todo: es propio de la dignidad de la persona humana reconocerle a la mujer el sacrosanto derecho de de destruir la vida que alienta en sus entrañas. Tal elasticidad del concepto lo hace, como dicen los lógicos, poco operativo.

 

¿Cuáles son los derechos inherentes a la persona humana? ¿Qué se deriva lógicamente de esta noción?

 

La cita  de Gandhi pone de manifiesto una concepción que podría denominarse minimalista: tenemos derecho a la vida para cumplir nuestros deberes. Para el cristiano, la salvación del alma es lo más importante en la vida; por consiguiente, el derecho fundamental toca ante todo con el espíritu (Mt. 16, 26: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?; Mc. 8,36: ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?).La Declaración de Independencia de los Estados Unidos  nos dice:"Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados…” Por su parte, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano proclama en su artículo 1 que los derechos naturales e imprescriptibles son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. A partir de ahí, la lista se ha venido ampliando o restringiendo al tenor de diversas concepciones ideológicas y de acciones políticas. Digamos que hoy prevalece una concepción maximalista, especialmente por el poder que la noción de derechos fundamentales les otorga a los jueces. Así, en un fallo perverso como pocos, nuestra Corte Constitucional se atrevió a considerar que hay un derecho fundamental de drogarse en la intimidad. Se lo puede consultar a través del siguiente enlace:http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1994/c-221-94.htm.

 

Insinué atrás que la Antropología y, en general, las Ciencias del Hombre, nos pueden ofrecer datos significativos sobre las tendencias y necesidades humanas básicas, muchas de ellas comunes a todas las agrupaciones, de donde podría resultar a través de la inducción la idea de que en efecto hay una naturaleza humana de la que todos los de nuestra especie participamos. Por supuesto que para los seguidores de Kant este hecho no puede dar lugar al sustento de juicio de valor alguno; pero los que creemos, al tenor de la tradición aristotélico tomista, que el valor está inscrito en el ser como perfección suya, encontramos que esos datos son significativos para proteger la vida humana y reconocerle su significado trascendente.

 

Desafortunadamente, como consecuencia de la dogmática kantiana, tal vez no querida ni prevista por su famoso inspirador, en el pensamiento contemporáneo ha hecho carrera la idea de que, al carecer de esencia natural por su condición libre, el ser humano está abierto a toda clase de posibilidades de autoconfiguración y autorrealización, siendo entonces enteramente maleable. Ontológicamente, es una forma vacía, la Nada sartreana, según lo explica Luc Ferry al hacer hincapié en la indeterminación como fundamento de la libertad.

 

Esta conclusión va más allá del famoso dictum de la filosofía alemana de la cultura, basada en Hegel y coreada por Ortega, a cuyo tenor “El Hombre no es Naturaleza, sino Historia”. Por consiguiente, sus determinaciones proceden de la cultura en que vive, la que él mismo crea. La idea es sobrepasar no solo los determinismos naturales, sino también los culturales.

 

Sobre estas premisas, se ha impuesto en la actualidad una Antropología Cultural que considera que toda cultura es artificial y que la misma se puede modelar arbitrariamente, lo que daría lugar, por ejemplo, a negar las funciones naturales de la diversidad sexual, o a  la idea de que no hay familia natural, lo que permitiría reestructurarla ad libitum por los controladores del poder público. Ahí está uno de los gérmenes de la ideología LGTBI que pretende imponerse en todas partes por vías que no es excesivo calificar como totalitarias.

 

Esto indica que la concepción actual de los derechos se funda, más que en rigurosas premisas filosóficas, en ideologías que no ganan adhesión  propiamente a través de la persuasión racional, sino más bien por medio de los variados y a veces muy sutiles mecanismos de control de la opinión pública.

 

No obstante ello, suele acudirse, también con base en Kant, a la elaboración deductiva de la teoría de los derechos, apoyándose en premisas tan elásticas como las de dignidad, libertad e igualdad.

 

Michel Villey ha advertido sobre los errores que entrañan la ontologización de los derechos (considerarlos como entidades con sustancia propia, error que le atribuye a Suárez) y su fundamentación por vía deductiva, en su polémico escrito sobre “Le Droit et les Droits de l´Homme”. Según su punto de vista, el tema de los derechos no es de ciencia, sino de prudencia, entendido ello en los términos que acuñó Aristóteles.Y mal puede deducirse de la esencia del hombre derecho alguno, puesto que el derecho no es sustancia, sino relación.  (Vid.http://dspace.unav.es/dspace/bitstream/10171/12761/1/PD_25-2_08.pdf)

 

Hay varios aspectos de la cuestión que ameritan mencionarse aquí.

 

En primer lugar, la conexión de los derechos con la moralidad. La relación de la Moral con el Derecho es uno de los grandes temas de debate filosófico y da lugar a distintas opiniones, desde la que predica una sumisión total del segundo respecto de la primera, hasta la que afirma que son dos órdenes completamente separados el uno del otro.

 

Pues bien, en los últimos tiempos ha hecho carrera la tesis de que los derechos fundamentales son derechos morales, pero no en el sentido de que ellos constituyan desarrollo de preceptos morales, sino en el de que es inmoral limitarlos o vulnerarlos, pues ello implicaría desconocer la tolerancia, que es el valor supremo dentro de una sociedad pluralista. Esto significa entonces que la regla básica de convivencia dentro de lo que se estima como una sociedad civilizada podría enunciarse de esta manera:"Prohibido prohibir, prohibido censurar”. Pero también significa, ni más ni menos, el desconocimiento de la naturaleza de la normatividad moral, que se estructura no solo a través de mandatos, sino también de prohibiciones, unos y otras tendientes a imponer por la vía de la presión social inorgánica cierto orden en las costumbres y la vida personal, con miras a domeñar nuestros instintos.

 

De hecho, con esta postura se pretende erradicar la moralidad cristiana, que aspira a espiritualizarnos, para reemplazarla, como ha señalado Lipovetsky, por una moralidad del placer. Esta prescinde del ideal de la espiritualidad  y sacraliza las pulsiones generadoras del deseo. Mas, como lo señala Charles O. Tart,"Nuestra cultura, nuestra psicología, ha desterrado la índole espiritual del hombre, pero el costo de este intento de suprimirla ha sido enorme”, pues “gran parte de la angustia de nuestro tiempo proviene de un vacío espiritual”(Charles T. Tart, “Psicologías Transpersonales-Las tradiciones espirituales y la psicología contemporánea”, Paidós Orientalia, Barcelona, 1994, p. 13).

 

En segundo lugar, la interrelación de los derechos y los deberes, que se destaca en el pensamiento de Gandhi y que Trías explica con agudeza al señalar que la idea de libertad está inextricablemente ligada con la de responsabilidad. La libertad consiste, en efecto, en la capacidad de responder de modo racional frente a las circunstancias de la vida. Y no otra cosa es la responsabilidad. Es tema sobre el que también insiste Villey y que no es ajeno a nuestro ordenamiento constitucional, dado que el artículo 95 proclama que “El ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en esta Constitución implica responsabilidades”, e impone, además, el deber de “Respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios”.(Observo, entre paréntesis, que en la codificación que utilizan la Corte Constitucional y muchos jueces de tutela parece que faltan las páginas correspondientes a este artículo).

 

Dice  Miguel Podarowsky que “Desde el punto de vista cristiano, los «derechos» humanos necesariamente están vinculados con los «deberes» humanos, pues entre ellos existe una correlación”(Vid.http://www.fundacionspeiro.org/verbo/1990/V-287-288-P-1073-1126.pdf).

 

En tercer lugar, la puesta en práctica de los derechos, que a menudo demanda gastos ingentes, como en el caso de los derechos sociales; otras veces, se trata de derechos ilusorios o que entran en contradicción unos con otros. Piénsese tan solo en el artículo 51 que garantiza la vivienda digna para todos los colombianos, o en el derecho a la paz que proclama el artículo 22.

 

No dudo que estas observaciones van en contravía de la opinión dominante, para la que en buena medida los derechos son objeto de culto, una verdadera religión (Vid. Guillaume Faye,“La Religión de los Derechos Humanos”; http://documentos.morula.com.mx/wpcontent/uploads/2012/07/CC.72.Marzo2005-Un-Buscador-de-la-Ciudad-de-los-C%C3%A9sares.pdf;http://documents.pageflipflap.com/zh5/96826#.U8RdAfm-2m4).

 

Es necesario, sin embargo, reflexionar juiciosamente sobre estos tópicos, pues en buena medida la crisis de la institucionalidad que adelante examinaré toca con ellos.

 

2.9 El Estado articulado a través de la Separación y la Colaboración de Poderes dentro del esquema del Régimen Presidencialista.

 

El artículo XXX de la Declaración de Derechos de Massachusetts dice:

 

"En el gobierno de esta comunidad, el departamento legislativo nunca ejercerá los poderes ejecutivo y judicial, ni cualquiera de ellos; el ejecutivo nunca ejercerá los poderes legislativo y judicial. ni cualquiera de ellos; el judicial nunca ejercerá los poderes legislativo y ejecutivo, ni cualquiera de ellos; el gobierno deberá ser de leyes y no de hombres".

 

Sostiene el profesor Jellinek (“La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano-Estudios de Historia Constitucional Moderna", Editorial Nueva España, México) que el célebre artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, según el cual la sociedad en que no esté consagrada la separación de poderes carece de Constitución, se inspiró en el texto citado de la Declaración de Derechos de Massachusetts.

 

Si bien es cierto que la separación de poderes en los Estados modernos cuenta con significativos antecedentes en la tradición británica, tal como la interpretó Montesquieu en “El Espíritu de las Leyes”, la idea de separar nítidamente los poderes legislativo, ejecutivo y judicial es, sin lugar a dudas, de origen norteamericano.

 

Como lo expresa la Declaración de Massachusetts, su propósito es instaurar un gobierno que sea de leyes y no de hombres. Esta idea se traduce la soberanía de la ley, llamada a reemplazar la del monarca y a poner término al régimen despótico del mismo.

 

Observo de pasada que, por una parte, si todo gobierno es de hombres sobre hombres y son ellos los que hacen y aplican las leyes, la idea de una soberanía de ley parece entonces irreal; por otra, no del todo cierto que el régimen de la monarquía, incluso la absoluta que impuso Luis XIV en Francia, fuese lo despótico que dijeron los revolucionarios franceses, quienes impusieron unos regímenes muchísimo más arbitrarios que el del infortunado monarca que decapitaron. En realidad, la monarquía estaba sometida a distintas limitaciones y ninguno de los que la ocuparon llegó a gozar de un poder tan desbordado como el que ejerce hoy un jefe de gobierno.

 

La separación de poderes ha sufrido muchas vicisitudes en los más de dos siglos que lleva de ejercicio. ha terminado decantándose en dos modelos básicos: el presidencialista, que aparentemente la enfatiza, y el parlamentarista, que tiende a relativizarla. En la práctica, sin embargo, como lo han puesto de presente los constitucionalistas franceses, ambos modelos le dan realce al poder ejecutivo.

 

En pro de la separación de poderes militan dos grandes consideraciones: la limitación del poder, que no obstante sus dificultades y distorsiones, es indispensable para la salvaguarda de los derechos; y la racionalización del mismo, habida consideración de la necesidad de especializar las tareas gubernamentales.

 

La preocupación de Montesquieu es cada vez más válida: todo individuo que ejerce el poder tiende a extralimitarse y es necesario imponerle límites que obren en el seno del poder mismo. Y si este se torna absoluto, se corrompe absolutamente, según célebre observación de Lord Acton.

 

Por otra parte, un dicho célebre afirma que “La deliberación es cosa de muchos; la ejecución, en cambio, es tarea de uno solo”. En consecuencia, hay que organizar de distintas maneras el poder deliberante, que es de la esencia de la función legislativa, y el ejecutivo, cuyo propósito es la puesta en práctica y la administración de lo que se decida en las leyes.

 

Además, como la tarea de administrar justicia requiere conocimientos específicos, amén de independencia e imparcialidad, lo apropiado es encomendarla a  autoridades que puedan ejercerla con autonomía frente a  presiones políticas emanadas de distintos frentes.

 

El esquema básico de autoridades legislativas , ejecutivas y judiciales, con sus respectivas especializaciones funcionales, sufre muchas variaciones en los ordenamientos constitucionales y, específicamente, en el nuestro. La Constitución Política, en efecto, va más allá de la división tripartita del poder a través de las ramas legislativa, ejecutiva y judicial, al decir que fuera de los órganos que las integran habrá otros autónomos e independientes para el cumplimiento de las demás funciones del Estado. Además, la especialización funcional no es rigurosa, pues cada rama y órgano independiente ejerce atribuciones de varia índole que no son exclusivamente legislativas, ejecutivas o judiciales. Ello, en virtud del principio de colaboración armónica que consagra el artículo 113 de la Constitución Política.

 

En realidad, la división tripartita de las funciones estatales resulta insuficiente y se hace necesario pensar en una clasificación más amplia, como la que diferencia la función constituyente, la legislativa, la gubernamental o política, la administrativa, la jurisdiccional, las de control y la electoral.

 

La separación de poderes se instrumenta de distintas maneras: por la autonomía de las funciones; por el origen de sus titulares, por los controles recíprocos entre unos y otros. El profesor Lowenstein ha propuesto una interesante clasificación de estos últimos: controles intraorgánicos, que obran en el interior de cada rama, como el sistema bicameral o los recursos ante los superiores; controles interorgánicos, de una ramas u órganos de control sobre otros, como las acciones de inconstitucionalidad o de nulidad, el juzgamiento de altos funcionarios por el Congreso, las objeciones a  proyectos de ley, etc.

 

Estos controles configuran los pesos y contrapesas que Montesquieu consideraba necesario establecer con miras a impedir las extralimitaciones del poder.

 

Unos de ellos se regulan de modo expreso en la Constitución, pero su funcionamiento sufre distorsiones de distinto orden. Hay también controles informales e irregulares, como los que ejercen los congresistas para extorsionar a los gobiernos o los que estos utilizan para corromperlos.

 

Como en muchos otros temas constitucionales, la teoría va por un lado y la práctica va por otro. De hecho, a pesar de las restricciones que la Asamblea Constituyente pretendió imponerle al gobierno, este dispone de enormes poderes fácticos que le permiten influir no solo sobre el Congreso, sino sobre las altas cortes de justicia y los organismos de control, tal como lo ha demostrado Juan Manuel Santos.

 

Colombia tiene una larga tradición presidencialista. Salvo en algunas constituciones de la primera época de la independencia (la “Patria Boba”) y durante la vigencia de la Constitución de 1863, nuestros ordenamientos políticos han realzado la figura del Presidente. La Constitución actual pretendió atenuar el poder presidencial, pero de hecho no lo logró.

 

Aunque tal no fue el propósito de los famosos Padres Fundadores de la Constitución de los Estados Unidos al instituir la figura del Presidente, en la práctica ella prolonga el espíritu de la Monarquía. El Presidente es en el fondo un monarca republicano.

 

Se cuenta que una vez aprobada la Constitución de 1886 alguno le dijo a Don Miguel Antonio Caro, su inspirador, que acababan de instituir una monarquía, a lo que él replicó que sí, pero “desafortunadamente, electiva”.

 

En la Teoría Constitucional al Presidente se lo designa como titular de un ejecutivo monista, que en nuestro régimen acumula las calidades de Jefe de Estado, Jefe del Gobierno, Suprema Autoridad Administrativa y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas (Art. 189 Const. Pol.). Como dice el artículo 188, simboliza la unidad nacional.

 

También en la Teoría Constitucional se señala que, en razón del voto directo de la ciudadanía que lo elige, el Presidente ejerce un liderazgo que le confiere especial fuerza política frente al Congreso, ya que sus miembros de hecho representan a distintas parcialidades, si bien el artículo 133 proclama que son representantes del pueblo y deben votar consultando la justicia y el bien común.

 

Los antecedentes medievales de los congresos y parlamentos se encuentran en cuerpos representativos de estamentos sociales que interactuaban con los monarcas y convenían con ellos lo relacionado con sus reclamos. Los congresos y parlamentos se han concebido, pues, como cuerpos representativos de las comunidades a los que se encomienda la deliberación con los gobernantes y, de hecho, la limitación de su poder. En virtud de evoluciones posteriores, en ellos se ha radicado el poder legislativo, aunque no necesariamente con exclusividad, y se les ha adjudicado una supremacía nominal sobre los gobiernos.

 

Esa supremacía parece más nítida en los regímenes parlamentarios, aunque el análisis político muestra que en los mismos el gobierno es el que en realidad lleva las riendas de la vida parlamentaria. Pero también en los regímenes presidencialistas hay un aparente predominio del congreso, ya que este es en principio el legislador, aprueba los presupuestos y los tributos, goza de distintos poderes para controlar a los gobiernos e incluso ejerce la jurisdicción penal sobre altos funcionarios. Y, también de hecho, ese aparente predominio se contrarresta por los múltiples recursos formales e informales que están a disposición del ejecutivo.

 

El quid del asunto reside en que se ha desvirtuado en la práctica el carácter representativo de los congresistas, que integran lo que Mosca ha llamado la  clase política (Vid. Gaetano Mosca: http://americo.usal.es/iberoame/sites/default/files/Laclasepolitica.pdf), que se representa a sí misma, está principalmente interesada en su permanencia a través de la reelección, actúa con espíritu de cuerpo, se adjudica privilegios y manipula en su favor las elecciones.  Eso explica por qué, no solo entre nosotros, sino también en Estados Unidos y otros países, los cuerpos colegiados de supuesto carácter representativo sufren, de acuerdo con las encuestas, enorme descrédito.

 

Tenemos, pues, que de hecho no hay tal separación de poderes entre gobiernos y congresos o parlamentos, sino más bien un régimen en que aquellos predominan sobre los segundos.

 

Por el lado jurisdiccional también han aparecido graves distorsiones respecto del esquema teórico.

 

La Revolución Inglesa de 1688 tuvo dentro de sus motivaciones la injerencia que pretendió imponer Jacobo II sobre los tribunales, por lo cual se decidió garantizarles a los integrantes de la administración de  justicia su independencia a través de su nombramiento de por vida por parte del monarca. Conviene recordar que una de las medidas que adoptó Guillermo el Conquistador fue la eliminación de la justicia señorial, a la que reemplazó por jueces nombrados por el rey, y que en Inglaterra el derecho consuetudinario robusteció el poder de los jueces, como encargados de identificar, interpretar y aplicar las costumbres, lo que a su vez dio lugar a un derecho pretoriano basado en los precedentes. Lo que hizo la llamada “Gloriosa Revolución” fue entonces reiterar una tradición de independencia judicial fuertemente arraigada que aun se mantiene en ese país.

 

También en Francia la monarquía les arrebató a los señores la administración de justicia, lo que dio origen a los parlamentos, que gozaban de distintos privilegios, como el registro de los edictos reales. De ese modo, en el siglo XVIII representaron poderosos obstáculos a las pretensiones absolutistas de los monarcas. Los revolucionarios tomaron nota de ello y , a diferencia de lo que se hizo en Inglaterra, resolvieron poner en cintura a los jueces, prohibiéndoles que se inmiscuyeran en asuntos propios de los demás poderes y restringiendo su papel, como ya lo había proclamado Montesquieu, a “ser la boca de la Ley”.

 

Esta idea ya estaba presente en el texto atrás citado de la Declaración de Massachusets: el juez no puede ejercer poderes legislativos ni ejecutivos; su función se limita a aplicar la Ley en los asuntos contenciosos.

 

En la Constitución se dispuso que “El poder judicial de los Estados Unidos será depositado en una Corte Suprema y en las Cortes inferiores que el Congreso instituya y establezca en lo sucesivo” y que “El Poder Judicial entenderá en todas las controversias, tanto de derecho como de equidad, que surjan como consecuencia de esta Constitución, de las leyes de los Estados Unidos y de los tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de los Estados Unidos”( Artículo III, Secciones 1 y 2).

 

En el artículo VI se dijo los siguiente:

 

“Esta Constitución, y las Leyes de los Estados Unidos que se expidan con arreglo a ella; y todos los Tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la Ley Suprema del país; y los Jueces de cada Estado estarán por lo tanto obligados a observarlos, sin consideración de ninguna cosa en contrario en la Constitución o las leyes de cualquier Estado.”

 

Con base en este enunciado, la Corte Suprema de Justicia falló en 1803 en el célebre caso Marbury vs. Madison, con ponencia del juez Marshall, que su competencia judicial incluye la posibilidad de declarar cuál es el contenido de la Constitución como Ley Suprema y de confrontar con el mismo el de cualquier ley del Congreso, con miras a decidir la supremacía de aquella y si el acto confrontado es en realidad una ley o es un acto abusivo.

 

Por esta vía, abrió el camino de una jurisdicción constitucional no prevista de modo expreso por la Constitución y a que terminara imponiéndose por vía jurisprudencial lo que otro juez, Charles Evans Hugues, dictaminó años después: que la Constitución es lo que los jueces decidan que es.

 

Esta evolución muestra de modo fehaciente lo que Bertrand de Jouvenel ha observado sobre el crecimiento natural del poder.(De Jouvenel, Bertrand, “Du Pouvoir-Histoire naturelle de sa croissance”, Le Livre de Poche, Paris, 1972). En rigor, podría hablarse de un crecimiento abusivo, como lo previó Montesquieu. Pero acá no se trata de excesos de poder en beneficio personal de sus detentadores, sino que obedecen a cierta dinámica que fluye de los principios mismos, que tienen una fuerza expansiva similar a la de los gases.

 

Así, sentada la tesis de que la Constitución implícitamente le otorga a la Corte Suprema de Justicia la tarea de velar por su integridad como Ley Suprema del Estado, a falta de normatividad que regule este cometido, la Corte misma lo ha venido haciendo, valiéndose de la doctrina de los “poderes implícitos”, en cuya virtud las autoridades no solo hacen lo que expresamente se les autorice, sino todo aquello que resulte necesario para el ejercicio de sus atribuciones. Y, a partir de estas consideraciones, se ha elaborado toda una teoría jurídica sobre la naturaleza, los alcances y los efectos de la revisión constitucional de las leyes.

 

Un aspecto muy significativo de esta teoría es la tesis según la cual la revisión constitucional no es de índole propiamente judicial, sino que de algún modo participa del poder legislativo, dado que tiene como uno de sus efectos posibles el retiro de una ley del ordenamiento jurídico. Por consiguiente, se habla de una participación negativa de la Corte en la tarea del legislador, por medio de la cual ella puede decir que una ley no es verdadera ley u ordenar que deje de serlo. Y una vez que se impone, por otra parte, cierta teoría sobre la Constitución como hoja de ruta de la sociedad hacia el futuro o, al menos, como instrumento destinado a resolver los problemas que plantea la convivencia en sociedades que son de suyo cambiantes, se va legitimando cierto activismo llamado a desentrañar su más recóndito significado y a darle vida. Es lo que Dworkin ha denominado en un texto célebre, tomar los derechos en serio.

 

Pero esta idea de tomar los derechos en serio, a fin de que no sean letra muerta ni queden registrados en meras declaraciones de principios, y se los plasme efectivamente en la vida de relación gracias al activismo judicial, deriva ineludiblemente en lo que se ha denominado el Gobierno de los Jueces y debería de llamarse más bien la Dictadura Judicial, de la que en nuestro país se han visto manifestaciones elocuentes.

 

En el siglo XIX, los promotores de la Escuela Histórica del Derecho en Alemania, con Savigny a la cabeza, postulaban que el Derecho debe emanar del Volkgeist, el Espíritu del Pueblo, y mantenerse en concordancia con el mismo. Estaban en lo cierto al afirmar que los ordenamientos jurídicos son productos culturales y solo es posible comprenderlos dentro de los contextos de las culturas que los engendran y en medio de las cuales se los vive.

 

 

Erraron, sin embargo, al sostener que ellos surgen de la cultura popular, lo que rara vez sucede, y al pensar que ella es manifestación de un espíritu con rasgos ontológicos propios y muy vigorosos. Dejando de lado este tema metafísico, hay que señalar que la cultura jurídica, determinante del ordenamiento en derecho de cada sociedad, suele ser más elitista que popular, como lo pone de manifiesto el excelente escrito de  Alejandrino Fernández Barreiro que lleva por título “UN DERECHO SIN ESPACIOS: DERECHO ROMANO,IUS COMMUNE y DERECHO COMÚN EUROPEO”(Vid.  http://ruc.udc.es/dspace/bitstream/2183/2307/1/AD-8-18.pdf).

 

Aunque desde el punto de vista formal la fuente principal de la normatividad jurídica es la ley aprobada por el Congreso, en este juegan importante papel los egresados de las facultades de Derecho, lo mismo que en los proyectos de legislación que se preparan en el seno del gobierno. También proceden, desde luego, de dichas facultades los encargados de administrar justicia. Por consiguiente, de su buena formación o de sus deformaciones profesionales dependen en gran medida la calidad  y los contenidos de la legislación, los reglamentos y los fallos judiciales, que en gracia de la ficción de la representación popular dicen derivar su autoridad de la voluntad del pueblo.

 

En realidad, es la voluntad del estamento de los juristas la que se hace pasar como voluntad de todos. Ellos imponen sus valores, sus ideologías, sus percepciones y diagnósticos acerca de la realidad circundante, sus utopías y, en fin, sus intereses, sobre el resto de la sociedad. Para ello, acuden a un subterfugio consistente en proclamar que esas imposiciones no son otra cosa que desarrollos lógicos de las declaraciones de principios formuladas en la Constitución, interpretadas, eso sí, como ellos quieren y no necesariamente como las entendería el ciudadano de a pie.

 

Una fuente indirecta que cada día cobra mayor importancia es de carácter internacional. Las organizaciones políticas y técnicas o profesionales del ámbito internacional tienen dentro de sus funciones la de elaborar proyectos normativos que por distintas vías no solo se sugieren, sino que se imponen en las esferas nacionales, de suerte que a menudo las autoridades internas se limitan a dar su asentimiento a lo que en otras instancias se ha decidido.

 

Ejemplo de ello es la imposición de los programas de la ideología de género, que en unas partes se lleva a cabo a través de la legislación, mientras que en otras se la decide por medio de sentencias judiciales. Así, dada la resistencia de nuestro Congreso para introducir el matrimonio homosexual, se acudió a ordenar su regulación a través de la Corte Constitucional, tal como se dispuso acerca de la despenalización del aborto.(Vid. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2011/c-577-11.htm;http://www.elabedul.net/Documentos/Temas/Aborto/Corte_Constitucional.pdf).

 

No cabe duda de que estas iniciativas hacen parte de la agenda masónica orientada hacia la erradicación del Cristianismo y, en particular, la destrucción de la Iglesia Católica. Una vez destruida la familia cristiana, la civilización misma terminará degradándose y cambiando de signo.(Vid. http://blog.adw.org/2011/04/civilization-killers-on-the-decline-of-three-basic-cultural-indicators-and-what-it-means-for-america/).

 

Hay tres temas que conviene mirar a propósito de la Rama Judicial, así sea a vuelo de pájaro: su estructura, su integración, su funcionamiento.

 

La Rama Judicial se divide en varias jurisdicciones especializadas. La jurisdicción ordinaria se integra con la Corte Suprema de Justicia, los Tribunales Superiores de Distrito Judicial y los diferentes Juzgados inferiores; la jurisdicción de lo contencioso administrativo se estructura a través del Consejo de Estado, los Tribunales Administrativos y los Juzgados Administrativos. Existe también la Jurisdicción Penal Militar. Y, por fuera de estas estructuras, están la jurisdicción constitucional, en cabeza de la Corte Constitucional, y la Fiscalía General de la Nación, encargada de la investigación de los delitos y la acusación de los responsables ante los jueces penales. Hay que considerar, además, las atribuciones judiciales del Congreso, la Contraloría General de la República y las autoridades administrativas, los jueces de paz y la justicia arbitral ejercida por particulares.

 

La administración de la Rama Judicial y el poder disciplinario sobre sus integrantes le corresponden al Consejo Superior de la Judicatura, que es un cuerpo bifronte compuesto de una Sala Jurisdiccional Disciplinaria y otra Administrativa, de origen político la primera y originada en la propia rama la segunda.

 

Mientras que el Presidente de la República y los miembros del Congreso son elegidos directamente por la ciudadanía, para la elección de titulares de los oficios judiciales operan varios procedimientos. La elección popular se prevé como posibilidad únicamente para los jueces de paz (Art. 247).

 

La elección de magistrados de la Corte Constitucional corresponde al Senado, de ternas enviadas por el Presidente, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado. Al Fiscal General lo elige la Corte Suprema de Justicia de ternas que le envía el Presidente de la República. Y al Consejo Superior de la Judicatura le competen la administración de la carrera judicial y la elaboración de listas de candidatos para la designación de funcionarios judiciales por las diferentes jurisdicciones, excepción hecha de la justicia penal militar.

 

Remito a un sesudo artículo de José Rafael Espinosa para Razón Pública, en el que muestra el pésimo diseño institucional del Consejo Superior de la Judicatura y el nocivo sistema de elección de funcionarios a partir de las listas que el mismo elabora.(Vid.http://razonpublica.com/index.php/politica-y-gobierno-temas-27/3733-el-consejo-superior-de-la-judicatura-un-mal-diseno-de-papayazo.html).

 

Tanto las autoridades judiciales como las administrativas deben actuar conforme a las reglas del debido proceso, según lo ordena el artículo 29 de la Constitución. Esta figura, tomada de la tradición jurídica norteamericana, es una de las más preciosas garantías de los derechos, pero los abusos que suelen cometerse en la motivación de las providencias, en la valoración de las pruebas o en la interpretación de las normas dan al traste con ella.

 

Sin desconocer que en la administración de justicia hay verdaderos apóstoles con un elevado sentido de su misión, hay no pocos casos que evidencian la tendencia a una justicia ideologizada, politizada y, desafortunadamente, corrupta, amén de ineficiente y poco preparada.

 

Lo que precede muestra que entre la teoría y la práctica de la separación de poderes en Colombia media un abismo enorme, lo cual pone en cuestión el principio mismo e invita a repensarlo cuidadosamente.

 

2.10 El Estado Descentralizado con Autonomía de sus Entidades Territoriales.

 

La querella entre centralistas y federalistas es de vieja data entre nosotros y ha dado lugar a distintas soluciones constitucionales.

 

La Constitución de 1886 pretendió cerrarla con la sabia fórmula de Núñez:“Centralización política y descentralización administrativa”. La única vez que tuve el privilegio de conversar hace años con Ramón de Zubiría me comentó que, a su juicio, la fórmula de Núñez se había invertido en la práctica por obra de los caciques regionales, de modo que  bien podría enunciársela así:"Descentralización política y centralización administrativa”.

 

En 1991 se pretendió avanzar en el desmonte del centralismo administrativo que venía haciéndose paulatinamente desde años atrás, mediante la adopción de la fórmula que consagra el artículo 1 de la Constitución Política:"República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales".

 

El régimen unitario parte de una concepción de la soberanía del Estado, que es una e indivisible y no se distribuye entre el mismo y sus entidades territoriales. En consecuencia, postula la unidad de Constitución, de legislación, de administración general, de organización judicial, de manejo del orden y de estructura de la fuerza pública. Las unidades regionales y locales a que da lugar la organización territorial le están subordinadas y deben colaborar en la realización de sus propósitos globales.

 

Esos aspectos básicos del régimen unitario cuentan con el respaldo de una larga y sólida tradición en Colombia, que no guarda buen recuerdo del federalismo exagerado que se impuso en 1863 y contra el cual reaccionó la Regeneración de 1886.

 

Pero en un país que asocia regiones disímiles, se impone la necesidad de atenuar la centralización que deriva del régimen unitario, otorgándoles a aquellas y a sus municipalidades atribuciones suficientes para elegir sus propios gobernantes, adoptar en ciertas materias sus propios estatutos y darse su propia organización, decretar y recaudar sus propios gravámenes, aprobar sus presupuestos, decidir sobre servicios y obras públicas que se requieren para satisfacer las demandas de las comunidades y, en suma, administrar sus propios asuntos.

 

Esta es la fórmula de la descentralización, que en el articulado constitucional se ve reforzada con el principio de la autonomía, la elección popular de gobernadores y alcaldes, así como la de asambleas departamentales y concejos municipales (que venía desde 1886), y los instrumentos de participación en los recursos tributarios nacionales que venía instrumentándose desde 1968.

 

Como sucede con otras innovaciones que se introdujeron en la Constitución Política, el principio de autonomía se tomó de la Constitución española de 1978, sin mayor análisis acerca de su contenido, sus implicaciones y su conveniencia. De hecho, es más de carácter declamatorio que práctico.

 

En cambio, la elección popular de gobernadores y alcaldes, así como la dotación de recursos propios para la gestión de las entidades territoriales, son medidas que han tenido gran impacto en nuestro ordenamiento, a punto tal que bien puede afirmarse que han suscitado una dispersión del poder político que atenúa el carácter unitario del Estado, pero a costa de un alarmante incremento de la corrupción.

 

Pese a los avances en materia de descentralización, en muchos sectores de la sociedad colombiana prevalece, sea por el peso de la tradición o por la penuria de las regiones, la idea de que los programas administrativos necesitan fuerte  apoyo del gobierno central, lo que, de hecho, convierte a gobernadores y alcaldes en agentes suyos, sobre todo en materia electoral, tal como acaba de ponerse de manifiesto en los certámenes de este año.

 

2.11 El Estado con Gobierno Controlado y Responsable.

 

Las primeras constituciones modernas , que se expidieron para superar lo que se consideraba como el despotismo monárquico, solían proclamar el ideal del gobierno representativo, alternativo, controlado y responsable.

 

Según lo expuesto atrás, la separación de poderes se ha ideado, entre otras cosas, como un dispositivo de control del poder. Pero el tema ha adquirido nuevas connotaciones en los tiempos recientes, con la configuración de órganos específicos de control, como la Procuraduría General de la Nación, la Contraloría General de la República, la Defensoría del Pueblo o las personerías municipales, sin contar a la Fiscalía General de la Nación, que desde un punto de vista más amplio bien puede catalogarse dentro de esta categoría de órganos estatales.

 

Las dimensiones colosales de la corrupción política en Colombia motivaron a los constituyentes de 1991 a adoptar severas medidas para prevenirla y combatirla, tales como las siguientes:

 

-Extinción del dominio mediante sentencia judicial sobre bienes adquiridos mediante enriquecimiento ilícito, en perjuicio del Tesoro Público o con grave deterioro de la moral social (Art. 34).

 

-Acción popular para la protección de la moralidad administrativa, principio rector de la función administrativa (Arts. 88 y 209).

 

-Responsabilidad patrimonial del Estado por daños antijurídicos que le sean imputables, con derecho de repetición contra agentes suyos que hayan actuado en forma dolosa o gravemente culposa (Art. 90)

 

-Prohibiciones a los servidores públicos (Arts. 126 a 129).

 

-Prohibiciones al Congreso y a cada una de sus cámaras (Art. 137).

 

-Inhabilidades para elección de congresistas e incompatibilidades de los mismos (Arts. 179 a 182).

 

-Pérdida de la investidura de congresista por sentencia del Consejo de Estado (Arts. 183 y 184).

 

-Competencia de la Corte Suprema de Justicia para conocer de delitos cometidos por congresistas (Art. 186).

 

 

-Elección del Contralor General de la Nación por el Congreso en pleno, de ternas presentadas por la Corte Constitucional, la Corte Suprema de justicia y el Consejo de Estado (Art. 267). Además, elección de contralores departamentales y municipales por Asambleas y Concejos, de ternas presentadas por Tribunales Superiores y Tribunales Administrativos (Art. 272).

 

-Autorización a la Contraloría para exigir, verdad sabida y buena fe guardada, la suspensión inmediata de funcionarios mientras culminan las investigaciones o los respectivos procesos penales y disciplinarios que promueva (Art. 268-8).

 

 

-Elección de Procurador General de la Nación por el Senado, de ternas presentadas por el Presidente, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado (Art. 276).

 

-Adscripción del poder disciplinario al Procurador General de la Nación (Art. 277-6), con competencia para desvincular del cargo, previa audiencia y mediante decisión motivada, al funcionario que incurra en las faltas que señala el art. 278-1.

 

-Adopción del mandato imperativo respecto de gobernadores y alcaldes, con autorización a la ley para reglamentar el voto programático (Art. 259, Ley 131 de 1994), más la revocatoria del mandato prevista por la  Ley 134 de 1994.

 

 

En cuanto a investigación, acusación y juzgamiento de altos funcionarios, la Constitución Política mantuvo el esquema básico del ordenamiento anterior. Para los de más alto rango, la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes instruye el proceso y lo somete a la Cámara en pleno para que esta decida sobre si hay mérito para acusar; la acusación, en su caso, se remite al Senado para que proceda al juzgamiento y el fallo; el Senado puede imponer las penas de destitución del empleo y privación temporal o pérdida absoluta de derechos políticos, en caso de delitos cometidos en ejercicio del cargo o de indignidad por mala conducta; pero si hay lugar a otra pena, se seguirá contra el reo juicio criminal ante la Cortes Suprema de Justicia.

 

Toda esta panoplia de dispositivos contra los abusos del poder y la corrupción no han reducido estos flagelos.

 

Si bien han habido muchos casos, algunos de ellos bastante ruidosos, en los que se ha hecho uso de esos dispositivos, las distorsiones y los excesos en el ejercicio del poder siguen tan campantes, y la corrupción no disminuye.

 

La solución tradicional que le encomienda al Congreso tanto la jurisdicción penal como la disciplinaria sobre los más altos funcionarios es, en general, inoperante. Y cuando logró algún avance, en el caso de Ernesto Samper Pizano, derivó en una grotesca farsa.

 

La participación de autoridades judiciales en la selección de titulares de órganos de control ha terminado politizando la justicia. Y esta politización ha exhibido facetas muy sospechosas en casos que parte de la opinión pública denuncia como de persecución contra los altos mandos militares o determinados sectores políticos.

 

No parece osado considerar que los controles y las responsabilidades operan de manera bastante selectiva, por decir lo menos.

 

2.12 El Estado Social de Derecho.

 

 

El artículo 1 de la Constitución Política proclama que “Colombia es un Estado social de derecho”.

 

Dice Félix Bautista en artículo que lleva por título “Estado Social y Democrático de Derecho” , que esta expresión “ surge por primera vez como referencia denominativa de la organización política, económica y social de una nación, dentro del contexto de la revolución francesa de 1848, que culmina con la instauración de la Segunda República, fundamentada en valores, principios e instituciones colectivas, como la fraternidad, el bienestar común y la asociación, que permiten la configuración de derechos económicos, sociales y culturales a favor de los ciudadanos, incluyendo, por vez primera, el derecho al trabajo como un derecho fundamental”.( Vid. http://www.listin.com.do/puntosdevista/2012/2/1/220146/Estado-social-y-democratico-de-derecho).

 

Agrega que

 

“Esta denominación que acuña Le Blanc, se extendió a la Constitución francesa de 1858; a la de México (Querétaro), 1917 y en la de Alemania (Weimar), del año 1919. Sin embargo, no es sino hasta la Ley Fundamental de Bonn, de 1949, cuando la fórmula del “Estado social (social state) de derecho” adquiere reconocimiento constitucional.

A partir de ahí, el referente del modelo estatal se replicó en las reformas constitucionales sucesivas: España, 1978; Honduras, 1982; Brasil, 1988; Colombia, 1991; Paraguay, 1992; Perú, 1993; Ecuador, 2008; Bolivia, 2009; la Republica Dominicana, 2010; entre otras.”

 

El propósito fundamental de los promotores de esta expresión fue superar el concepto liberal de “Estado de derecho”, que se consideraba limitado a la garantía de las llamadas “libertades formales”, para dar paso a una nueva concepción que sin ignorarlas, diera cuenta de los derechos económicos y sociales, considerados por los socialistas como los más importantes por ser, según ellos, de contenido “real”.

 

Para muchos, esta noción juega un papel intermedio en la confrontación del Estado de derecho de connotaciones liberales y la Legalidad socialista de los países comunistas, que era en el fondo una burla a la noción misma de legalidad y la consagración más ominosa de la arbitrariedad, tal como lo denunció Artur Koestler en “El Cero y el Infinito”.

 

En la Teoría Constitucional se señala que la Constitución está llamada a fijar las reglas fundamentales del régimen político, económico y social de cada pueblo. El primero se contiene en los estatutos electorales, que fijan las reglas sobre la competencia por el poder y su adjudicación, así como en las que lo distribuyen y estructuran, y las que lo limitan. Los segundos son tema de disposiciones atinentes a las intervenciones del Estado en la economía y la sociedad; a los derechos de propiedad, de empresa y de trabajo; y a los modelos de sociedad justa que surgen de las utopías colectivas.

 

En el Estado social de derecho, estas utopías están a medio camino entre las liberales y los socialistas. Para entenderlas, hay que considerar el ideario de la Social-democracia y su ruptura con los comunistas desde fines del siglo XIX, cuando se optó por el camino evolucionista como el más adecuado para la edificación del socialismo, frente a  la insistencia en la revolución violenta por parte de los segundos (Vid. Chevalier,"Los Grandes Textos Políticos desde Maquiavelo hasta nuestros días").

 

En el fondo, se trata de una Tercera Vía, noción imprecisa que  ha sido objeto de distintas manipulaciones y puede entenderse de varias maneras.

 

De hecho, la Doctrina Social Católica que se ha venido desarrollando a partir de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, publicada en 1891, postula la necesidad de superar la confrontación de liberales y socialistas a través de soluciones a la llamada Cuestión Social con cierto sello tradicionalista y énfasis en los aspectos espirituales del problema. Sin duda alguna, en ella prevalece la idea una Tercera Vía. Pero el uso más reciente de esta expresión se refiere a inquietudes propias de las políticas británica y norteamericana de las últimas décadas, tocantes con la necesidad de superar tendencias extremas del Laborismo y el Partido Demócrata que habían alejado de ellos a las clases medias.

 

El Estado social de derecho es intervencionista, dirigista, planificador y, en últimas, un Estado de bienestar.

 

"Por Estado de Bienestar se entiende el conjunto de actividades desarrolladas por los Gobiernos que guardan relación con la búsqueda de finalidades sociales y redistributivas a través de los presupuestos del Estado. Se refiere, por tanto, a la actividad desarrollada por la Seguridad Social en cuatro frentes: transferencias en dinero (por ejemplo subsidios de desempleo o vejez), cuidados sanitarios (un sistema de salud universal y gratuito), servicios de educación (garantizar el acceso al conocimiento de todos los ciudadanos) y provisión de vivienda, alimentación y otros servicios asistenciales.”(Vid. http://www.expansion.com/diccionario-economico/estado-de-bienestar.html).

 

Se dice en la publicación citada que “La expresión Estado de Bienestar apareció por primera vez en 1942 en un documento denominado Informe Beveridge (el título original era Social Insurance and Allied Services). Dicho documento sirvió para establecer los pilares del sistema de seguridad social británica y para que por primera vez se hablar de un Estado de Bienestar. Sus tres ejes fundamentales eran la vivienda familiar, la salud pública y el empleo, si bien como se ha señalado en la actualidad el término sobrepasa esas tres funciones.”

 

En la versión escandinava del Estado de bienestar se ha llegado a afirmar que es tarea propia de la organización política velar por la calidad de vida de las personas “desde la cuna hasta la tumba”. De ese modo, se dice que el ideal es el Estado-providencia.

 

La célebre “Teoría de la Justicia” de John Rawls, en la que la igualdad y la satisfacción de necesidades primarias de las personas que deben garantizarse por el Estado  son temas de amplia relevancia, parece ser para no pocos políticos, juristas, economistas, sociólogos  y comunicadores algo así como la Sagrada Escritura que canoniza estas  ideas.(http://www.uia.mx/actividades/publicaciones/iberoforum/2/pdf/francisco_caballero.pdf).

 

La fórmula del Estado social de derecho en nuestra Constitución Política tiene amplio desarrollo a todo lo largo y ancho de su articulado.

 

En primer lugar, permea toda la concepción de los derechos, tanto los fundamentales como los sociales, económicos y culturales. El libre desarrollo de la personalidad (Art. 16), la igualdad (Art. 13), el trabajo (Art. 25), la libertad de escoger profesión u oficio (Art. 26), la libre asociación (Art. 38), la libertad de crear sindicatos y asociaciones (Art. 39),  el régimen de la familia (Art. 42), el régimen de hombres y mujeres (Art. 43), el de niños (Art. 44), adolescentes (Art. 45) y personas de la tercera edad (Art. 46), el de disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos (Art. 47), la Seguridad Social (Art. 48),la atención de la salud y el saneamiento básico (Art. 49), la atención  a niños menores de un año (Art. 50), el derecho a la vivienda digna (Art. 51), los derechos a la recreación, el deporte y el aprovechamiento del tiempo libre (Art. 52), el estatuto del trabajo (Art. 53), el derecho a la formación y la habilitación profesional  y técnica (Art.  54), el derecho de negociación colectiva (Art. 55), el derecho de huelga (Art. 56), los estímulos para que los trabajadores participen en la gestión de las empresas (Art. 57), el derecho de propiedad y los derechos adquiridos (Arts. 58 a 64), la protección de la producción de alimentos (Art. 65), el crédito para el sector agropecuario (Art. 66), los derechos relacionados con la educación (Arts. 67 a 69), el derecho de acceso a la cultura (Art. 70), los derechos relacionados con la búsqueda del conocimiento y la expresión artística ( Art. 71), los regímenes del espectro electromagnético y la televisión (Arts. 75 a 77), el régimen de los derechos colectivos y el ambiente (Arts. 78 a 82), los deberes y obligaciones (Art. 95), así como el Régimen Económico y la Hacienda Pública ( Título XII) se inspiran en las ideas del Estado social de derecho y, por consiguiente, deben interpretarse y aplicarse en consonancia con ellas.

 

En segundo lugar, la fórmula condiciona una amplia expansión de las actividades estatales, la regulación de las actividades privadas y los planes de desarrollo.

 

Dentro de este último concepto, conviene detenerse en lo que dispone el artículo 80, que a la letra dice:

 

“El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución.

 

“Además, deberá prevenir y controlar los factores de deterior ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados.

 

“Así mismo, cooperará con otras naciones en la protección de los ecosistemas situados en las zonas fronterizas”.

 

Nuestra Constitución Política es pionera en la consagración del concepto de “Desarollo sostenible”, que es de muy amplio espectro y, si bien se la considera, tiende a convertirse en la piedra angular de toda la edificación de la sociedad.

 

No cabe duda de que la fórmula del Estado social de derecho es susceptible de convertirse en la madre de todas las utopías, a punto tal que no ha faltado quien diga que ahí reside el valor máximo de la Constitución Política, que no se agotaría en un orden estático, sino que es capaz de  suscitar a cada momento nuevos proyectos, nuevos sueños, nuevas aventuras para proponerle a la sociedad colombiana.

 

Pero una Constitución no se juzga por los sueños que estimula, y muchísimo menos por los delirios, sino por las realidades que contribuye a configurar.

 

No es el caso de examinar las críticas a la figura misma del Estado social de derecho, procedentes bien del costado liberal (Von Hayek y la Escuela de Viena han sostenido que traza un camino de servidumbre, la vía hacia un nuevo totalitarismo), o  del marxista-leninista (Lenin llamaba a los social-demócratas, “social-traidores”).

 

El tema es la confrontación con las realidades. Y si bien estas ideas han contribuido a mejorar las condiciones de vida de millones de personas y a configurar sociedades más igualitarias, los efectos económicos de su aplicación invitan a reflexionar sosegadamente sobre ellas.

 

Por una parte, hay que considerar sus costos, que son determinantes del enorme déficit que azota a muchas economías contemporáneas, con sus secuelas de endeudamiento público, mayor carga tributaria y freno o distorsión del crecimiento económico. Cuando esto último sucede, se dejan venir el desabastecimiento, la inflación y el desempleo. Y, por supuesto, los programas de desarrollo social, que constituyen su motor, terminan reduciéndose en cantidad y calidad.

 

Hay efectos colaterales también altamente indeseables, como la corrupción, el enriquecimiento abusivo de elites financieras y proveedoras de bienes y servicios, los despilfarros del populismo y la indignación de las comunidades, entre otros.

 

Observo de pasada y para terminar, que el comodín intelectual del Estado social de derecho ha alentado en nuestro país un fenómeno que desconocíamos: el populismo judicial. Ya se ha dicho que llegó la hora de que los jueces sustituyan a los legisladores y los administradores en la función de determinar los cometidos estatales, pues ellos se consideran a sí mismos como los más calificados para promover la edificación de una sociedad más justa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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2 comentarios:

  1. ¡Escritos con un enfoque fascinante! El Dr. Vallejo evalúa la teoría y la realidad de las instituciones de la Constitución del 91. Es una descripción franca y real de cómo estas instituciones se originan y cómo funcionan, mostrando que la teoría es muy diferente a la práctica o vigencia de esas instituciones. Este invaluable aporte del Dr. Vallejo debería ser tenido en cuenta por quienes tienen en sus manos el poder de hacer reformas constitucionales, para, antes de tomar decisiones al respecto, determinar en qué está fallando y en qué está acertando la actual Constitución.

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  2. Marvilloso artículo que debe convertirse en libro

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