domingo, 27 de julio de 2014

Consideraciones sobre la institucionalidad colombiana (III)

3. Riesgos de crisis institucional

 

En mi escrito precedente me esmeré en mostrar los abismos que median entre los propósitos que animaron a los creadores de nuestra Constitución Política de 1991 y los resultados obtenidos hasta ahora, así como las ostensibles y graves diferencias que por ende se observan de bulto entre la Constitución formal y la Constitución real.

 

Los panegiristas de la Constitución se duelen de que, en efecto, a ella no se la dado cabal cumplimiento. Piensan que se la ha traicionado y que todavía cabe la posibilidad de enderezar el rumbo buscando el cauce señalado por ella. No faltan los que creen que habría mucho que enmendarle, pero consideran que sería mejor no tocarla para no  poner en peligro lo que estiman las grandes conquistas que se obtuvieron con ella, como la jurisdicción constitucional, la acción de tutela, la elección popular de gobernadores y alcaldes, el control de las altas cortes sobre los congresistas y algunas otra más.

 

Como yo he sido crítico pertinaz de lo que suelo llamar el Código Funesto desde que en mala hora se lo expidió, es poco lo que considero rescatable del mismo. A lo largo de este casi un cuarto de siglo de su vigencia, he sostenido que en 1991 se adoptó una mala Constitución, hija de pactos ocultos con la subversión y el narcotráfico, nacida de un vulgar atropello contra el orden constitucional reinante hasta ese año y elaborada a las volandas por quienes se dieron al delirio de creerse unos Padres Fundadores, parecidos a los que configuraron la Constitución de los Estados Unidos de América.

 

Por mí, lo procedente sería revisarla a fondo a través de un minucioso proceso de separación de la paja, que es mucha, y el grano, que es poco. Pero, dadas las condiciones reinantes en Colombia hoy por hoy, esa sería una misión imposible. No tenemos congresistas capaces de emprenderla con buen sentido. Y ni hablar de otra asamblea constituyente, que es lo que exigen las Farc siempre y cuando se la integre a su amaño.

 

Lo previsible a corto plazo es un progresivo deterioro de nuestra débil institucionalidad, con abusos cada vez más descarados de parte del gobierno, del sistema judicial, de los políticos enquistados en los cuerpos colegiados de elección popular, o de los órganos de control, así como con preocupantes manifestaciones del desquiciamiento de aquella.

 

Veamos algunos de los síntomas de ese desquiciamiento:

 

1- El control de vastas porciones del territorio por parte de organizaciones ilegales.

 

El imperio de la ilegalidad (expresión que, entre paréntesis, dio lugar a furibundas reacciones del entonces presidente López Michelsen contra la ANDI), se extiende como mancha viscosa a todo lo largo y ancho del país, por obra principalmente de dos grandes actores: los grupos guerrilleros (Farc-Eln) y las bandas criminales (Bacrim).

 

Por una torpe decisión de la Corte Suprema de Justicia, entre los primeros y los segundos dizque hay una diferencia sustancial que justifica que se los trate de distinto modo, pues los guerrilleros son algo así como ovejas descarriadas que buscan propósitos de justicia política por caminos equivocados, mientras que los integrantes de las bacrim son simplemente eso, criminales que obran por motivos antisociales.

 

Pero, de hecho, unos y otros, parafraseando el célebre “Silencio” de Gardel, han cubierto de sangre los campos de esta patria colombiana. Agreguemos que también los han cubierto de lágrimas y que, en rigor, como dijo nuestro poeta José María Vergara y Vergara en verso memorable, “Olivos y aceitunos todos son unos”. Guerrilleros y miembros de bandas criminales organizadas son idénticos en su maldad, en su salvajismo, en sus prácticas atroces, en su infernal desprecio por la vida humana.

 

Hay fuertes indicios, además, acerca de que entre unos y otros se dan entendimientos de muchas clases, desde la repartición de territorios hasta la colaboración en sus diferentes empresas criminales, como el narcotráfico, el comercio de armas, el lavado de activos, el contrabando, los secuestros y extorsiones o la minería ilegal.

 

Es probable que las Farc sean el más poderoso y peligroso de estos grupos criminales, pues, como lo señalé en otro escrito, se cree que son la segunda organización terrorista más acaudalada del mundo, después de los promotores del Estado islámico de Irak y del Levante. Hace poco leí en “El Colombiano” que disponen de tanto armamento como el de un Estado pequeño,  por ejemplo,uno de los centroamericanos.

 

La presencia contundente de estas organizaciones criminales se da  en regiones relativamente periféricas de la geografía nacional, como la Amazonia, el Catatumbo o la costa del  Pacífico, pero también en los grandes núcleos urbanos, especialmente en ciudades como Bogotá, Medellín o Cali.

 

Quizás no exagere si digo que en el interior del Estado medran unos paraestados o contraestados de evidente signo criminal, con capacidad de neutralizar y corromper a las autoridades legítimas, así como de ejercer presiones de diverso grado sobre las comunidades.

 

Durante muchos años dicté el curso de Teoría Constitucional en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, y a menudo les decía a mis estudiantes que mis enseñanzas probablemente dejaban de ser válidas a pocos kilómetros del campus universitario. Bastaba con asomarse a las ventanas de los salones de clase para divisar las peligrosas comunas noroccidentales y nororientales de nuestra “Bella Villa”, a las que difícilmente llega la policía y en las que es reina y señora la delincuencia de todos los pelambres.

 

Ahora que se habla de diálogos de paz con las Farc, los conocedores observan que en caso de que algo llegare a acordarse con sus cabecillas, buena parte de sus integrantes quizás se negarían a aceptarlo, declarándose en rebelión contra aquellos o integrándose a otras bandas criminales.

 

En síntesis, el flamante “Estado social de derecho” que consagra presuntuosamente el artículo 1 de la Constitución Política ejerce una precaria autoridad sobre vastas regiones del país y en algunas de ellas esa autoridad es casi del todo ineficaz.

 

Recuerdo que cuando tomó posesión  Alberto Lleras Camargo de la presidencia el 7 de agosto de 1958, dijo en su discurso, palabra más palabra menos, que “Cumplir la Constitución y las leyes de la República” era suficiente programa de gobierno, dadas las circunstancias de anormalidad institucional que acabábamos de padecer y cuyos efectos todavía estaban presentes en distintos lugares.  En estos momentos es poco o algo más lo que, si es serio, puede prometer con moderado optimismo quien ejerza el poder presidencial entre nosotros.

 

Nuestros ilusos constituyente de 1991 creyeron que podrían sentar las bases de un Estado providencia al estilo de los escandinavos en un país en el que ni siquiera ha habido consolidación del poder estatal, pues Colombia sigue siendo, como lo manifestó Darío Echandía a propósito de los horribles desmanes del 9 de abril de 1948 y los tiempos que siguieron, “Un país de cafres, dicho con perdón de los cafres”.

 

Los gobiernos carecen de poderes efectivos para enfrentar a los delincuentes; su autoridad sobre gobernadores y alcaldes es muy precaria; la regulación del estado de conmoción interior es tan engorrosa que son más los problemas que crea su aplicación que las ventajas que proporciona; la fuerza pública está rodeada, como dijo Gabriel Turbay en cierta ocasión, de una “alambrada de garantías hostiles”; no hay justicia creíble, etc. Todo conspira, en fin, a favor del desorden, de la anarquía.

 

Hacia allá vamos, en efecto, porque la ideología dominante arriba y abajo es es enemiga de la autoridad, salvo que se la ejerza en favor de los propios intereses.

 

Es un cuadro que evoca el de la “España Invertebrada” que pintó Don José Ortega y Gasset hace ya cerca de un siglo. En palabras de Carlos Lleras Restrepo, estamos frente a una “Colombia descuadernada”. ¡ Y su nieto es uno de los  encargados de botar hojas al aire!

 

2.¿Qué se fizieron los derechos?

 

Pasé revista a nuestra pomposa Declaración de Derechos que hace que a los beatos de la Constitución se les chorreen las babas cuando entonan sus loas.

 

También a mis discípulos solía decirles que en Inglaterra no hay semejante catálogo de derechos y garantías, con todas sus clasificaciones y subclasificaciones que hacen las delicias de los teólogos de la Constitución; pero, en cambio, los súbditos de Su Majestad Británica gozan de muchísima mayor seguridad que nosotros.

 

¿Cuál es la diferencia? Simple y llanamente, una: la Civilización.

 

Ahora dudo de que los ingleses puedan abrigar muchas esperanzas hacia el futuro más o menos cercano, porque su territorio está sometido a la invasión de quienes descreen de su Civilización, y para colmo de males, tampoco ellos creen en lo que la hizo grande, pues su ideología es la de los asesinos de civilizaciones que menciona Mgr. Pope en luminoso escrito que cité en mi artículo anterior.

 

Para que haya garantía de los derechos se requiere administración de justicia y autoridad puesta a su servicio. Pero Colombia se ha dado el lujo de desmantelar la autoridad, y su justicia, como se lo escuché decir hace unos años a Juan Carlos Esguerra Portocarrero, carece del sentido de la autocontención de sus poderes. Dicho de otro modo, es desmesurada, está bajo el imperio de “Hybris”, esa entidad que los antiguos griegos vieron que causaba desequilibrios y, por consiguiente, desórdenes.

 

Como en “Camino de Guanajuato”, esa preciosa ranchera de José Alfredo Jiménez, acá “No vale nada la vida, la vida no vale nada”.

 

3.¿Cuál democracia?

 

Se atribuye a distintos ideólogos y estadistas aquello de que “Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”. Y tal fue una de los ideas determinantes del proceso constituyente de 1991: había que airear el sistema excluyente heredado de la Constitución de 1886 y el Frente Nacional. Según uno de nuestros politólogos más conspicuos, “era necesario desbloquear una sociedad que estaba bloqueada”.

 

Nuestra Constitución Política es prolija en lo que a mecanismos democráticos concierne. Ninguno quedó por fuera de ella. Pero, ¿tenemos hoy más y mejor democracia que hace un cuarto de siglo?

 

Las encuestas y los resultados electorales avalan una respuesta escéptica.

 

Las primeras exhiben un muy preocupante desprestigio de todas las instituciones, salvedad hecha de la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas. Pero, a medida que los enemigos de la primera y las segundas vayan haciendo su persistente labor de zapa, es probable que en no muy remoto tiempo ambas desciendan al bajo nivel de aceptación que hoy padecen el Congreso, los partidos o el sistema judicial.

 

Los resultados electorales muestran muy elevados índices de abstención. Además, el voto en blanco creció significativamente en las últimas elecciones.

 

Lo uno y lo otro son síntomas de debilidad de nuestro sistema político, bien sea porque obedecen a desagrado o indignación de importantes sectores del electorado, ya porque manifiestan desgano y falta de compromiso con el régimen.

 

Hay, de hecho, vastos sectores de la población que no se sienten integrados al cuerpo político y desconocen lo que significan el Estado y la participación ciudadana. Muchas veces, solo los mueve lo tangible, las contraprestaciones de distinto género que les procuran los agentes partidistas.

 

Un amigo me contó que hace poco estuvo de vacaciones en San Antero y, hablando con la gente del lugar, se enteró de cuáles fueron sus motivaciones para votar por la reelección de Santos. Una empleada doméstica le dijo que lo hizo a cambio de unas tejas que le dieron para su casita. Otro fue más explícito: le pagaron $ 150.000 por el voto, le dieron $ 50.000 de anticipo y le suministraron un teléfono celular con cámara fotográfica; al momento de votar, le tomó una foto al tarjetón y con esa prueba le dieron los $ 100.000 restantes. Según él, hizo el trato con la gente de “Ñoño”.

 

Anécdotas similares se oyen a todo lo largo y ancho de la geografía colombiana. El voto comprado y, en general, el impuesto por la “maquinaria” representa un componente difícil de cuantificar, pero real y actuante, tal vez decisivo en los procesos electorales.

 

¿De qué democracia hablamos, entonces? ¿En qué queda el “republicanismo cívico” que alaban los seguidores de Kant?

 

4. Los mismos con las mismas.

 

Creo que fue Jorge Eliécer Gaitán el que popularizó esta diciente expresión que viene a cuento a raíz de otra de las frustraciones de  nuestro proceso constituyente de 1991.

 

Una de sus propósitos fue controlar a la clase política, superar el clientelismo y poner fin a su corrupción, que fueron grandes banderas de Luis Carlos Galán, sacrificado pocos meses antes por el narcotráfico.

 

Muchas medidas se adoptaron con estas finalidades, tales como el Senado elegido por circunscripción nacional, la participación de la rama judicial en la selección de los titulares de los órganos de control, el tarjetón electoral, el fuero de los congresistas ante la Corte Suprema de Justicia, la pérdida de la investidura ante el Consejo de Estado, la extinción del dominio de bienes habidos a través de la corrupción, las fuertes atribuciones que se otorgaron a la Procuraduría y las Contralorías, etc., a lo que se suma la revocatoria del Congreso que fue elegido en 1990.

 

Recuerdo que por esas calendas me encontré con un discípulo que estaba haciendo una fulgurante carrera política. Fue uno de los revocados y estaba haciendo campaña para hacerse elegir nuevamente. “Volveremos, así no le guste a César Gaviria”, me dijo. Y, en efecto, volvieron y nuevamente se enquistaron en el poder.

 

En lo sucesivo, todos los presidentes han tenido que habérselas con congresistas ávidos que venden sus votos a cambio de la pitanza que aquellos les aseguran.

 

Había que ver al tecnócrata Rudolf Hommes sentado a la entrada del recinto del Senado o el de la Cámara para controlar la asistencia a las sesiones en que se votaban proyectos importantes para el gobierno de César Gaviria y negociando con ellos las partidas presupuestales que exigían para dar su voto favorable. Qué decir de la inmundicia del Congreso de Samper, o la de los liberales “colaboracionistas” que extorsionaron a Pastrana de tal modo que este, desesperado por sus exigencias, resolvió lanzarse a la aventura de otra revocatoria, que se frustró porque Horacio Serpa empezó a pedir que se revocara también el mandato presidencial. No obstante su peso político, también Álvaro Uribe Vélez tuvo que pactar con los congresistas, inclusive los del Partido de la U que supuestamente eran sus más fieles seguidores. Él mismo ha dicho que su desencuentro con Vargas Lleras se produjo debido a la insaciable voracidad burocrática del hoy Vicepresidente de la República. Quiso poner orden en la casa por medio de un referendo que de hecho naufragó por obra de los torpedos que desde distintos frentes, incluido el de la Corte Constitucional, le dispararon. En fin, Juan Manuel Santos decidió venderle el alma al Diablo y, con el fervoroso apoyo de los hijos del finado Galán, se hizo reelegir corrompiendo descaradamente a los políticos y dándole rienda suelta al clientelismo.

 

Podría decirse que en lo único que  dio resultado el proceso constituyente fue en la destrucción del bipartidismo, del que han quedado dos zombies que todavía hieden y hacen daño: el Partido Liberal y el Conservador.

 

En síntesis, hoy nos encontramos prácticamente en la misma situación de 1990: el narcotráfico rampante, la subversión en su fina, la clase política haciendo de las suyas y el gobierno maniatado.

 

No me cabe duda de que Juan Manuel Santos terminará arrepintiéndose amargamente de haber promovido por vanidad y para desquitarse de Álvaro Uribe Vélez su indecorosa reelección.

 

Se ha dicho, en general con buenas razones, que “Segundas partes nunca fueron buenas”. Mi augurio, en el caso de Santos, es que su segunda parte será pésima. Va a hundirse en el albañal que él mismo alimentó recogiendo aguas negras de todas las procedencias.

 

5. Choques de trenes.

 

El régimen presidencialista adolece de un defecto grave, consistente en que no prevé soluciones adecuadas para superar los conflictos entre el poder ejecutivo y el poder congresional.

 

Mientras que los regímenes parlamentarios están diseñados para mantener el equilibrio entre ambos poderes y resolver de modo institucional sus desacuerdos, en los presidencialistas se los resuelve de manera informal, ya a través de negociaciones o componendas, bien por la imposición del uno sobre el otro. En tal caso, o cae el Presidente o se cierra el Congreso.

 

Pues bien, como atrás lo dije, Colombia se ha inclinado por la componenda: el Gobierno compra el Congreso, pero a unos costos de tal magnitud, no solo morales sino pecuniarios, que terminan siendo ruinosos.

 

Hay, en efecto, una crisis fiscal en camino que suscitará conflictos por doquiera.

 

A despecho de la flamante “colaboración armónica” que consagra el artículo 113 de la Constitución Política, la misma es apenas un decir en lo que concierne a las relaciones del Gobierno con el Congreso.

 

Pero resulta siendo un chiste cruel si se observa lo que ha sucedido en las relaciones de las Altas Cortes entre ellas, las de los Órganos de Control entre sí o, como se está viendo con las actitudes del fiscal Montealegre, las de la Fiscalía con la Procuraduría, la Contraloría o con el Ministro de Justicia.

 

Todo ello obedece al pésimo diseño institucional que nos legaron los constituyentes de 1991 con su prurito de difuminar los poderes e introducir nuevas figuras exóticas en el andamiaje de nuestras instituciones.

 

Esos choques de trenes son prácticamente insolubles, suscitan perturbaciones de todo género y le dan pésimo ejemplo a una sociedad que de suyo es conflictiva a más no poder.

 

6. Su Majestad, el Paro Cívico.

 

Todos los gobiernos tienen que lidiar con los “paros cívicos”. Los hay de comunidades, por sus necesidades insatisfechas; de transportadores, de agricultores, de mineros, de venteros ambulantes, etc.; y también de servidores públicos a los que se les prohíbe la huelga, pero sin embargo la hacen, siempre con resultados catastróficos.

 

Recuerdo que hace unos años, en medio de un paro judicial, exigí que me dejaran llegar a un despacho para efectos de una diligencia que se había programado. Me dijeron que ingresara por una puerta trasera que habían dejado abierta para que nadie alegara que se le hubiese negado el servicio. Llegué hasta la oficina judicial y pedí que se dejara constancia de que ahí había estado yo. Me atendió uno de los empleados, desde luego que con cara de muy malos amigos. Le dije que me parecía escandaloso lo que estaban haciendo, ya que el Juez y sus empleados prestaron juramento de obedecer y cumplir la Constitución y las leyes de la República. La respuesta fue tajante: “Aquí se hace lo que ordene Asonal Judicial”.

 

El “Imperio de la Ilegalidad” nace pues en los despachos judiciales, que exhiben diversos argumentos para declararse desasidos de sus solemnes promesas de cumplir fiel y lealmente con sus deberes. Y si la sal se corrompe…

 

En nuestros pueblos, los paros cívicos marcan los hitos de su historia. La gente ubica los distintos momentos del pasado en relación con ellos, antes o después de…

 

Es cierto, como señala Amartya Sen, que la protesta ciudadana es un derecho que debe respetarse, pues constituye un preciosa garantía de poderse defender contra los malos gobiernos. Es la versión reciente de la “resistencia a la opresión”, a la que los revolucionarios franceses le asignaron tanta importancia como a la libertad, la propiedad y la seguridad.(Vid. Art. 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano).

 

Pero, llevada al extremo, conduce a la anarquía, en la que nadie goza de seguridad y prevalecen los más fuertes, los más audaces, los más inescrupulosos, los más despiadados. Ahí no se da el régimen en cuya virtud se hace cierto lo del “Homo Homini Deus” que aspiran a instaurar los humanistas ateos, sino el del célebre “Homo Homini Lupus” de que hablaba Lucrecio y tomó Hobbes para describir los horrores que según él caracterizan el “estado de naturaleza”.

 

No es por casualidad que las Farc a través de sus diversos tentáculos penetran prácticamente todas las agitaciones que se producen en el país. Ello hace parte de de su agenda revolucionaria, a la que me referiré en seguida.

 

7. Hacer invivible la República.

 

He buscado en internet la mención de cuándo, dónde  y en qué contexto pronunció o escribió Laureano Gómez esta ominosa consigna. Muchos la citan, pero no encuentro la fuente. De todas maneras, fue algo, por decir lo menos, bastante desafortunado que mancha su memoria.

 

Las Farc y el Eln han tenido la precaución de no decir algo semejante, pero lo practican a troche y moche en todas los lugares y las ocasiones que estén a su alcance. Al fin y al cabo, es lo que les enseñan los manuales revolucionarios inspirados en el Marxismo-Leninismo: Es lícito hacer todo aquello que contribuya al triunfo de la Revolución.

 

Y, por supuesto, la demolición de las instituciones, la alteración general del orden público, la destrucción de las fuentes productivas, la intimidación de las comunidades, la neutralización  y el descrédito de la autoridad legítima, etc. contribuyen eficientemente al logro de sus propósitos.

 

Si se les ofrece la paz, lo toman como señal de debilidad de la ciudadanía y, entonces, arrecian sus agresiones con miras a debilitarla aún más, hasta hacer que se arrodille.

 

Su propósito no es compartir el poder dentro de las reglas democráticas y liberales forjadas por la civilización política, sino conquistarlo para ejercerlo de modo excluyente, con el propósito de imponer a como dé lugar su proyecto totalitario y liberticida.

 

Dentro de su plan estratégico se contempla una etapa final: la insurrección popular.

 

Los paros cívicos alentados por la guerrilla o infiltrados por esta, así como la movilización colectiva promovida por Petro a raíz de la sanción que le impuso la Procuraduría, son apenas “prácticas de calentamiento”, modos de entrenarse para la acometida final, en la que, como tantas veces ha sucedido en la historia, las fuerzas armadas terminan diciéndole al gobierno que no tienen posibilidad de controlar los desórdenes.

 

Así se lo hicieron ver los generales a Andrés Pastrana para hacerlo desistir de su peligrosa iniciativa de promover la revocatoria del Congreso.

 

No es, en realidad, el “ruido de sables” lo que pone en peligro la estabilidad de los gobiernos entre nosotros, pues nuestras fuerzas armadas no solo son civilistas y legalistas, sino que saben que la presión internacional haría abortar cualquier intento de golpe de Estado.

 

El peligro real estriba en la descomposición que poco a poco va produciéndose, como un fenómeno de erosión del poder que termina ocasionando su desplome.

 

No me gusta hacer de Casandra, pero hacia allá vamos inexorablemente.

 

Colombia lleva más de 65 años defendiéndose de la agresión comunista. Pero los que la promueven son insistentes y recursivos, piensan que el tiempo está de su parte y son en extremo hábiles para colocar sus fichas en posición de ataque. No tardarán en anunciar el jaque. ¿Vendrá el mate?

 

8. Un país ingobernable.

 

Según se dice por ahí, Alfonso López Pumarejo contaba que cuando Dios hizo el territorio colombiano se levantó una ola de protestas. “Cómo así, exclamaban, que le está dando acceso a dos océanos, todos los climas, los paisajes más variados y hermosos, abundantes flora y fauna, recursos minerales e hídricos por montones?”. Entonces, Él respondió:“No se apresuren a juzgar; esperen a ver la gentecita que le voy a poner”.

 

Muchos presidentes se han dolido de la mala índole de los colombianos y lo difícil que resulta gobernarlos.

 

Así, Guillermo León Valencia comparaba su puesto con un potro de tormentos. Carlos Lleras Restrepo culminó su gobierno con el “affaire” de Fadul y Peñalosa, que puso en vilo al Frente Nacional en las elecciones en que hubo de competir su candidato contra Rojas Pinilla.  Misael Pastrana Borrero tuvo que habérselas con la chusma de la Anapo. Alfonso López Michelsen sintió pánico al pensar que un humorista podría sacarlo del poder. Julio César Turbay decía que era necesario estar muy loco para aspirar a repetir el oficio de presidente. Belisario Betancur, que ascendió en medio de aclamaciones, bebió hasta las heces el cáliz de la amargura. Virgilio Barco perdió el uso de su menguada razón con el ejercicio del mando y tuvo qué valerse de dos cirineos que le ayudaran a cargar su cruz. A César Gaviria lo acometió una incontenible risa nerviosa al término de su mandato: parecía no creer que iba a salir incólume de la Casa de Nariño. Según Ernesto Samper, el oficio presidencial es parecido al de los bomberos, que se la pasan apagando incendios. Álvaro Uribe Vélez, que logró una contundente reelección, terminó su segundo mandato en medio de ruidosos escándalos, y todavía no hemos presenciado el final de su rutilante carrera política. ¿Qué le espera a Santos?

 

Los politólogos han puesto de moda el tema de la gobernabilidad con un neologismo: la “gobernanza”.

 

¿Cuán gobernable es Colombia? ¿Cuáles son las condiciones que se requieren para que un gobernante no solo se mantenga en el poder, sino que logre dejar huella perdurable?

 

Ahí les dejo a mis amables y pacientes lectores la inquietud.

2 comentarios:

  1. Desde hace varios años me he venido convenciendo de que es más importante el método que el tenor de las ideologías, cuando de creación de instituciones constitucionales de buena calidad se trata el asunto. Por eso me parece que la Constitución del 91 ha tenido una efectividad casi inexistente porque sus creadores fallaron en el método de dar vida a nuevas instituciones o adoptar o reformar unas ya existentes.

    Nuestros constituyentes, por medio de la Constitución del 91, establecieron unos derechos individuales y garantías sociales, un cuerpo legislativo, un gobierno, una entidad judicial, y unos medios de control de la autoridad, basados en las ideologías que tenían (liberal, socialista, conservadora), en los acuerdos y compromisos que tuvieron que hacer para que esas tendencias fueran compatibles en una sola Constitución, y en un razonamiento lógico-formal que justificaba su conveniencia y funcionamiento.

    Mas, ellos omitieron (de buena fe, sin duda) someter las instituciones que pretendían crear (y que crearon al expedir la Constitución) a la prueba que garantizara que esas instituciones pudieran tener una efectividad real, en lugar de estar destinadas a no ser más que figuras ilusorias, de pura fantasía.

    Me parece que ese método que somete a rigurosa prueba de efectividad a las instituciones de una sociedad es, o debería ser, el del estudio o análisis histórico. Sin embargo, aunque muchos constitucionalistas prevén que la creación constitucional debe consultar la historia, ninguno de ellos va más allá de la comparación de los casos emblemáticos de las democracias modernas; es decir de las nacidas a partir de la revolución que dio nacimiento a los Estados Unidos de América.

    Donde más riqueza institucional encontramos (para someter a análisis de prueba histórica a nuestras instituciones) es precisamente antes de esta revolución, tanto en América como en Europa. Para citar tan solo dos ejemplos, interrelacionados entre sí, uno en Europa y otra en la América colonial española, creo haber encontrado lo siguiente: 1) Que el problema de las guerrillas de las FARC y el ELN, guardando las obvias proporciones históricas, es un fenómeno completamente análogo al del feudalismo de la Edad Media europea. Por eso, las circunstancias sociales y políticas en que se dio ese feudalismo nos podrían servir para comprender verdaderamente el problema de las guerrillas en Colombia. En contraste, las ideologías son completamente inútiles para entender este problema.

    Y, 2) que las instituciones políticas coloniales en la América española, en particular la de los municipios de la época de la conquista, al tener su origen en España como producto de una lucha para unificar el país (de cada reino), contra el feudalismo territorial y contra la amenaza de las armas musulmanas de la época, nos podrían servir para entender la solución al problema de las guerrillas y, por lo tanto, para crear las instituciones que nos hace falta para alcanzar esa solución.

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  2. Propongo pensar seriamente en la independencia de Antioquia junto con aquellas regiones que quieran adherir

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