lunes, 7 de marzo de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (VII)

La gran pregunta de los filósofos acerca de la moralidad toca con los aspectos racionales de la misma.

Según vengo diciendo, cada persona, cada agrupación y cada cultura tienen sus propios códigos morales y a menudo se dan notables divergencias entre ellos, lo que anima a no pocos pensadores a considerar que el mundo moral es decididamente irracional y arbitrario. De ahí, el relativismo moral.

A esta tendencia se suman varias ideas poco sólidas, pero muy difundidas, como la de que la moralidad es en últimas asunto de preferencia personal y que su gran tema es la felicidad.

Se sigue de estas consideraciones que cada individuo es árbitro de su propia concepción de la felicidad y que nadie puede inmiscuirse en lo que pertenece a su fuero íntimo. La autonomía moral, según esto, consiste en que que cada uno adopte sus propios códigos en función de sus proyectos de vida.

¿Puede sustentarse con claridad la idea de que hay una distinción radical entre lo privado y lo público, lo que concierne exclusivamente al individuo y lo que afecta sus relaciones con los demás?

El individualismo de los modernos así lo cree, pero a poco andar resulta fácil advertir que los límites entre esas dos esferas son bastante imprecisos, dado que, por una parte, es inevitable que cada uno de nosotros sufra de distintas maneras la influencia del entorno social y, por la otra, que todo lo que pensamos, sentimos, deseamos, etc. no deja de proyectarse en nuestra vida de relación. En la medida que vivir es necesariamente convivir, resulta inevitable que nuestros proyectos de vida  repercutan sobre nuestros semejantes e, incluso,como ya se sabe bien, sobre el medio ambiente.

El individualismo ignora que la moralidad es algo que surge precisamente en la interacción con los demás. Desde el punto de vista histórico, es ante todo un fenómeno social cuyas funciones son fáciles de advertir, pues atañen a la identidad, la cohesión, el equilibrio y la supervivencia misma de las agrupaciones humanas. La etimología avala esta consideración, pues la palabra moral viene del latín moralis, esto es, lo relativo a las costumbres.

Para salvar el dogma individualista según el cual primero están los individuos y después viene lo social como un fenómeno adventicio, se acude a la idea de que las normatividades sólo son vinculantes si cuentan con la adhesión de aquéllos e incluso si se originan en la voluntad de cada uno. Pero la observación de la realidad muestra que las cosas suceden de otras maneras, bastante más complejas por cierto.

El tema de las relaciones entre el individuo y la sociedad es arduo como el que más. No es el caso de abordarlo acá en profundidad, pero no sobra traer a colación en este momento la fina sugerencia que hizo Gurvitch acerca de la necesidad de considerarlo de modo dialéctico, a partir de lo que él llamaba la reciprocidad de perspectivas, mirando las cosas desde el punto de vista de lo comunitario y confrontándolas con el de lo individual, con el propósito de englobar esas perspectivas dentro de síntesis más amplias.

Es, por otra parte, la  posición del personalismo, del que poco se habla hoy, pero al que quizás sea necesario volver para orientarnos a cabalidad en la comprensión y la solución de los problemas del presente.

En mi curso de Teoría Constitucional solía llamar la atención de mis alumnos sobre unos conceptos, a mi juicio muy atinados, de Eugenio Trías acerca de la necesidad de recuperar la noción de persona, que no viene de Kant sino de los estoicos, y de vincular la idea de libertad con la de responsabilidad.

El planteamiento de Trías es muy sugestivo: ser libre consiste en tener capacidad de responder de distintas maneras frente a las coyunturas que se nos presentan en la vida. De ahí extraigo la observación de que en esos repertorios de respuestas habrá siempre unas mejores que otras.

En efecto, si cada una de nuestras acciones incide en nuestra esfera íntima, en la vida de los demás y en el medio ambiente, el sentido de responsabilidad indica que debemos ajustarlas no sólo a la satisfacción de nuestras necesidades individuales, sino las del conjunto tanto social como natural. Ser responsable consiste, entonces, en calibrar nuestras acciones, obrando con  sentido de justicia y algo que es inseparable de ésta: la prudencia.

En este punto del análisis topamos con Aristóteles. Según sus planteamientos, no podemos actuar de modo moral si desatendemos las consecuencias de nuestras acciones. Pero como nos movemos en un medio complejo, en el que acciones y reacciones no son unidireccionales ni es posible preverlas con certeza, habida consideración de su aleatoriedad, hay inevitablemente unas dosis de pragmatismo que debemos aplicar al momento de decidirnos por alguna de las varias alternativas que se nos ofrecen para hacer frente a las situaciones que se nos presentan.

Es precisamente la virtud de la prudencia la que nos indica cómo obrar en cada circunstancia. Ella nos guiará para sacar el mejor provecho posible de acuerdo con las diferentes coyunturas vitales.

Pero, ¿en qué consiste ese mejor provecho?

La doctrina aristotélica de los bienes, lo que en términos modernos llamamos valores, ofrece criterios que todavía son dignos de consideración para dar respuesta a tan crucial interrogante.

Hay que partir del hecho de que los bienes lo son respecto de la vida humana y por eso los apetece la voluntad, pero no todos son igualmente importantes, ya que hay unas jerarquías que los ordenan. Unos bienes lo son en función de otros y así sucesivamente hasta alcanzar  el supremo bien, que no es exactamente la felicidad, sino algo más difícil de definir: la beatitud, la bienaventuranza, la realización plena del potencial humano.

Uno de los grandes debates de la filosofía moral versa sobre la ordenación de los bienes, vale decir, las tablas de valores. Los escépticos se atrincheran en la tesis de que esas escalas axiológicas son todas imaginarias, carentes de conexión alguna con la realidad y, en último término, arbitrarias e irracionales.

Pero hay unos hechos que no pueden menospreciarse, como que quien vive arbitrariamente y en forma desordenada termina dilapidando su existencia, que el que sólo piensa en sí mismo daña su alrededor y hasta su propia interioridad, o que hay bienes aparentes, ilusorios y, a la postre, perjudiciales.

Precisamente, las tradiciones culturales, los consejos y admoniciones de padres y educadores, así como  las reglas del buen sentido, orientan acerca de la necesidad de distinguir entre los bienes verdaderos y los falsos, aunque ello no siempre sea fácil de dilucidar. Pero del hecho de que haya situaciones difíciles de comprender y apreciar, no se sigue que sean insolubles y que el entendimiento esté condenado  de modo inexorable a fracasar en la búsqueda de las mejores alternativas para hacerles frente.

Los relativistas morales no lo son tanto en lo que a sus propios intereses concierne. Es dudoso que se abstengan de quejarse si alguien les miente, les roba, los deshonra o de algún modo los perjudica en lo que tienen como más preciado o en sus posesiones. Pero como hay casos complejos, entonces salen a decir que nuestra racionalidad es impotente para resolverlos, y de ahí saltan a afirmar que no estamos en capacidad en absoluto para formular enunciados morales válidos. Tal vez, incluso, predican el relativismo para justificar sus propios déficits morales.

Es como si se negase la racionalidad de las matemáticas por cuanto hay paradojas y problemas todavía insolutos, o la de las ciencias de la naturaleza porque las teorías corrientes no alcanzan a dar cuenta de todos los fenómenos que llegan hasta nuestra observación, o la de unas y otras porque hay conceptos y soluciones que nos negamos a entender.

Las normatividades surgen de la vida y en función de ésta. La vida humana es algo real, aunque no del mismo modo que los entes de la naturaleza, por cuanto  es constitutivamente libre y transcurre, como digo, en un medio  muchísimo más complejo y aleatorio. Pero no es una nada abierta a cualquier determinación, como pensaba Sartre y lo creen sus epígonos postmodernistas. Si ella sigue ciertas orientaciones, podrá alcanzar la plenitud; pero si  transcurre por el camino equivocado, encontrará la frustración y ahí sí la aniquilación.

A mis discípulos les decía frecuentemente que cada uno tiene ante sí la opción de la plenitud, que lo puede llevar hasta la altura de un San Francisco de Asís, o la de la negación, que lo puede convertir en un monstruo como los capos de la mafia, del mismo modo que mis bellas discípulas bien podrían seguir el modelo de la Madre Teresa de Calcuta, para acercarse a la perfección, o el de la atroz Rosario Tijeras, para hacerse abominables.

En “Mafia export- Cómo la ‘Ndragheta, la Cosa Nostra y la Camorra han colonizado el mundo”, Francesco Forgione utiliza como epígrafe un texto de “Via Crudes”, de Loriano Macchiavelli, que es bien diciente.

Reza como sigue:

“Yo vengo de una ciudad donde la riqueza es el único objetivo tanto de los ricos como de los pobres, y donde, por ello, los delitos acechan en cada esquina y los misterios están a la orden del día.¿Se puede ser feliz en un lugar así?”

Parece evidente, según ello, que tanto desde el punto de vista individual como el colectivo la obsesión por la riqueza no sólo no colma las aspiraciones humanas, sino que es más bien fuente de desórdenes y calamidades de muchas clases. Y lo mismo puede decirse de otras obsesiones, como la del sexo, la del poder o la de la notoriedad.

El texto de Macchiavelli ilustra sobre otro aspecto de la cuestión, al señalar que una vida digna de vivirse requiere un ambiente adecuado. En consecuencia, del mismo modo que hoy sabemos que se debe cuidar el medio ambiente natural en beneficio de la calidad de vida de las comunidades, se requiere también un medio ambiente idóneo que contribuya a que las condiciones espirituales imperantes en la sociedad sean verdaderamente dignas, es decir, que nos ayuden a ser mejores.

En las instituciones educativas, en las empresas y en los entes públicos se insiste hoy en la promoción de la excelencia. Se premia entonces a los buenos estudiantes, los buenos trabajadores, los buenos funcionarios, etc. Pero suele olvidarse que los seres humanos no sólo somos estudiantes, trabajadores o funcionarios, pues también somos hijos, hermanos, cónyuges, padres, ciudadanos y, ante todo, prójimos. Y si hay criterios para distinguir a los primeros, no se ve por qué debamos de prescindir de buscar los atinentes a la valoración de los segundos.

No obstante ello, cuando pedimos que la preocupación por la excelencia se extienda a otros aspectos de la vida, se nos dice que de ese modo estamos invadiendo la esfera íntima y las libres opciones morales de los demás. Pero, ¿no es condición de la excelencia pública la excelencia privada?¿Son separables la una de la otra?

De hecho, el relativismo moral es insostenible en la teoría y en la práctica si se le asignan alcances absolutos. Lo que lo hace posible en los tiempos que corren es su aplicación a ciertas parcelas de la vida comunitaria, específicamente las que tocan con el ocio, la sexualidad, la familia y la religiosidad, que son campos en los que se cree que no hay lugar para las normatividades o, por lo menos, para que éstas se impongan con rigor.

Habré de ocuparme de estos aspectos en otra oportunidad.

1 comentario:

  1. Definitivamente interesantes y llenos de sabiduría estos artículos que invitan a beber en ellos. Que bueno, uno poder saber y conocer siquiera, la OCTAVA PARTE DE LO QUE A DON CHUCHO SE LE HA OLVIDADO.

    ResponderEliminar