martes, 31 de mayo de 2011

Debate sobre la administración de justicia II

Los tratadistas franceses de Derecho Constitucional suelen distinguir en el estudio de la soberanía dos temas diferentes: la soberanía del Estado y la soberanía dentro del Estado.

El segundo tiene que ver con quién tiene el poder supremo dentro de la organización estatal, esto es, la autoridad que goza de la atribución de decir la última palabra acerca de las decisiones políticas que afectan a la comunidad.

Formalmente, ese poder le corresponde al pueblo. Pero éste es una entelequia y, en rigor, una construcción mítica. La verdad sea dicha, la voluntad popular de que tanto se habla es, ni más ni menos, la voluntad de ciertos seres humanos que se impone sobre la de otros seres humanos. Y son unos de éstos los que deciden qué se entiende por pueblo, quiénes lo componen y cómo, cuándo, dónde  y con qué fuerza jurídica se manifiesta .

De hecho, el famoso poder constituyente reside en últimas en quienes tienen el poder de decidir cuáles son los actos que se consideran como manifestación legítima de la voluntad popular, sea la directa o la indirecta que se expresa a través de sus representantes.

En su lucha contra la monarquía absoluta - que no lo era tanto-, los pensadores liberales de los siglos XVII y XVIII consideraron que el poder supremo que invocaban para sí los monarcas debía distribuirse entre varios organismos, de suerte que  ninguno de ellos tuviese oportunidad de incurrir en el odiado despotismo que se atribuía a aquéllos.

Un  texto célebre de Montesquieu marcó la tónica de la elaboración jurídico-política de la separación de poderes:"Todo el que ejerce el poder tiende abusar de su ejercicio; para impedirlo, es necesario que el poder contenga al poder mediante un sistema de frenos y contrapesas…”

De ahí, la idea según la cual todo poder dentro del Estado debe ajustarse a normas que a su vez dependen de la Constitución como normatividad suprema. Ese ajustarse a la normatividad significa que cada órgano estatal resulte de normas que prevean su configuración, sus atribuciones, su modo de integrarse, sus procedimientos operativos, sus relaciones con otros órganos, sus limitaciones, sus responsabilidades, los controles sobre sus actos, etc.

A la luz de lo anterior, muchos juristas han llegado a pensar que la soberanía reside más bien en el Derecho, como supremo regulador del Estado. Así, en un sentido estricto, Estado de Derecho es, en efecto, el que se constituye, se estructura y funciona de acuerdo a la normatividad jurídica.

Pero ahí tropezamos con otra construcción mítica, pues el Derecho positivo es obra humana. Lo formulan, lo interpretan, lo aplican y lo cumplen o soportan unos seres humanos. Por consiguiente, el espíritu de la Ley, la voluntad o el imperio de la Ley, etc. no son otra cosa que lo que piensan, quieren, ordenan y hacen exigibles unos seres humanos sobre otros seres humanos.

De acuerdo con ello, toda la normatividad jurídica reposaría sobre actos de voluntad. Pero, como esta conclusión la privaría de toda respetabilidad y exigibilidad en conciencia, a través de los siglos se ha aspirado a fundar el Derecho en algo más consistente, más sólido, menos discutible.

Ese papel fundante lo cumplió por mucho tiempo la Religión. Tiempo después, el pensamiento clásico griego buscó fundarlo en la Razón. Y un esfuerzo de siglos, que viene de la Patrística para desembocar en la Escolástica, el Siglo de Oro español y luego en la Filosofía Cristiana, aspiró a sustentar el Derecho y el Estado, así como toda la ordenación de la sociedad, en una combinación del legado espiritual vétero y neo testamentario con el gran pensamiento grecolatino.

A partir del siglo XVII, y no del XVIII como suele creerse, se fue produciendo una cuestionable escisión entre las categorías religiosas del Cristianismo y las puramente racionales, cuando Grocio  planteó explícitamente la tesis de que el Derecho puede gozar de fundamentos evidentes de suyo, como los de la Geometría, sin necesidad de ir más allá para explorarlos en la Razón y en la Voluntad de Dios.

La crisis de la Razón, de que da cuenta el pensamiento de los dos últimos siglos, ha hecho que lo que antaño eran construcciones teológico-filosóficas bastante elaboradas se vea sustituido por elaboraciones ideológicas más o menos arbitrarias que se construyen al tenor de modas pasajeras. Se trata de los famosos ismos que se suceden unos a otros según el soplo de vientos de diversa procedencia: nacionalismo, fascismo, nacismo, marxismo, estructuralismo, etc., etc.

De ese modo, de unos sistemas de ideas que concebían que por encima de la voluntad de los gobernantes estaba presente un cuerpo normativo basado en Dios, en la Naturaleza, en la Historia o, simple y llanamente, en la Razón, y en general bien estructurado, hoy se ha  pasado a ideologías bastante arbitrarias e incoherentes que, igual que las yerbas malas de un tango de Gardel, son duras de arrancar.

Esas construcciones ideológicas se imponen porque sí y contra ellas no hay discusión posible.

Una de ellas es la del Juez  Hércules, de que habla Dworkin en una de sus obras. Es el paradigma del juez omnisciente y todopoderoso, algo así como la imagen que Hegel tenía del Estado prusiano –“la mano de Dios sobre la tierra”-, sobre el que no obra límite alguno distinto de su conciencia-si la tiene-, pues, como alega la ideología dominante, es   “órgano de cierre” y lo que decide carece de todo recurso eficaz en su contra.

Ese juez decide por sí y ante sí lo que considera que es lo jurídico y cuáles son sus contenidos. Prescinde, además, de la norma escrita, así sea la de la Constitución misma, si considera que ésta no se amolda a sus concepciones ideológicas. Éstas, en consecuencia, terminan prevaleciendo sobre la normatividad constitucional. Configuran, por así decirlo, una especie de Supra-Constitución.

Esas concepciones ideológicas resultan hoy de una mezcla más o menos incoherente de teorías a la moda, inspiradas de lejos en Marx,Nietzsche y Freud-los tres grandes maestros de la sospecha- y más de cerca en Levy-Strauss, Foucault, Derrida, etc, pasando por Trostsky, Gramsci, Sartre, Beauvoir y otros más.

Todos los ismos que integran ese brebaje derivan en un liberalismo radical que hoy se califica como libertario, una desconfianza cuasi anarquista en las autoridades, una concepción emancipatoria enemiga de toda jerarquía social y una curiosa derivación del socialismo que mantiene la economía de mercado, pero la sobrecarga con el peso de una seguridad social vecina de la utopía.

Tiempo habrá para entrar en el detalle de esas amalgamas ideológicas de que se nutre el llamado Nuevo Derecho.

Lo que me interesa destacar, por lo pronto, es que el Juez Hércules ha desarticulado totalmente la estructura de la separación de poderes.

Una idea muy simple de ésta, que todavía se enseña en los manuales de Cívica, postula que el Congreso crea la norma, el Ejecutivo la aplica y la Judicatura decide sobre los conflictos a que pueda dar lugar aquélla. Pero la ideología dominante ha resuelto que sea la Judicatura la encargada de crear la norma por distintos caminos que ella misma ha trazado, bien porque revisa las leyes y decretos, ya porque sustituye sus contenidos por los que considera más apropiados, ora porque les da órdenes  al Congreso y al Ejecutivo acerca de cómo deben actuar respecto de ciertas materias, etc.

Pues bien, lo que los estudiosos han considerado como constitutivo de un régimen despótico en que hay autoridades que están desligadas de la normatividad, es lo que se da actualmente en la práctica judicial colombiana, sobre todo en lo que a las altas Cortes concierne y más específicamente en lo que atañe a la Corte Constitucional.

Por eso podemos afirmar sin temor a incurrir en exageración que la práctica del Código Funesto ha desembocado en la instauración de la Dictadura de los Jueces. De ahí a la politización de la justicia sólo media un paso, el cual ya se ha dado.

2 comentarios:

  1. Doctor Vallejo: a diferencia de lo que suele ocurrir, no me gusta su artículo. La superación de las bases tradicionales del Derecho parece el resultado de una transformación ideológica relacionada con la crisis de la razón de los últimos siglos. Si eso fuera así, ¿cómo es que en Europa y Norteamérica no se detecta esa dictadura de los jueces?

    Como todos los conservadores, usted ve en la conducta de los jueces colombianos "... un liberalismo radical que hoy se califica como libertario, una desconfianza cuasi anarquista en las autoridades, una concepción emancipatoria enemiga de toda jerarquía social y una curiosa derivación del socialismo que mantiene la economía de mercado, pero la sobrecarga con el peso de una seguridad social vecina de la utopía". Es lo que se dice una percepción autorreferencial: lo que se condena resulta describible a partir de sus propias convicciones, como si un roedor pequeño atribuyera a las cebras los rasgos de los leones, por el tamaño, y les temiera. El libertarismo (la ideología de referencia de la derecha estadounidense) resulta acompañante de la arbitrariedad judicial derivada del socialismo que hace inviable la economía de mercado, y la autoridad, que se decreta privilegios monstruosos a costa de los demás, resulta amenazante para la jerarquía social y aliada del igualitarismo. Sin la ideología conservadora la imagen es inexplicable y absurda.

    La realidad me parece mucho más sencilla: ciertos grupos heredan la posición jerárquica de las castas coloniales, el mando de un orden tradicional, y encuentran en el socialismo el pretexto perfecto de su dominación. La arbitrariedad no es el resultado de una deriva ideológica sino la continuidad de la forma de vida de la Colonia y en realidad la persistencia de un orden social previo a la noción de ciudadanía: el que manda dispone de todo y basa su dominación en un orden previo cuya violencia no ha desaparecido. Las chácharas posmodernas son un barniz a ese hecho básico. No se trata de que haya un conflicto entre el poder legislativo y el judicial, sino que el orden subyacente, y la costumbre subyacente (la de la Real Audiencia y demás instituciones similares) determinan una corrección de la que sale claro que se hace lo que la autoridad quiere. Esa autoridad no puede ser democrática precisamente porque eso amenazaría la jerarquía social. Tanto los legisladores como los magistrados dependen de los clanes de poder, y éstos a su vez de las camarillas que se lo transmiten tal vez desde la misma época colonial. ¿O alguien concibe atropellos judiciales que afectaran de forma drástica los intereses de los López-Samper-Santos? Por el contrario, estas camarillas influyen en las decisiones de los jueces.

    Para no extenderme más: el socialismo judicial y el derecho líquido que se aplica no son una amenaza a la tradición sino la forma en que puede persistir. Lo que los amenaza es lo mismo que amenaza a la jerarquía social y a las buenas costumbres conservadoras: la asimilación a la realidad de las democracias avanzadas, en las que se contiene el gasto público y se protege la competencia.

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  2. La dirección del artículo respecto del desconocimiento de mandatos Constitucionales por parte de una de las ramas que integran el Estado Social de Derecho,y que suponen de hecho absoluta independencia sin posibilidad de rebasar límites entre ellos, de suyo logra su cometido, con la salvedad necesaria de que hablamos de nuestra Patria y no de otra así la introducción haga necesaria abstracción orbital. En muchos episodios se hace clara la legislación por parte de las Cortes; eso no admite controversia.

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