miércoles, 15 de febrero de 2012

Notas sobre la función política de los tribunales constitucionales

1. Me han solicitado los organizadores del Congreso de Juristas Católicos que se lleva a cabo en la Universidad Católica en Bogotá, que en una exposición de no más de 25 minutos exprese mis opiniones sobre una cuestión que, a no dudarlo, está en el centro de los debates contemporáneos acerca de la jurisdicción constitucional.

Para cumplir con este cometido, tendré que llevar al extremo el espíritu de síntesis, concentrándome en lo fundamental y dejando de lado lo accesorio, que no deja sin embargo de tener importancia, por cuanto comprende antecedentes, fundamentos, correlaciones y otros tópicos cuya consideración interesa para comprender a cabalidad el asunto de que se trata.

Pienso que en esta oportunidad interesa, ante todo, el examen de la práctica constitucional, para extraer algunas conclusiones que ilustran sobre la naturaleza de uno de los aspectos más delicados de la realidad del estado constitucional en los tiempos que corren.

2. Parto de la observación de un hecho que, si bien se presta a diversas interpretaciones, es contundente en sus manifestaciones: los tribunales constitucionales, en la práctica, so pretexto de interpretar la constitución la reforman.

Para los que en la doctrina jurídica suele catalogarse como conservadores, este hecho configura extralimitación flagrante de las atribuciones de la justicia constitucional, que debería limitarse, como lo dice el artículo 241 de nuestra Constitución Política, a la guarda de la supremacía y la integridad de la misma dentro de los precisos términos estipulados por ella.

Pero la realidad indica que esta concepción rigurosa de la jurisdicción constitucional es insostenible en la práctica, tal como se desprende del examen de dos asuntos que, por supuesto, se prestan a controversia, a saber: a) la identificación de la normatividad constitucional; b)la fijación a su contenido.

3. La primera tarea del intérprete consiste en identificar los enunciados cuyo sentido le corresponde desentrañar.

Contrariamente a la idea de que la constitución es un conjunto de enunciados normativos codificados en estatutos solemnes, hoy prevalece la tendencia que considera que más allá de los mismos hay, por así decirlo, una supra - constitución que se compone de principios y valores propios de una civilización política dada, la occidental contemporánea.

Los textos, según este punto de vista, ponen de manifiesto esos principios y valores, los llevan hacia su concreción, pero están subordinados a ellos, por la cual se cree que deben interpretarse y aplicarse de acuerdo con el significado de aquéllos.

Los textos son la letra; los principios y valores constituyen el espíritu.

La identificación de la constitución tiene por objeto descubrir su espíritu.

A partir de estos planteamientos, buena parte de los esfuerzos doctrinales se aplica a establecer cuáles son las notas distintivas de los paradigmas de la sociedad democrática, liberal, pluralista y, en suma, humanista, que la constitución se propone edificar.

Los textos deben ajustarse a esos paradigmas. Si su tenor literal los contraría, simplemente se los ignora o se los modifica, bien sea mutilándolos o enriqueciéndolos.

La constitución se torna así en un sistema abierto y dinámico.

Lo primero, por cuanto el contenido no está fijado de antemano y siempre será susceptible de nuevos descubrimientos. Lo segundo, porque esos contenidos bien pueden ensancharse o restringirse de acuerdo con las circunstancias.

4. Cobran fuerza entonces dos postulados que han dejado honda huella en el constitucionalismo norteamericano, a saber: a) La constitución es un texto que debe considerarse en función de los hombres a los que actualmente se dirige, y no de los muertos que la expidieron; b) el contenido de la constitución lo fijan los jueces.

Según esto, los tribunales constitucionales no sólo ejercen funciones políticas, sino soberanas, dado que de derecho o de hecho invocan para sí el poder supremo dentro de la organización estatal.

Tal es el sentido de la calidad de “órganos de cierre” que sus titulares no se cansan de recordarnos que los asiste.

Esa soberanía de los tribunales constitucionales - “soberanía dentro del Estado”, como dicen los franceses - se refuerza por la ausencia o la ineficacia de controles inter - orgánicos, sea sobre sus decisiones o sobre sus integrantes.

5. Los tribunales constitucionales, a partir de un abanico de posibilidades dentro de las que los textos formales son apenas uno de las componentes, deciden entonces cuáles son los enunciados normativos a los que debe reconocerse jerarquía constitucional.

Pero esos enunciados, a su vez, son materia de interpretación con miras a precisar sus contenidos, el modo de armonizarlos entre sí y el sentido de su aplicación a los casos, tanto abstractos como particulares, que se someten a su decisión.

Los tribunales constitucionales deciden por sí y ante sí cuáles son los criterios y métodos de interpretación admisibles para casa caso.

Ellos disponen, en consecuencia, cuál es la norma y cuál es su sentido.

6. La teoría de la argumentación, tendiente a establecer los procedimientos lógicos mediante los cuales se desprenden de los principios y valores los enunciados normativos y se deciden los casos, ocupa hoy un lugar de privilegio en los estudios jurídicos.

Se trata de una teoría de lógica formal, que aspira a sentar las bases del razonamiento jurídico correcto, esto es, el que extrae de unas premisas dadas las conclusiones contenidas implícitamente en ellas.

Mediante esta teoría se pretende legitimar desde el punto de vista de la racionalidad los poderes de los jueces, especialmente los de la jurisdicción constitucional.

Pero el examen racional del sistema jurídico no puede limitarse a los procedimientos discursivos, ignorando las premisas de que se parte y las conclusiones que de ellas se extraen.

Esas premisas identifican la orientación política que determina la actividad de los tribunales. Y las conclusiones, por su parte, a menudo se condicionan a través de la propaganda, la presión mediática e incluso los maquinaciones propias del juego político.

7. Las premisas que invoca la teoría constitucional contemporánea suelen presentarse de manera dogmática, bien porque se las considera como evidentes de suyo, ora porque se afirma que están implícitas en las grandes consagraciones textuales: la dignidad, la libertad, la igualdad, la democracia pluralista, el estado social de derecho, etc.

Esas premisas son ideológicas, tanto en el buen sentido de la expresión como en los sentidos que pueden considerarse peyorativos, y están, desde luego, sometidas a discusión. Entrañan graves cuestiones filosóficas que tocan con el significado último de la existencia humana en todas sus dimensiones.

La jurisdicción constitucional toma partido acerca de tan graves controversias, afirmando con la autoridad que supuestamente le confiere el ordenamiento, cómo deben entenderse esos conceptos supremos a partir de los cuales se articula la organización del estado y se configura el sistema de los derechos, así como el de los deberes jurídicos.

Una tarea urgente es la deconstrucción de los fundamentos de las concepciones jurisprudenciales en materia de principios y valores, para así esclarecer cuáles son las ideas que realmente anidan tras ellas.

8. Puede considerarse que ese trasfondo ideológico se resume en lo que Charles E. Tart llama el “Credo occidental,” de corte materialista, individualista, utilitarista, empirista y cientificista, en el que la dimensión espiritual del hombre, su naturaleza social y su vocación de transcendencia apenas cuentan como inclinaciones subjetivas que no tienen por qué entrar en juego dentro del escenario de la razón pública, en donde se supone que se ventilan y deciden los grandes asuntos colectivos

Significa lo anterior que en la creación, la interpretación y la aplicación del derecho se parte de la base de que hay razones atendibles y razones no atendibles, esto es, excluidas del juego discursivo.

Las primeras son las que encajan dentro de la ideología dominante, que se perfila como un sistema de “pensamiento único y políticamente correcto”; las segundas, en cambio, se consideran como razones de segundo o tercer orden, e incluso como “sinrazones”, en el escenario de la “razón pública”.

Esa ideología dominante se inscribe dentro de lo que ahora se conoce como el Nuevo Orden Mundial (NOM), mediante el cual se pretende englobar a toda la humanidad bajo un régimen aparentemente libertario, pero en el fondo totalitario, puesto al servicio de una “criptocracia” que pretende asegurar para unos pocos privilegiados el goce de los recursos planetarios.

9. David Easton enseña que la política es la actividad social mediante la que se efectúa la adjudicación autoritaria de valores.

Precisamente, a ello se dedican los tribunales constitucionales, que se atribuyen la tarea de señalar cuáles son los valores socialmente relevantes, cuáles son sus contenidos, cuáles son sus órdenes de jerarquía y cómo se los hace compatibles entre sí.

Los tribunales constitucionales aparecen entonces como instrumentos especialmente idóneos para la acción discreta y eficaz de los agentes de la “criptocracia” que mueve los hilos del NOM.

10. Quiero decir con lo anterior que la jurisdicción constitucional no está de hecho propiamente al servicio del ideal democrático, del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” (Lincoln), pues los contenidos axiológicos que impone de modo autoritario no se decantan a través del debate público ni los procesos electorales, sino por vías elitistas que recuerdan el despotismo ilustrado del siglo XVIII.

Así las cosas, el derecho constitucional es hoy, como lo fue el romano de la recepción en los países europeos, un “derecho de juristas”, alimentado en las academias y en los tribunales, e incluso en ciertos cenáculos, pero ajeno a los procedimientos democráticos.

11. Vamos de ese modo hacia una auténtica dictadura judicial.

Por ejemplo, en Colombia la Corte Constitucional no sólo se ha atribuìdo funciones de colegislación, sino de constituyente que se sitúa por encima de los llamados “primario” y “secundario”, por cuanto les da a los textos constitucionales lecturas que en el fondo los contrarían.

Incluso, se ha adjudicado la atribución de decidir cuáles enmiendas constitucionales son de recibo desde el punto de vista material y cuáles no lo son, por cuanto a su juicio afectarían “cláusulas pétreas” de un espíritu de la constitución que sólo ella conoce.

12. Dejando de lado, en gracia de discusión, su inspiración divina, hay que señalar que, en todo caso, el pensamiento católico obedece a una tradición cuyo desenvolvimiento se confunde con la Civilización Occidental misma.

Pero quienes hoy pretenden hablar en nombre de ésta se obstinan no sólo en negar ese hecho tozudo y contundente, sino en impedirle su derecho de intervenir en debates éticos, políticos y jurídicos que a todos nos afectan, so pretexto del principio del estado laico, de los valores de la secularización, del pluralismo ideológico y hasta de los fueros sacrosantos de la intimidad personal.

Vale la pena traer a colación estas anotaciones de Habermas:

“El cristianismo, y nada más es el fundamento de la libertad, de la conciencia, de los derechos del hombre y de la democracia, los signos distintivos de la civilización occidental. Hoy por hoy no podemos contar sino con el cristianismo. Nosotros seguimos bebiendo de esta fuente. Todo lo demás no es otra cosa que charlatanerías posmodernas”.

Sobre nosotros, juristas, católicos, pesa hoy una severísima responsabilidad: la de manifestarnos en todos los escenarios posibles contra la imposición de un credo materialista e inhumano que pretende privar al hombre de lo que, ontológica e éticamente hablando, le es más caro: su proyección espiritual.

A nosotros nos corresponde hoy la defensa de la verdadera civilización; mejor dicho, de la civilización de la verdad.

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