miércoles, 31 de diciembre de 2014

Reflexiones políticas I

El análisis de las situaciones políticas toca con asuntos de honda complejidad, tales como el diagnóstico de fortalezas y debilidades de los grupos sociales en determinadas circunstancias; lo que se considera deseable y posible para mejorarlos; los medios y recursos idóneos para actuar sobre ellos; las estructuras colectivas que se considera que deben ponerse en acción para el efecto o la calidad de los dirigentes llamados a liderarlas.

 

El político se parece al médico que examina a sus pacientes, indaga sobre sus dolencias, investiga su vitalidad, formula diagnósticos en torno a su salud, propone hipótesis acerca de sus posibilidades de mejoramiento y ordena las terapias que considera adecuadas para lograr que su organismo llegue al estado óptimo de acuerdo con las circunstancias que lo rodean y según la concepción que albergue acerca de lo saludable.

 

El punto de partida de la acción política es entonces la representación de una situación social dada. Pero mientras que el médico tiene que habérselas con pacientes de carne y hueso, que por lo menos están individualizados físicamente y cuyos procesos biológicos pueden en cierta medida cuantificarse, el político afronta dificultades para identificar el cuerpo social sobre el que pretende actuar. Suele considerarse que el mismo se confunde con la comunidad estatal, pero esta no solo integra un conglomerado más o menos heterogéneo de comunidades menores, sino que a su vez se inserta en colectivos de mayor envergadura que hoy en día componen lo que se denomina la Aldea Global. En los tiempos que corren, todo el mundo está prácticamente interconectado, de suerte que lo que se haga aún en las unidades más pequeñas sufre la influencia del todo y a la vez incide de alguna manera en la comunidad global.

 

Hans Kohn, en sus estudios sobre el nacionalismo,  discute la visión tradicional que concibe el mundo social como una serie de círculos concéntricos que se van formando a partir de núcleos elementales como la familia y la comunidad local, para pasar después a lo regional, lo nacional, lo internacional, lo supranacional y, por último, lo universal o mundial. Los niveles de asociación política son más complejos y no aparecen a partir de evoluciones por así decirlo naturales o normales, sino muchas veces por causa de accidentes históricos. Igualmente, las relaciones entre esos diferentes niveles no son, como lo creía Kelsen, de fundamentación de los más elementales a partir de los más complejos, sino de conflictos entre unos y otros que se zanjan de diferentes maneras de acuerdo con las constelaciones de poder que efectivamente se dan en las distintas coyunturas históricas.

 

Lo anterior significa que la estructura del mundo político no obedece a una racionalidad intrínseca susceptible de traducirse en enunciados abstractos de validez universal, sino a una racionalidad histórica más o menos caprichosa. Podría más bien hablarse de irracionalidad, si no fuese porque de todos modos hay en él ciertas constantes susceptibles de dar pie para distintas teorizaciones.

 

El político local piensa en su parroquia; el regional, en su provincia; el nacional, en el Estado, y así sucesivamente. Pero ninguno alcanza a captar adecuadamente lo suyo si pierde de vista contextos cuya dinámica está signada por la aleatoriedad. No le queda otro remedio, además, que obrar al respecto de modo similar a como lo hizo De Gaulle, que siempre tuvo en su mente “cierta idea de Francia”.

 

El político colombiano actúa, pues, bajo la inspiración de cierta idea de Colombia. Y es menester preguntarse acerca de cuál es o, mejor, cuáles son las ideas de nuestros dirigentes y de las distintas capas sociales sobre el ser histórico de nuestro país.

 

Esas ideas son más o menos míticas. Se refieren en general a algo imaginario sobre el pasado, el presente y el futuro de la sociedad. Constituyen interpretaciones de lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos. Y esas interpretaciones pueden ser superficiales o profundas, bien articuladas o bastante deshilvanadas, realistas o idealistas, pretendidamente científicas o resueltamente poéticas, etc. Pero siempre serán incompletas, inexactas, aproximadas, relativas.  Se las elabora no solo a partir de la observación de los hechos históricos, sino de valoraciones de los mismos, lo que implica que a menudo se las piense con el deseo.

 

Hasta mediados del siglo XX se enfrentaban unas interpretaciones liberales y otras conservadoras sobre el ser histórico colombiano. Las cosas hoy son muy diferentes. No es cierto, como creyó en alguna oportunidad Alfonso López Pumarejo, que las fronteras ideológicas de nuestros dos partidos tradicionales  se hubieran borrado en aras de cierto modo de fusión de ambos. Más bien, parece que se hubieran difuminado dando lugar a una profusión de ideologías poco consistentes, de contextura gelatinosa. Por otra parte, la visión marxista de la sociedad prevalece en muchos sectores, en especial los que se autoproclaman como titulares de la intelectualidad, a lo que se agrega una visión libertaria decididamente naturalista y radicalmente anticristiana, que riñe con los valores que en otras épocas contribuían a la definición de nuestro ser espiritual.

 

Si Obama se atrevió a decir a comienzos de su mandato que Estados Unidos habían dejado de ser una sociedad cristiana, lo que le ha dado pie para perseguir descaradamente a los cristianos y producir unas fracturas quizás insuperables en ese país, lo mismo podría decirse de la Colombia de hoy, que es formalmente católica pero de hecho se ha convertido hoy en una sociedad pagana.

 

Álvaro Gómez Hurtado echaba de menos en Colombia la existencia de un acuerdo sobre lo fundamental. Esa carencia es ahora más palpable que hace un cuarto de siglo, de donde se sigue que somos una sociedad que no tiene clara conciencia de su pasado, de su presente y de su porvenir. Pero resulta que son precisamente esos acuerdos sobre lo fundamental los que validan el régimen político y el ordenamiento jurídico.

 

Dos libros más o menos recientes de historia de Colombia-“Colombia: una nación a pesar de sí misma”, de David Bushnell y “Colombia: país fragmentado, sociedad dividida”, de Frank Safford y Marco Palacios-, ilustran sobre el carácter conflictivo y a menudo extremadamente violento de nuestro devenir histórico, si bien hay que reconocer con Eduardo Posada Carbó que Colombia no es solo violencia, pues hay muchos rasgos positivos de nuestra idiosincrasia que conviene resaltar para una mejor comprensión de lo que somos. (vid.http://historiadecolombia2.files.wordpress.com/2012/09/bushnell-david-colombia-una-nacion-a-pesar-de-si-misma.pdfhttp://books.google.com.co/booksid=ETh7T9ax6ekC&printsec=frontcover&hl=es#v=onepage&q&f=false-).

 

Recuerdo que hace años el profesor Socarrás, en sus artículos para El Tiempo, insistía en que nuestra violencia es de carácter racial. Hablaba de la ferocidad de los caribes y los españoles, y solo dejaba a salvo el pacifismo de nuestros antepasados africanos. El profesor Mauro Torres ha hecho otros análisis, probablemente más rigurosos, que relacionan nuestros impulsos violentos con lo que él considera el carácter mutogénico del alcohol, agravado ahora por el alto consumo de sustancias psicoactivas. Y en un escrito que le publicó Lecturas Dominicales, señaló cómo la intemperancia verbal tanto de Laureano Gómez y como de Jorge Eliécer Gaitán incidió decisivamente en la Violencia de mediados del siglo pasado.

 

Es claro que la agresividad verbal constituye la antesala de la violencia física, pero una y otra, fuera de los factores psicobiológicos que enfatizaron los profesores Socarrás y Torres, se disparan cuando entran en juego posturas ideológicas cargadas de fanatismo e intolerancia. Muchos culpan a los políticos tradicionalistas por sus ideas cerradas a la Modernidad, pero se hacen los de la vista gorda frente al sectarismo que a menudo exhibieron los liberales y el que después ha caracterizado a la izquierda marxista, que de modo explícito preconiza la acción violenta como el medio más idóneo para promover el cambio social.

 

Hay entre nosotros una cultura de la violencia que emerge de profundas deficiencias morales. Hernando Gómez Buendía hizo ver alguna vez que en Colombia han fracasado distintos proyectos éticos: el de la caridad, promovido por el Catolicismo; el de la tolerancia, impulsado por el republicanismo cívico de los liberales; el de la solidaridad, predicado por los socialistas. Según Gómez, al colombiano lo caracteriza la ética del “rebusque”, el aprovechamiento del “cuarto de hora”, el “CVY” (“Cómo voy yo”). Se trata, en suma, de una visión de fuerte signo individualista, de corto plazo y de muy estrechas miras. De ahí, lo de que “La ley es para violarla”, “Hecha la ley, hecha la trampa” o “Lo malo de la rosca es no hacer parte de ella”. Es algo aledaño al imperio de la ley de la selva. Por eso, Marco Palacios ha insistido en lo que él denomina “la delgada corteza de nuestra civilización”.

 

Desde luego que es menester que maticemos este diagnóstico negativo con observaciones que reconozcan las cualidades que a lo largo de la historia nos han caracterizado, tales como la abnegación, la recursividad, el espíritu de superación o el heroísmo de que dan  testimonio cotidiano millones de compatriotas que luchan con denuedo para sacar adelante contra viento y marea a sus familias. De hecho, estas representan el vínculo social más fuerte entre nosotros, no obstante los virulentos ataques con que la Cultura de la Muerte y el hedonismo predominante en las sociedades avanzadas se proponen destruirlas.

 

El pensamiento izquierdista hace hincapié en los que considera que son los “factores objetivos” de la violencia que nos aqueja. Esos factores son reales y tienen que ver con la desigualdad, la pobreza, la corrupción política y los conflictos ancestrales sobre la propiedad rural, entre otros. Pero hay sociedades en que median circunstancias similares y, sin embargo, no presentan las mismas manifestaciones de violencia, lo que hace pensar en la necesidad de otras explicaciones más adecuadas, como la que destaca el papel que ha jugado el apetito comunista de hacerse al control de nuestro territorio y nuestras comunidades.

 

Como bien lo muestra Eduardo Mackenzie en “Las Farc, fracaso de un terrorismo”, libro indispensable para entender nuestra historia política en el último siglo y que he mencionado en otras ocasiones, los comunistas vienen luchando desde los años 20 del siglo pasado para instaurar su proyecto político entre nosotros, habida consideración de nuestra privilegiada posición estratégica, que nos hace atractivos para todos los que pretendan el dominio de Centroamérica, el Caribe y Sudamérica (Vid.http://www.verdadcolombia.org/ONGs/FederacionVerdadColombia/elResto/LibroMackenzie.pdf).

 

Hasta 2010 habían fracasado rotundamente, debido a la oposición que los enfrentó a lo largo de muchas décadas y al poco entusiasmo que sus consignas despiertan entre nuestros compatriotas, de lo que dan buena muestra las encuestas de opinión y sus reiteradas derrotas electorales. Pero a partir del 7 de agosto de ese año comenzó, por iniciativa personal de juan Manuel Santos, un proceso de acercamiento a sus brazos armados que exhibe a no dudarlo fuertes tintes de claudicación.

 

Contamos, es cierto, con un sistema de libertades y derechos bastante deficiente, lo mismo que con una democracia más formal que real. Pero las soluciones que parecen estar abriéndose camino no ofrecen garantías para profundizar la protección de las libertades y los derechos, ni para hacer más efectivos los procesos democráticos, pues lo que se proponen los comunistas con los que el gobierno actual avanza en sus fementidos “diálogos de paz” no es el acuerdo sobre lo fundamental que reclamaba Álvaro Gómez Hurtado, sino establecer bases sólidas para imponer a la postre un régimen que copie el modelo cubano y su deplorable proyección en la vecina Venezuela, no obstante lo rotundo de sus fracasos.

 

El pensamiento político contemporáneo insiste en la necesidad de ese acuerdo, por cuanto es un hecho no solo natural, sino necesario, que haya en las sociedades  la competencia de distintos proyectos políticos en condiciones equitativas para todos. Ello supone la adopción de reglas de juego confiables en las que ninguna de las partes goce de ventajas injustificadas sobre las demás, fuera del compromiso moral de todos los actores políticos de obrar con lealtad a dichas reglas de juego. Las Farc no creen que lo que denominan como el “establecimiento” sea fiel a las mismas; pero son más las razones que median para desconfiar de las buenas intenciones de esa organización narcoterrorista.

 

Vale la pena traer a colación el ya célebre dicho de S.S. Paulo VI en la conclusión de su encíclica Populorum Progressio,-"El desarrollo es el nuevo nombre de la paz"(Vid. http://justiciaypaz.dominicos.org/kit_upload/PDF/jyp/Documentos%20eclesiales/populorum_progressio.pdf)-, para inquirir acerca de cuál es la teoría del desarrollo que supuestamente en pro de la paz se está conviniendo con los narcoterroristas de las Farc en La Habana.

 

De acuerdo con datos de 2013, Colombia ocupaba el puesto 94 en el ranking de desarrollo humano (IDH), con un índice de 0.711 (Vid. http://www.datosmacro.com/idh/colombia). Según el Informe sobre Desarrollo Humano de 2014, el PNUD nos ubica dentro del grupo de países con desarrollo humano elevado, algunos puntos por encima de los de desarrollo humano medio (Vid.http://hdr.undp.org/sites/default/files/hdr14-summary-es.pdf). En los últimos años ha habido notable reducción en los porcentajes de pobreza (30,6% en 2013) y pobreza extrema (9,1% en el mismo año), pero los índices de desigualdad se mantienen todavía en niveles preocupantes (0,539 en 2012 y 2013).(Vid.http://www.portafolio.co/economia/pobreza-colombia-el-2013).

 

No estamos, por supuesto, en el mejor de los mundos posibles y es mucho el camino que debemos recorrer para acercarnos a los países que según el PNUD se consideran como de desarrollo humano muy elevado e incluso a los de más alto puntaje dentro de la categoría en que nos encontramos ubicados. Pero cabe preguntarse si el mejoramiento de nuestros índices de desarrollo humano es tema de unos ajustes ciertamente necesarios en nuestras políticas económicas y sociales, o por el contrario, hace imperativa la revolución que predica el narcoterrorismo.

 

Me atrevo a pensar que darle a este una posición privilegiada respecto de las demás opciones políticas, como parece desprenderse de lo que se conoce de los acuerdos de La Habana, no solo pone en peligro nuestro sistema de libertades y nuestra democracia, sino nuestra ubicación en la tabla de Desarrollo Humano, que depende de un crecimiento económico más que sostenido, posible solamente si se preserva la confianza de los inversionistas. Un retroceso en nuestros índices de crecimiento suscitaría perturbaciones sociales que pondrían en riesgo la eficacia de los eventuales acuerdos de paz.

 

En rigor, esos eventuales acuerdos con las Farc no conllevan necesariamente la paz social en Colombia. Podrían ser coadyuvantes de la misma, en la medida que ganen la adhesión de las grandes mayorías nacionales y no susciten la desbandada de los empresarios generadores de riqueza. Pero si producen nuevas fracturas en nuestra sociedad, lo que garantizarán es el retroceso de nuestra calidad de vida y, por ende, la proliferación.

 

Como lo han puesto de presente algunos analistas, las Farc son diestras en todas las etapas del narcotráfico, saben sembrar minas antipersonales y regar sangre  a borbotones sobre los campos de Colombia, conocen del negocio internacional de armas y el lavado de activos, practican sin tapujos la minería ilegal, son fuertes depredadoras que arrasan bosques y contaminan fuentes de agua, etc. Pero, ¿qué nos proponen para mejorar nuestra agricultura, nuestra ganadería, nuestra minería, nuestra industria, nuestro comercio, nuestra infraestructura, nuestros sistemas de transporte,  nuestra presencia económica activa en un mundo globalizado?

 

Hablan con simplismo digno de mejor causa de la “redención del pueblo colombiano”, pero ignoran que las políticas sociales se sustentan sobre fuertes bases económicas. Y parecen ignorarlo todo acerca de la economía. Por obra de una oscura mitología, creen que de su destrucción puede emerger un mundo mejor en el que la justicia para los pobres consistirá en prodigar la miseria para todos, salvo los privilegiados de la “Nomenklatura” revolucionaria.

 

Preocupa que en los diálogos de La Habana los negociadores del gobierno, al parecer, estén adoptando posiciones vergonzantes sobre nuestros sistema de libertades, nuestra democracia, los logros de nuestras políticas económicas y sociales. No se esmeran en mostrar las fortalezas de nuestra sociedad y dan la impresión de que comparten el diagnóstico de la subversión acerca de sus debilidades.

1 comentario: