Vengo diciendo que la fortaleza de las instituciones reside en su legitimidad. Las instituciones legítimas funcionan ordenadamente y tienden a perdurar. En cambio, las que no lo son o se apoyan en una legitimidad débil suelen ser transitorias y se ven expuestas a la desobediencia e incluso la rebeldía de sectores significativos de las comunidades. Su funcionamiento exhibe notables distorsiones entre lo que dispone la normatividad y lo que de hecho se practica. Se mueven en medio de conflictos que a menudo terminan sobrepasándolas y destruyéndolas.
Recomiendo, para que se entienda el tema de la legitimidad, lo que al respecto escribieron Max Weber, en “Economía y Sociedad”, y Guglielmo Ferrero, en “El Poder: Los genios invisibles que gobiernan la ciudad”.
El primero desarrolló la célebre distinción entre la legitimidad carismática, la tradicional y la racional. El segundo hizo hincapié en que la legitimidad se apoya en sistemas de creencias, vale decir, en actos de fe acerca de los títulos en que se apoya la autoridad de los gobernantes. Esos títulos son los principios de legitimidad monárquica, aristocrática y popular, que se combinan con dos grandes sistemas de selección: el hereditario y el electivo.
Es interesante, además, recordar una vieja distinción que se plantea en la sociología francesa acerca del poder anónimo, el personalizado y el institucionalizado. El primero se encuentra disperso en la sociedad; el segundo se localiza en ciertas personas, que lo ejercen como si les perteneciera e hiciese parte de su patrimonio; el tercero reside en las instituciones.
Esta distinción se acerca a la de Weber, pues lo que éste considera como legitimidad tradicional se apoya en la costumbre, cuya fuerza reposa en la interacción social y, en últimas, en una instancia anónima y difusa, pero no por ello menos efectiva, el se heideggeriano o el on de la lengua francesa. La legitimidad carismática se funda, en cambio, en carismas individuales, expresión que Weber toma de un texto muy conocido de San Pablo. Se trata de la autoridad que espontáneamente reconocen las comunidades en ciertos individuos por el atractivo que éstos ejercen sobre ellas, el “ángel” que dicen los españoles, sus condiciones personales de liderazgo. Es interesante observar que los tipos de liderazgo varían de acuerdo con la cultura imperante en cada comunidad. En fin, el poder institucionalizado reposa en lo que Weber llama la legitimidad racional, que no deriva de la fuerza de la tradición, ni de las condiciones personales de quienes lo ejercen, sino de la razón.
Aunque el poder anónimo, el personalizado y el institucionalizado parecen corresponder en su orden a las sociedades primitivas, las patriarcales y las civilizadas, es lo cierto que aún en estas últimas esas tres modalidades actúan de modo variable en la configuración del orden social. Por consiguiente, así suela considerarse que la Modernidad exige que el poder se funde en instituciones diseñadas en su estructura, su funcionamiento y sus cometidos con arreglo a la razón, aún en los regímenes que se estiman más civilizados, la obediencia y la cooperación de las comunidades se logran, además, con el concurso de las tradiciones y el influjo de personalidades carismáticas.
La idea, pues, de que basta, para que la institucionalidad funcione adecuadamente, con el recurso a la Regla de Derecho general, abstracta, impersonal y hasta intemporal, no corresponde a la realidad. Ésta es bastante más compleja, pues al fin y al cabo esa Regla de Derecho es elaborada, decidida, interpretada y aplicada por seres humanos en torno de otros seres humanos que no sólo obran con arreglo a criterios estrictamente racionales, sino también influenciados por las tradiciones y por el atractivo que sobre ellos ejercen individualidades sobresalientes.
En todo caso, en los tiempos que corren el principio de legitimidad predominante es el democrático, combinado con el electivo. Así lo consagra el artículo 3 de nuestra flamante Constitución Política:”La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece”.
El texto sintetiza toda una elaboración ideológica en torno de los principios democrático y representativo o, más específicamente, el electivo.
El principio del gobierno popular excluye en teoría al monárquico y el aristocrático. Pero conviene preguntar si así sucede efectivamente, pues estos dos últimos perviven así sea de manera solapada en la teoría y la práctica democráticas.
En mis “Lecciones de Teoría Constitucional” he llamado la atención acerca de cómo la institucionalidad republicana se ha forjado con arreglo a figuras de las viejas monarquías, que se ponen de manifiesto en los poderes discrecionales de los órganos unipersonales. El caso más significativo es el de la Presidencia de la República, cuyo diseño calca el modelo de la Realeza. Y a su vez, las instituciones aristocráticas se proyectan, mal que bien, en el Senado, las altas Cortes y las jerarquías de diverso orden, como las académicas y las militares.
Cuando se afirma que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, hay que preguntar qué significa pueblo y qué quiere decir que el mismo es soberano.
La opinión corriente cree que pueblo es todo el mundo y que la soberanía es un poder supremo y absoluto. Pero estas nociones ingenuas tienen que matizarse. A la hora de la verdad, el pueblo es el conjunto de quienes están inscritos en el censo electoral, y éste se determina de acuerdo con ciertas reglas. Por consiguiente, los que expiden y aplican esas reglas deciden acerca de quienes hacen parte del pueblo y los que están excluidos del mismo. Pero, por otra parte, ese cuerpo electoral no es soberano, dado que su modus operandi y el alcance de sus poderes también están sometidos a reglas que otros formulan, deciden, interpretan y aplican, así sea invocando la voluntad popular, pero siempre expresando la propia.
La jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre los referendos y las restricciones que ella misma ha inventado acerca de la posibilidad de reformar la Constitución es elocuente al respecto. El poder, en el fondo, reside en los que hacen las reglas, las interpretan y las aplican, siempre y cuando lo logren efectivamente, es decir, cuenten con la obediencia de sus destinatarios.
De ello se vanagloria la Corte cuando afirma que, por ser órgano de cierre, ella dice la ultima palabra acerca de los contenidos de la juridicidad, bajo el dictum “Corte locuta, causa finita”. Pero ello es así porque muchos lo creen y, por consiguiente, lo obedecen.
De ahí que Bertrand de Jouvenel diga que el fenómeno interesante para examinaren el mundo político no es tanto el del mando cuanto el de la obediencia. Ahí está el gran misterio: por qué las muchedumbres obedecen a unos pocos. No conozco traducción castellana de su estudio clásico que lleva por título “El Poder: Historia natural de su crecimiento”, pero quien tenga acceso a su texto original en francés encontrará ahí consideraciones asaz instructivas.
Pues bien, en los llamados regímenes democráticos los pueblos obedecen porque creen que ellos gobiernan a través de gobernantes que los representan en virtud de la elección. Pero bien se ve que aquí estamos ante actos de fe, de creencias no debidamente soportadas en hechos ni en razonamientos sobre los mismos.
Se trata, más bien, de creencias más o menos míticas en las que se advierte la influencia que ejerce la imaginación sobre el entendimiento y la voluntad. Son las viejas “ideas-fuerzas” de que en el siglo XIX hablaba Fouillée, las vigencias sociales de Ortega, el imaginario de los filósofos contemporáneos.
De ese modo, el mito, que ingenuamente se dice que ha sido arrojado por la racionalidad científica al mundo oscuro de la religiosidad, sigue presente en el pensamiento político y en el jurídico, cuando no en el de la ciencia que pretende haberlo erradicado. Pero esto es harina de otro costal.
Lo que me interesa destacar aquí es la presencia de la mitología en las raíces de nuestra institucionalidad. Dicho de otro modo, los conceptos de pueblo, soberanía y representación que erigimos como fundamento de nuestras instituciones no son racionales, sino míticos.
Si se observa la realidad, ésta funciona de otra manera. No hay tal soberanía, sino poderes más o menos acentuados, siempre interdependientes y condicionados. No hay tal voluntad popular ni expresión de la misma en actos rituales, sino múltiples voluntades individuales y grupales que interactúan de diversas maneras, a veces con arreglo a normas explícitas y otras de modo informal. Tampoco es real, sino imaginaria, la representación popular.
Por consiguiente, es necesario repensar estos conceptos y, en general, los fundamentos del poder político y de la institucionalidad toda, aunque es dudoso que podamos hacerlo en términos estrictamente racionales.
Ahora se habla de la crisis de la racionalidad, tema sobre el que hay abundante bibliografía. El asunto puede ser discutible en el marco de las ciencias experimentales, pero es insoslayable en el de la cultura. En efecto, es difícil afirmar que esta misma es racional o la medida en que lo es.
El asunto lo vio con toda claridad Max Weber, cuando planteó que hay dos racionalidades que difieren notablemente entre ellas: la instrumental, que versa sobre relaciones de medio a fin que se explican con base en hechos, y la de los fines, en que pesan consideraciones de valor que no pueden fundarse en argumentos estrictamente racionales y sólo pueden aprehenderse a través de los métodos de la comprensión.
Pues bien, lo que separa a la cultura de la naturaleza es precisamente la presencia del valor, de lo axiológico, como parte constitutiva de aquélla. La naturaleza obedece a una racionalidad causal, más o menos determinista y observable a través de la experimentación. Los fenómenos culturales, en cambio, sólo pueden ser objeto de comprensión a partir del examen del contenido de las valoraciones o sistemas de preferencias que los condicionan.
Por consiguiente, la reflexión sobre la institucionalidad, que hace parte de la cultura, versa sobre los valores que ésta aspira a realizar, los contenidos que se asignan a dichos valores, la escala jerárquica en que se los ordena, la adecuación de su diseño a la realización de ellos y, sobre todo, cuáles son los que efectivamente se realizan en la práctica.
A la luz de este método elemental, no cabe duda de que saldrá muy mal librada. Lo aplicaré someramente al examen del funcionamiento de nuestro sistema democrático y nuestro régimen electoral.(Continuará).
La historia presentó a Bolívar como "godo" y resultó ser Liberal. A Santander lo presentaron como Liberal y resultó ser "godo", desde ahí empezó a flaquear nuestra institucionalidad.Yo que digo...
ResponderEliminarJEALBO