viernes, 3 de junio de 2011

Debate sobre la administración de justicia III

La falta de control de la administración de justicia, sea por obra de los propios  órganos judiciales o de órganos exteriores a ellos (v.gr. el Congreso), ha conducido a que las altas Cortes tiendan a obrar a sus anchas, erigiéndose en supremo poder dentro del Estado e instaurando de hecho una dictadura judicial.

A esta situación ha llevado, además, la ideología del Juez Hércules que, como dije en escrito anterior, se considera omnisciente y omnipotente, dotado de jurisdicción ilimitada y siempre en proceso de expansión, dado que se piensa a sí mismo como máximo dispensador de la justicia no sólo formal, sino material.

Ese Juez Hércules, hijo de una construcción ideológica, es a su vez portador de las amalgamas ideológicas imperantes en la cultura actual, que no se caracteriza propiamente por el rigor conceptual ni la preocupación por la coherencia, sino por un relativismo nihilista que le permite interpretar a su arbitrio los cacareados Principios y Valores que se dice que yacen en el trasfondo de la Constitución, la inspiran y le dan vida.

Esos Principios y Valores, de los que se habla a menudo con unción, no son otra cosa que derivados ideológicos de una época en que la reflexión filosófica anda a la bartola, sin guía ni timón.

Para que el Derecho tenga consistencia es necesario fundarlo no sólo en consideraciones prácticas, para las que eran maestros los romanos, sino en concepciones del mundo decantadas por la reflexión y, sobre todo, en visiones del hombre y la sociedad que tomen en cuenta que aquél es habitante de dos mundos, uno material y otro espiritual, y que su destino está ligado al segundo.

Bien ha dicho en alguno de sus escritos Paul Ricoeur que toda civilización nace de un impulso hacia lo alto. Añado que el Derecho es un instrumento civilizador por antonomasia y no puede ser ajeno a ese sentido de trascendencia espiritual que destaca unos valores sobre otros e impone necesariamente, además, distinciones y jerarquías.

Pero las ideologías a la moda, amén de gratuitas e incoherentes, son disolventes hasta el extremo, por cuanto a lo único que le reconocen valor sagrado es al deseo humano, que como bien se sabe ignora límites y nada en el mundo lo sacia.

Puestas al servicio de ese delirio ideológico, las autoridades judiciales se han convertido no en aplicadoras de la Regla de Derecho que garantiza el orden y, por consiguiente, la mesura, sino en supremas dadoras de lo que a expensas de la sociedad creen que satisface los deseos de quienes demandan sus favores.

La venerable concepción de la Justicia que se elaboró a lo largo de siglos siguiendo las enseñanzas de Aristóteles tenía claro que aquélla consiste en dar a cada uno lo suyo en medio de un complejo entramado de relaciones que involucran a los individuos entre sí, y a unos y otros con el conjunto social. De tal guisa, lo justo debe apreciarse considerando lo que la sociedad les debe a sus integrantes, lo que cada uno de éstos les debe a sus semejantes y, last but not least, lo que todos y cada uno de ellos le deben a la sociedad en función del bien común.

Pero el modo como hoy se administran los repartos tiende, por una parte, a prescindir de las exigencias y necesidades del cuerpo social, es decir,lo que entraña la idea de bien común, así como, por otra, a satisfacer sin orden ni medida los sacros deseos individuales, muchos de los cuales resultan de pulsiones psíquicas y no del impulso hacia lo trascendente que conduce a la auténtica realización del ser humano.

Como el pensamiento actual no tiene claridad sobre lo que es una personalidad hecha y derecha, lo que se consagra en los textos constitucionales como libre desarrollo de la personalidad bien puede interpretarse, y así lo ha hecho la Corte Constitucional en algún fallo depravado, como libre desarrollo de nuestra animalidad, como bien lo señaló el hoy procurador Ordóñez en una obrecilla que desató las iras del tristemente célebre promotor de esa inicua providencia.

El concepto jurídico filosófico supremo es hoy en día el de dignidad de la persona humana, del que bien podría decirse ahora, parafraseando la famosa expresión de Madame Roland cuando iba rumbo a la guillotina: “Oh, Dignidad, cuántas iniquidades se cometen en tu nombre”.

En aras de la brevedad, me limitaré a observar que la dignidad es el comodín que sirve hoy para declarar que dar muerte a la vida que germina en el vientre materno, tan sólo porque las Medeas que hoy cunden así lo exigen, eleva la condición moral de la mujer, o que el consumo de estupefacientes en privado es ejercicio de un derecho fundamental, etc., etc.

Si la Constitución dice que el matrimonio es entre hombre y mujer, el Juez Hércules sostiene que está equivocada y, de un plumazo, le enmienda la plana para proclamar, contra toda evidencia histórica e incluso contra los datos que ofrece Natura, como lo expresó alguna aspirante a un Reinado de Belleza que provocó risas con ello, que es lo mismo hombre con mujer, hombre con hombre, mujer con mujer y vaya uno a saber cuántas combinaciones más.

De la ingenua criatura angelical que tal dijo se burló la gente, pero, en cambio, si lo afirma la Corte Constitucional hay que inclinar la cabeza y juntar las manos sobre el pecho, en actitud reverente. Corte locuta, causa finita…

Para definir lo que uno le debe a otro el Juez Hércules no sólo considera el caso que en sí mismo enfrenta a las partes, sino la situación socioeconómica de una y otra, para decretar que el rico siempre lleva las de perder, así el que se presenta como pobre esté abusando de su derecho.

La hiperconstitucionalización del ordenamiento jurídico le brinda oportunidad a ese Leviatán para sostener que la Constitución regula de algún modo toda la vida de relación, y ese modo es precisamente el que él mismo postula a su arbitrio, independientemente de lo que en desarrollo de sus atribuciones también constitucionales dispongan el Congreso y las demás autoridades públicas.

Así las cosas, las leyes, los decretos gubernamentales, las resoluciones ejecutivas, los actos de las autoridades departamentales y municipales, y hasta los de personas privadas, están sometidos a una plena jurisdicción, sea por la vía de la tutela, ya por la de los poderes de modulación de las sentencias que se ha autoasignado la Corte Constitucional.

Ésta ha llegado al extremo de sostener que sus atribuciones como guardiana de la integridad de la Constitución desplazan sus poderes más allá de la declaración de inexequibilidad de actos sometidos a su jurisdicción, de acuerdo con lo que dispone la normatividad de aquélla, para ejercerlos además sobre estados de cosas o situaciones de hecho, como las vicisitudes del desplazamiento de víctimas de la violencia o la condición inhumana de las cárceles del país.

El Estado de Conmoción Interior se tornó inoperante y ningún Gobierno se atreve hoy a decretarlo, por cuanto al hacerlo se erige a  la Corte Constitucional como cogobernante y es ella la que decide si hay o no razones para invocarlo y si las medidas que se adoptan se justifican o no.

La Corte Constitucional se ha convertido, además, en colegisladora y tal vez hasta en supralegisladora, dado que modifica el tenor de las leyes según su criterio, tal como sucedió con la Ley de Justicia y Paz, a la que introdujo sustanciales rectificaciones que modificaron sus alcances y proyecciones.

Es por ello que, cuando se promulga una ley, muchos se abstienen de cumplir sus disposiciones esperando a que la Corte las declare inexequibles o las modifique. Y lo mismo sucede con otros actos y hasta con sentencias que aparentemente tienen fuerza de cosa juzgada, pues por obra de  la tutela todo puede venirse abajo.

Pienso en una en que quedaron sin efecto  más de doscientos fallos, incluso varios de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado, y que hasta se atrevió a interpretar a su amaño los Estatutos de la OIT, afirmando con pasmosa avilantez que en su lugar había que aplicar el articulado del Pacto de San José.

Del desbordamiento de la Corte Constitucional se han contagiado las demás autoridades que administran justicia, como acaba de verse con el fallo del Consejo de Estado sobre la toma del puesto militar de Las Delicias por parte de las Farc, fallo en el que el Consejo se da ínfulas de Estado Mayor del Ejército para decir de qué modo había que disponer las operaciones militares en el sitio de los acontecimientos.

Dirán algunos que está dentro de los cometidos de los organismos jurisdiccionales un ejercicio de alta política, pues al fin y al cabo, según la juiciosa definición de David Easton, ellos intervienen en la adjudicación autoritaria de valores en el seno de la sociedad al definir cuál es el alcance de la normatividad jurídica en general o para los casos particulares.

¿Cómo conciliar ese ejercicio de alta política con los poderes de las otras ramas y la regla de la colaboración armónica de los mismos que estipula la Constitución?

He ahí, como dijo alguna vez Alberto Lleras, una “cuestión caballona” que, por lo pronto, no me atrevo a dilucidar.

Examinaré, más bien, otra, la de la incursión de las altas Cortes en la pequeña política, en la que ya no entran en escena los famosos Principios y Valores, sino los juegos mezquinos de poder.

3 comentarios:

  1. Siendo la arbitrariedad el meollo, sigo planteándome por qué motivo bajo el prurito de ser un Estado Social de Derecho, absolutamente todo debe ser objeto de impararitable acatamiento cuando es notoria su contrariedad con postulados legales y en perjuicio del mismo Estado? La licencia no puede ser infinita...

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  2. ¿Acaso el ejercicio arbitrario y politizado de la judicatura no es una expresión de corrupción? Cualquier reforma eficaz a la justicia tendrá que gestarse en el constituyente primario, para no contaminarse ni ser contaminada por la clase política: la tradicional... y la de toga.

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