jueves, 22 de septiembre de 2011

Las raíces del libertarismo moderno

En varias oportunidades he señalado que las ideas que hoy están en vigencia y se toman por muchos como verdades a puño, son desarrollo de otras que comenzaron a difundirse en el siglo XIII a partir de discusiones teológicas propias de esos tiempos.

Se trata del debate entre intelectualistas y voluntaristas, por una parte, y del que enfrentó a realistas y nominalistas, por la otra.

El gran pensamiento medieval, que se pone de manifiesto en la obra de Santo Tomás de Aquino, siguió la tradición intelectualista de esa sagrada trinidad del pensamiento que integraron Sócrates, Platón y Aristóteles, según la cual la racionalidad humana participa de una razón universal que informa todo lo existente y se proyecta incluso en la acción del hombre.

De ahí, la posibilidad de conocer la información real que constituye la esencia de las cosas, así como la de formarnos ideas racionales acerca de la ética, la política y en, general, la dirección de la vida humana y la ordenación de las comunidades.

Con el advenimiento del Cristianismo, la razón de los clásicos se sitúa en Dios, fuente de todas las ideas y legislador universal que plasma aquéllas en todas las obras de su creación.

La tarea del conocimiento racional consistirá entonces en aprehender esas ideas que informan o estructuran cada ente y descubrir sus relaciones con el resto de la realidad.

Esas ideas son reales, bien sea que se las considere subsistentes en sí mismas y previas a la realidad empírica, como lo pensaba Platón, o como incorporadas en cada cosa en una unión indisoluble de forma sustancial y materia prima, como lo sostuvo Aristóteles. La divisa platónica se ha resumido en el postulado “universalia ante rem”, en tanto que la de Aristóteles se expresa como “universalia in rem”.

Tratándose del conocimiento moral, estos planteamientos parten de la base de que hay algo bueno y justo en sí, identificable racionalmente y formulable en enunciados generales. Eso bueno y justo en sí no sólo es racional, sino que es consustancial al intelecto divino de tal modo que Dios mismo no podría ordenar nada que fuese irracional. La Voluntad Divina sería ejecutora de la Razón Divina, de la misma manera que la voluntad de cada individuo debe ponerse al servicio de los dictados de su razón.

Estas concepciones, que fluyen de la más elevada especulación metafísica, penetraron el mundo de la cultura y suministraron las bases conceptuales de la Civilización del Occidente Cristiano. Se tradujeron, además, en vigencias sociales, es decir, en creencias comúnmente aceptadas por las comunidades para servir como bases de la ordenación social, la educación y la moralidad.

Los franciscanos ingleses, con buenas intenciones, pero sin calibrar las consecuencias de sus puntos de vista, se opusieron al realismo metafísico aduciendo que los universales que aquél situaba en la estructura misma de lo real eran apenas “flatum vocis”. Esto significa que los términos con que designamos lo abstracto y general son  palabras hueras y meros artificios mentales carentes de correspondencia alguna con la realidad, la cual consideraban constituida tan sólo por entes individuales y concretos. Es la postura de los nominalistas, que se resume en la expresión “universalia post rem”.

En el campo de la moral, estos planteamientos derivan en la negación de lo bueno y lo justo en sí, esto es, de la racionalidad de toda regla de ordenación y de comportamiento.

A través de un sofisticado discurso teológico, los nominalistas concluyeron que las reglas sólo pueden fundarse en actos de voluntad, mas no en ordenaciones racionales. Pero como eran creyentes cristianos, señalaron que la moralidad se basa en la Voluntad amorosa del Creador.

Según esto, nada habría bueno y justo por esencia, pues estas categorías dependen de decisiones soberanas de Dios, cuya libertad absoluta decide por sí y ante sí qué es lo ordenado, lo permitido y lo prohibido. Esto se traduce en el postulado, que es un dogma del pensamiento moderno, según el cual “no hay mala in se, sino mala prohibita”.

Richard M. Weaver, en “La ideas tienen consecuencias” (Ciudadela, Madrid, 2008), fija en este debate el comienzo de la disolución de la Civilización del Occidente Cristiano. Igual planteamiento se encuentra en “Seréis como dioses”, de Hans Graf Huyn, que comenté en escrito anterior.

En el campo de la Filosofía del Derecho, el célebre  profesor Michel Villey centró en la segunda mitad del siglo XX sus críticas al pensamiento jurídico moderno en los desarrollos de estos debates, cuyo conocimiento es indispensable para entender los puntos de vista enfrentados de los clásicos y los modernos.

Hace poco llegó a mis manos un texto de Filosofía y Teoría del Derecho que no vacilo en calificar como admirable, titulado “Tomás de Aquino en diálogo con Kelsen, Hart, Dworkin y Kaufmann”. Sus autores son Carlos Alberto Cárdenas Sierra y Edgar Antonio Guarín Ramírez, profesores investigadores de la Universidad Santo Tomás de Bogotá.

En la página 39 de la edición de 2006, se pone de manifiesto la contraposición fundamental que media entre el pensamiento del Aquinatense y el pensamiento contemporáneo. Transcribo el párrafo pertinente, en el cuál quedan claramente expuestas las posiciones enfrentadas. Dice así.

“La acción libre tomasiana no alude a la denominada “libertad de indiferencia”, que equivale a una libertad sin condiciones , desligada de cualquier limitación, es decir, absoluta, como querrían los nominalistas. Una libertad que niega la validez del principio operatur sequitur esse, esto es, que toda libertad está gobernada por la propia estructura natural. Para los nominalistas, al no haber realidad en los universales, no habría propiamente naturaleza humana, estatuto previo a la elección, condicionante de su sentido y dirección. Mediante la “libertad de indiferencia”, la acción libre equivale al poder de inventarse a sí mismo. De esta manera, los sujetos de la intersubjetividad crean sus condiciones sin referentes obligados; lo mismo podría hacer el legislador, a quien todo estará igualmente permitido”

Este texto muestra con envidiable claridad cuáles son los puntos básicos de confrontación intelectual entre los contemporáneos y los tradicionalistas. Aquéllos, precisamente en virtud de su contemporaneidad, llevan las de ganar en los debates académicos, mediáticos, políticos, judiciales, etc. La moda les da fuerza, así no los asista la razón ni, probablemente, el sentir de las comunidades.

Éstas, según creo, siguen adheridas a la cosmovisión cristiana. Pero las élites ya no lo están, y como controlan los mecanismos del poder, tales como la propaganda, los mass media, la industria de la cultura, lo que exaltan es esa “libertad de indiferencia”, a la que se  adjudica un valor absoluto, con menoscabo de la concepción de la libertad como instrumento condicionado por la realidad para la realización de los fines supremos del ser humano.

Esa concepción libertaria constituye el núcleo de la “Revolución silenciosa” a que me he referido en escritos anteriores, a través de la cual se aspira a entronizar la “Dictadura invisible” que también he mencionado en ellos.

No dejo de destacar el compromiso de la Universidad Santo Tomás con el pensamiento que la inspira, del cual deriva su misión pedagógica, pues contrasta con la indiferencia que otras universidades católicas, incluso de corte pontificio, han venido exhibiendo en torno de lo que constituye su razón de ser.

Esa tendencia resulta especialmente censurable  en tiempos como los que corren,  en que los promotores de la “Dictadura invisible” echan mano de todos los recursos a su alcance para desconceptuar, silenciar y erradicar el pensamiento que contribuyó decisivamente a forjar la civilización en que vivimos.

Ya tendré ocasión de referirme a esos “Civilisation killers” que menciona un elocuente escrito difundido hace poco por la Arquidiócesis de Washington.

1 comentario:

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