viernes, 8 de junio de 2012

Notas al margen

Amén de las controversias acerca de su contenido, el mal llamado Marco Jurídico para la Paz suscita otros debates que no sobra ventilar, pues también son importantes.

Comienzo por llamar la atención sobre el estilo político que se trasunta en la elaboración y la discusión de esa cuestionada iniciativa.

Se trata de una reforma constitucional susceptible de producir hondas repercusiones en la vida política de Colombia. No obstante, se la presentó casi subrepticiamente, sin que sus promotores, ni el propio gobierno que la apadrinó sotto voce, se hubieran tomado el trabajo de darle amplio despliegue en los diferentes escenarios de la opinión pública, como tampoco se han dignado dar respuesta clara a los graves interrogantes que voces tan autorizadas como la del expresidente Uribe le han formulado.

No puede dejar uno de poner de manifiesto la extrañeza que produce que un proyecto de esta índole no hubiera pasado primero por el tamiz de los partidos que integran la coalición gubernamental que se presenta como Mesa de Unidad Nacional, a los cuales se les presentó como un hecho cumplido, bajo la consigna de tómelo o déjelo y la amenaza de que, si optaban por la segunda opción, sufrirían los efectos del látigo burocrático.

Es significativo el caso del partido de la U, que en lugar de promover algún consenso con el expresidente Uribe y la opinión que él políticamente representa, resolvió de buenas a primeras imponerlo  autoritariamente bajo la figura del voto de bancada.

¿Qué sentido tiene entonces un gobierno de coalición?

Los malos efectos institucionales del manejo que Santos le ha dado a la fementida Mesa de Unidad Nacional se verán tarde o temprano, pues en el futuro los partidos tendrán que poner severas condiciones para entrar en coalición con otros.

No hay que ignorar que el debilitamiento de los partidos históricos ha impuesto en Colombia el régimen de coalición, que tiene sus propios requerimientos, no tanto de tipo jurídico constitucional, cuanto de orden político.

El primero de esos requerimientos es la lealtad, que en el estilo político de Santos brilla por su ausencia. El segundo versa sobre los consensos en el interior de las coaliciones, lo que también es ave rara bajo el actual gobierno.

Los formadores de opinión han pasado por alto una circunstancia que dentro de otros contextos habría dado lugar, por lo menos, a explicaciones y aclaraciones, cual es que el tema de la justicia transicional hubiera quedado en manos de un hijo de Samper, lo que le da a éste un juego político inusitado en esta materia.

¿Qué clase de pacto liga a Santos con Samper?¿Qué le está agradeciendo? ¿A qué se está comprometiendo con tan censurado actor  de nuestra vida política? ¿Qué papel entrará a jugar éste, a través de su hijo o de otras fichas suyas, en la aplicación de las disposiciones cuyo marco está al borde convertir el Congreso en norma fundamental?

Santos les está dando la razón a los críticos de la democracia representativa, que censuran la posibilidad que la misma abre de que los elegidos le den la espalda a su electorado y gobiernen de manera diferente a como prometieron.

También les otorga razón a los críticos de la Presidencia Imperial, que, no obstante los límites que trató de imponerle el Constituyente de 1991, sigue tan campante entre nosotros.

No menos inquietante es su concepción acerca de las relaciones con el Congreso, dado que, en vez de respetar su carácter de supremo representante de la voluntad popular, lo somete a una situación de denigrante vasallaje, forzándolo a que apruebe sus iniciativas explícitas o disimuladas so pena de excluirlo del festín de los puestos y los contratos.

A lo largo de muchos años de ejercicio del periodismo, principalmente en el área de la formación de opinión, Santos se presentó como crítico severo de las malas prácticas políticas en que ahora se exhibe como consumado maestro.

“¡Vivir para ver!”, según exclamó alguna vez Alfonso López Michelsen.

La opinión tiene certeza acerca de que en el  Marco Jurídico para la Paz hay gato encerrado.

Como se dice coloquialmente en Antioquia, sus iniciativas vienen “envueltas en huevo” y es probable que de ellas resulten cosas muy distintas de las que anuncian sus promotores.

Pero Santos se empecina en el disimulo. Por ejemplo, dice en Twitter que el proyecto no habla de indultos, amnistías ni elegibilidades, pero todo ello está en agraz en la distinción que se propone establecer entre medios judiciales y extrajudiciales para la solución del conflicto interno armado. Cuando se busque reglamentar esa distinción, lo mismo que los criterios de priorización y selección de casos, ahí aparecerán esos fantasmas, quizás en medio de difíciles circunstancias en que no sea posible exorcizarlos sin correr el riesgo de que los narcoterroristas extremen su crueldad.

La prudencia es virtud que se ejerce mediante la previsión inteligente de los efectos de las decisiones que se proyecte adoptar. Pero  Santos y sus agentes han decidido menospreciarla por andar a las carreras en asunto que amerita altas dosis de ponderación.

La única explicación posible de tan desatentada improvisación radica en que su tiempo corre a un ritmo diferente del de la guerrilla.

Como lo insinué en mi último artículo, los tiempos de aquél y de ésta son diferentes.

A Santos se le está agotando el suyo, pues está en vísperas de alcanzar la mitad de su periodo, cuando, según se dice en Colombia, tendrá el sol a sus espaldas y verá muy reducido su margen de iniciativa, a menos que pretenda hacer de su proyecto de paz el tema central de su campaña reeleccionista.

La guerrilla, en cambio, se puede dar el lujo de esperar. Por lo pronto, seguirá presionando con ataques inclementes en las regiones en que dice un torpe documento del Ministerio de Defensa que vive apenas el 1.5% de la población colombiana, así como con sus atroces bombas “lapa”, como la que utilizó para atentar contra Fernando Londoño e intimidar a la Cámara de Representantes.

El tiempo está de su lado y no sería extraño que para el próximo período presidencial quedase a cargo de la jefatura del Estado un simpatizante suyo y no un complaciente Santos.

Entonces, como dice el Evangelio, “vendrá el tiempo del llanto y el crujir de dientes”

2 comentarios:

  1. Aunque los sistemas de gobierno han cambiado a través del tiempo, en el fondo siempre conservan las mismas características. En el tiempo de las monarquías había reyes muy populares o democráticos y reyes autoritarios o tiranos. Los primeros viajaban frecuentemente a los pueblos y municipios a solucionar los problemas de las gentes y a solicitar dinero para financiar las actividades de gobierno. Los segundos enviaban sus ejércitos a los pueblos y municipios a recolectar los dineros para el gobierno y decidían sin escuchar a las gentes.

    Uribe, en la presidencia de Colombia, era como los buenos reyes, cada semana viajaba a un pueblo o municipio del país, escuchaba a la gente y a las autoridades locales y trataba de solucionar sus problemas, en los consejos comunitarios. Santos, en cambio, es como los reyes despóticos, pues decide sin escuchar al pueblo, y solamente hace caso a los señores poderosos: entre ellos la guerrilla y sus nuevos mejores amigos.

    Tal como van las cosas, Santos cogobernará con los poderosos señores, y parece que Samper o su hijo es uno de ellos también. Nos encontramos ante el despotismo, aunque no muy ilustrado, y presidencial, no real.

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  2. NO SE QUE TIENE EL MAYOR BANDIDO DEL PAIS QUE LE VENDIO LA PRESIDENCIA A LA MAFIA Y EN ESTE MOMENTO ES EL MANDAMAS DE LA PRESIDENCIA Y LOS PERIODISTAS? LO BUSCAN PARA ENTREVISTARLO

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