Dios no está en La Habana
Hace poco, el sencillo pero sabio sacerdote que celebra la Santa Misa que frecuento cada domingo, dijo con justificada preocupación:"La paz viene de Dios, y Dios no está en los diálogos de La Habana".
Es dudoso, en efecto, que tanto el gobierno como sus negociadores lo tengan en mente, salvo para sacar provecho político de la Iglesia; y, por supuesto, muy lejos está de la endemoniada delegación de narcoterroristas de las Farc.
Créase o no en Dios, es lo cierto que el tema de la paz no puede abordarse sin una adecuada disposición de apertura espiritual. No en vano se dice que su primer requisito es el desarme de los espíritus.
Es lo que encarece el Santo Padre cuando habla de la necesidad de un sincero ánimo de reconciliación, que debe ir acompañado de dos condiciones que también son de índole netamente espiritual: el arrepentimiento y el perdón recíprocos.
Verdad, justicia y reparación son tres condiciones morales que tirios y troyanos reconocen que son indispensables para que un acuerdo de paz sea sustentable y no redunde en un fracaso histórico que podría acarrear gravísimas repercusiones. No es osado pensar que de un acuerdo de paz mal concebido podría seguirse una pavorosa guerra civil o, al menos, el caos institucional.
Pues bien, la verdad es, como Dios, una gran ausente en los fementidos diálogos de paz.
Las Farc se niegan a admitir su profunda inserción en el siniestro mundo del narcotráfico, así como la horripilante crueldad de sus prácticas en contra de la población colombiana. Exigen que tanto las autoridades civiles y militares como los empresarios y la gente del común hagan su propio examen de conciencia y la admisión explícita de sus delitos, pero piden que los suyos, en cambio, se cubran bajo un piadoso manto de condescendencia por tratarse de efectos colaterales del ejercicio del sagrado derecho de rebelión. Y el gobierno, por su parte, le miente descaradamente a la opinión acerca del proceso de diálogo y sus eventuales desarrollos.
Para aproximarse al desvelamiento de la verdad de lo que ha sucedido en Colombia a lo largo de más de medio siglo, se convocó a un grupo de personas de diferentes tendencias para que contribuyeran a un ejercicio de Memoria Histórica que no dio el resultado que se esperaba, pues lo que quedó en claro después de darse a conocer sus respectivos escritos fue la evidente disparidad de criterios sobre las causas, las dimensiones y los responsables de la violencia.
A decir verdad, se trata de un asunto de enorme complejidad que no puede despacharse de buenas a primeras.
Ahí entran en juego múltiples factores y diversos niveles de responsabilidades individuales y colectivas. Si uno se empeñase en simplificarlos tendría que señalar, por supuesto, los llamados factores objetivos, que no son otros que las situaciones de injusticia social que han condenado a millones de colombianos humildes a vivir en condiciones extremadamente precarias, pero también la intransigencia criminal de una izquierda comprometida con un proyecto totalitario y liberticida al que no ha renunciado, así como la crisis de civilización que se pone de manifiesto en el problema de la droga. El narcotráfico, en efecto, suministra el combustible de todas nuestras guerras, como lo ha puesto de presente muchas veces el hoy senador Uribe.
Es claro que sin verdad no puede haber justicia. Y las Farc se niegan tajantemente a esta última, pues han dicho en todos los tonos que solo admiten responsabilidades menores y tangenciales por las que no están dispuestas a pagar ni un día de cárcel. En cambio, exigen que todo el peso de la ley recaiga sobre militares, políticos y empresarios a los que acusan de estar comprometidos con la violencia y ser sus verdaderos causantes.
Este empecinamiento de las Farc ha conducido a respuestas tan discutibles como la del expresidente Gaviria, que de hecho plantea una solución de impunidad para todo el mundo, o las del Presidente y el Fiscal, que piden que se desconozcan los compromisos de Colombia frente a la Corte Penal Internacional y se sustituyan las penas privativas de la libertad por trabajo comunitario o algo similar. En rigor, lo que Santos y Montealegre han propuesto es una parodia de justicia que responde con cinismo cruel a las exigencias de las víctimas y de la sociedad.
Uno de los resultados de la justicia es la reparación que merecen las víctimas del conflicto. Se las cuenta por millones: las familias de los asesinados por los actores del conflicto, los mutilados e incapacitados, los secuestrados y extorsionados, los reclutados contra su voluntad, los despojados de sus haberes, los desplazados, las mujeres violadas y sometidas a esclavitud sexual, etc.
Cuando se le preguntó a uno de los cabecillas de las Farc, de cuyo nombre es preferible no acordarse, si estarían en disposición de indemnizar a las víctimas de sus atropellos, contestó con sorna diabólica como en el famoso bolero:"Quizás, quizás, quizás". Igual que con el desminado, aspiran a que la reparación corra a cargo de la comunidad entera, de modo que puedan conservar intactas las ingentes riquezas acumuladas por cuenta del narcotráfico. No puede olvidarse que en medios internacionales se considera que las Farc son el tercer grupo terrorista más rico del mundo.
Pues bien, si la verdad, la justicia y la reparación están ausentes de La Habana, ¿de cuál paz se habla allá?
Es comprensible entonces que probablemente la mayoría de los colombianos seamos escépticos en relación con los resultados de los diálogos con las Farc. Por eso, a muchos no nos tomó por sorpresa masacre de los soldados en el Cauca, pues no otra cosa podríamos esperar de esos desalmados, ya que son capaces de cualquier felonía.
Queda la impresión de que los diálogos de La Habana versan en realidad sobre la mecánica del poder, vale decir, sobre las parcelas del mismo que se proyecta entregarles a los cabecillas de esa banda de narcoterroristas y las que el mal llamado “establecimiento” aspira a retener para sí, dentro de una teoría derrotista que alguna vez controvertí con el finado Nicanor Restrepo Santamaría, quien atacaba al entonces presidente Uribe dizque por guerrerista y, en cambio, apoyó con denuedo el ánimo claudicante del actual mandatario.
La actitud de las Farc indica que ellas no tienen la intención ni el deseo de hacer la paz, y tampoco lo han prometido excepto si el gobierno acepta poner en vigencia su proyecto político. Es Santos y su gobierno los que quieren forzar a las Farc a firmar la paz a como dé lugar. Y para ello, Santos se está llevando por delante la sensatez, la prudencia, la lógica, la razón, la moral y todo lo que conviene al pueblo al que debería representar.
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