viernes, 11 de septiembre de 2015

Declaración de fe política

Cada uno alberga sus propias opiniones políticas. Hasta el que dice ser indiferente respecto de estas materias o afirma que le producen desagrado, también adopta posturas que no solo tienen sentido político, sino que en algún momento podrían tener efectos en dicho campo.

Las opiniones políticas se forman muchas veces desde la niñez y dependen de muchos factores, tales como el medio social, la educación, las informaciones de que se dispone, las experiencias personales y, en suma, lo que en un sentido amplio puede denominarse la conciencia histórica.

Esa conciencia histórica puede ser madura, reflexiva e ilustrada, como también puede ser frívola, superficial e ignorante. Entre las dos series de extremos caben muchos grados intermedios, pero, sea de ello lo que fuere, esos grados condicionan las actitudes políticas de la gente, que se traducen en apoyos o censuras a programas y gestiones de gobierno, así como a quienes los formulan, promueven y desarrollan.

En los regímenes democráticos se aspira precisamente a que el voto sea de opinión y registre las preferencias razonadas de quienes lo emiten.

En lo que a mí concierne, mi uso de razón política aparece a mediados del siglo XX.

Su primera manifestación infantil fue un viva a Gaitán que dio lugar a un regaño de mi inolvidable abuela materna:"¡no diga eso". Ignoro el año, que bien pudo haber sido el de 1946 o, a más tardar, el de 1947. Recuerdo eso sí vivamente la fecha del 9 de abril 1948, pues mi madre me envió ese día a la una de la tarde a comprarle cigarrillos Pielroja en el Café Cyrano, que quedaba en la otra esquina de nuestra vivienda.

Cada que le hacía el mandado los del café me regalaban bananitas, pero esa tarde, al llegar, escuché  en la radio que acababan de matar a Gaitán y salí despavorido de regreso a la casa. Entré gritando:"¡Mataron a Gaitán!". Ahí me gané otro regaño:"¡Cómo se le ocurre decir esas cosas". Repliqué pidiéndoles que encendieran el radio y, efectivamente, ahí estaban dando la noticia. Dijeron entonces mis padres:"Tiene razón el niño". Acto seguido, nos encerraron en la casa y solo pudimos salir unos días después, cuando nuestro padre nos llevó a dar una vuelta por el centro de Medellín y pudimos apreciar los estragos de la revuelta.

La mía era una familia muy liberal. Mi padre nunca fue hombre apasionado y su liberalismo se fundaba en profundas convicciones filosóficas de las que daba cuenta la libertad con que nos permitía el acceso a su bien nutrida biblioteca, en la que no había libros prohibidos para nosotros, así figurasen en el famoso Índice.  También mi madre y mis tías abuelas que convivían con nosotros llevaban el liberalismo en sus entrañas, no obstante su profunda religiosidad católica, que años después, mas no ese momento, penetró en mi interior ayudándome a superar severas crisis anímicas. Para ellas, el liberalismo estaba en las gestas de la Guerra de los Mil Días, en la que murieron dos tíos abuelos, Roberto y Daniel Arbeláez. Aunque mi bisabuelo Indalecio Arbeláez era lo que se dice un “godo de raca mandaca”, en su descendencia prevaleció el influjo de unos Echeverris de claro ancestro indígena que todavía deja su huella en varios de nosotros. Mi madre y mis tías veneraban además a Uribe Uribe y Olaya Herrera. Y una de ellas, mi madrina que me enseñó a leer y escribir a los cinco años, era fervorosa gaitanista. Había sido maestra y utilizaba los periódicos para darme sus lecciones. Por supuesto, se trataba de los periódicos liberales.

Crecí, pues, alimentando mi espíritu con la mitología liberal. Pertenecía entonces a una estirpe que en ese momento no solo era segregada, sino violentamente perseguida. Tengo viva en la mente todavía la imagen del incendio de Rionegro que perpetraron una turbas conservadoras en noviembre de 1949. Como para muchos liberales, había dos demonios que habría sido necesario exorcizar, llamados Laureano y Mariano. E igual que la inmensa mayoría de mis copartidarios, recibí a Rojas Pinilla el 13 de junio de 1953 como un libertador que a poco andar nos decepcionó. Testigo fui de las jornadas del 10 de mayo de 1957 y de cómo el Frente Nacional nos trajo efectivamente la paz que permitió que liberales y conservadores nos respetáramos recíprocamente.

Al ir madurando a la vista de los acontecimientos nacionales, para mí, y creo que para muchos de mis compañeros de generación, la opción conservadora no era digna de considerarse. Era la de los autoritarios, los perseguidores, los promotores de la violencia. Además, era la opción confesional que cerraba espacios a las libertades de expresión, de cátedra y de debate público. Su manifestación más definida era la dictadura franquista, que contaba con epígonos en casi toda América Latina, algunos tan deplorables como el Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo y Molina en la República Dominicana.

Ser liberal significaba entonces apoyar el Estado de Derecho, que trae  a mi memoria ese clásico del Derecho Constitucional Colombiano, “Estado de Derecho y Estado de Sitio”, de Carlos Peláez Trujillo, que entonces leí con avidez. También significaba apoyar las libertades públicas y las instituciones democráticas, que habían venido a menos desde la instauración del régimen de Estado de Sitio entre 1949 y 1958, así como promover la idea de un Estado Social que se introdujo entre nosotros a partir de la Reforma Constitucional de 1936.

Los enemigos del Frente Nacional han sostenido que este conservatizó al Liberalismo. Pienso que fue todo lo contrario: liberalizó al Conservatismo. Este dejó de ser un partido tradicionalista, autoritario y clerical, de modo que en poco tiempo se hizo cierto lo que muchos años atrás había anunciado López Pumarejo sobre la desaparición de las fronteras ideológicas entre nuestros partidos históricos.

Como antaño los conservadores se habían apropiado de la imagen histórica de Bolívar, mientras que los liberales reivindicaban para sí la paternidad de Santander, yo era vehemente cultor de este. Fue entonces  la primera vez que en la prensa apareció un escrito mío, cuando apenas era estudiante de Bachillerato con los Hermanos Cristianos: su tema era el General Santander. Lo publicó “El Correo” de Medellín.

La Guerra Fría dominó el panorama internacional desde fines de la década del 40 hasta fines de la década del 80 del siglo pasado. Recuerdo que ya en 1949 tuve conciencia de los atropellos de los comunistas en Europa Oriental. Había que tomar partido entonces en favor de la democracia occidental o de las mal llamadas democracias populares. Y el asunto entrañaba penetrar a fondo en el estudio de las ideologías.

Muchos de mis compañeros de generación abrazaron las ideas marxistas y se jactaban de conocer al dedillo a Marx, Engels, Lenin y sus epígonos. Entonces, tuve que aplicarme a conocer sus sistema de pensamiento. Pero gocé del privilegio de leer “La Sociedad Abierta y sus Enemigos”, de Karl Popper, y “El Opio de los Intelectuales”, de Raymond Aron, que me vacunaron contra el marxismo. A mis amigos que pretendían apabullarme con la dialéctica histórica, les respondía con “La Miseria del Historicismo”, de Popper. Otros libros de Aron, como su trilogía sobre la sociedad industrial, la lucha de clases y su obra maestra, “Democracia y Totalitarismo”, me apertrecharon más todavía para librar la batalla ideológica en favor de la democracia liberal.

Por su parte, la lectura de Jacques Maritain me ofreció una visión del pensamiento católico acorde con la democracia liberal y alejada del cerrado tradicionalismo que impedía todo diálogo con la Modernidad. Chesterton, por su parte,  me convenció más adelante de que el proyecto político cristiano nunca se ha dado en la realidad y siempre será un ideal cada vez más difícil de alcanzar. Mucho hay del pesimismo histórico de San Agustín en este planteamiento que admito sin reticencias y me cura de todo utopismo.

Dicté a lo largo de unos 40 años distintos cursos de Derecho Público, Filosofía del Derecho, Introducción a la Política y Política Internacional de Colombia, al tiempo que escribía para la prensa, primero en “El Mundo” y después en “El Colombiano”, casi siempre sobre temas de la política cotidiana y a veces sobre cuestiones ideológicas de fondo.

Todo ello, aunado a unas breves incursiones en la política activa de las que no guardo buenos recuerdos, fue afinando mis opiniones o, mejor, las fue matizando.

En el tema liberal-conservador, me sucedió lo que a muchos más. Como le escuché decir en alguna ocasión a Belisario Betancur, yo también me “desectarizé”. Fui desprendiéndome poco a poco de lo que atrás he llamado la “mitología liberal”, es decir, una visión sumamente parcializada de la historia colombiana, al tiempo que entendía mejor, sin compartirlos del todo, los argumentos de los conservadores.

La defensa de la democracia occidental frente a los comunistas podía emprenderse desde varios frentes, como unas posiciones cerradas en pro del liberalismo económico o las del evolucionismo social-demócrata. Mis alumnos siempre me oyeron defender estas últimas, si bien les advertía que los derechos sociales tiene que interpretarse de acuerdo con las realidades económicas, pues llevarlos al extremo equivaldría a matar la gallina de los huevos de oro, tal como en efecto viene sucediendo en muchos países, el nuestro incluido.

En el transcurso de más de medio siglo he visto que el Liberalismo, que de algún modo solía mostrarse respetuoso de sus raíces cristianas, ha evolucionado hacia un Libertarismo que no solo las niega, sino pretende erradicarlas. Lo he escrito en otra parte: una cosa es el sentido de la libertad que promueve el Cristianismo, que busca mejorar al ser humano, y otra el de la emancipación que propone el Marxismo Cultural hoy en auge, que tiende a degradarlo. Descreo firmemente de lo que ahora se predica en nombre de la libertad y la igualdad, pues no respeta la dignidad del hombre, sino que lo envilece.

No faltan quienes me consideran conservador. No lo soy de partido, pues lo que hoy se presenta como tal es una vergüenza. Pero es cierto que mi ideario político abre  amplios espacios a la tradición, que contribuye decisivamente a cimentar la estructura social y facilitar la convivencia, así como a ideas venerables como la del Bien Común, la de que la titularidad de todo derecho viene acompañada necesariamente de deberes a cargo de quienes lo reclaman o la que hace algún tiempo encontré en un estudio sobre el pensamiento político de Santo Tomás de Aquino, que resumo así: si hoy nos preocupa profundamente la necesidad de preservar un medio ambiente sano en lo que concierne a lo que S.S. Francisco ha llamado “nuestra casa común”, ¿cómo no inquietarnos acerca de lo que bien podríamos llamar la “Ecología Espiritual”, es decir, unas condiciones sociales propicias para el despliegue y la elevación del espíritu humano?

A mis estudiantes de Filosofía del Derecho solía recordarles el pasaje en que Kant hablaba del asombro que le producían estos dos hechos: el orden maravilloso del universo físico y la presencia de la ley moral en el interior del hombre. Pues bien, si la Naturaleza se rige por leyes que la inteligencia no se cansa de escudriñar y profundizar, ¿por qué motivo vamos a considerar que lo que Teilhard de Chardin llamaba el “fenómeno humano”, expresión que me encanta, carece de toda normatividad subyacente y está abierta a toda autodeterminación, por extravagante y destructiva que sea?

En mis años de estudiante me impactó esta observación de Max Scheler: “los valores constituyen la legalidad específica del espíritu”. Al ser humano lo guían los valores y son ellos, rectamente entendidos, los que condicionan su trascendencia.

Me niego a suscribir la idea corriente, que no implica otra cosa que la abdicación de la razón, que niega la posibilidad de identificar verdades morales en la acción humana. Si la ciencia natural cada vez nos ofrece verdades más profundas en las realidades física, química, biológica e incluso psíquica,¿por qué negarnos a aceptar que nuestra racionalidad es apta para explorar las realidades que condicionan nuestra existencia, mirada tanto desde la perspectiva individual como la comunitaria?

Me aterra que se diga, por ejemplo, que como no podemos identificar una esencia de la familia, a cualquier tipo de relación le podemos entonces asignar ese calificativo. Y así sucesivamente.

En fin, en torno de la situación presente que aflige a Colombia, tengo claro que, si bien la paz es un propósito que debemos alentar con entusiasmo, no podemos perder de vista las realidades que nos muestran que negociamos con unos narcoterroristas, más interesados en sacar ventaja de la debilidad de nuestro gobernante de turno que en someterse a unas reglas nítidas de convivencia democrática con quienes no estamos de acuerdo con su proyecto de imponernos el fatídico Socialismo del Siglo XXI, cuyos resultados negativos están la vista con la rotundez de hechos notorios.

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